VI. El asalto de los cocodrilos

Aunque todavía no había salido el sol, la oscuridad empezaba a ser menos densa en el junglar.

Por el cielo se extendían en varias direcciones, alargándose con rapidez, rojas bandas de fuego que marcaban la aparición del astro rey.

Las aves comenzaron a despertar, y se posaban a bandadas sobre el pequeño claro del bosque, gorjeando y cantando armoniosamente. En su mayoría eran feos marabúes negros, ayudantes y faisanes de resplandecientes colores y dorados reflejos, con larguísimas colas.

Posábanse también muchas bandadas de grandes papagayos, que apenas tocaban el suelo empezaban a armar una algarabía desesperada.

En cambio, los chacales callaban y huían de aquella ola de luz, próxima a caer sobre la tierra, refugiándose apresuradamente en sus cubiles.

Nuestro pequeño destacamento habíase puesto en marcha animosamente.

Precedía el joven rastreador, al cual seguía el rajaputra sujetando el caballo montado por el sacerdote, y por último venía Kammamuri. Era entre ellos el único hombre que podía disparar un tiro, pues aunque el brahmán les había regalado las pistolas, habíase olvidado de darles también municiones apropiadas a ellas.

—Ahora nos confiamos a ti, gurú —dijo Kammamuri—. Tú nos has dicho que conocías estos parajes.

—En efecto, he venido por aquí con mi compañero —respondió el sacerdote.

En aquel momento el caballo dio un bote espantoso, que por poco no derriba al gurú, e intentó huir de las férreas manos del gigante.

Kammamuri había apuntado resueltamente su carabina, murmurando:

—Hombre o fiera, alguien caerá. Siento unas ganas furiosas de disparar.

Sahib —dijo el rastreador desviándole el cañón—. Advierte que están ahí los bandidos, los cuales no tardarían en llegar al oír el disparo.

—Tienes razón, Timul —dijo el rajaputra, conteniendo a duras penas el caballo, que hacía esfuerzos desesperados para huir—. La detonación les guiaría.

—Bien que lo sé —dijo Kammamuri, rechinando los dientes—. ¡Gurú!

—¿Qué queréis, Sahib? —preguntó el sacerdote, que a cada instante corría peligro de caer al suelo.

—¿Está lejos esa torre?

—Creo que no.

—¿Sabrás guiarnos?

—Así lo espero.

—¿O nos meterás más bien en algún espeso junglar infestado de tigres?

—Es lo más probable —dijo el rajaputra con ironía—. No hay que fiarse mucho de este hombre.

El gurú abrió y cerró varias veces los ojos, y después dijo con voz monótona:

—Estoy viendo la torre.

—¿En el cielo? —preguntó Kammamuri.

—Espera un poco a que me oriente. ¡Ah, estoy aquí!

—¡Acabáramos! —exclamaron a un tiempo el maharata, el rajaputra y el rastreador.

—Sí; veo que nos dirigimos a aquel refugio —dijo el gurú.

—¿Has recobrado el conocimiento? —preguntó Kammamuri, siempre burlón.

—Parece que se me ha refrescado. Es que he dormido, y, para mí, el sueño es lo principal.

—¿Pero cuántos años tienes?

—No lo sé.

—La verdad es que no eres joven.

—Eso me parece a mí —respondió el sacerdote—. Enseguida me canso y siento deseo invencible de dormir.

—Es el sueño de la muerte —dijo despiadadamente Kammamuri.

El gurú levantó los hombros, entornó de nuevo los ojos y respondió:

—La muerte no nos asusta a los sacerdotes, porque estamos seguros de ir a gozar de las dulzuras del Nirvana.

—También nosotros esperamos ir a ese paraíso magnífico, donde descansan las almas de los guerreros con las de los sacerdotes —respondió Kammamuri.

—¡Pero habréis cometido muchos pecados!

—Tú que eres sacerdote y representas en la tierra a un dios, nos absolverás de todos.

—Veremos —respondió el gurú secamente.

En aquel momento el caballo dio un bote violentísimo, y por poco no escapa de las robustas manos del rajaputra.

El pobre gurú fue arrojado de la silla y lanzado por los aires, yendo a caer, por fortuna, casi en los mismos brazos de Timul, que esperaba aquella caída, y acudió al punto a levantarlo.

