V. El caballo del bandido

Los cuatro fugitivos habíanse hallado de improviso ante una vasta abertura, que quizá debía marcar el fin del subterráneo y de aquel río misterioso.

A través de la inmensa brecha veíanse resplandecer las estrellas y un trozo de cielo que parecía enrojecerse.

—¿Será el alba? —preguntó el rajaputra, cogiendo en sus brazos al gurú, que no podía ya tenerse en pie.

—No —respondió Kammamuri—. Ese color no es el de la aurora.

—¿Cómo explicas este misterio, Sahib?

—De un modo sencillísimo. El tara está ardiendo y proyecta el resplandor de sus llamas hacia el cielo.

—Entonces hemos escapado por milagro.

—Así parece, y creo que no podrás quejarte.

—Cierto que no, porque me juzgaba realmente perdido.

—¿Sigue subiendo el fondo?

—Sí, Sahib —dijo Timul, que iba siempre delante de todos.

—Y el agua, ¿disminuye?

—Ya no hay casi nada.

—Hagamos, pues, el último esfuerzo, amigos míos, y enseguida descansaremos en cualquier sitio, aunque sea en pleno reino de los tigres. Ahora no temo ya a los bandidos de Sindhia.

Impulsábanse unos a otros hacia delante, y atravesaron bajo la arcada, que aparecía desmantelada por varias partes.

El cielo, que seguía enrojecido, permitía ver bastante bien. No parecía sino que una pequeña aurora boreal se había extendido sobre el junglar, fenómeno desconocido en absoluto por los indostanos.

Timul, con un esfuerzo supremo, se dirigió hacia un enorme grupo de tamarindos, que crecían a pocas docenas de metros de la arcada, y penetrando entre los árboles, se dejó caer al suelo, completamente extenuado.

Hacíanle sufrir atrozmente las mordeduras de las sanguijuelas, de cuyas minúsculas heridas había vuelto a brotar la sangre.

Kammamuri y sus compañeros le siguieron enseguida.

A lo lejos ardía una hoguera gigantesca, lanzando al aire columnas de humo y surtidores de chispas, que el viento arrastraba a través del junglar, con evidente peligro de provocar nuevos incendios. Era el inmenso tara, que poco a poco se iba derrumbando, convertido en verdadera lluvia de fuego.

—Hemos escapado a tiempo de un gravísimo peligro —dijo el maharata mientras chupaba ávidamente un fruto bien maduro de tamarindo que había alcanzado de los altísimos árboles—. Si nos llegamos a detener una hora, nos asan los bandidos.

—¿Dónde estamos ahora? —preguntó el rajaputra.

—Como ves, ante nosotros se extiende el junglar.

—Mal sitio para buscar reposo, Sahib, sobre todo no teniendo armas grandes de fuego.

—¡Bah! ¿También tú vas a ponerte pesado como el gurú?

—Entre el sacerdote y yo hay mucha diferencia. Yo soy un oso de las montañas capaz de luchar, aun sin armas, con un tigre y hundirle las costillas.

—Parece demasiado —dijo Timul.

—Pues así maté al leopardo —respondió el gigante.

Entretanto, Kammamuri había dado la vuelta al grupo de tamarindos, entre los cuales se oía aullar furiosamente a algunos chacales, en busca de una presa.

Sahib —dijo el rajaputra—, ¿vamos a acampar aquí hasta el alba?

—No es fácil encontrar cerca un sitio mejor —respondió el maharata.

—¿Y si vienen los bandidos de Sindhia?

—¡Lástima que no tengamos su cena!

—Conténtate por ahora con estos frutos ácidos, pero muy refrescantes. Timul, ¿sabrías guiarnos todavía a la pagoda?

—Pues ¿para qué soy yo rastreador? —respondió el joven—. Pero necesitaría una luz, y no la tenemos. Además, ¿por qué volver allí a buscar el peligro y no aprovecharnos de la ocasión para ganar la carretera que va a las montañas?

