Pacientes y habilísimos operarios habían excavado el interior del enorme tronco, que si no por su altura, al menos por su grosor, podía rivalizar con las oregonias de California, que son los árboles más colosales conocidos hasta ahora en el mundo.
La excavación se había hecho de manera que no perjudicase al tara, o sea, sin tocar a la corteza exterior.
Dos escalones conducían a una vasta rotonda, que debió de estar en otro tiempo habitada, pues por el suelo veíanse esparcidas esteras viejas ya podridas y haces de paja, también inservibles.
—Como ves, Sahib —dijo el gurú a Kammamuri—, tampoco esta vez me he engañado.
—Pero ¿quién ha excavado este tronco? —preguntó el rajaputra.
—No lo sé —respondió el sacerdote—. Entonces no era yo todavía guardián de la pagoda.
—Tú no sabes nunca nada —dijo el maharata algo impaciente.
El gurú alzó los hombros y bajó los dos escalones, hasta pisar el suelo de la rotonda.
Timul continuaba alumbrando con su cuerda embreada, la cual, por desgracia, se consumía con rapidez verdaderamente espantosa.
El gurú dio la vuelta por aquella especie de caverna leñosa, buscando por un sitio y por otro; después prorrumpió en un grito:
—¡Ya no hay nada! —exclamó haciendo un gesto desesperado—. Aquí debía de haber otro resorte que abría una segunda puerta, y no lo encuentro.
—Quizá lo has soñado —dijo Kammamuri.
—No; lo había.
—¿Y quién quieres que lo haya roto o quitado?
—Yo no he habitado siempre en el interior de este árbol —respondió el gurú—. Quizá han entrado por el subterráneo algunos desconocidos y lo han destruido todo.
—Después buscarás mejor.
—Sahib —dijo Timul—, sólo tenemos luz para diez o doce minutos.
—¿No tienes más cuerdas?
—Ninguna, señor.
—Entonces aprovecharemos esta para buscar el subterráneo.
—Es inútil, Sahib —dijo el gurú—. Lo han destruido todo.
—¿Habremos, pues, de quedar aquí prisioneros? —preguntó Kammamuri.
—Tenemos la otra puerta, por la cual saldremos cuando estemos bien seguros de que ningún peligro nos amenaza.
—Verás cómo vuelven los jinetes del rajá para asegurarse de que nos han devorado las fieras.
—No lo dudo. Pero no vendrán esta noche. Tienen mucho miedo al junglar. ¿Has encontrado algo?
—¡Nada! ¡Nada! —respondió el gurú con voz casi llorosa.
—¿Habrá aquí víveres?
—¡Ca! Yo comí aquí dentro hace tres o cuatro años y no traje conmigo más que algunos bananos y un poco de arroz.
—Nuestra situación, pues, es casi desesperada —dijo Kammamuri—. Pero la venganza del señor Yáñez será terrible. ¡No parece sino que todo se conjura contra nosotros! ¡Con la falta que le estamos haciendo! ¿Qué dices tú, rajaputra?
—Que por ahora nos quedemos aquí. Si los bandidos de Sindhia vuelven, no nos descubrirán tan fácilmente. Sólo quisiera saber del gurú si hay aquí alguna ventana.
—Me parece que sí —respondió el sacerdote—. Recuerdo que durante el día entraba la luz.
—¿Por ventanas o por rendijas?
—Eso es lo que no puedo deciros —respondió el sacerdote—. Mi falta de memoria me hace siempre traición.
—Lo sabemos —dijo Kammamuri—. Tú eres siempre igual.
—Soy muy viejo, señor.
—Sahib —dijo el rajaputra—. Quisiera proponerte una gran idea.
—Ya la estás diciendo, amigo mío.
—Que aprovechemos la noche para ir a sorprender a los jinetes del rajá y quitarles los caballos.
—¿Tres hombres solos, con sólo tres armas de fuego?
—Bien sabes que las pistolas que se fabrican en la India han sido siempre apreciadas, aun por los ingleses.
—No digo lo contrario. Pero somos pocos, amigo.
—¡Y yo que quería, Sahib, proponerte que fuésemos a prender al rajá!
—¿Y qué íbamos a hacer después? Sería un buen estorbo más que tendríamos encima. Ya que nos queda algo de luz, acomodémonos sobre estas esteras y esperemos a que se haga de día. Entonces decidiremos.
—Será lo mejor —dijo el gurú.
Iban ya los cuatro hombres a prepararse un lecho más o menos pasable cuando hacia un lado de la rotonda se oyeron de improviso rumores sospechosos.