—¿Te has roto algo, gurú? —preguntó el joven—. ¿Ni siquiera una costilla?

—Shiva protege a sus sacerdotes.

—Menos mal —dijo Kammamuri, acudiendo en ayuda del rajaputra, que luchaba ferozmente con el terrible corcel, obstinado en encabritarse y tirar coces.

—¿Cómo estás ahora, gurú? —preguntó el joven rastreador con acento algo burlón.

—Perfectamente. Me parece haber caído, no sobre la tierra, sino en las celestiales alfombras de un paraíso.

—¡Afortunado mortal! No me sucederá a mí eso nunca. Me rompería la cabeza, y quién sabe cuántas costillas.

El caballo continuaba luchando con el rajaputra y el maharata, a los cuales acabó por querer morder.

—¡Maldita bestia! —bramó el gigante furioso—. Se doma hasta a los elefantes y a los tigres, ¿y tú, que sólo tienes las patas para defenderte, te obstinas sin cesar en rebelarte?

Y al decir esto había levantado el formidable puño, y se disponía a dejarlo caer con todas sus fuerzas, resuelto a deshacerse de aquel maldito caballo.

Pero Kammamuri intervino al punto gritando:

—¡Deténte, amigo! Por muy feroz que sea, vale todavía mucho. Nos será siempre útil.

—Yo le habría matado ya —dijo el rajaputra, dando al corcel un tremendo tirón que le hizo enseguida echar sangre por la boca—. No conseguiremos nada mientras no haya muerto su amo, de lo cual no tenemos prueba ninguna.

—¡Quién sabe si lo ha devorado una fiera! Timul asegura que le hirió.

—Sí, Sahib —asintió el joven rastreador—. Cuando disparé sobre el bandido la carabina, este escapó; pero me pareció que iba cojeando. ¡Y bien que chillaba el muy condenado!

—¡Le acabaré de matar yo! —dijo el rajaputra, apretando los dientes—. Ese hombre está sin duda cansado de vivir.

—¡Bien, anda a buscarlo! —dijo Kammamuri.

—No sé quién me lo va a impedir.

—Yo, que mando aquí como si fuera el maharajá.

—Obedezco, Sahib —respondió el gigante—; pero no estaré tranquilo mientras no estén muertos el caballo y su amo.

En aquel momento dijo el gurú, que había vuelto a montar ayudado por Timul:

—¡Tufo de fiera! ¡Y delante de nosotros!

—Aquí estamos nosotros para defenderte —dijo el maharata—. Yo también he notado un olor que tengo harto conocido. El que echa de sí un animal que se alimenta de carne humana.

—Por aquí hay un tigre. Si se descubre, caerá como el otro.

—¿Podemos seguir? —preguntó el rajaputra—. Quisiera encontrarme ya dentro de esa famosa torre que nos ha prometido el sacerdote.

—Sujeta bien el caballo —dijo Kammamuri—. Si le dejas huir se reunirá con los bandidos de Sindhia.

—¿Tú crees que continúan persiguiéndonos esos parias?

—Sí, amigo. Quieren cogemos, no muertos, sino vivos,

—¡Eso lo veremos! —exclamó el gigante con reconcentrada rabia—. Los destrozaré a todos a puñetazos.

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—No olvides que tienen armas de fuego.

—¡Bah! ¡Quizá unas simples pistolas!

—Pero que a veces pueden matar a un gigante. Deja, pues, en paz por ahora a los bandidos de Sindhia. Más tarde, si se presenta ocasión, hará milagros mi carabina. ¡Ea, sigamos andando!

El rajaputra y Kammamuri asieron por las bridas al caballo y le obligaron a avanzar.

De cuando en cuando encabritábase el receloso animal, pero el puño del gigante le calmaba enseguida.

El gurú sonreía estúpidamente y se dejaba conducir, aunque corriendo siempre el peligro de caer y desnucarse.

Comenzaba a hacer fuerte calor. Sobre el junglar caía ya una verdadera lluvia de fuego, levantando nubecillas de nieblas que el viento se apresuraba a desvanecer.