—¿Con qué caballos recorreremos ese enorme trayecto?

—¿Quieres acaso sorprender a los bandidos? ¡Mal negocio! Es mejor dejarles que se tuesten alrededor del tara.

—¡Ya cayó el tronco! —gritó el rajaputra, que no se había sentado ni un instante.

En efecto, ya no veían surgir llamas ni chispas hacia el Poniente. El árbol colosal había caído derrumbado por el fuego, después de una existencia, sin duda alguna, larguísima.

—¿Qué dices, Sahib? —preguntó el rajaputra—. ¿Que nos quedemos aquí?

—Sí; por lo menos hasta el alba —respondió Kammamuri—. Estamos demasiado cansados y no podemos reanudar la marcha.

—Es verdad —asintió el gurú.

—¡Con tal que nos dejen descansar tranquilos! —observó Timul.

—¿Están secas vuestras pistolas? —preguntó el maharata, algo inquieto.

—La mía, sí —respondió el rajaputra—. Si tenemos que servirnos de ella, disparará al punto sus dos tiros.

—¿Y tú, Timul?

—También la mía —respondió el joven—. No me fallará tampoco el tiro.

Al gurú era inútil preguntárselo, porque no llevaba ninguna arma de fuego.

—Tenemos, pues, seis tiros —prosiguió Kammamuri—. Pueden servirnos de mucho en cualquier momento crítico. Jamás dejaré de elogiar a aquel noble brahmán, que ha continuado siempre siendo amigo del maharajá, aun después de haber vuelto con Sindhia.

—A él le debemos la vida y estas armas; a no ser por ese hombre, el rajá nos habría hecho despellejar antes que saliésemos del panteón —dijo el rajaputra.

Habíanse tendido todos entre las secas y blandas hojas del suelo y aguzaban cuanto podían la vista para descubrir si venía algún nuevo enemigo, lo cual maldito si lo deseaban en aquel momento.

Alrededor del bosquecillo oyóse una especie de ligero galope, que no cesaba de aproximarse.

—¡Por la muerte de Kali! —exclamó el maharata—. ¡Bien sé lo que es eso! No se trata de ningún rinoceronte, búfalo ni elefante. Haría mucho más ruido.

—Pues ¿quién corre dando vueltas y más vueltas alrededor del bosquecillo? —dijo el rajaputra.

—Es un caballo montado, sin duda alguna, por algún hombre de Sindhia.

—¿Lo has visto, Sahib?

—El ligero galope lo demuestra —respondió Kammamuri—. ¡Oh! ¡Si pudiésemos, al menos, apoderamos de ese animal!

—Somos cuatro, Sahib —observó Timul.

—Por ahora nos contentaremos con un caballo. Le servirá al gurú, que no puede tenerse en pie. Nosotros somos fuertes andadores y alcanzaríamos a pie las montañas de Sadhja. ¿Quién es capaz de coger ese caballo?

—Yo, Sahib —dijo el rajaputra—. Le derribaré a él y al jinete.

—No hagas fuego; de lo contrario, acudirían otros bandidos.

—Para el jinete me serviré solamente de la culata de mi pistola. Ya sabes que atizo bien fuerte.

—Atrozmente fuerte, amigo.

—Déjame a mí, Sahib. Dentro de ocho o diez minutos tendremos ese caballo en nuestro poder, si es que se trata realmente de un caballo.

—Te aseguro que no es ninguna bestia salvaje.

—Sí, es un jinete —confirmó Timul, que había salido fuera del bosquecillo—. Trata de encontrar nuestra pista.

—Me lo figuré enseguida —dijo el rajaputra, levantándose de un salto.

—¿Quieres que te ayude? —preguntó Timul.

—Tú no eres bastante fuerte para detener un caballo a galope. Con la sangría de las sanguijuelas estás tan extenuado como el gurú.

—Eso es verdad.

