Como hemos dicho, el rajaputra había divisado la torre, pero érale de todo punto imposible guiar a sus compañeros a causa de la oscuridad, y sobre todo, por los obstáculos que se presentaban a cada paso, obligándole a desviarse.
Enormes bambúes, de más de diez y doce metros de altura, crecían, espesísimos, entrelazados por tupidas redes de calamus, que no cedían a ningún empuje, viéndose el pobre gigante obligado a cortarlas con su tarwar para abrir camino a sus compañeros.
Había también tamarindos, los cuales crecían junto a los palas, árboles gigantescos que en el estado de Assam cubren grandes espacios de terreno, plantas magníficas, de tronco nudoso, coronado por un espeso pabellón de hojas vellosas, de un verdor azulado, entre las cuales se sostienen a duras penas inmensos racimos de frutos, que los indígenas ponen a secar y guardan para sus grandes fiestas.
Por espacio de veinte minutos, el rajaputra batalló rabiosamente con las plantas parásitas, que llegaban casi hasta el suelo; después lanzó una exclamación.
—¡Ahí está la torre!
—Y, si no me engaño, los cocodrilos a nuestra espalda —dijo Timul—. Nos han seguido el rastro y tratan de alcanzarnos.
—Son demasiado tardos de movimientos —dijo Kammamuri—. Fuera del agua no valen nada.
—No digas eso, Sahib. Ya viste antes cómo nos atacaron también en tierra.
—Pero allí el terreno era a propósito y aquí no lo es para esos monstruos. No podrán ir muy lejos.
Entretanto, el rajaputra había derribado con tremendos sablazos una verdadera muralla vegetal y abierto un camino.
Había divisado confusamente la torre detrás de aquellos árboles, y se afanaba por llegar hasta ella.
Siempre talando, llegó por fin a penetrar en medio de un grupo de mhowahs, los árboles que valen tanto como pueden valer los cocos.
Son plantas hermosísimas, de tronco recto y considerable grosor, cuyas ramas se hallan simétricamente dispuestas y levantadas como brazos de candelabro.
Crecen sin cultivo alguno, así en los junglares secos como en los húmedos, y constituyen una verdadera fortuna para quien los halla.
No producen realmente fruto, pero sí una cantidad inmensa de flores, agrupadas en espesísimos racimos y de forma redonda, con la corola amarilla pálida; gruesas flores que los indostanos llaman el maná de los junglares, muy ricas de azúcar, y, por lo mismo, muy nutritivas.
Frescas, poseen gratísimo sabor, aunque huelen bastante a almizcle, cosa que no a todos agrada.
Los indostanos hacen grandes cosechas de estas flores; las ponen a secar sobre zarzos de mimbres hasta que pierden el olor a caimán, y, moliéndolas luego, hacen panes, mucho mejores que los que se obtienen de los sagús[25] en las regiones análogas.
También se las puede hacer fermentar, y entonces proporcionan al pobre paria excelente aguardiente, capaz de competir ventajosamente con los mejores whiskies exportados por Inglaterra.
—¡Ya tenemos comida! —exclamó el rajaputra—. ¡Cuántas flores carnosas y perfumadas! Estos árboles están cargados de ellas, y nos podrán sustentar durante varias semanas.
—Bien, pero dentro de la torre —dijo en aquel instante Kammamuri—. ¿No ves que estamos ya ante ese famoso edificio que nos prometía el gurú?
El rajaputra levantó los ojos, y vio una especie de campanario, coronado por una gran cúpula de metal dorado.
—Shiva nos guía —dijo—. ¿Verdad, gurú?
—Sin duda alguna —respondió el sacerdote, que recogía flores a manos llenas y se las iba comiendo, sin reparar en su sabor algo acre de almizcle.
—¿Estará abierta la puerta?
—Yo no la cerré.
