Apenas se había apagado el ruido de las detonaciones, cuando Sindhia, escoltado por unos cuarenta hombres perfectamente armados, se atrevió a aproximarse al sepulcro.
Vestía el alcohólico rajá una especie de capote, todo de seda verde, con vistosos alamares y gruesos botones de oro.
Calzaba zapatos rojos de punta levantada, y cubríase la cabeza con enorme turbante adornado con tres plumas monumentalmente rociadas de diamantes.
Su rostro parecía acartonado y más oscuro que nunca. Sólo sus ojos, siempre negrísimos, resplandecían como los de una serpiente.
Dirigióse resueltamente al gigante que había arrojado ya las armas descargadas y parecía desafiarle con sus poderosos brazos cruzados sobre el pecho, y después de haberle contemplado atentamente dijo con verdadera admiración:
—Si yo hubiese tenido quinientos hombres fuertes y valerosos como tú, tiempo hace que sería mío el reino de Assam. Eres un verdadero hombre de guerra, que no teme a las carabinas.
—Así es, Alteza —respondió el rajaputra con voz ronca.
—Me gustas mucho. ¿Quieres alistarte bajo mis banderas?
—He jurado fidelidad a la Rhaní y al maharajá.
El rostro siniestro del borracho se contrajo violentamente, mientras de sus ojos saltaba un relámpago terrible.
—¡El maharajá! ¡La Rhaní! —exclamó después riendo groseramente—. ¿Pero dónde están esos señores? En Assam reino ahora yo solo.
—No lo creo —respondió el rajaputra, mirándole intrépidamente.
—¡Si han muerto todos!
—Quizá hayan muerto para ti, Alteza, pero no para mí. Yo sé que el maharajá continúa defendiéndose con sus Tigres de Malasia, y que la Rhaní se halla en perfecta salud en sus montañas nativas.
—Se ha refugiado entre los montañeses de Sadhja, ¿verdad?
—Tal creo.
—Debes saberlo de cierto.
—Cuando el maharajá la hizo partir no estaba yo junto a él, por lo cual no sé de cierto dónde se halla.
—Pues me lo has de decir, y además otras cosas. ¿Dónde ha escondido mi rival sus tesoros?
—Yo no he sido nunca su tesorero, Alteza. Es inútil preguntármelo a mí, que he sido siempre un hombre de guerra.
—Aquí habrá otro que me responderá mejor —dijo el rajá.
—¿Quién?
—Aquí debe de estar aquel famoso maharata, confidente del maharajá. Ese hombre sabrá muchas cosas.
—¿Quién? ¿Él? Te engañas, Alteza. Siempre ha sido también un soldado.
—Ahora lo veremos —respondió Sindhia, con sonrisa feroz.
Y volviéndose al capitán del destacamento, le preguntó:
—¿Dónde están?
—Dentro de esa tumba están todos.
—Has hecho muy bien.
Enseguida sacó el rajá un silbato de oro de la anchísima faja de seda que ceñía su cintura, y llevándoselo a la boca lanzó un silbido estridente.
Casi al momento, un hombre, cuyo aspecto más parecía de un faquir que de un paria, penetró en el panteón, llevando pendientes de una larga vara dos grandes cestos de mimbre.
—¿Cuántas serpientes tienes?
—Unas treinta, señor.
—¿Todas venenosas?
—Hay cobracapelos, y serpientes del minuto y también biscobras.
—Tenemos bastantes —respondió el rajá—. Verás qué pronto y sin gastar un cartucho acabamos con los prisioneros encerrados en esa tumba.
—¡Pero van a morir todos! —dijo temblando el rajaputra.
—No sé qué hacer de ellos —dijo el rajá—. Me estorban demasiado.
—Pero os pueden ser muy provechosos algún día.
—Ya lo sé, pero tengo tropas dispuestas a reconquistar mi imperio, y estoy resuelto a lanzarme a fondo.
—¿Qué quieres decir, Alteza?
—Que primero destruiré a todos los amigos de mi rival. Pero antes de todo, ¿cuántos sois?
—Cuatro; pero todos feroces como tigres que han probado la carne humana. Pregúntaselo al jefe de tus jinetes.
—¡Oh, sí! ¡Terribles, gran señor! —respondió el capitán—. No quisiera luchar otra vez con ellos.
—¡Bah! Vosotros no tenéis sangre en las venas —dijo el rajá—. Os doy un sueldo de príncipes, y evitáis los combates. ¡Valientes soldados he reclutado!
