El bandido debía de haber seguido obstinadamente a los fugitivos arrastrándose como una serpiente a través de la inmensa vegetación de las grandes lagunas, y todavía se esforzaba en recobrar su caballo, medio devorado ya por los repugnantes cocodrilos.
¿Cómo permanecía vivo aquel hombre, después del salto de cabeza y del tiro de carabina de Timul, que debían de haberle inmovilizado para siempre?
—Cree que aún vive su caballo —dijo el rajaputra—. ¿Le esperamos?
—Dudo que venga solo —respondió Kammamuri—. Huyamos, huyamos; de lo contrario, el maharajá y la Rhaní perderán para siempre el trono.
—Es que no podemos ir muy lejos, Sahib —dijo el rastreador.
—¿Por qué?
—Porque hace dos días que no comemos y no tardarán en faltarnos las fuerzas.
—Nos desquitaremos después, cuando el peligro haya cesado —respondió el maharata—. No faltan aquí grandes aves, y encontraremos más al avanzar hacia el Norte.
—¿Seguimos? —preguntó el rajaputra.
—Y a todo escape, amigo. Ábrenos paso para la torre y la carretera desde la que encontraremos la montaña.
—Algo costará, pero el tarwar es bonísimo; tiene un temple extraordinario y rompe y corta casi él solo.
—Entonces, vamos. Yo velo por todos vosotros con la carabina.
Reunieron fuerzas y volvieron a lanzarse a través del húmedo junglar.
Los árboles se sucedían unos a otros, cada vez más espesos y más gigantescos.
Taras, latanias, pipals, nims, levantaban a lo alto sus frondosas copas, aventajando en altura a los bambúes, y enlazados todos entre sí por tupidas redes de plantas parásitas.
De cuando en cuando mezclábase entre aquella vegetación exuberante un gigantesco tamarindo, que se alzaba como una torre inmensa y silenciosa.
Delante de los cuatro hombres huían las aves, alzándose pesadamente por no hallar espacio suficiente para tender el vuelo. Eran inmensas nubes de cigüeñas y de grandes cuervos, que salían a lo alto huyendo del pestífero ambiente del junglar.
Otros volátiles huían también de las serpientes, contra las cuales estaba muy alerta el rajaputra, pronto a decapitarlas antes que mordiesen.
Especialmente abundaban los gulabos, llamados también serpientes de la rosa, por tener la piel salpicada de vivísimas manchas coralinas.
Tampoco faltaban las verdaderas boas indostanas, muy abundantes en los junglares, y resplandecientes con sus matices verdes, azules y amarillos. Esta serpiente es llamada también pitón atigrado; mide casi siempre más de cuatro metros de largo, y posee tanta fuerza, que es capaz de ahogar entre sus anillos a un hombre.
El rajaputra no era hombre a quien atemorizase esta fauna, y continuaba marchando y derribando árboles para abrir paso a sus compañeros.
Un par de horas duró aquella carrera a través del junglar; después dijo el gigante:
—Estoy rendido, Sahib. Hace demasiado tiempo que no como. Descansemos un poco.
—Y mientras nos alcanzará el bandido, quizá acompañado de otros —respondió Kammamuri—. No faltarán frutas.
—Yo necesito carne, Sahib.
—Pues ve a cortar un trozo de muslo al caballo, ásalo al fuego y cómetelo.
—¡Eso no, Sahib! No tengo gana alguna de volver a ver los cocodrilos.
—Entonces no te lamentes.
—Es que pienso, Sahib, también un poco en el estómago. Desde que salimos de las cloacas no hemos dejado nunca de tener hambre.
—En las montañas de Sadhja hallaremos millares de carneros, y nos tomaremos un soberbio desquite.
—Lo malo es, Sahib, que las montañas de Sadhja, donde se crían esos cameros, no se descubren todavía. ¿Cuándo podremos llegar allí?
—No sé decirte. Me encuentro extraviado, y mientras no lleguemos a la carretera que conduce hacia Oriente me será imposible calcular.
—Es que tampoco sabemos dónde se halla a punto fijo esa carretera.
—Subiendo siempre hacia el Norte la cortaremos necesariamente por algún sitio.
—Acaso junto a la famosa torre —dijo Timul con ironía—. El gurú nos guiará sin extraviarse.
—¡Bah! Lo que es yo, no tengo mucha confianza en el sacerdote —dijo Kammamuri.