—Despacio, amigos —dijo Kammamuri—. Ya sabéis que los tigres y leopardos, cuando encuentran refugio en un edificio, se aposentan dentro y paren allí sus crías.
—Es verdad —dijo Timul.
—Recoged flores de estas mientras el rajaputra y yo vamos a ver si se podrá por fin descansar.
Y atravesando la espesura llegaron al pie de la torre, que más bien parecía un minarete.
Quizá en otros tiempos los mogoles edificaron aldeas por aquellos parajes, pero después los debió de ahuyentar o destruir el cólera.
—La torre es fuerte —dijo Kammamuri—. Aunque los de Sindhia vengan a atacamos, podremos resistir largo tiempo. Los mogoles edificaban mejor que nosotros, los indostanos. ¡Ah, ya veo la puerta! ¿Está abierta?
—Nadie se ha ocupado de cerrarla, y a saber desde cuándo.
—¿Habrá dentro bestias feroces?
—No me extrañaría.
—¡Y ni siquiera tenemos un cabo de vela!
—Nos arreglaremos sin él.
El maharata empuñó la carabina, subió tres escalones algo maltratados por el tiempo, y avanzó resueltamente gritando por tres veces:
—¡Ah de la torre!
Cuatro o cinco lobos indostanos que dormían tranquilamente en el piso bajo despertáronse sobresaltados y saltaron fuera aullando y rechinando los dientes.
Como no son nada peligrosos cuando van en pequeños grupos, el maharata se abstuvo de disparar.
—¡Ahora podemos subir! —dijo—. ¡Gurú!
Este, que se acercaba con Timul, cargados ambos de flores comestibles, se apresuró a responder:
—Aquí estoy, Sahib.
—¿Estará en buen estado la escalera?
—Hace veinte años lo estaba.
—A ver si nos matamos; ¡por Shiva!
—No, Sahib. Los mogoles edifican con mucha solidez. Aquí está la gran puerta de bronce con tres cerrojos de hierro. Cerrémosla antes que lleguen los bandidos del rajá.
—Encárgate tú de eso, ya que la has abierto y cerrado otras veces. ¡Eh rajaputra! Mira bien dónde pones los pies, no se vaya a hundir algún escalón.
—Peso demasiado, Sahib, y no podré hacer yo el experimento —respondió el gigante—. ¡Si tuviésemos siquiera una lámpara!
—Tienes razón. Irá primero Timul, que es el más flaco de todos.
—Déjame a mí, Sahib —dijo el gurú—. Conozco ya esta escalera, y, además, veo también de noche.
—¿Eres acaso pariente del cazador de topos de las cloacas de Gauhati? Tampoco él necesita luz por la noche.
El gurú murmuró una frase confusa, atravesó el piso de la torre, el cual hedía terriblemente a causa de los huesos dejados allí por los lobos, y empezó a subir la escalera, construida en forma de caracol.
Veinte o treinta enormes murciélagos salieron chillando y desaparecieron por la puerta que iba a cerrar Timul, ayudado del rajaputra.
—Los escalones están en perfecto estado de conservación —dijo el gurú—. Llegaremos sin novedad hasta debajo de la cúpula.
—Desde allí dominaremos mucho terreno, ¿verdad?
—Todo el junglar. Si están nuestros enemigos en él, los descubriremos en seguida.
Y reanudó lentamente la subida, tentando primero los escalones con la mano para ver si se movían.
Dentro de la torre había intensísima humedad, hasta el punto de oírse el agua correr a lo largo de las paredes. La niebla pestífera del lago penetraba por las estrechas y numerosas saeteras.
Al cabo de un cuarto de hora el gurú y Kammamuri llegaron felizmente hasta la cúpula, que formaba una cómoda estancia.
También allí se notaba olor a moho y humedad.
El maharata se acodó a la barandilla de hierro que rodeaba la estancia, pero no pudo distinguir nada.