Levantó los hombros, inclinó el monumental turbante hasta esconder casi todo el rostro, y volviéndose de nuevo al rajaputra, le dijo:
—Haz que salgan de esa tumba tus compañeros.
—Están todos atados.
—Los desataremos. ¿Tienes armas?
—Ninguna —respondió el capitán de los jinetes—. Ni siquiera un simple cuchillo.
—Siento curiosidad por ver a ese hombre famoso que llaman el maharata. Verás cómo él sabe mucho más que tú.
—Podrías engañarte, Alteza —respondió el rajaputra, que hacía esfuerzos enormes para mantenerse relativamente tranquilo—. Sabrá menos que yo.
—Quiero verlo. Hazlo salir o mando arrojar en la tumba serpientes venenosas.
—Vuestra Alteza me verá sin tener que recurrir a la violencia —gritó en aquel momento Kammamuri. Haced que corten mis ligaduras, y compareceré a vuestra presencia.
—¿Tienes armas?
—Ninguna.
—Tengo muchas ganas de verte. Eres hombre famoso en la historia de los thugs, y aun de la India.
—Sólo verás a un hombre que vale bastante menos que el rajaputra.
—No importa, quiero verte.
—Soy un príncipe y no criado tuyo. ¿Tienes un valiente que me libre de estos cordeles?
—Tengo cien.
—Yo solo basto —dijo el gigante—. Dejadme a mí, Alteza. Todo irá bien, sin que sea preciso gastar pólvora ni veneno de serpientes.
Y diciendo esto saltó ágilmente en la tumba armado de un corto tarwar que le dio el capitán del destacamento, y cortó con rapidez las cuerdas que aprisionaban a Kammamuri.
Apenas este se sintió libre, se enderezó como si hubiese tenido en los pies cien muelles de acero. De un salto salió del sepulcro, y se presentó ante el rajá, diciendo con acento algo irónico:
—Aquí me tienes, Alteza. ¿Qué quieres de mí?
Sindhia le miró atentamente y dijo:
—He aquí otro gentilhombre que ha llevado a cabo millares de hazañas. ¿Fuiste tú realmente quién mató al jefe de los thugs durante la rebelión de Delhi?
—No, Alteza —respondió Kammamuri—. Fueron el Tigre de Malasia y el príncipe blanco llamado Yáñez.
—¿Yáñez? Ese es el nombre que dan al actual maharajá.
—Es el suyo.
—Quisiera saber, lo primero de todo, de dónde vienen esos terribles hombres, porque no puedo menos de confesarte que son casi invencibles.
—De Malasia, Alteza. Pero ya lo sabías, pues te lo dijo Teotokris el griego.
—¿Y por qué han venido aquí?
—Si no hubiesen encontrado a Surama, se habrían quedado allá combatiendo con los ingleses o con los guerreros del sultán de Varauni.
—¡Surama! —exclamó el rajá con voz ronca—. Ella ha sido mi perdición; pero esta vez no se me escapará la pequeña Rhaní, y la prenderé con el maharajá y el Tigre de Malasia.
Una sonrisa de incredulidad asomó a los labios del maharata.
—¡Los exterminaré a todos! —añadió el rajá, poniéndose a pasear furiosamente por el panteón—. ¡Ya es tiempo de acabar esta aventura! ¿Cuántos hombres tienen?
—Lo ignoro, Alteza. Hace algunas semanas que no estoy a su lado, y nada puedo saber.
—Y, sin embargo, tú viniste con los elefantes…
—No lo niego, pero abandoné enseguida al maharajá y a sus amigos para dirigirme a las montañas de Sadhja.
—¿A velar por la Rhaní?
—Tal vez —respondió tranquilamente Kammamuri.
Iba el rajá a hablar de nuevo, cuando de pronto dio un salto atrás. A pocos pasos de él habíase desplomado pesadamente al suelo uno de los jinetes que había traído consigo del lejano campamento.
Todos retrocedieron manifestando vivo terror. Por fin, dos o tres más animosos se acercaron al guerrero, que ya no daba ninguna señal de vida, y lo sacaron fuera corriendo desesperadamente.
—Parece que se goza de poca salud —dijo el maharata—. Este desgraciado ha muerto de cólera fulminante.
—¿Cómo lo sabes tú? ¿Eres acaso médico?
—No, Alteza; pero conozco el cólera por haber vivido largo tiempo entre los molanghos de los Sunderbunds del Ganges.