—Podrías engañarte, Sahib —dijo en aquel momento el viejo guardián de la pagoda—. Mi compañero y yo atravesamos este junglar, donde la tierra es de color negro, mientras que en los otros es de color muy distinto.
—¿Crees, pues, caminar en buena dirección? —preguntó el rajaputra.
—Me parece que sí.
—Y ¿estás seguro de que nos guiarás a esa torre?
—Tiene más de sesenta metros de altura y se ve desde lejos.
—¿Y si se hubiese derrumbado?
El gurú levantó los hombros.
Mientras hablaban, no cesaban de avanzar, temerosos de ver repentinamente a sus espaldas a los bandidos del rajá, guiados por el dueño del caballo.
El junglar continuaba siendo espesísimo, pero en ciertos lugares hallábase hendido por el paso de algún animal grande, quizá un rinoceronte, lo cual permitía a los fugitivos marchar a ratos con mayor rapidez.
Habían recorrido ya otras dos millas, casi sin ver el sol a causa de lo cerrado de la espesura, cuando llegaron de improviso junto a la orilla de un anchuroso canal de aguas amarillentas y muy tranquilas.
En las márgenes desperezábanse bandadas de marabúes y ayudantes, armando infernal estruendo.
—Esta corriente se dirige hacia el Norte —dijo Kammamuri—. Cortará de fijo la carretera.
—Sahib —dijo el rajaputra—. Voy a proponerte una idea.
—¿Cuál?
—Que construyamos una pequeña balsa o almadía y atravesemos en ella este inmenso junglar.
—Lo mismo estaba yo pensando. ¡Con tal que los hombres de Sindhia no se nos echen encima antes de haberla construido!
—Sahib —dijo Timul—. Dame tu carabina y yo iré a explorar el terreno. Si advierto algún peligro, lanzaré también el aullido del chacal, pero repitiéndolo tres veces.
—Eres un valiente muchacho —le dijo el maharata, entregándole el arma.
El rajaputra habíase puesto ya a la faena, ayudado por el gurú. Cortaba bambúes y bejucos para poder atar los troncos y construir la balsa. Aun estando hambriento, aquel diablo de hombre conservaba incólume su fuerza extraordinaria.
No tardó en ayudarles el maharata, con lo cual antes que se pusiese el sol hallábase lista y botada al agua una almadía de unos diez metros de largo y cuatro de ancho.
Apenas había tocado aquella agua cenagosa, que exhalaba miasmas peligrosos, cuando apareció Timul junto a la orilla, y de un salto cayó sobre la tosca embarcación, diciendo:
—Huyamos a escape, Sahib.
—¿Están ya ahí esos condenados bandidos? —preguntó Kammamuri, apretando los dientes.
—Vienen deslizándose sin ruido a través del junglar; pero yo los he visto.
—¿Cuántos son?
—He contado diez.
—¿Y los otros? Eran veinte o quizá más.
—Habrán ido a parar al vientre de los cocodrilos —dijo el rajaputra, cortando el calamus que servía de amarra—. ¡Mejor para nosotros que sólo quede la mitad!
—¿Están lejos, Timul? —preguntó el maharata, empuñando de nuevo la carabina.
—Quizá a quinientos pasos.
—¿Siguen la margen del canal?
—Sí, Sahib.
—¿Y dónde han dejado los caballos? ¿Habrán muerto todos? ¡Es imposible!
—Yo no he visto ningún caballo. Iban todos los hombres a pie y desfilaban, lenta pero tenazmente, a través del junglar, manteniéndose a cierta distancia uno de otro. Han descubierto nuestro rastro, Sahib.
—Ahora veremos si saben descubrirlo en el agua —dijo Kammamuri.
En aquel instante desapareció el sol y cayeron rapidísimas las tinieblas, pues no hay crepúsculo en la India. Apenas se pone el astro rey, la oscuridad se extiende como una ola, envolviéndolo todo.
—¡Pronto! —dijo Kammamuri.
—¡Ya estamos en marcha! —respondió el rajaputra, que guiaba la embarcación con una vara larguísima—. Esta balsa caminará muy aprisa, y no…
—¡Todos al suelo! —dijo Timul, interrumpiéndole—. Tendeos a lo largo.
—¿Vienen?
—Sí, Sahib. Están ya a poca distancia.