—Entonces quédate aquí tranquilo junto al Sahib. Para este lance me basto yo solo. Me voy, Sahib.

—Te recomiendo que no descargues la pistola —dijo Kammamuri—. Nada de disparos por ahora.

—Te repito que no emplearé más que la empuñadura del arma contra el jinete, no contra el caballo, que quiero traer vivo.

—Nosotros estaremos preparados para correr en tu ayuda.

Y después de escuchar un momento, se lanzó rápidamente fuera del bosquecillo, arrojándose enseguida entre los matorrales de mindos, que podían encubrirle por completo.

—¡Qué hombre! —exclamó Kammamuri—. Si el señor Yáñez hubiera tenido doscientos como él, a saber dónde estaría ya Sindhia.

Habíase puesto de rodillas empuñando por precaución la pistola, y escuchaba atento la carrera del jinete. También Timul se había levantado, mientras el pobre gurú yacía entre las hojas, como una masa casi inerte.

—¿Oyes? —preguntó el maharata al rastreador, después de unos minutos de observación.

—Sí —respondió el joven—; el caballo se acerca por tercera vez. El hombre que lo monta busca nuestras huellas.

—¿Estará solo?

—No he visto más que una sombra.

—Ahora veremos lo que sabe hacer ese diablo de rajaputra. Estoy seguro que cumplirá su promesa.

Habíanse adelantado hasta la orilla del bosquecillo y quedándose escondidos entre las gigantescas hojas de los bananos, de más de doce metros de largas.

Desde allí descubrieron al gigante, que no parecía poner gran cuidado en ocultarse.

Habíase lanzado sobre el trayecto que debía recorrer el caballo y saltaba como un oso enfurecido. Unas veces se encorvaba hasta el suelo, otras saltaba de pronto plantándose sobre sus musculosas piernas y tendiendo los poderosos brazos.

—Ese hombre detendrá el caballo en plena carrera —dijo Timul al maharata.

—No lo dudo, amigo. Es fuerte como un pequeño elefante.

Entretanto íbase aproximando el galope sin producir gran ruido.

El jinete debía de tener sus buenas razones para andar tan cauteloso.

Al cabo de un rato, desembocó por el matorral un hermosísimo caballo blanco, que iba a la carrera.

El rajaputra se había lanzado resuelto a apoderarse de la cabalgadura, pero no del jinete, que más serviría de estorbo que de provecho.

Por ser la noche bastante clara, había visto el corcel y tomado sus medidas para derribarlo sin romperle piernas ni costillas.

De improviso apareció junto al matorral que le había servido de acecho, y gritó al jinete:

—¡Detente o disparo!

—¿Quién eres tú?

—Te lo diré cuando te hayas desmontado —respondió el rajaputra.

—Será alguno de esos perros que el maharajá…

No pudo acabar la frase. El gigante habíase opuesto resueltamente al corcel, sujetándolo por los ollares. ¿Cómo había resistido el choque? Muy fuerte debía de ser aquel hombre, más fuerte que un oso de las montañas indostanas.

El caballo lanzó un solo relincho y enseguida cayó sobre sus cuartos traseros arrojando de la silla al jinete.

—¡A mí! —gritó entonces el rajaputra.

—¡Aquí estamos!

Veloces como el relámpago corrieron Kammamuri y Timul sobre el caballo y lo inmovilizaron al punto. El jinete no había lanzado ni un grito.

Debía de haber dado un gran salto, desnucándose al caer de cabeza.

—Eres un valiente —dijo Kammamuri al rajaputra—. No te creía tan fuerte.

—Gracias, Sahib.

—¿Te has herido?

—Ni un rasguño. He sujetado al animal antes que me pasase por encima, y como ves, lo he derribado.

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El jinete, sin duda algún bandido de Sindhia, yacía cinco metros más allá con los brazos abiertos.

No hablaba ni tenía ya fuerzas para levantarse.

—Es hombre muerto —dijo el rajaputra.

—¡Mejor! No necesitamos prisioneros.