—¿Sabrás curar esa terrible enfermedad que está diezmando rápidamente mis tropas? Yo te daría una fortuna —dijo el rajá.
—¿Y de qué me serviría? Sé perfectamente que mis días están contados y que quizá está ya cargado el cañón de artillería que ha de destrozar mi cuerpo.
—Acaso te engañes —dijo el príncipe—. Yo no acostumbro matar a los valientes que pueden ser útiles a mi causa.
—¿Qué quieres decir, Alteza?
—Que aunque no seas médico te alisto en mi ejército con tus compañeros.
—He jurado fidelidad al maharajá.
—Dentro de unos días estará preso o muerto mi rival.
—No estoy tan seguro.
—¿Tan fuerte piensas que es?
—Más de lo que creéis, Alteza.
—Sin embargo, no debe de tener consigo más que un puñado de hombres.
—Pero es que esos hombres se llaman los Tigres de Malasia.
—Sé lo mucho que valen esos salvajes de aquella lejana isla —respondió el rajá, haciendo un gesto de rabia—. No es la primera vez que lucho con ellos. Sin ellos no me habría arrebatado el trono el príncipe blanco.
Giró como un loco dos o tres veces sobre sí mismo, y enseguida, plantándose ante el maharata, dijo:
—No hay tiempo que perder. O conmigo o contra mí.
—Un guerrero no puede faltar a su palabra, Alteza —respondió Kammamuri con fiereza.
—¡Ah! Se me olvidaba una cosa que me interesa mucho. ¿Dónde ha escondido el maharajá sus riquezas?
—También yo lo ignoro.
—¡Oh!, ninguno quiere hablar —rugió el príncipe arrojando llamas por los ojos—. Pero ahora veremos.
—Manda a tus hombres que nos fusilen aquí dentro, Alteza —dijo Kammamuri—. Preparada está la sepultura para recibir nuestros cadáveres.
—¡No, sería una muerte demasiado dulce! —gritó el cruel príncipe, autoritario.
—Haz vaciar entonces los cestos llenos de serpientes.
—Tampoco. Quiero absolutamente saber dónde ha escondido el maharajá sus tesoros. Los necesito para proseguir la guerra, porque las arcas de mis ministros están vacías.
—Te obstinas en vano —respondió el maharata—. Cuando se quemó la capital ninguno de nosotros acompañaba al príncipe blanco.
—¡Fuiste tú quién la incendiaste, canalla!
—No; fueron los soldados del maharajá.
—¿Tantos hombres tenía todavía?
—Yo no los conté, Alteza.
—Lo que no quieres tú es revelar secretos.
—No puedo decir lo que no sé.
—¿Te estás burlando de mí, tunante…? ¡Vengan aquí los demás presos!
El capitán del destacamento y algunos soldados entraron en la tumba y cortaron las ligaduras de los demás prisioneros.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Sindhia clavando sus ojos en el gurú.
—El guardián de la pagoda —respondió el capitán.
—¿Y todavía está con vida?
—No quería atraer sobre mí su maldición, Alteza. Es un pecado enorme quitar la vida a un gurú, lo mismo que a un brahmán.
—¡Me río yo de sus maldiciones! —dijo el feroz príncipe—. Jamás me han asustado las de los brahmanes, que son las más terribles.
—¿Quieres, pues, que lo haga fusilar, Alteza?
—Vas muy de prisa, amigo. Para matar siempre hay tiempo.
—¿Qué debo hacer entonces? Espero tus órdenes.
Sindhia se puso de nuevo a pasear, haciendo gestos de amenaza y gritando:
—¡Voy a acabar por hacer trizas a estos cuatro miserables!
—¡Alteza! —exclamó firmemente Kammamuri—. No soy un paria para que me taches de miserable.
—¡Bah!, ya sabemos que eres un maharata —respondió Sindhia, rechinando los dientes—. ¿Tienes más que decir?
—Yo, nada.
El rajá se detuvo ante Kammamuri, y después de haberle mirado intensamente con sus ojillos como brasas, le dijo:
—¿Quieres salvar tu vida y la de tus compañeros?
—¿Qué debo hacer?
—Conducirme al sitio donde el príncipe blanco ha escondido sus tesoros. Las arcas de mis ministros están vacías, y esta guerra amenaza ser muy costosa.
—Te repito que no sé absolutamente nada. Yo no soy confidente del maharata ni de la Rhaní, y además la noche que se incendió la capital estaba yo muy lejos.