—Al menos, aquí no hay cocodrilos, ¿verdad, rajaputra?
—No, Sahib. Sólo he visto bewaks, esos repugnantes cerdos de agua, que, aunque dé asco verlos, no es poco gustoso comerlos.
—Entonces sumerjámonos en el agua y guiemos la balsa con nuestras piernas —dijo el maharata—. Esos canallas del rajá tienen carabinas y pistolas, y con las armas de fuego lo mejor es no probarlas. ¡Pronto! Dos a la derecha y dos a la izquierda. Asíos fuertemente al borde de la balsa, y si descubrís algún cocodrilo, subid a escape.
—Con esta oscuridad no podemos ver nada —murmuró el rajaputra.
El bravo gigante tenía razón. Sobre las altas cimas de las taras, mangos y pipals ondeaba una densa niebla cargada de miasmas y azotada por la brisa nocturna, que había comenzado a soplar con mucha violencia.
Apenas los cuatro fugitivos se habían sumergido, cuando oyeron una voz que gritaba:
—¡Ahí están! ¡Destruidlos como a chacales! ¡Me han matado mi caballo!
—¡A todos, no! —gritó enseguida otra voz—. El rajá necesita a uno de esos hombres y nos lo pagará a peso de oro.
—El rajá está lejos y no se ocupa ya de nosotros —respondió el primero—. ¡Pronto! Haced fuego.
Kammamuri y sus compañeros habíanse sumergido del todo, haciéndose completamente invisibles, a fin de evitar una granizada de balas.
Pero la balsa, que había recorrido unos doscientos metros, resaltaba muy bien sobre las aguas amarillentas del río, y era fácil descubrirla.
Transcurrieron varios segundos; después, rompieron el silencio de la noche tres disparos de carabina.
No tiraban mal aquellos bandidos. Las tres balas se incrustaron con siniestros chasquidos en los bambúes de la balsa, atravesando más de uno.
—¿Habrán muerto? —preguntó una voz ronca.
—Yo no veo ningún hombre sobre esa almadía. Hemos sido bravamente burlados, y mientras perseguimos a ese montón de bambúes, los hombres se nos escaparon otra vez.
—Saltemos al agua y alcancemos la balsa —dijo el dueño del caballo.
—¿Y los cocodrilos?
—No siempre se encuentran.
—Además, la balsa corre cada vez más, y no podremos alcanzarla. Esos perros se nos han escapado otra vez.
Era verdad. El río, después de describir una larga curva, comenzaba a correr con cierta rapidez, haciendo chocar sus aguas cenagosas contra ambas orillas.
La balsa huía, pero perseguida con furor por los bandidos de Sindhia, los cuales dudaban todavía de que los cuatro fugitivos hubiesen saltado a tierra para internarse en el junglar.
Corrían como nilgós, siguiendo la orilla izquierda y disparando de cuando en cuando un tiro de carabina, que no obtenía resultado alguno.
—La corriente lleva trazas de aumentar aun su rapidez —dijo Kammamuri, surgiendo al lado del rajaputra—. Si no tienen caballos, no nos alcanzarán.
—Además, los cuadrúpedos andarán con dificultad entre la espesa vegetación —respondió el gigante.
Otros dos tiros retumbaron a distancia de apenas doscientos pasos, y por poco no fue herido el maharata por una bala que pasó de rebote bajo su brazo derecho, afortunadamente sin tocarlo.
—Dispara tú también, Sahib —dijo el rajaputra.
—Nos verían, y nos dejarían pronto fuera de combate. Advierte que son once y nosotros no tenemos más que una carabina.
—¿Nos cogerán?
—No lo creo. Corren, pero también el río corre y nos lleva con rapidez hacia el Norte, hacia la carretera que conduce a las montañas de Sadhja. Déjales que disparen. No lograrán romper las ataduras de los calamus, y mucho menos los bambúes.
—Sahib —dijo en aquel punto el joven rastreador, que se había encargado de ayudar al gurú—, me parece que por aquí hay cocodrilos.
—Yo no he oído ningún mugido —respondió Kammamuri—. Y bien sabes que siempre que los hay se oyen.
—Pues me ha tropezado un cuerpo grueso, sobre el cual montaba un marabú.