Entretanto Timul, ayudado del maharata, había levantado el caballo.

La pobre bestia pateaba y trataba de huir, pero ya no podía dar un paso, pues también el rajaputra había acudido.

—¡Buena presa! —dijo Kammamuri—. Dos alforjas bien provistas seguramente de víveres y una carabina. Valía la pena intentar el golpe.

—¿Habrá muerto realmente el bandido? —preguntó el joven rastreador.

—No te ocupes de él —respondió el rajaputra—. Debe de haberse roto el cráneo contra el suelo o contra un árbol. Si estuviese todavía vivo aullaría como una bestia feroz.

—Volvamos al bosquecillo —dijo Kammamuri, que había quitado ya al pobre bandido un tarwar que llevaba dentro de una ancha faja de tela gris—. Quizá no esté solo, y nos espíen mientras nos hallamos aquí.

—Yo no he oído el galope de ningún otro caballo —dijo Timul.

El rajaputra sujetó al animal por las bridas, y aunque este no cesaba de encabritarse, lo arrastró con puño de hierro hasta el grupo de tamarindos que habían escogido para refugio.

Antes escucharon varias veces, temiendo siempre que llegasen nuevos jinetes; pero asegurados después por el gran silencio que reinaba en el junglar y que sólo interrumpía el aullido de algún chacal, penetraron rápidamente entre los árboles hasta donde los esperaba el gurú, más muerto que vivo.

—Vacía la despensa —dijo el maharata al rajaputra—. Debe de estar bien provista.

—Poca cosa, Sahib —respondió el gigante—. Una botella de cerveza que estará acida hasta el punto de no poderse beber, cinco galletas y pólvora y balas para la carabina. El rajá no gasta mucho en mantener a sus hombres.

—La carabina nos era necesaria —dijo Kammamuri—. Las pistolas serán armas muy buenas, pero nunca han servido contra los tigres ni animales grandes. Dame el fusil.

—Mira que está cargado, Sahib —dijo el rajaputra, que entretanto había atado rápidamente el caballo, obstinado aún en resistirse.

No se trataba, en verdad, de una de aquellas enormes carabinas que usaban los Tigres de Malasia, pero la que habían cogido debía de tener buen alcance.

Kammamuri, alegre sobremanera de aquel hallazgo inesperado, dio orden de repartir las pocas galletas y destapar también la botella.

—No moriremos de indigestión —dijo el rajaputra—. Dentro de cinco minutos tendremos más hambre que ahora.

—Coge también mi parte —dijo Kammamuri—. Yo puedo prescindir de ella, al menos por ahora. No soy tan corpulento y robusto como tú.

—De ningún modo, Sahib —respondió el rajaputra—. Que cada uno tome su parte y se la coma. Pero renunciad a la cerveza porque está completamente inservible. Le ha dado el sol demasiado.

Los cuatro hombres, un tanto contrariados por lo mezquino de la presa, se agruparon junto al tronco de un gran árbol y se pusieron a roer lentamente las durísimas galletas.

El rajaputra, que las había conquistado, recibió una más.

—¿Y ahora, Sahib? —preguntó Timul al maharata, que continuaba examinando la carabina—. ¿Permaneceremos aquí en espera de nuevos jinetes? Tengo el presentimiento, harto triste, de que nos hemos de ver cercados en el junglar. No debía de estar solo el bandido que el rajaputra ha despojado.

—Opino como tú, amigo. Era un explorador enviado delante para espiarnos —respondió Kammamuri—. Sindhia muestra una obstinación verdaderamente feroz por cogernos más pronto o más tarde.

—Pues no somos más que unos infelices fugitivos. ¡Si fuésemos ministros del maharajá!

—Esa canalla cuenta conmigo para descubrir el sitio donde el señor Yáñez ha escondido sus tesoros y los de la Rhaní. Deben de andar mal de dinero. Pero tú, Sahib, sabes dónde se hallan esas riquezas.