Cantaban las gigantescas cigarras, lanzando de cuando en cuando roncos silbidos, semejantes a las sirenas de cien vapores.

Hermosísimas mariposas de brillantes colores azules y amarillos descendían de lo alto, libaban una flor y huían después entre nubecillas de niebla.

De cuando en cuando oíase vibrar en alguna charca el desapacible ronquido del cocodrilo de los junglares, bestia terrible que corta las piernas a los caminantes con sus gigantescas mandíbulas armadas de dientes agudísimos y triangulares, como los que tienen los tiburones.

Kammamuri había ocupado la vanguardia por ser el único que podía detener o derribar una fiera. Pero Timul habíase apresurado a acompañarle.

Entretanto, el rajaputra atendía al caballo, que de cuando en cuando, más obstinado que nunca, insistía en rebelarse, con gran espanto del gurú.

Durante un par de horas avanzó el pequeño grupo entre inmensos bambúes y detritos húmedos y fangosos de un sucio color verdoso; después dijo Kammamuri:

—Por aquí hay mucha agua. ¿Dónde estamos, gurú?

—En el junglar —respondió el sacerdote.

—¿Has visto lagunas por este lado?

—Sí, Sahib, y son muy peligrosas, porque tienen fondo traidor. Un día salvé a mi compañero por verdadero milagro.

Kammamuri se detuvo. Había atravesado un inmenso grupo de cañas entrelazadas con calamus[24] y otras plantas parásitas, y llegado a una lengua de tierra extremadamente boscosa que se extendía entre aguas estancadas.

Se volvió hacia el gurú, y le preguntó:

—¿Podremos llegar a tu famosa torre, o por lo menos al camino de la montaña?

—Sí, Sahib.

—¿Y no se nos echarán encima los cocodrilos?

—No son muy temibles —respondió el sacerdote—. Yo he atravesado varias veces con mi compañero estas lagunas, y ya ves que no me falta ninguna pierna.

—¿Y dónde iremos a parar?

—Yo sé bien dónde estamos, Sahib —respondió el gurú, que se hallaba bastante bien sobre los anchos lomos del caballo, al cual seguía sujetando fuertemente el rajaputra.

—¿Podemos, pues, aventuramos por esta lengua de tierra?

—Sí, Sahib.

—¿No te engañará la memoria?

—No; mi compañero y yo hemos atravesado, hace muchos años, estas lagunas.

—¡Hace muchos años! ¡Entonces, a fe que podemos estar seguros de ir derechos a esa torre que no veo asomar por parte alguna! ¿Y tú, rajaputra, la descubres?

—Yo no veo más que bambúes gigantescos —respondió el hércules—. Hagamos la prueba, Sahib. Es mejor que huyamos a través de estas lagunas. En caso de que sigan persiguiéndonos los bandidos de Sindhia, tendrán mal juego contra nosotros. Sus caballos no les servirán de nada si intentan atacarnos.

Era mediodía. Una lluvia de fuego caía sobre aquellos charcos fangosos, haciéndoles exhalar pestilentes olores.

La niebla, cargada de fiebres y acaso también del cólera, levantábase en lentas oleadas, hendidas por inmensas filas de aves acuáticas de alas gigantescas.

—Por una vez nos fiaremos del gurú —dijo Kammamuri, adoptando de pronto una resolución—. Verdad es que no veo esa torre; pero esperemos que más tarde aparecerá en el horizonte.

El pequeño destacamento abandonó la espesura que había atravesado, y después de atascarse en sucios pantanos, ganó por fin la lengua de tierra.

Era esta una península bastante larga, cubierta de bambúes y plantas acuáticas y bastante elevada sobre el nivel de aquellas pútridas lagunas.

Cortaba un vastísimo lago lleno de aguas plomizas con reflejos azulados y de repugnante aspecto.

De cuando en cuando sobrenadaban en ellas grandes bultos negruzcos, que después de calentarse un instante al sol, desfilaban hacia la orilla, agigantándose a ojos vistas y mostrando colas monstruosas y mandíbulas terriblemente armadas.

Kammamuri habíase detenido, arrugando la frente.

—¿Dónde iremos a parar y cómo nos arreglaremos con esos repugnantes reptiles que vienen a docenas dispuestos a echarse sobre nosotros? ¡Eh, rajaputra! ¡Sujeta bien al caballo!