—¿Con algún encargo urgente? —preguntó Sindhia con su acento irónico de costumbre.
—Un maharata no vende los secretos de su señor.
—Me estás acabando de irritar.
—Lo siento, Alteza.
—¿Te burlas de mí?
—Líbreme Shiva.
—¿Qué muerte prefieres?
—La de los guerreros.
—¿El fusilamiento?
—Te lo agradecería, Alteza.
—No, no; todavía no has confesado dónde se encuentran los tesoros.
—¡Si no lo sé! —gritó el maharata—. ¿Por qué hacerme repetir tantas veces lo mismo?
Sindhia se acercó a sus guerreros y se puso a hablar animadamente con ellos a media voz.
Pocos momentos después, precipitábanse diez hombres sobre los prisioneros, y volvían a atarlos.
—Llevadlos fuera y abandonadlos vivos en medio del junglar para que sean pasto de los tigres y leopardos. Estoy harto de estos hombres —dijo el rajá—. Tengo otras muchas cosas que hacer, y, sobre todo, me urge recobrar mi trono. ¡Pronto! ¿Habéis entendido? Dentro de pocas horas no quedarán de ellos más que algunos huesos mondados.
—¿Les haremos centinela?
—No. Deja que los devoren las fieras. Tendremos otros tantos enemigos menos.
—¿No les dejamos arma alguna para defenderse?
—¿Te has vuelto loco? Los atarás muy bien al tronco de un mango o tamarindo, les darás las buenas noches y te volverás enseguida.
—¡Con tal que las fieras no nos devoren también a nosotros…!
—Coge veinte hombres.
—Obedezco, Alteza —respondió el capitán—. Con tantos hombres haremos huir hasta a los tigres.
—¡Vete! No quieras irritarme más. Pero ¿dónde está el brahmán? ¿Dónde está?
—¿Kiltar?
—Debe de haber llegado ya.
—Y estoy a tus órdenes, Alteza —respondió una voz sonora que venía de la pagoda.
Kammamuri se estremeció, y su corazón se abrió de repente a la esperanza.
Aquel brahmán, que quizá no era realmente un sacerdote, había sido salvado por Yáñez cuando se hallaba atado a la boca de un cañón y el verdugo había encendido la mecha.
Había prestado inmensos servicios a los compañeros del príncipe blanco cuando se hallaban en las cloacas de la capital.
Era un hombre de alta estatura y flaco, como todos los indostanos, y vestía una túnica de seda de un amarillo desvaído.
—¿Qué noticias traes de mis campamentos? —le preguntó Sindhia, saliendo vivamente a su encuentro.
—Malas, señor —respondió el brahmán—. El cólera se extiende, y tus médicos no saben qué hacer para evitarlo.
—Voy a degollar a media docena de esos pillos que estoy pagando a peso de oro inútilmente. ¿No saben, pues, lo que es el cólera?
—Quizá no tengan remedios para combatirlo, señor.
—¿Y el príncipe blanco?
—Continúa fortificado en la colina y resistiendo ferozmente. Con las fuerzas que tenemos no será posible echarlo de allí.
—¿Me habrán maldecido todos los dioses de la India? —bramó Sindhia—. ¡Esto es demasiado! ¡Voy a destruir todas las pagodas y mezquitas!
—¡Mala política es esa! —dijo el brahmán.
—No eres tú quien debe juzgarla.
—Es verdad. Tú eres el señor y te debemos obediencia absoluta.
—Eso es lo que quiero.
El capitán de los jinetes se adelantó, seguido de unos diez hombres armados hasta los dientes.
—Alteza —dijo—. Esperamos tus órdenes.
—Llévate a los prisioneros antes que los mande fusilar.
—Quizá sería mejor… —dijo Kiltar.
—Eres un asno. No te metas mucho en mis asuntos.
—Cuando esos hombres hayan sido devorados por las fieras, no podrán ya revelarte nada, Alteza.
El rajá levantó los hombros.
—Necesito dar una lección terrible. Aquí se quiere jugar conmigo hace ya mucho tiempo… ¡Fuera, fuera esa canalla!
El brahmán hizo una postrera tentativa para salvar a los desgraciados.
—Alteza —dijo—. Esos hombres valen muchísimo. Déjalos que vivan.
—¡No! —rugió el rajá—. ¡Bajo mi bandera no se alistarán jamás!