—Y bajo el marabú se hallaba, sin duda, el cadáver de algún infeliz indostano que no pudo pagar un brahmán o bien un gurú. Encontraremos muchos. Bien sabes que cuando no pueden hacerse bendecir en su muerte, se mandan echar en los ríos, persuadidos de que todos desembocan en el Ganges, el cual está encargado de llevar a los infelices al «Kailasson».
—Otro cadáver, si no es un cocodrilo o un bewak —dijo Timul.
—Déjalo correr, que no te romperá las piernas. Bien ves que acaba de levantarse delante mismo de la balsa un arghilak, que sin duda estaba cebándose en el muerto.
—En efecto, por aquí hay muchos cadáveres —dijo, surgiendo del agua, el rajaputra—. Veo aquí cinco o seis calaveras que nadan como calabazas, y no tendrán ya ni un grano de masa encefálica.
—¿No te inspiran terror?
—No, Sahib —respondió el gigante—. He atravesado muchos junglares cortados por ríos llenos de cadáveres.
—Mirad —dijo el gurú—. Los bandidos continúan siguiéndonos.
—Pero la balsa va a escape y se quedarán atrás, detenidos entre el boscaje, que acaso no podrán atravesar —dijo Kammamuri.
El río había descrito otra curva, y su caudal era mucho más crecido que al principio.
Los cuatro hombres, manteniéndose casi del todo sumergidos, continuaban guiando la almadía y dirigiéndola hacia la orilla opuesta. Ya no temían a los bandidos, que habían quedado muy lejos, junto al borde del junglar.
Sin embargo, las carabinas siguieron disparando con gran estruendo durante ocho o diez minutos; luego, callaron.
—Estamos fuera de tiro —dijo Kammamuri, subiendo rápidamente a la balsa—. Ya podéis subir todos.
—Ya era hora, Sahib —dijo rajaputra, que le había imitado al punto—. No hay sólo cadáveres y bewaks en el río; también hay cocodrilos, y por poco no he dejado mis piernas en los dientes de esos repugnantes monstruos.
El rastreador y el gurú habíanse tendido también sobre la balsa, después de haber notado asimismo la presencia de los terribles reptiles.
Kammamuri se había puesto en pie, y observaba la ribera que seguían poco antes los bandidos, temeroso de alguna sorpresa.
La oscuridad no era muy densa, y permitía distinguir un hombre a cincuenta pasos. Miró y escuchó con atención; y enseguida dio un salto.
—¡Maldito bandido! —exclamó—. Todavía nos sigue con su aullido de chacal desafinado.
—Es el dueño del caballo, ¿verdad, Sahib? —dijo el gigante.
—Sí; y no debe de estar muy lejos de nosotros. Si pudiese descubrirlo, le haría acabar lo mismo que su caballo.
—Es muy astuto. Siempre nos ha seguido de lejos, para no caer en ninguna emboscada.
—Quizá le encontremos algún día.
—Me parece que no, Sahib. La balsa corre como si tuviese un par de velas; dentro de un cuarto de hora estaremos muy lejos.
—¿Sabes dónde desemboca este río, gurú?
—Entre los junglares del Norte —respondió el sacerdote.
—He ahí una respuesta que yo también podía dar, aunque jamás he atravesado por estos sitios.
—Soy viejo.
—Hace mucho que lo sabemos —dijo Kammamuri soltando una carcajada—. A cada paso estás pregonando tu vejez. Pero si los bandidos de Sindhia te persiguen, seguro estoy de que correrías como un galgo, olvidando todos tus achaques.
—No sé nada —respondió el sacerdote, que parecía haberse vuelto medio imbécil.
—Contemos sólo con nuestras fuerzas —dijo Kammamuri—. Cuando hayamos desembocado en las grandes llanuras septentrionales, tal vez aparezca la famosa torre. Tenemos necesidad urgente de descanso.
—Y de víveres, Sahib —dijo el rajaputra.
—¿Quieres mi carabina? Mira cuántos marabúes y arghilaks se pasean por las orillas.
—¡Oh!, nunca, Sahib. Esos pajarracos sólo comen cadáveres y huelen que apestan.
—Entonces cázate un cocodrilo.
—Esperemos el día. Entretanto me apretaré la faja. Es la tercera vez que lo hago para calmar el hambre que me devora.
—No parece sino que eres un tigre negro.
—Es que soy alto y grueso, Sahib.
—Tienes razón, pobrecillo. Mañana no nos faltará comida. Las riberas del río deben de ser muy frecuentadas por los cuervos. Ten paciencia hasta que salga el sol.