—No se me escapará, Sahib —respondió el gigante.

—¿Crees que podremos pasar?

—Pregúntaselo al gurú.

—Mi compañero y yo hemos atravesado muchas veces estas lagunas sin perder las piernas —volvió a decir el gurú.

—¡Suerte que tuvisteis! —dijo el maharata—. Además, a vosotros os protegía Visnú, y quizá otros dioses.

—Sin duda alguna.

—Pues invoca también su protección para nosotros.

—No dejaré de hacerlo, Sahib.

Los cuatro hombres continuaron avanzando, siempre a través de terrenos empapados de agua, y al cabo de un par de horas llegaron a la ribera de un canal de unos diez metros de ancho, en cuyo fondo cenagoso se revolcaban varias docenas de cocodrilos de cuerpo gigantesco y cabeza casi cuadrada, provista de dientes formidables.

—¡Eh, gurú! —dijo Kammamuri—. ¿Atravesaste también este canal sin perder las piernas?

—Pasamos felizmente a la otra orilla y sin disparar un tiro de carabina —respondió el sacerdote.

—¿Pertenecían quizá aquellos reptiles a otra raza menos feroz?

—¡Ah! No sé, Sahib.

—La respuesta de siempre —dijo Timul.

—¿Nos arriesgamos a pasar, rajaputra? El fondo no parece muy malo; pero mide antes la altura del agua algo más allá de nosotros.

—Enseguida, Sahib —respondió el gigante, derribando con pocos golpes de tarwar un altísimo bambú.

Armado de él penetró en el agua y empezó a sondearla sin atemorizarse por la presencia de los cocodrilos, que en aquel momento no amenazaban con ataque alguno, aunque no cesaban de mostrar sus largos dientes amarillentos y de agitar las colas; de esta manera avanzó por el canal una media docena de metros, hundiendo la larguísima pértiga en las aguas.

—El fondo es bueno aun para el caballo —dijo—. El agua nos llegará a la cintura, al menos hasta donde yo he sondeado.

Kammamuri habíase tomado muy inquieto y miraba hacia los terrenos inundados, sobre los cuales habíanse reunido otros reptiles, dispuestos a cortar la retirada a los fugitivos.

—No tenemos más remedio, que avanzar —dijo el rajaputra, que le interrogaba con la mirada—. Si retrocedemos, quién sabe el ataque que habremos de arrostrar. Detrás de nosotros tenemos más cocodrilos que delante.

—Además, Sahib, no olvides que nos persiguen los bandidos del rajá y que quizá han descubierto nuestras huellas. Busquemos esa torre que el gurú afirma no hallarse lejos.

El maharata movió la cabeza y dijo:

—Con tal de que la memoria no le haya engañado… Sin embargo, avancemos a todo trance para alcanzar el camino de la montaña.

Hizo subir sobre el caballo al gurú, preparó la carabina y penetró el primero en el agua, mirando en derredor con cautela.

No había dado diez pasos, cuando los saurios, que hasta entonces habían permanecido tranquilos, se pusieron a nadar velozmente mugiendo como toros.

—¡Pronto, pronto! —gritó—. Nuestras piernas están en peligro.

Sus tres compañeros habíanse precipitado en el canal, persuadidos de que un solo minuto de retraso podía serles fatal.

El rajaputra sujetaba fuertemente al caballo, que al oír los mugidos de los reptiles intentó huir por su cuenta y desembarazarse del gurú. Continuaba, pues, encabritándose y disparando coces formidables, con peligro de derribar a Timul, que marchaba el último de todos.

Durante algunos minutos se contentaron los terribles saurios con mirar a los cuatro hombres y al caballo, entrechocando con gran fragor sus mandíbulas. Después se precipitaron al ataque.

Eran veinte o veinticinco, todos de gran corpulencia y bien acorazados con gruesas escamas óseas, casi impenetrables a las balas de las mejores carabinas.

Por fortuna tardaron algo en moverse, y los fugitivos tuvieron tiempo de atravesar el canal y de subir apresuradamente a la orilla opuesta, cubierta de bambúes y plantas acuáticas.