Sobre el junglar flotaba una niebla pestilencial que se: elevaba a gran altura y se resolvía en lluvia poco a poco.
—No veo nada —dijo—. Solamente oigo el rumor de la catarata.
En aquel punto fue cerrada con gran estruendo la puerta de bronce, y poco después penetraban Timul y el rajaputra en la cúpula cargados de mhowahs.
—Yo me siento morir, Sahib —dijo el gigante—. Soy demasiado grande y tengo, por desgracia, un estómago de extraordinaria cabida.
—Come de estas flores; son buenas.
—Sin embargo, Sahib, hubiese preferido una docena de costillas de nilgó.
—Las comeremos más tarde. Por ahora, conténtate con esto.
Todos se lanzaron sobre aquellas flores excelentes, y empezaron con gran ahínco a comerlas.
Hacía ya casi tres días que los infelices no habían hecho más que correr de junglar en junglar sin probar bocado.
El gigante devoraba como un tiburón haciendo desaparecer dentro de su enorme vientre inverosímiles puñados de aquellas deliciosas flores.
—Sahib —dijo por fin a Kammamuri—, creo que ya he comido bastante. Voy a dormir veinticuatro horas seguidas.
—¿Y no piensas en los bandidos de Sindhia? ¿Crees que nos han abandonado? No por cierto. Quieren saber dónde ha escondido el maharajá sus tesoros, y harán todo lo posible por cogernos.
—Pero tú, Sahib, eres un tirador maravilloso, y los matarás a casi todos. ¿Está lejos de aquí el camino de las montañas? Responde tú, gurú, que nos dijiste has visitado otras veces estos parajes.
—Mañana, cuando salga el sol, veremos ese camino —respondió el sacerdote—. Se le alcanza a ver desde la cúpula.
—¿Y cuántos días tardaremos en llegar a Sadhja? —preguntó el rajaputra.
—Tres o cuatro —respondió Kammamuri—. Pero me extraña que los montañeses no hayan bajado ya con la Rhaní.
—¿Seguirá resistiendo el maharajá?
—Creo que sí —respondió el maharata—. Cuando encontremos a los montañeses, que ya deben de haber bajado a la llanura, nos lanzaremos sobre los campamentos de Sindhia, y volveremos a mandar a este con una buena pensión a una casa de locos de Calcuta.
—Entonces, podemos dormir —dijo el rajaputra—. El sol tardará seis o siete horas en salir, y los bandidos no osarán con esta niebla acercarse a la torre.
Tendiéronse en el suelo y no tardaron en empezar a roncar.
El rajaputra producía tal estruendo que casi hacía temblar las paredes de la torre. Parecía que dentro de su cuerpo rodaban veinte carretas a un tiempo.
La noche transcurrió tranquila, sin alarma ninguna.
Kammamuri, siempre madrugador, fue el primero en despertarse y asomarse a la barandilla de la cúpula.
El sol pugnaba trabajosamente contra las densas nieblas que cubrían el junglar, y que un viento helado, venido sin duda de las montañas de Sadhja, hacía más espesas, especialmente sobre los canales. Una humedad inmensa reinaba en todos aquellos parajes.
—Habrá de pasar bastante tiempo antes que el sol disipe estas nieblas pestíferas —se dijo Kammamuri—. ¡Bah! Entretanto estamos seguros. Las saeteras son estrechísimas y no permitirán pasar a un hombre por flaco que sea, y además, la puerta de bronce debe de ser muy sólida.
—Solidísima —dijo una voz detrás de él.
Era el rajaputra, que se había despertado y se asomaba también a la barandilla, tragando flores comestibles como si fuese un elefante.
—¿Tiene cerrojos?
—Sí, Sahib; tres y muy gruesos. Los bandidos no lograrán entrar si no tienen bombas, lo cual es inverosímil.
—Pero nos sitiarán.
—Pues para evitar que pasemos más hambre, iremos a hacer acopio de mhowahs.