—Tú eres el amo —dijo el brahmán, que temblaba ante el desequilibrado príncipe, sabiendo que no se andaba con bromas.
—Ahora guía al capitán hasta el junglar, y no se hable más de esta canalla.
—De eso me ocuparé yo, Alteza —dijo el soldado—. Conozco ya los alrededores.
—¡Idos…! Tengo sueño, hambre y, sobre todo, mucha sed. Kiltar, ¿me has traído un poco de mi licor favorito?
—Sí, Alteza —respondió el brahmán.
—Entonces, dejadme tranquilo. Tengo que pensar en los asuntos del Estado.
El capitán de los jinetes había ya rodeado con sus diez hombres a los prisioneros, que, como hemos dicho, habían sido atados de nuevo.
—Vamos a buscar a los tigres —dijo—. Espero, sin embargo, regresar entero. Todavía está echado sobre el río el puente portátil. Llegaremos allá en un instante.
—¡Vete, cargante! —gritó Sindhia—. ¿No he dicho que tengo sueño y hambre?
El capitán se puso intensamente pálido y enseguida dijo a sus hombres:
—¡El rajá ha hablado! Obedeced si apreciáis la vida.
Veinte hombres rodearon a los presos y comenzaron a empujarlos brutalmente hacia el conducto secreto que terminaba en un puente ligero echado sobre las orillas de un río cenagoso. Guiábalos el capitán de los jinetes y los seguía Kiltar, que procuró no le descubriese el rajá.
Por lo demás, este no se ocupaba ya de nadie. Había hecho extender varias mantas sobre una tumba, y dormídose al instante, después de apurar una botella de su licor favorito, que era probablemente whisky.
El destacamento salió del panteón, recorrió el pasadizo secreto, y después de atravesar el puente, hallóse por fin en la orilla del junglar.
—¿Dónde los ataremos? —preguntó el jefe al brahmán, que los había seguido hasta el fin.
—Aquí hay árboles —respondió Kiltar—. Yo no soy el rajá.
—Obraré por mi cuenta.
El rajaputra, el maharata, el rastreador y el gurú fueron arrastrados hacia una tara de dimensiones gigantescas, y cuyo tronco no hubiesen podido abarcar veinte hombres.
—Aquí —dijo el capitán—. El sitio es magnífico. Los tigres y leopardos acudirán a bandadas. Mañana no encontraremos de estos hombres ni los huesos.
—¿Y tú te alegrarás? —preguntó el brahmán con acento algo duro.
—Yo no hago más que obedecer las órdenes de mi señor.
—Entonces, date prisa.
Los bandidos levantaron casi en peso a los cuatro prisioneros y los ataron fuertemente alrededor del enorme árbol a poca distancia uno del otro.
—¡Canallas! —rugió Kammamuri—. Bien podíais fusilarnos.
—No lo ha querido el rajá —respondió el jefe—. Debo obedecerle para conservar mi cabeza.
—¡Sois unos bandidos! —bramó él rajaputra, que se revolvía desesperadamente.
—No, somos guerreros del príncipe de Assam —respondió el jefe.
En un momento fueron abandonados los prisioneros, mientras la luna surgía en el horizonte y aullaban a lo lejos los chacales.
—Ha llegado nuestro fin —dijo Kammamuri—. Bien podía el rajá haber inventado otro género de suplicio y…
De pronto se interrumpió. Entre la espesa vegetación había aparecido repentinamente el brahmán, armado de un corto tarwar.
—Vengo a pagar la deuda de agradecimiento que tengo con vuestro señor —dijo—, jamás he olvidado que me salvó la vida.
—¡Kiltar! —exclamó Kammamuri—. Danos algunas armas.
—Sólo tengo estas tres pistolas que pongo a vuestra disposición —respondió el brahmán—. El rajá es demasiado cruel.
Con pocos golpes de tarwar cortó las ataduras de los cuatro prisioneros, depositó junto a la base del enorme tara las tres armas de fuego y huyó rápidamente, como si tuviese algún tigre a la espalda.
—Hemos tenido una suerte extraordinaria —dijo.
—¿Porque tenemos tres pistolas? —preguntó Kammamuri con ligera ironía—. Mira a ver si con estas armas resistes el ataque de un tigre.
—Espera un poco, Sahib —respondió el gurú.
Dio la vuelta alrededor del enorme tronco, y por fin se detuvo ante un objeto que resplandecía a los rayos de la luna.
—Hemos tenido una suerte extraordinaria —dijo.