El corcel dio un gran salto y puso a salvo al sacerdote, pero enseguida intentó huir de nuevo. El rajaputra no había soltado las bridas y daba tremendos tirones al feroz animal, haciéndole sangrar la boca.

Kammamuri habíase colocado al borde de la orilla con la carabina apuntada hacia los saurios, que no cesaban de avanzar agitando furiosamente sus enormes colas y levantando trombas de agua fangosa.

Sahib —dijo el rajaputra—, prueba a asustarlos con un tiro de carabina. Van a alcanzarnos.

—Mi carabina será impotente para espantar a esos monstruos —respondió Kammamuri—. Sin embargo, haré un disparo.

Apuntó a un viejo cocodrilo de mandíbulas ya fláccidas y le plantó una bala en plena garganta.

El saurio quedó como sorprendido y se detuvo de pronto, lanzando un mugido formidable; después agitó la cola y se lanzó hacia delante, hasta subir audazmente por la orilla.

Seguíanle sus compañeros, dispuestos a ayudarle en la lucha, y mugiendo como él.

El rajaputra confió el caballo a Timul, desnudó el tarwar y con loca temeridad se precipitó sobre los monstruos repartiendo a diestro y siniestro sablazos espantosos.

—¡Ten cuidado! —le gritó Kammamuri.

—Déjame a mí, Sahib —respondió el gigante—. Entretanto, vuelve tú a cargar la carabina, pues van a llegar los otros.

Y atacó furiosamente casi a cuerpo descubierto, confiando en el templado acero de las cimitarras indostanas.

El monstruo, que se había izado ya sobre la orilla apoyándose en su cola, recibía espantosos golpes en las mandíbulas, ya borboteantes de sangre por la herida que abrió el proyectil.

Intentaba Avanzar y arrojarse a su vez con no menor resolución sobre su enemigo, que, rápido como el rayo, habíale privado ya de la vista hiriéndole en los ojos.

Iba a caer sobre el rajaputra, cuando intervino el maharata, que había vuelto a cargar precipitadamente su carabina.

—¡Cédeme el puesto! —gritó el antiguo cazador de la Jungla Negra.

E introduciendo el cañón del arma entre las mandíbulas sangrientas del reptil, disparó y dio al punto un salto hacia atrás.

—Me parece que ya tiene bastante esta alimaña —dijo el rajaputra—. Ha tragado humo, fuego y plomo, y este por dos veces.

—Pero ya están ahí los demás, que vienen a rodearnos —gritó Timul, que hacía esfuerzos desesperados para sujetar al endemoniado caballo.

Kammamuri lanzó a su alrededor una rápida mirada y enseguida prorrumpió en un grito de alegría. Tras la primera línea de bambúes había descubierto grandes grupos de palmeras llamadas taras.

—¡Salvémonos sobre esos árboles! —gritó—. ¡Pronto, pronto! Y tú, Timul, baja al gurú y deja marchar a ese maldito caballo.

Sobre la orilla del canal expiraba el viejo cocodrilo, pero sus compañeros acudían a vengarlo, y habían ya subido a tierra y penetrado violentamente entre la espesa vegetación.

El caballo, al sentirse libre, dio un salto, relinchó ruidosamente y partió como una flecha, desapareciendo enseguida.

—¡Que se lo lleven los demonios! —gritó Kammamuri—. ¡Estaba ya harto de ese maldito!

Atravesaron a grandes saltos las primeras líneas de bambúes y llegaron a las palmeras, sobre las cuales se encaramaron ágilmente ayudándose unos a otros.

Ya era tiempo.

Un instante después quince reptiles salvaban la línea de bambúes y se detenían junto a la base de las palmeras, desfogando su mal humor con fuertes coletazos y mugidos cada vez más intensos.

—Venid a cogernos ahora —dijo Kammamuri, acomodado sobre una gruesa rama en compañía del rajaputra No sois leopardos que podáis trepar.

—Ni tampoco elefantes que pueden derribar el árbol, Sahib —dijo Timul.

—Sin embargo, nuestra situación no es nada halagüeña —dijo el rajaputra—. ¿Cuándo se decidirán estos asquerosos monstruos a levantar el sitio? No tenemos víveres y ni siquiera una gota de agua. El maharajá nos creerá ya en las montañas, cuando todavía nos queda mucho que andar,

—Tres o cuatro días por lo menos —dijo el maharata.