—También lo sabe el rajaputra —dijo Kammamuri—. Pero Sindhia no tocará ese tesoro, que debe ser fabuloso. Millones de rupias en oro y joyas.

—Sí, también lo sé yo —dijo el gigante, royendo lentamente su segunda galleta—. El maharajá no tenía secretos para sus leales. Podrá el rajá hacerme cortar en veinte pedazos, o atarme a la boca de un cañón, pero lo que es por mí no sabrá nunca nada; acaso…

Iba a continuar, pero Timul le interrumpió:

—Eso no es realmente el aullido de un chacal —dijo el joven rastreador—. Está, sin embargo, muy bien imitado.

—¿Serán señales? —preguntó Kammamuri, saltando en pie.

—Sin duda alguna, Sahib. Tú conoces mejor que yo el aullido de esas bestias. Escucha un momento.

Todos permanecieron en silencio. Sólo el caballo continuaba con sus patéos y relinchos.

Sahib —dijo al cabo de un rato el joven rastreador—. Hemos hecho mal en no rematar de un pistoletazo al bandido que intentaba espiamos.

—¡Si le he visto yo dar un gran salto entre los árboles! —dijo el rajaputra—. Debe de haberse roto la cabeza.

—Pero nosotros no estamos seguros —dijo Timul— de que hubiese realmente muerto. Oíd de nuevo el aullido, o mejor dicho la señal.

Todos habíanse levantado y aplicado el oído. De pronto rompió el silencio un aullido estridente, realmente extraño, y que no debía de salir de la garganta de un chacal.

El caballo, al oír aquel reclamo, se encabritó intentando romper las bridas.

—¿Has oído, Sahib? —preguntó el rastreador.

—Sí —respondió Kammamuri, poniéndose de pronto meditabundo—. Este animal oye la señal de su amo y quiere huir para irse con él.

—Pero estamos aquí nosotros —dijo el rajaputra—. Nos hace mucha falta y no le dejaremos escapar.

—No sé cómo se las va arreglar el gurú cuando le hayamos colocado sobre la silla.

—También yo monté en otro tiempo —dijo el sacerdote—. He hecho muchas campañas antes de sepultarme en una cabaña a esperar la muerte.

—Te arrojará enseguida al suelo —dijo Timul—. ¿No ves cómo se encabrita?

—Yo sabré domarlo.

Por tercera vez sonó en el silencio de la noche, y más vivo y estridente que nunca, el aullido del chacal. Al oír aquella nueva llamada, el caballo se encabritó por completo y procuró romper las bridas.

Pero el rajaputra le vigilaba atentamente. En un instante se le echó encima, le asió fuertemente por los ollares y le volvió a derribar, procurando que no se rompiese las piernas o costillas.

—Con este caballo no podremos hacer nada mientras no estemos seguros de que ha muerto su dueño —dijo—. No sé cómo resisto a emprenderla con él a puñetazos.

—Le matarías —dijo Kammamuri—. Métete las manos en los bolsillos y déjalas tranquilas.

—Entonces dame la carabina, Sahib, y déjame partir.

—Está todavía muy oscura la noche.

—No importa; sabré orientarme lo mismo —respondió el gigante asiendo vivamente el fusil.

—Tú estás loco —dijo Kammamuri.

—No, Sahib, déjame ir —dijo obstinadamente el rajaputra—. Llevando esta arma me siento enteramente seguro.

—¿Adónde quieres ir?

—A ver si el jinete está todavía vivo.

—¿Pues no se rompió la cabeza?

—Yo le vi dar un gran salto dentro de la espesura que me cubría, pero realmente no puedo asegurar que se haya matado. Hemos hecho la tontería de no rematarlo de un tiro.

—¿Entonces tú crees que es él quien llama al caballo?

—Sí, Sahib.

—Y yo también lo creo —dijo Timul—. El caballo oye el llamamiento de su amo. Y se nos escaparía a la primera ocasión.