Llamó al gurú y al rastreador, y bajaron todos a escape, temiendo llegar demasiado tarde a los preciados árboles, pues hallábanse bien persuadidos de que todavía no los habían abandonado los hombres del rajá.
Entretanto, Kammamuri observaba desde arriba los alrededores de la torre, todos cubiertos de corpulentos árboles, y aun de bambúes tulda, los más grandes de la especie.
El sol comenzaba a abrirse camino, lanzando a través de la niebla miríadas de ardientes rayos y desgarrándola por varias partes.
Por fin, una racha de fuerte viento arrastró consigo hacia el poniente aquella masa de vapores pestilenciales, y apareció el junglar iluminado por el astro del día.
—¡Cuánta obstinación! —murmuró el maharata—. El rajá necesita con urgencia los tesoros del señor Yáñez y de la Rhaní; pero dudo mucho que descubra el sitio donde se hallan sepultados. Cierto que esos canallas podrían someternos a alguna tortura para obligarnos a revelarlo; pero por ahora todavía no hemos caído en su poder.
Y fijando sus miradas en la cascada, divisó de pronto unos veinte jinetes. Debían de haber atravesado el río durante la noche, y avanzaban lentamente por la orilla izquierda, dirigiéndose hacia la torre.
Iban cubiertos de fango, enflaquecidos, andrajosos y debían de haber sufrido también larga carrera a través de regiones pobladas solamente por bestias feroces, peligrosísimas de arrostrar.
«Deben de estar rendidos —se dijo Kammamuri, que continuaba siguiéndoles con la vista—. Ya no son los mismos guerreros que nos perseguían hace cinco días».
En aquel instante cerróse por segunda vez con gran estruendo la puerta de bronce, y el rajaputra y sus compañeros aparecieron cargados de ramas cuajadas de flores comestibles,
—Amigos —dijo Kammamuri—. Tengo que daros una mala noticia. Los bandidos han descubierto nuestro refugio y se dirigen hacia aquí.
—¡Malditos sean esos chacales! —exclamó el rajaputra—. ¡Y no tenemos más que una carabina! ¿Lograrán cogernos, Sahib?
—Son veinte, mientras que nosotros no somos más que cuatro con un arma de fuego —dijo Kammamuri, moviendo la cabeza—. No sé cómo acabará esta aventura, que ya va durando demasiados días.
—¿Nos habrán realmente descubierto?
—Sí —dijo Timul, que había soltado ya su carga de flores—. Deben de haber descubierto nuestras huellas, aunque hayamos salvado la catarata. Además, advertirán enseguida que nos hallamos aquí.
—¿Por qué? —preguntó Kammamuri.
—Porque hallarán los árboles de flores dulces, y verán ramas cortadas.
—Hemos cometido una imprudencia, pero teníamos hambre; ¿no es verdad, rajaputra?
—Muchísima hambre —dijo el gigante—. Yo creo que he perdido lo menos catorce o quince kilos de peso.
—En cuanto se acabe la guerra, comerás todas las costillas de nilgó o de ascis que quieras.
—¿Y cuándo se acabará?
—Todo depende de los montañeses de Sadhja. Creo que ya se habrán puesto en camino con la Rhaní, y quizá con Soarez, el niño del maharajá.
—Esos hombres no temen a los bandidos de Sindhia.
—Pues me parece que tardan bastante —dijo el rajaputra—. Ya debían estar aquí.
—Los caminos son ásperos y fragosas las montañas, además se necesita tiempo para recoger los guerreros dispersos por los valles. Yo no dudo que vendrán, y quizá más pronto de lo que crees. Son fieles a la Rhaní y al maharajá, y aborrecen a Sindhia.
Y dicho esto se agachó de pronto y se retiró al punto hacia dentro. El rajaputra y Timul hicieron lo mismo.