—¡Huele a fiera! Mala señal, Sahib —exclamó el rastreador.
—Eres un hombre realmente maravilloso, Timul —dijo el maharata—. Posees también un olfato extraordinario.
—Preparémonos a recibir los personajes que tratan de hacernos una visita, nada grata para nosotros.
Apenas había pronunciado Timul sus últimas palabras, cuando un gran trozo de pared vino a caer en el interior del enorme tara.
Parecía como si hubiese sido desquiciada una puerta, quizá la que debía franquear el paso al subterráneo.
Inmediatamente después oyeron los cuatro hombres sordos gruñidos, y enseguida vieron a los últimos fulgores lanzados por la cuerda embreada, ya casi totalmente consumida, una cabeza enorme perforada por dos ojos fosforescentes.
—¿Será un leopardo? —se preguntó Kammamuri apuntando resueltamente con una de las pistolas donadas por Kiltar—. Un tigre no es, de seguro. También las fieras se cruzan.
Entretanto, el animal, que con un segundo empujón había acabado de romper la pared, trataba de avanzar, mostrando una boca formidable, armada de dientes agudísimos.
—¡Cuidado con el leopardo! —gritó Kammamuri—. No le dejéis entrar, o pasaremos muy mal rato.
En esto se lanzó el rajaputra hacia el agujero, empuñando la pistola por el cañón y gritando:
—¡Ahorrad los tiros!
Ya había entrado la fiera y se preparaba quizá a atacar a los hombres, cuando se le echó encima al rajaputra.
Oyéronse golpes sordos, como de tremendos martillazos, y enseguida un aullido larguísimo.
—¡Muere! —gritaba el gigante—. Me parece que ya tienes lo tuyo sin haberme hecho gastar un grano de pólvora.
—¡Luz, Timul! —gritó Kammamuri.
—Se va a acabar la cuerda.
—¡Ven aquí al punto!
El joven corrió hacia delante, agitando su ruin antorcha.
Junto al agujero yacía un magnífico leopardo reducido a un estado espantoso. Tenía destrozado el cráneo, rota la nariz y los ojos machacados y ya apenas visibles.
—¡Qué porrazos, rajaputra! —exclamó el maharata—. Tú serías capaz de aplastar también a un búfalo salvaje.
—¿Ha muerto la fiera? —preguntó tranquilamente el gigante.
—No hace ya movimiento alguno.
—Se ha llevado lo suyo.
—¿Tienes alguna herida?
—No, Sahib; ninguna. Me he mantenido lejos de sus uñas.
En aquel momento la antorcha de Timul se apagó del todo y una oscuridad densísima invadió la excavación leñosa.
—¡Buena ocasión para los leopardos, si queda todavía alguno! —dijo Kammamuri.
—No os apuréis —dijo el rajaputra—. Volveré yo a aporrear. Con un golpe bien dado quedará la fiera hecha papilla.
—Sin embargo, no nos fiemos, amigo —respondió Kammamuri—. Antes, al contrario, abriremos bien los ojos y los oídos. ¡Oh, si tuviésemos todavía algo de luz! ¿Tendrán los leopardos la paciencia de esperar al alba para echársenos encima? ¿No tienes nada para alumbrar, Timul?
El joven rastreador buscó y rebuscó en todos sus numerosos bolsillos; y al fin lanzó un grito de triunfo.
—¡Aquí hay otra cuerda embreada que no recordaba llevar encima! —dijo—. Tendremos una hora de luz.
—Enciende pronto —dijo Kammamuri—. Veremos cómo siguen las cosas. Las fieras nos amenazan por dentro, y por fuera pueden venir de un momento a otro los bandidos de Sindhia, y, descubriendo quizá el resorte, volvernos inmediatamente a apresar.
El rastreador, todo regocijado por haber hallado otra tea, se apresuró a encenderla, pues iba provisto de eslabón y de todo lo necesario.
Un vivísimo rayo de luz inundó de nuevo la caverna, disipando las tinieblas.
—Examinemos esto un instante —dijo Kammamuri—. Aquí está el pasadizo y aquí el leopardo, todo sangrando y sin dar ninguna señal de vida.
Aproximóse a la abertura y vio un enorme trozo de pared caído al suelo.
—Bien deben de haber esgrimido esos animales los dientes —dijo—. Y bien se conoce que sus mandíbulas están casi tan bien armadas como las de los tigres.
Miró a la fiera, que ocupaba con su cuerpo buena parte del pasadizo; levantó y ajustó, ayudado de Timul y el rajaputra, la pared derribada, y tapó con las esteras el espacio que quedaba descubierto.