—¿Seguirán resistiendo aquellos hombres terribles?

—Tú no conoces a los Tigres de Malasia, y si cien…

Interrumpióse de pronto, irguiendo la cabeza y aplicando el oído.

Un sonoro relincho había resonado a corta distancia, y enseguida los reptiles se pusieron en movimiento, abriéndose paso a duras penas por entre la espesa vegetación.

—¡El caballo vuelve! —exclamó Kammamuri—. ¿Se habrá aficionado a nosotros?

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—No lo creo —respondió el rajaputra—. Es que anda en busca de su amo.

—No es aquí donde lo encontrará.

—Sin duda alguna. ¿Lo ves, Sahib? Levántate un poco y cógete a la rama de arriba, ocupada por Timul y el gurú. ¡Qué caballo más extraño!

—¡Miradlo, miradlo! —gritó en aquel momento el joven rastreador—. ¡Ese animal tiene veinticuatro demonios en el cuerpo!

El endiablado caballo volvía hacia la palmera a galope corto. Debía de estar ya rendido después de aquellas dos carreras furiosas.

Seguía la orilla izquierda del canal, cubierta de cocodrilos, que, sin embargo, preferían esperar la presa humana.

Kammamuri esperó que llegase a unos trescientos pasos y disparó sobre él apuntándole a la cabeza.

El caballote se detuvo un momento, como si hubiese descubierto un grave peligro; después cayó en tierra, hundiendo las patas posteriores en las aguas del canal.

Se estremeció tres o cuatro veces, lanzó un relincho desesperado e intentó volver a levantarse para emprender la fuga; pero las fuerzas le faltaron y tornó a caer, agitando desesperadamente la hermosa cabeza, que debía de estar atravesada por aquel certero balazo.

—He aquí una buena merienda para los cocodrilos —dijo el rajaputra—. Dentro de un cuarto de hora se hallarán todos alrededor del caballo para devorarlo, y nosotros podremos bajar al suelo.

—¡Calla! —dijo el maharata—. He oído otra vez la señal del bandido. Ese bribón se halla, por consiguiente, más cercano a nosotros de lo que pensábamos.

—¿Dónde se esconde?

—No será fácil descubrirle, amigo —respondió el maharata—. Hay demasiada vegetación en las orillas del canal, pero estoy seguro que el bandido casi nos ha alcanzado.

—Lo mismo que has matado al caballo, mata también a su amo. Él es quien guía a los jinetes del rajá.

—Es muy astuto y no se dejará coger. Hace muchos días que nos sigue sin haberse jamás dejado ver ni de día ni de noche.

—Sí, debe de ser un gran zorro —respondió el rajaputra—. ¡Ah! ¡Mira! Los cocodrilos se marchan. Por fin se han dado cuenta de que tienen ya cena abundante.

En efecto, los saurios, después de haberse agrupado y de haber tenido en su lenguaje, a base de mugidos, una especie de consejo, dirigieron por última vez su mirada a los cuatro hombres que continuaban muy a salvo, y comenzaron a dirigirse hacia el sitio donde había caído el caballo.

—Hemos comprado la libertad con sólo una bala —dijo Kammamuri—. No esperaremos en manera alguna a que vuelvan.

—No tendrán poco que hacer con devorar al caballo —dijo el rajaputra—. Verdad es que tienen espantosas mandíbulas y que siempre están hambrientos, y hasta…

Un agudo silbido le cortó la última palabra.

—¡Un proyectil! —dijo tendiéndose sobre la gruesa rama.

En aquel momento se oyó la detonación del arma de fuego que habían disparado.

—Un tiro de carabina, ¿verdad, Sahib? —preguntó el gigante.

—Sí —respondió Kammamuri.

—Entonces el que ha disparado no puede ser el amo del caballo.

—¿Por qué?

—Porque aquel bandido no tenía más que pistolas.

—Puede haberse unido a los jinetes del rajá y armado de nuevo.

—Razón de más para que huyamos a escape, Sahib.

—Escapemos ahora que están ocupados en cenar los señores cocodrilos —dijo Timul, que por hallarse más arriba dominaba las dos orillas del canal—. Se dirigen hacia el caballo.