—Me resigno —respondió el pobre gigante con un hondo suspiro, mientras se apretaba rabiosamente la ancha faja de seda roja.
Entretanto la balsa continuaba avanzando, pero tenía calmas repentinas. De cuando en cuando parecía que la corriente perdía su fuerza, como si hallase grandes obstáculos o estuviese demasiado saturada de arena, de restos humanos, de cocodrilos o de residuos vegetales que se corrompían en las riberas, y que eran arrastrados hasta el río por innumerables arroyuelos.
De aquellas aguas cargadas de venenosos miasmas de cólera alzábase un olor pestilente, que oprimía la garganta y amenazaba a veces asfixiar a los fugitivos. ¡Pobres de ellos si, constreñidos por la sed, hubiesen osado beber un sorbo!
Todos los ríos que atraviesan los junglares están infectos, a causa de la enorme cantidad de cadáveres arrojados a sus corrientes, toda vez que solamente los ricos se permiten el lujo de hacerse quemar con gran pompa, mientras que a los pobres se les arroja al agua, y, a veces, sin haber aún expirado.
Pero ricos y pobres están seguros de penetrar en el «Kailasson» apenas las cenizas de unos y los cadáveres de los otros hayan llegado al sagrado Ganges, el río purificador de todo pecado, según la religión indostana.
El caudal de agua donde navegaba la almadía estaba lleno de cadáveres putrefactos, que subían del fondo para ofrecerse a los picos gigantescos de los arghilaks y marabúes.
Sobrenadaban muchas cabezas, chocando unas y otras con escalofriantes chasquidos.
Quizá al norte de Assam se había desarrollado alguna gran epidemia, siendo arrojados centenares de cadáveres a las aguas para que los llevasen hasta el río sagrado.
Una niebla densísima flotaba sobre aquellas aguas corrompidas, levantándose y volviendo a caer como si algún peso fatídico la arrojase hacia el río.
Sobre la balsa caían a veces gruesos goterones, salpicando a los fugitivos, nada satisfechos de aquella lluvia, saturada de fiebres y de infinitos microbios harto terribles.
—Me parece hallarme en el río Magal —dijo Kammamuri, que se había tendido junto al rajaputra—. También aquel estaba lleno de cadáveres y marabúes, pero en sus riberas habitaban los thugs de Suyodhana, mucho más terribles que los bandidos de Sindhia.
—¿Y no quisieron nunca estrangularte, Sahib? —preguntó el gigante.
—¡Ya lo creo! ¡Cuántas veces me echaron el lazo o el cordoncillo de seda negra! Pero ya ves que todavía estoy vivo y no tan viejo como el gurú.
—Tú eres un joven guerrero que no teme ni a diez bandidos.
—Eso de joven fue en otro tiempo. Ahora estamos envejecidos todos: el maharajá, el Tigre de Malasia, mi amigo Tremal-Naik y yo. Y, sin embargo, cuando nos unimos, todavía somos capaces de conquistar reinos e imperios.
—No lo dudo, pues ya he visto las pruebas. Sois, en verdad, unos leones que no teméis nunca la muerte.
—¡Calla!
—¿Qué pasa?
—¿Lo creerás? He oído de nuevo el aullido del chacal.
—Yo no he oído nada, Sahib. ¿Querrá ese perro de bandido que le devolvamos la piel de su caballo?
—Pues estoy seguro de no haberme engañado.
—¿O será acaso el alma del caballo?
El maharata encogió los hombros.
—Cuando un animal muere, sólo queda su cuerpo, que sirve para abonar el junglar.
—¿Y lo has oído, Sahib?
—Y yo también lo he oído —dijo el joven rastreador incorporándose—. Era el falso aullido de chacal que ya conocemos.
El rajaputra apretó los puños.
—¿Y no podremos matar a ese perro sarnoso? Nos sigue muy de cerca.
—¿Irá solo? —preguntó Timul.
—No lo sé, pero no creo que puedan haberle seguido todos sus compañeros. Un hombre puede deslizarse corriendo entre la espesura del junglar, pero diez no, pues no tardarían en extraviarse entre los árboles.
—Yo conozco estos parajes —dijo en aquel punto el gurú,
—¿Se ha despertado tu memoria? —preguntó Kammamuri.