—Guardad silencio un momento —dijo después.
Y tendiéndose en el suelo, se puso a escuchar.
A través de las hendiduras continuaba pasando una fuerte corriente de aire, que resonaba extrañamente en la cueva.
—No parece sino que corre un torrente por ese misterioso conducto —murmuró.
Y volviéndose al gurú, que se había sentado tranquilamente sobre un haz de paja podrida y parecía dormitar, le preguntó con aspereza:
—¿Saliste tú por aquí?
—Sí, Sahib.
—¿Encontraste alguna corriente de agua?
—Entonces, no.
—Pues aquí se oye resonar un torrente.
—No sé nada.
—Debía tener a menos preguntarte. Siempre respondes lo mismo. Tú nunca sabes nada, gurú. Ya sabemos que eres viejo.
—¿Podemos irnos? —preguntó el rajaputra.
—¿Adónde?
—Afuera. Ya estoy harto de esta especie de prisión, y quisiera estar muy lejos.
—¿Y si vuelve a faltarnos la luz? Lo mejor será que esperemos al alba. El gurú ha asegurado que aquí se ve de día sin necesidad de lámparas ni antorchas.
—Y ¿tú crees a este hombre, que nunca sabe nada? —murmuró el rajaputra, rechinando los dientes.
Y a punto estaba de tenderse junto a la abertura, temiendo siempre que otro leopardo Intentase penetrar en la cueva, cuando Timul empezó a gritar:
—¡Atención! ¡Qué voy a apagar!
—¿El qué?
—La cuerda embreada.
—¡Pues si acabas de encenderla!
—Es que están a punto de llegar unos jinetes. Mi oído no puede engañarse.
—¿Volverán los bandidos de Sindhia para ver si hemos sido devorados?
—Es probable, Sahib.
—Entonces apaga la luz. Podría tener el tronco rendijas.
El joven rastreador apagó rápidamente la cuerda poniendo un pie sobre ella; y cuando las tinieblas volvieron a invadir el refugio, pusiéronse todos a escuchar, poseídos de vivísima ansiedad.
—¿Oyes, Sahib? —preguntó Timul, al cabo de algunos instantes.
—Sí, oigo el galope de varios caballos que se acercan rápidamente —respondió Kammamuri.
—También se oyen voces.
—Sí, también voces; son los bandidos del rajá, que vienen a visitar nuestros cuerpos con la esperanza de hallarlos bien mondos de carne.
—¿Nos cogerán otra vez, Sahib?
—Todavía no hemos caído en sus manos —respondió el maharata—. Bien pudo Sindhia mandarnos matar en el panteón sin hacer correr tanto a sus jinetes.
Habían aplicado todos la oreja al suelo. La tierra transmitía distintamente una especie de trueno, que sólo podía ser producido por muchos caballos lanzados en carrera desenfrenada.
—Sí, vienen —dijo Kammamuri—. Pero no les esperemos aquí, puesto que aún tenemos un trozo de cuerda embreada.
—¿Quieres huir por el subterráneo, Sahib? —preguntó el gurú.
—Quiero intentarlo.
—¿Y si está inundado de agua?
—La atravesaremos.
—No nos vendrá mal un baño —dijo el joven rastreador—. Además, todos somos buenos nadadores, incluso tú, ¿verdad, gurú?
—Nado como un indostano que desde sus primeros años ha desafiado las corrientes sagradas de innumerables ríos.
El fragor producido por los caballos cesó bruscamente junto a la base del gigantesco árbol.
Kammamuri y el rajaputra se levantaron silenciosamente y se acercaron a la puerta del resorte, poniéndose a escuchar.
Por la parte de fuera resonaba fuertemente la voz del jefe de los bandidos:
—¿Dónde han ido a parar esos perros? —decía con voz ronca—. Y, sin embargo, los atamos muy bien a este árbol.
—Se los habrán llevado los tigres —respondió uno de los jinetes.
—Pues por aquí no se ven huesos ni pedazos de ropa.
—Lo habrán hecho desaparecer esas fieras por sus fauces sangrientas.
—Sin embargo, quisiera estar bien seguro de ello antes de volver a la pagoda —respondió el comandante—. Sería capaz el rajá de hacemos degollar a todos antes de salir el sol.
—Que venga aquí él a buscar los huesos de los fugitivos.
—Está cenando y se ha hecho preparar un lecho con alfombras halladas en las galerías de la pagoda. No se molestará por tan poca cosa.
—Entonces podemos volvernos.
—Bueno, pero con tal que seas tú quien le avise de que no hemos hallado rastro alguno de los prisioneros.