—No nos dejemos ver —dijo el maharata—. Llevan muchas carabinas. Adentro todos y que ninguno vuelva a asomarse a la barandilla.
—De todos modos sabrán ya que estamos aquí —dijo Timul.
—También lo sé yo, y…
Habíase interrumpido y contaba:
—… Diecisiete, dieciocho, diecinueve y veinte. Antes no eran veinte —dijo—. ¡Ah, perro! ¡Todavía no está muerto! ¡Ese hombre debe de tener el demonio en el cuerpo!
—¿De quién hablas, Sahib? —preguntó el rajaputra.
—Del dueño del caballo, que se ha unido a los bandidos y los va siguiendo, aunque me parece que está herido.
—¿Monta otro caballo?
—Sí, un rocín que no será capaz de recorrer dos leguas y que trota muy despacio —respondió el maharata—. Todas esas bestias están rendidas, lo mismo que sus amos. Ven a ver a esos canallas.
Y tendiéndose en el suelo pusiéronse a mirar a través de la barandilla, que era muy ancha y de hierro forjado.
—¿Los ves? —preguntó el maharata, que apretaba el gatillo de su carabina, y mirando con fijeza al dueño del famoso caballo.
—Parece que avanzan seguros de cogernos, Sahib —respondió el gigante—. Quizá hemos hecho mal en refugiarnos aquí; pero no podíamos sostenemos ya en pie. Los bandidos tienen caballos, siquiera sean esqueletos vivientes, mientras que a nosotros ya no nos quedaban fuerzas para huir a esta feroz persecución.
—Espera un poco —dijo Kammamuri.
Y abriendo la pequeña alforja que contenía las balas, se puso a contarlas atentamente.
—Nos quedan setenta y dos tiros —dijo—. Yo acabaré con toda esta caballería antes que llegue junto a la torre. Desde arriba se dispara muy bien. Y la primera bala va a ser para el amo del caballo de marras. ¡Ah, perro! ¡He matado a tu maldito caballo y voy a matarte a ti también! Ya has vivido bastante y no sé cómo te han respetado los tigres del junglar. Ha llegado tu hora.
—Esperemos, Sahib —dijo el rajaputra.
—¿No ves que vienen en derechura hacia nuestra torre?
—Como que nos han descubierto —dijo Timul—. Siguiendo las huellas, dentro de poco llegarán aquí. ¡Ah!
—¿Qué tienes? —preguntó Kammamuri.
—Que no estamos del todo seguros aquí dentro, Sahib.
—¿Por qué?
—Porque toda la torre está cubierta de gruesos calamus que se han encaramado hasta la cúpula. ¿No ves aquí dos ramas que se agitan sobre nuestras cabezas?
—No había pensado en este peligro, pero por ahora dejemos en paz a las plantas parásitas. Si los bandidos intentan subir por ellas, aquí está el rajaputra que se encargará de precipitarlos en el vacío.
—Además, mi tarwar sigue siempre afiladísimo —dijo el gigante—. Con unos cuantos sablazos cortaré toda esta vegetación, que bien podía haberse quedado abajo, sin encaramarse por la torre. No le habrían faltado árboles en el bosque.
—Esperemos —dijo Timul.
—No tanto esperar, amigo —dijo el maharata, cuya frente se había ensombrecido—. Quiero matar al dueño del caballo antes que llegue aquí.
Y escondiéndose detrás de una columnita de la baranda, se puso a observar atentamente a los bandidos, dispuesto a romper el fuego.
Los jinetes avanzaban con infinitas precauciones, a lo cual contribuía quizá el estado de sus caballos, rendidos por tan furiosas carreras a través de terrenos fangosos.
Unas veces aparecían en un claro, otras desaparecían bajo las plantas; pero ninguno de los sitiados dudaba ya de que tendrían que habérselas nuevamente con aquellos tunos.
Kammamuri continuaba avizorando, mientras sus amigos se tendían en el suelo para no recibir una descarga repentina.