—Por eso vamos a acabar con el amo —dijo el rajaputra, con feroz sonrisa—. A propósito. Ahí tenéis otra vez ese maldito aullido del chacal. ¿Lo oyes tú, Sahib?

—Sí; y oigo que el caballo responde con prolongados relinchos —dijo el maharata—. Señal evidente de que el bandido está vivo.

—¿Habrán venido ya los hombres de Sindhia e intentarán rodearnos? Lo mejor será que huyamos antes de que llegue el día.

—Soy de tu parecer, Sahib —dijo Timul.

—No será fácil atravesar el junglar; pero mejor es habérnoslas con un tigre que con los jinetes del rajá, armados sin duda alguna de carabinas.

—Probemos fortuna —dijo el maharata—. ¿Está muy lejos la carretera que va a las montañas, gurú?

—No lo recuerdo —respondió el sacerdote, haciendo girar sus dedos con aire distraído.

—En estando fuera de tu pagoda, eres un hombre muerto.

—Aquella era mi casa.

—¿Volverías allí de buena gana?

—Sí, Sahib.

—¿Y si estuviesen aún los bandidos del rajá?

—No se atreverían a asaltar un templo.

—Lo han asaltado ya y nos han cogido dentro del panteón.

—Pero todavía estamos libres —dijo el gurú, con su voz tranquila y fatigada de costumbre.

Sahib —dijo el rajaputra—. Vámonos de aquí sin tardanza. Ahora soy yo mismo quien te lo pide.

Kammamuri se acercó al caballo, que no cesaba de resoplar y tascar el freno, procurando siempre huir, y después de haberlo acariciado un poco, saltó sobre los robustos lomos desnudos de la silla, que quizá había perdido durante su furiosa carrera a través del junglar, y empuñó con férrea mano las bridas.

—Veamos por un momento si los maharatas saben todavía domar caballos —dijo.

—Te faltan silla y estribos —dijo el rajaputra.

—Ya lo he notado.

—¿Y dónde quieres ir, Sahib?

—Voy a dejar que el caballo galope en busca de su dueño. Vosotros quedaos aquí, y no os mováis mientras yo no vuelva.

Sahib, el caballo es fuerte y puede muy bien llevar dos personas. Déjame a mí montar también a la grupa.

—Pesas demasiado. Prefiero a Timul, que además es rastreador.

—Le daré mi tarwar.

—No, consérvalo. Yo tengo la carabina y varias balas de repuesto. Tú puedes necesitarlo durante nuestra ausencia.

—Ten cuidado, Sahib. No te fíes de esa bestia embrujada.

—Harto le darán que hacer mis rodillas. Sube, Timul.

De un salto se colocó el joven rastreador detrás del maharata.

El caballo dio un bote terrible y trató de lanzarse en vertiginosa carrera; pero fue contenido al instante. El rajaputra estaba alerta, y le asió por los ollares, apretándoselos fuertemente.

—Déjale andar ya —dijo Kammamuri, recogiendo las bridas—. Veamos si sabe llevarnos al lado de su dueño.

El corcel dio un segundo bote, intentando desembarazarse de los dos hombres, y enseguida partió como una flecha. Saltaba sobre los troncos de los árboles y atravesaba en pleno galope los matorrales, lanzando sonoros relinchos.

—Este animal tiene fuego vivo en las venas —dijo Timul, que se mantenía fuertemente asido al maharata—. En pocos minutos nos llevará muy lejos.

—¿Oyes?

—Sí; la llamada se repite.

—Esta vez encontraremos a ese bandido y le remataremos.

El caballo seguía galopando furiosamente con los ollares abiertos, la boca llena de sangrienta espuma, y lanzando de vez en vez sofocados relinchos.

Kammamuri le dejaba correr, pero no soltaba las bridas. Sus rodillas se apretaban fuertemente, comprimiendo los ímpetus del endiablado corcel.

—Este animal va a acabar por despeñarnos —dijo Timul.