—Yo he recorrido este río.
—¿En qué embarcación?
—En una gonga.
—Un árbol ahuecado, ¿verdad?
—Sí, Sahib.
—Entonces a algún sitio iremos a parar. Veamos si tu memoria se despierta.
—Este río va a estrellarse contra la torre mogol.
—¿Estás seguro?
—Ahora sí, Sahib.
—¿Lo crees tú, rajaputra?
—¡Hum! —murmuró el gigante.
En aquel momento la balsa sufrió una sacudida violentísima, que hizo caer a los cuatro fugitivos.
—¿Habremos naufragado? —preguntó el maharata, poniéndose en pie rápidamente y precipitándose sobre el largo remo que servía de timón.
—No, Sahib —dijo Timul—. Hemos chocado solamente contra un montón de esqueletos humanos, pero la balsa da la vuelta y pasará.
—En la orilla se ve una sombra que corre como un ciervo —dijo el rajaputra, asiendo la carabina del maharata—. Debe de ser el bandido que montaba el caballo loco. Ahora procuraré yo mandarlo al otro mundo.
Y apuntó rápidamente el arma, mientras la balsa, presa de un violentísimo remolino, comenzaba a girar sobre sí misma como una peonza.
—¡Dispara! —gritó Kammamuri, al ver que el rajaputra parecía vacilar.
—No puedo sostener la puntería un solo instante, Sahib —respondió el gigante—. Este demonio de balsa salta como una cabra del Tíbet.
—¿Lo ves?
—Sé dónde se ha escondido. Se ha metido en aquella espesura de mangos que se extiende hasta el río. Espera un momento, Sahib. Ya sabes que no soy mal tirador.
De allí a poco, y mientras la balsa, pasado el remolino, proseguía su carrera, brillaron dos relámpagos en la orilla opuesta, seguidos de dos detonaciones.
—Tiros de pistola —dijo Kammamuri, sin tomarse la molestia de tenderse en la almadía—. Esas balas no llegan aquí.
—Pero la de tu carabina sí llegará allí, Sahib.
Había disparado sobre la espesura de mangos.
Un grito de un hombre que agoniza rompió el silencio que reinaba en aquel instante en el río.
—¡Tocado! —exclamó el rajaputra con acento de triunfo—. Ya era tiempo de acabar también con él.
—¡Que vaya a hacer compañía a su caballo!
—Poco a poco, amigo —dijo el maharata—. Puedes haberlo sólo herido.
—Entonces lo devorará algún tigre o cocodrilo.
—Si es que sus compañeros no llegan a tiempo de recogerlo y salvarlo.
—Sahib, ¿quieres que atraquemos la balsa a la orilla? Me urge saber si ha muerto realmente el bandido.
Iba a responder el maharata, cuando la balsa, que unos minutos antes avanzaba rapidísima, comenzó a correr espantosamente.
—¡Eh, Timul! —gritó el rajaputra.
Fue el gurú quien respondió:
—¡La catarata!
—¿Por qué no nos has avisado antes, sacerdote? —preguntó Kammamuri, apretando los puños—. ¡Nos vamos a hundir todos sin remedio!
—No, Sahib. También el gonga pasó sin naufragar —respondió el gurú—. Ni mi compañero ni yo fuimos a engordar a los cocodrilos.
—¿Podremos, pues, bajarla?
—Mucho más fácilmente de lo que crees. Es una cascada en escalones, con anchas aberturas, que permitirán a la balsa proseguir su curso sin volcar. Atended solamente a gobernarla. Aquí están las rocas.
Y después de un corto instante de silencio, dijo:
—¡Por fin! Dentro de poco daremos vista a la torre.
—¡A los remos, pronto! —gritó Kammamuri.
—¡Granujas! —gritó una voz que salía de la espesura de mangos—. El rajá me vengará.
—¿Te hemos herido? ¿Quieres que te mandemos un médico? —contestó el rajaputra, que había vuelto a cargar la carabina—. No tienes más que dejarte ver.
—¡Que Shiva os maldiga, perros! Me habéis matado el caballo del Gran Mogol y ahora me habéis herido a mí también. ¡El rajá os arrancará la piel!
—¡Sindhia está lejos! —gritó Kammamuri—. Ya no le tememos. Dentro de unas horas nos hallaremos en seguro.