—¿Por qué? —preguntó Kammamuri.
—Porque este árbol está todo ahuecado y he encontrado el resorte que nos permitirá abrir la puerta.
—Me parece que no es esta ocasión de chancearse.
—Te digo que no nos devorarán los tigres. Dentro de este árbol colosal me he refugiado varias veces yo mismo para huir de fieras y bandidos.
—Bien; pues habla menos y obra más —le dijo el maharata.
—Ya está —respondió el gurú—. Seguidme, ya que la luna nos alumbra.
Los prisioneros, desatados ya, se inclinaron al suelo y se apoderaron, ante todo, de las pistolas, armas harto inofensivas contra los tigres, pero que, no obstante, por ser de gran calibre, podían salvar en un momento crítico la vida de un hombre.
—¿Qué hay, pues, gurú? —preguntó Kammamuri, que empezaba a impacientarse.
—Mira, Sahib —respondió el guardián de la pagoda—. Si el capitán hubiese sabido esto, no nos habría traído aquí.
—Un agujero —respondió Kammamuri.
—Lo bastante ancho para dar paso hasta al rajaputra. Aquí había una puerta, y allí está el resorte que he descubierto por casualidad. Dentro de este enorme tronco no nos devorarán los tigres.
—Eres un valiente que tiene también mucha suerte. Y, sin embargo, no te acordabas de los secretos de la pagoda.
—Eran muchos, Sahib —respondió el gurú.
Habíanse todos reunido delante de la abertura. Un trozo de corteza de algunos metros de largo colgaba hacia el suelo, dejando ver todavía el misterioso resorte.
—¿No habrá serpientes ahí dentro? —preguntó Kammamuri.
—Yo no las he encontrado nunca.
—¿Quién ha ahuecado este tronco?
—¿Qué sé yo? Soy muy viejo y no puedo acordarme de todo —respondió el gurú.
—¿Habrán sido los que construyeron la pagoda?
—Tal vez, pero todavía hallaréis otras sorpresas.
—¿Qué quieres decir?
—Que en el fondo de este árbol hay un subterráneo excavado bajo el junglar.
—Muy lejos. Si la memoria no me es infiel, desembocaremos junto a la carretera que va hacia las montañas.
—¿Te has vuelto loco?
—No, Sahib. Una vez asaltaron la pagoda cincuenta bandidos, o acaso más, con la esperanza de hallar tesoros ocultos en el panteón; pero mi compañero y yo nos refugiamos aquí, donde permanecimos varios días.
—Pero necesitaremos alguna luz —dijo el rajaputra, que aunque no temía a los hombres, se estremecía de espanto ante una serpiente cobra o pitón.
—¿Luz? —dijo en aquel momento Timul—. En mi bolsillo tengo una cuerda embreada, que arderá como una antorcha.
—¿Llevas lo necesario para encenderla? —preguntó Kammamuri, que hubiera preferido una gran linterna marina.
—Sí, Sahib —respondió el joven rastreador.
—Pues enciende.
Al cabo de unos instantes brilló una viva llama ante la abertura. La cuerda alquitranada era bastante gruesa y ardía maravillosamente.
—¿Cómo es que tienes esta cuerda?
—Me servía para buscar de noche las pistas.
—¿Cuánto durará?
—Muy poco, Sahib.
—Entremos, pues, dentro de este árbol maravilloso. ¡Atiende al resorte, gurú!
—Sé también hacerlo funcionar desde dentro —respondió el guardián de la pagoda.
—Te vas volviendo un hombre muy útil. ¿No es verdad, rajaputra?
—Así parece —respondió con sequedad el gigante.
Los cuatro hombres, armados con las pistolas del brahmán, se introdujeron por la abertura, la cual era tan ancha que permitía el paso a un hombre mucho más corpulento aun que el rajaputra.
No había mentido el gurú. Todo el interior del gigantesco árbol había sido pacientemente ahuecado, quién sabe en qué tiempo, y hasta se veían escalones.
—Cierra la fortaleza —dijo el maharata al sacerdote.
La puerta, formada por un enorme trozo de corteza, se volvió a levantar y a colocarse en su sitio.
—Como ves, Sahib, el resorte funciona perfectamente aun desde dentro.
—¿Y si después no funcionase?
—Aun así, te repito que hay un conducto subterráneo.
—¡He aquí lo que es la misteriosa India! —exclamó Kammamuri, sonriendo con un dejo de amargura.