—No, se siente bien guiado y comienza ya a ceder.

En efecto, el corcel ya no se encabritaba ni procuraba dar bruscos botes ni peligrosos saltos de carnero.

Por espacio de diez o doce minutos galoparon los dos hombres a través del junglar, que continuaba oscurísimo; después el caballo se detuvo de pronto ante un espeso grupo de bambúes, y comenzó a relinchar.

—No debe de estar lejos el bandido —dijo Kammamuri—. Bien se ha emboscado; pero no deja de sorprenderme que le haya respetado el tigre que pasó también por aquí.

—Aquel tigre se había encaprichado con nosotros, Sahib —dijo Timul—. ¿Debo bajar?

—Todavía no; veamos lo que hace este animal, ahora que parece haber hallado a su dueño.

El caballo no se movía; lanzaba relinchos débiles, casi dulces, y enderezaba las orejas para recoger los más leves rumores, pero el junglar permanecía en silencio.

Sólo se oían los chillidos de los grandes murciélagos llamados también zorras voladoras.

Sahib —dijo el joven rastreador—. ¿Quieres darme tu carabina?

—Tú quieres ir a buscar al bandido, pero ten en cuenta que, según creo, lleva armas de fuego, pues hemos oído dos tiros de pistola.

—No se me han pasado inadvertidos, Sahib. ¿Puedes detener un momento el caballo?

—El bocado es de acero y las bridas fortísimas —respondió Kammamuri—. No se moverá.

—Sólo necesito cinco minutos.

—¿Y si el bandido no está solo? Pueden habérsele juntado más hombres del rajá.

—No me dejaré sorprender —dijo el valeroso joven, cogiendo la carabina que Kammamuri le alargaba.

—Apresúrate. A cada instante temo que vuelvan a aparecer los jinetes de Sindhia. Podrían tener también hábiles rastreadores.

—Sujeta bien el caballo, Sahib; yo vuelvo al momento.

Saltó al suelo, preparó la carabina, escuchó un instante, y enseguida desapareció entre los gigantescos bambúes bajo los cuales debía de haberse refugiado el bandido, respetado ya dos veces por la muerte.

Kammamuri había recogido bien las bridas y apretaba las rodillas cuanto podía contra los palpitantes flancos del caballo.

Transcurrieron más de cinco minutos, al cabo de los cuales oyéronse resonar bajo los bambúes dos tiros de pistola.

Transcurrió otro minuto, y enseguida fue la carabina quien dejó oír su estampido, mucho más poderoso que el de las pistolas.

—¿Habrán matado a ese bravo muchacho? —se preguntó con angustia el antiguo cazador de la Jungla Negra.

El caballo había intentado huir hacia la espesura, pero hubo otra vez de someterse. Tenía que habérselas con un jinete, como lo son todos los maharatas, que proporcionan a los rajás la mejor caballería.

Hízole retroceder con un violento tirón, y después con un poderoso apretón de piernas, le obligó casi a arrodillarse.

En aquel momento apareció Timul, agitando la carabina todavía humeante. De un salto se unió a Kammamuri, diciéndole:

—¡Huyamos, Sahib!

—¿Has descubierto al bandido?

—Sí, y creo haberle herido.

—Debiste matarle.

—No podía distinguirle bien. He hecho cuanto he podido.

—¿Ha disparado sobre ti ese canalla?

—Sí, dos tiros de pistola sin tocarme, según creo.

—¿Ha escapado después ese bribón?

—Desaparecido entre los bambúes. Mira, Sahib, te advierto que he oído acercarse rápidamente el galope dé muchos caballos.

—Los bandidos de Sindhia quieren volvernos a coger antes que lleguemos a las montañas del Sadhja. ¡Lo veremos! Monta enseguida y carga la carabina. Toma las municiones. No nos dejaremos coger por esos bandidos. Debemos y queremos vivir para el maharajá y para la Rhaní. ¡En marcha!