—Arrostraré su irritación. Tengo ya bastante por esta noche. El rajá va a acabar por hacemos morir de cansancio y hasta de hambre. Más valiera que devolviese la corona al maharajá y a la Rhaní y nos dejase tranquilos. La causa está ya perdida. El cólera destruye, sin poderlo evitar, un gran número de hombres, y, además, están ahí esos demonios venidos de lejanos países con armas tan terribles que diezman las columnas en menos de un minuto.
—¿Quieres, pues, marcharte?
—También yo tengo hambre y sueño, capitán —respondió el jinete que había hablado hasta entonces.
—Pues yo todavía no me iré.
—¿Quieres entrar en el junglar y abrir el vientre a los tigres para ver si se han tragado a los fugitivos?
—No seré tan estúpido —respondió el capitán—. Hace una noche oscurísima, y sólo tenemos una linterna.
Siguióse un corto silencio, y enseguida los caballos, que debían de ser varios, tornaron a patear y relinchar.
El rajaputra habíase acercado a tientas al maharata, que seguía escuchando.
—¿Se van? —le preguntó.
—Todavía no —contestó Kammamuri.
—¿Siguen hablando junto a este árbol? ¿A qué esperan? ¿Quizá a que saltemos fuera con las pistolas?
—No cometeremos tamaño disparate. Nos conviene permanecer aquí y esperar.
—¿Y si entran y nos asesinan a todos?
—Si hubiesen descubierto la puerta, estarían aquí ya. Por el contrario, parece que no saben qué resolución tomar.
—Escucha bien —dijo el gigante, que se había apoyado contra la puerta, haciéndola temblar—. Hablan de prender fuego al árbol y abrasarnos.
—No nos dejaremos nosotros asar —respondió Kammamuri.
—Estos árboles son bastante resinosos y arden como teas colosales.
El capitán y sus hombres habían reanudado la plática.
—Yo he oído hablar de excavaciones hechas en grandes árboles. ¿Estarán ahí dentro los hombres que buscamos, en vez de estar en los vientres de los tigres?
—También yo he oído hablar de eso —añadió otra voz.
—¿Me das la razón, Kimal?
—Sí, capitán —respondió el individuo que debía de llevar aquel nombre—. La desaparición de esos hombres es muy misteriosa.
—Los habíamos atado muy bien y no podían por sí solos recobrar fácilmente la libertad.
—¿Les habrá ayudado alguien?
—Ese brahmán me parece realmente persona sospechosa. Acaso me equivoque.
—Es el secretario del rajá.
—Y ¿eso qué importa? En todas partes hay traidores. Prueba a golpear con la culata de tu carabina el tronco de este árbol enorme.
Enseguida resonó un fuerte golpe, seguido de varios gritos de triunfo.
—¡Ah! —exclamó el capitán con su voz estridente—. Este magnífico tara ha sonado como un bote casi vacío. Id a recoger leña y procuremos destruirlo todo.
Kammamuri, al cual no se le había escapado una sola palabra por hallarse detrás del trozo de corteza abierto y cerrado el resorte, se levantó precipitadamente.
—Van a abrasarnos —dijo al rajaputra, que le seguía como una sombra.
—Ya lo he oído, Sahib —respondió el gigante—. ¿Qué decides?
—Que huyamos al punto.
—¿Por ese conducto que sirvió al leopardo para llegar hasta aquí?
—No tenemos otra retirada.
—Pues tú dijiste que has oído por ahí rumor de agua.
—Es verdad —respondió el maharata.
—¿Habrá algún río subterráneo?
—No importaría. Mejor es el agua que el fuego.
Por la parte de fuera continuaban los bandidos golpeando el tronco con las culatas de sus carabinas para convencerse bien de si estaba hueco o macizo. Por desgracia, el sonido era siempre igual, y cualquiera habría comprendido que debajo de la corteza no había una masa compacta.
—Es preciso que huyamos —dijo Kammamuri al rajaputra—. Van a acabar por hallar también la puerta y romperla.
—Si es que no prefieren asamos —respondió el gigante.
—Razón de más para escapar al momento. Este asilo se ha vuelto muy peligroso.
Retrocedieron hacia la rotonda procurando no hacer el menor ruido, y tropezaron con Timul y el gurú, que, ya alarmados, iban a levantarse.
—¿Qué hay? —preguntó el sacerdote.
—Que estamos cogidos —respondió Kammamuri—. Hemos sido descubiertos, y es preciso que huyamos, y enseguida, porque esos canallas quieren incendiar el tara. ¿Quién resistirá aquí dentro?
—Nadie —afirmó Timul.