Pasaron algunos minutos. Oíase soplar y relinchar a los caballos, y hablar en voz alta a los bandidos; pero el boscaje protegía a unos y a otros, pues los mhowahs se agrupaban junto a la base de la torre.
De allí a poco gritó una voz ronca y jadeante:
—Es inútil que os escondáis. Sabemos dónde estáis y dentro de poco os cogeremos.
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó el maharata, que se mantenía prudentemente detrás de la columna.
—Lo sé yo.
—¿Eres tú el amo del caballo?
—Y vengo a vengar a aquel animal incomparable.
—La torre es fuerte como una roca, y no lograréis jamás desquiciar la puerta de bronce.
—Os rendiremos por hambre —respondió el bandido,
—Nos dejaremos morir de hambre, pues sabemos que Sindhia no nos perdonaría. De ese modo nada sabrá sobra los tesoros del maharajá y de la Rhaní.
—El rajá no es tan malo como crees, y no te quitaría la vida.
—No me fío de ese malvado.
—Basta. ¿Os rendís?
—¿A quién se lo preguntas?
—A vosotros.
—Nosotros, grandísimo pícaro, somos hombres que venderán muy cara su vida. ¡Rendirnos nosotros! ¡Vaya, tú estás loco!
—¡Entonces, toma este regalo!
Los jinetes habían llegado a cien pasos de la torre y saltaron a tierra pesadamente para que descansasen un poco sus rendidos caballos.
Sonó un tiro de carabina y una bala atravesó la cúpula de cobre dorado.
—Ahora toma tú el mío —gritó Kammamuri.
El amo del caballo había roto el fuego, creyendo que asustaría a los sitiados.
Oyóse otro disparo. El maharata había hecho a su vez fuego manteniéndose siempre protegido por la columnilla.
Hallábase el bandido que guiaba a los jinetes cargando otra vez su carabina, cuando le alcanzó la bala del maharata.
No habiendo aún desmontado asióse al cuello de su caballo, y enseguida lanzó aquel grito de chacal acatarrado que servía de llamada a su corcel.
Apresuráronse sus compañeros a socorrerle, pero ya era tarde. El maharata había matado al amo, lo mismo que al caballo.
El bandido cayó pesadamente al suelo bajo la infalible puntería del veterano cazador de la Jungla Negra.
—¡Soberbio tiro! —exclamó el rajaputra, que acechaba a los jinetes desde detrás de la baranda—. Tú, Sahib, acabarás con todos esos hombres.
—Será un poco difícil, amigo —respondió Kammamuri—. Mira cómo ya han desaparecido bajo la espesura de los mhowahs, cuyo ramaje es tan tupido que no se les puede atisbar.
—¿Estarán realmente seguros de cogernos?
—Lo dudo.
—¿Y si mandan a alguno en busca de refuerzos?
—No podrá menos de atravesar el río, y entonces no se me escapará.
—Quizá lo hagan de noche.
—Sus caballos están muy agotados, y no podrá volver ninguno hasta los campamentos de Sindhia.
—¿Entonces nos sitiarán?
—Sin duda alguna. Tratarán de rendirnos por hambre.
El rostro del rajaputra se ensombreció.
—¿Tendremos que apretamos todavía las fajas? Nuestros víveres no durarán más que un par de días, y aun eso con mucha economía.
—Procuraremos que duren tres.
El bravo rajaputra, siempre víctima del hambre, exhaló un hondo suspiro y se golpeó el vientre, que debía de estar ya vacío.
—Si Shiva ha escrito en su gran libro que yo debo morir completamente hueco, me conformaré. Soy un guerrero, y la muerte no me espanta. Pero preferiría salir de esta torre y morir luchando con esos bandidos.
—No pienso yo lo mismo —respondió el maharata—. Me hallo perfectamente aquí, y no iré de seguro a atacar a veinte hombres, veinte desesperados decididos a todo con tal de cogernos. Prefiero quedarme aquí.