—¡Ojalá os hagáis pedazos en la cascada y vayáis a parar a los dientes de los cocodrilos!
—¡Muchas gracias! Pero ya nos guardaremos de esos bribones. Buenas noches, señor amo del caballo; ten cuidado con los tigres, que son mucho más peligrosos que los saurios.
—¡Ah! Tú eres el hombre que se llama Kammamuri y que el rajá pagaría a peso de oro.
—¿Cómo lo sabes?
—Os he seguido continuamente y he oído vuestras conversaciones.
—¡Pues ya no volverás a oírlas! —bramó el rajaputra.
Y apuntando de nuevo la carabina, disparó sobre la espesura de mangos.
Ningún grito siguió a la detonación. ¿Habría sido muerto el dueño del caballo, o más bien creyó oportuno fingirse muerto?
Entretanto la balsa aceleraba su carrera. El río, que pocas horas antes tenía frecuentes calmas, corría ya impetuosamente, como si no arrastrase arenas, ni cadáveres, ni restos vegetales.
Alrededor de la balsa se formaban con estruendo verdaderas olas, que saltaban a veces sobre ella.
Kammamuri y sus compañeros habían empuñado largos bambúes y los hundían fuertemente en el fondo.
De la parte del Norte venía ruido infernal. Era la cascada, que mugía y se precipitaba con gran ímpetu entre las rocas, lanzando por el aire chorros de espuma fosforescente.
—¿No zozobraremos, gurú? —preguntó Kammamuri.
—No, Sahib. Pasaremos sin novedad.
—¿Y divisaremos después la torre?
—Sí, sí, la torre mogol.
—Entonces probemos fortuna. Las orillas son muy selváticas, y además no sería prudente desembarcar en el borde del junglar, que quizá esté poblado de tigres.
Sobre la balsa caía una verdadera lluvia. La catarata levantaba altísimas polvaredas de agua, produciendo un ruido espantoso.
—¡Teneos firmes! —gritó Kammamuri—. No soltéis las pértigas; nos servirían de mucho si naufragásemos.
—Parece que aquí hay un gran salto de agua —dijo el rajaputra, que, por su parte, habría preferido hallarse entonces en medio del junglar, aun estando quizá lleno de tigres.
En aquel punto la balsa se encabritó, osciló espantosamente y enseguida se precipitó sobre una fila de rocas, contra las cuales se estrellaba el agua con furia.
Los cuatro hombres se agruparon en el centro de la tosca embarcación para evitar que les arrebatasen las enormes olas, que les asaltaban de continuo con las crestas erizadas de espuma fosforescente.
Habíanse asido unos a otros, temiendo no poder resistir. Sólo el rajaputra manejaba a popa la larga pértiga que servía de timón.
Un cuarto de hora duró aquella vertiginosa carrera. Luego, la balsa, que por milagro había salvado las rompientes, descendió a un vasto charco, especie de lago pequeño, alimentado por las aguas infectas del río.
—¡Estamos a salvo! —gritó el gurú—. La torre se alzaba sobre la orilla izquierda en medio del boscaje. ¡Ahora lo recuerdo todo!
—¡Por fin! —exclamó Kammamuri—. No está fosilizada del todo tu memoria.
—Lo estoy viendo —dijo entonces el rajaputra.
—¿El qué?
—En primer lugar, cocodrilos, que parecen impacientes por atacarnos, y después, la famosa torre.
—¿La has visto?
—Sí, Sahib.
—Entonces atraquemos la balsa a la orilla y huyamos antes que los cocodrilos nos destrocen las piernas.
Todos empuñaron las largas pértigas y empezaron a dirigir la balsa cortando en sentido oblicuo la corriente. Pero de cuando en cuando veíanse obligados a descargar golpes a diestro y siniestro, pues la laguna estaba llena de cocodrilos.
Hicieron el postrer esfuerzo: después de introducir la proa de la balsa entre las plantas acuáticas que cubrían la orilla, huyeron a escape.
Ya era tiempo: los cocodrilos se habían lanzado al ataque, y se enseñoreaban de la balsa, rugiendo rabiosamente.
—¡Vivo! ¡Vivo! —gritó Kammamuri—. Dejémosles dueños de la almadía. Veremos lo que hacen esos monstruos estúpidos.
Y los cuatro se lanzaron por el inmenso junglar, corriendo con todas sus fuerzas, impacientes por llegar a la torre mogol.