—¿Cuánto puede durar todavía tu cuerda embreada?
—Muy poco, Sahib. La habíamos casi acabado.
—Enciende y veamos dónde va a parar este pasadizo.
—¿No verán la luz desde fuera?
—Todavía no han abierto la puerta.
—Pero puede haber rendijas.
—Saben ya que estamos aquí, gurú, deja a un lado tu ponderada vejez y guíanos.
—Haré cuanto pueda, Sahib —respondió el sacerdote.
La cuerda fue encendida, y los cuatro hombres se lanzaron hacia donde se hallaba aún el cadáver del leopardo.
Apartaron el trozo de pared, casi tan pesado como un tigre, y se introdujeron por el pasadizo, lleno de rumores de agua corriente.
Timul agitaba su mezquina antorcha para alumbrar a sus compañeros.
Habíase puesto a su cabeza, comprendiendo que el gurú no servía para guía, pues nunca se acordaba de nada, ni como hombre de acción, pues era realmente muy viejo.
—Avivemos el paso —dijo Kammamuri, que conservaba siempre una sangre fría y una calma admirables—. Me parece percibir ya olor de humo.
—También yo —confirmó el rajaputra sosteniendo al infeliz sacerdote, que parecía completamente desfallecido.
En la base del gigantesco árbol abríase en la masa leñosa una especie de embudo, de anchura suficiente para dar paso a varias personas.
—¿Quién habrá abierto este conducto? —se preguntó Kammamuri—. Sin duda alguna, los que excavaron la rotonda. Tú no sabrás nada, ¿verdad, gurú?
—Yo estaba entonces en la pagoda de Tsama, que se halla muy lejos de aquí —respondió el sacerdote con su voz siempre monótona y humilde.
—¿No te parece sentir olor de humo?
—Algo debe de arder no lejos de aquí.
—Por lo menos, el olfato lo tienes todavía bueno —dijo Kammamuri con ironía.
Habíanse lanzado todos hacia delante, temiendo que de un momento a otro se convirtiese el tara en una hoguera espantosa.
Continuaba extendiéndose un acre olor de humo algo resinoso, que provocaba violentísimos golpes de tos en los fugitivos.
Habían desaparecido ya las raíces del enorme árbol, y la marcha se hacía rapidísima.
Por lo demás, el fondo de aquel río subterráneo sólo tenía una ligera pendiente, y estaba formado por todos los detritos del vecino junglar.
Transcurrieron cinco angustiosos minutos, al cabo de los cuales la antorcha de Timul se apagó de pronto.
—Se ha terminado —dijo el joven—. ¡No tenemos luz!
—La situación me parece realmente poco agradable —dijo el maharata—. Pero todavía no hemos muerto ¡Oh! ¡Si hubiésemos podido traer con nosotros la gran linterna del correo! Pero también nos la han robado esos condenados bandidos.
—Llevad en alto las pistolas —dijo en aquel momento el rajaputra—. El agua tiende a aumentar.
—¿Todavía? —preguntó Kammamuri.
—Sí, Sahib.
—¿Cómo está el fondo?
—Siempre bien, aunque muy cenagoso.
Habíanse cogido de las manos, temiendo quedarse atrás.
Si alguno se hubiese desviado entre aquella profunda oscuridad, ello hubiese sido su sentencia de muerte.
El agua, entretanto, seguía creciendo. Llegaba ya casi al pecho de los fugitivos y era tan frigidísima que hacía tiritar.
Cogidos siempre de la mano, continuaron su marcha en las tinieblas, y al cabo de algún tiempo oyóse exclamar a Timul, que iba a la cabeza del grupo:
—¡Veo una abertura!
—¿Delante de nosotros?
—Sí, Sahib, y muy ancha.
—¿Van las aguas hacia ella?
—Me parece que no, porque el fondo sube rápidamente. Yo sólo estoy sumergido hasta las rodillas, mientras que hace poco corría peligro de perder pie.
—¿Se te ha mojado la pistola?
—No; la estimo en mucho, y nos ha de ser muy útil en el junglar.
—Pero ¿tú crees que vamos a desembocar en medio de los dominios de los tigres?
—Yo sé que podemos salir, y puedo asegurarte que ya no se percibe olor de humo. Debemos estar ya muy lejos de la base del tara.
—Algún dios nos ha protegido.
—Sin duda alguna —respondió el gurú, que se asía fuertemente al rajaputra para no rezagarse.
—¡Alto! —exclamó en aquel instante Timul—. Ha terminado la terrible travesía. Tampoco esta vez nos ha arrebatado la diosa de la muerte.