—¡Bajemos! —gritó Kammamuri—. Si no aprovechamos esta ocasión, no nos podremos ya salvar. Ayuda al gurú, Timul.

El rajaputra fue el primero en abandonar el tara. Empuñaba el tarwar y parecía furioso.

En medio de los bambúes habíase escondido un cocodrilo, renunciando a la cena de caballo por la de hombre.

El gigante, sin esperar al maharata, se precipitó sobre el reptil y comenzó a descargarle sablazos en las mandíbulas.

El monstruo mugía y daba horribles coletazos en todas direcciones, con la esperanza de derribar a su adversario.

De cuando en cuando saltaba con furia, pero Kammamuri se hallaba ya en tierra.

—¡Déjame ahora a mí, rajaputra! —gritó el veterano cazador de la Jungla Negra.

Había vuelto a cargar precipitadamente la carabina y avanzaba intrépido contra el monstruo, que arrojaba chorros de sangre de las mandíbulas, despedazadas por terribles sablazos.

A cinco pasos de distancia apuntó un instante en dirección de un ojo y disparó.

El saurio pareció no advertir en un principio que había recibido un balazo en el cerebro, y continuó revolviéndose furiosamente, intentando lanzarse especialmente sobre el rajaputra. Pero al cabo de un momento arrojó por las narices un chorro de sangre espumosa y casi enseguida se distendió a todo lo largo, sacudido por violentos temblores.

—También este está despachado —dijo Kammamuri—. Le he plantado, casi a bocajarro, una bala en los sesos. Y ahora, ¡a correr!

—Sí, Sahib, huyamos a escape —dijo Timul, que había sido el último en abandonar el tara—. He visto jinetes que intentaban vadear una gran laguna.

—¿Bandidos del rajá?

—Sí, Sahib. Nos han alcanzado otra vez.

—Por fortuna, estas lagunas están cubiertas de espesa vegetación y los caballos no podrán vadearlas tan fácilmente —dijo Kammamuri.

Volvió a cargar la carabina y partió a todo escape, procurando orientarse. Quería ganar a toda costa la gran carretera que conducía a las montañas de Sadhja.

Detrás de él arrancaron los demás, abriéndose impetuosamente paso entre el caos de plantas entrelazadas por calamus inmensos de más de cien metros de largo.

No tardó el rajaputra en pasar a la cabeza del grupo. Era necesario emplear su tarwar para abrirse camino, y el gigante comenzó a segar las plantas con endiablado vigor, haciendo caer hasta enormes bambúes que impedían el paso.

A las lagunas sucedíase el junglar, el terrible junglar poblado de tigres, rinocerontes, leopardos, serpientes cobracapelos y otras monstruosas que trituran a un hombre en menos de un minuto.

—¿Podremos orientarnos por ahí? —preguntó el rajaputra enjugándose con el dorso de la mano el sudor que goteaba de su frente y derribando rabiosamente otro bambú,

—¿No tenemos acaso a Timul? —respondió el maharata.

—Nunca me acuerdo de él.

—Porque charlo poco —dijo el joven rastreador sonriendo.

—Y tú, gurú, ¿sabrás guiarnos? —preguntó el gigante al sacerdote, vivamente interesado.

—No sé; veremos; hace muchos años que atravesé este junglar.

—No contemos con este hombre —dijo Kammamuri—. Procuraremos obrar por nuestra cuenta.

—Pero yo quisiera saber si esa famosa torre levanta aún su cúpula hacia el cielo —dijo el gigante.

—De fijo que no la habrán devorado los tigres —respondió el gurú con su flema acostumbrada—. No comen más que carne, y, si es posible, humana.

—Lo sabemos mejor que tú.

Habíanse detenido y puesto en escucha.

A lo lejos se oían los mugidos de los cocodrilos, agrupados ya alrededor del caballo para darse un buen atracón.

Pero de allí a poco resonó entre aquellos mugidos si aullido del chacal, el mismo lanzado por el jinete de Sindhia para llamar a su caballo.

Kammamuri hizo un gesto de ira, y dijo:

—¡Oh! Es demasiado. Ese hombre está buscando la muerte, y la encontrará.