—¿En espera de qué?
—De los montañeses de la Rhaní, que ya no deben de estar lejos. Desde aquí arriba se alcanza a ver el camino de las montañas y si pasan los veremos.
—¿Y si tardan?
—Nos apretaremos las fajas.
En aquel momento resonaron dos tiros de carabina bajo la espesura de los mhowahs, y dos balas fueron a estrellarse silbando contra las columnas de la baranda.
Fue sin duda la señal. La espesura pareció incendiarse. Los bandidos, parapetados detrás de los árboles y protegidos también por sus caballos, disparaban furiosamente, acribillando a balazos la cúpula, la baranda y las troneras.
Las balas eran tan espesas que Kammamuri tuvo que tenderse en tierra.
—Vaya un derroche de municiones —dijo—. Total para nada, porque aquí se necesitaría un cañón. La puerta de bronce no se derriba a simples balazos, aunque sean de cobre los proyectiles. ¡Desfogaos, amigos! También yo espero hacer alguna descarga, y con más suerte que vosotros.
—¿Los ves, Sahib? —preguntó el rajaputra, que se le había juntado andando a gatas.
—Veo el humo de las carabinas —respondió el maharata—; pero no me basta. Esos canallas no se atreven a dejarse ver.
—Estarán escarmentados por la muerte del amo del caballo.
—Comienzo a creerlo; sin embargo, todavía nos quedan muchas municiones. No nos dejaremos, ciertamente, matar.
—¡Pero moriremos de hambre!
—¡Ya apareció aquello! ¿Cuándo acabarás con ese tema, oso hambrón? La verdad es que tenemos aquí dos buenos tipos; uno el gurú, que siempre se acuerda y nunca dice nada, y otro tú, que siempre estás lampando de hambre. ¿Quieres mi ración de mhowahs? Te la cedo con mucho gusto. En la Jungla Negra, mi amo y yo no comíamos ciertamente ascis ni nilgós, y muchos días nos contentábamos con chupar una caña de azúcar silvestre, hallada por casualidad entre los inmensos bambuales que cubren los Sunderbunds.
—No admito tu ofrecimiento, Sahib —respondió el gigante—. Tú, como jefe nuestro, tendrás ración más crecida.
—Los maharatas podemos soportar el hambre durante varios días sin perecer y sin…
Se inclinó bruscamente hacia la baranda y mantuvo un momento inmóvil la carabina.
Una detonación seca resonó bajo la cúpula. Y un aullido de dolor sucedió al disparo.
—Otro menos —dijo Kammamuri—. Ya no son más que diecinueve.
—¿Has visto a algún bandido?
—No; he disparado al azar guiándome por una nubecilla de humo, y parece que he tenido fortuna. Esos bribones tratarán quizá de atacarnos esta noche sirviéndose de las plantas parásitas que rodean la torre.
—¿Quieres que las corte todas?
—Ya te he dicho que no. Esperemos a que suban para arrojarlos en el vacío.
Y los dos hombres se retiraron hacía dentro mientras la lluvia de balas continuaba.
Ninguno de los otros dos se inquietaba; el gurú chupaba de cuando en cuando una flor comestible. Timul parecía estudiar las piedras dejadas allí hacía trescientos o cuatrocientos años por los mogoles.
Quien llevaba la peor parte era la cúpula. En menos de un cuarto de hora había sido agujereada como una criba. Las balas la perforaban fácilmente por ser el metal ya muy viejo.
—Esperemos otra buena ocasión —dijo Kammamuri—. También yo tengo balas y no las economizaré si se me ofrece buena coyuntura.
Y echándose sobre las ramas de mhowahs, se puso a chupar, como el gurú, algunas flores. El rajaputra, a pesar de sus promesas, había emprendido a comer también.
Ya no medía las raciones.