II. ¡Cogidos!

¿Cuánto durmieron? Jamás supiéronlo decir.

De pronto resonaron varios disparos hacia la escalera que conducía al panteón.

Kammamuri fue el primero en saltar fuera, imitándole al punto el rajaputra.

Delante de la puertecita, ya desquiciada, estaban en grupo e iluminados por varias antorchas los jinetes de Sindhia con las armas apuntadas.

Aunque su número no era el mismo, sin embargo, eran demasiados para entablar con ellos un combate desesperado.

—¡Bien! ¡Estamos cogidos! —dijo Kammamuri, sin inquietarse mucho—. Tarde o temprano, había de suceder.

El jefe del destacamento bajó los escalones empuñando un par de pistolas y gritó:

—¡Basta! Os hemos encontrado y no os volveréis a escapar.

—Todavía no estamos en tu poder, mono viejo —respondió Kammamuri—. También nosotros estamos armados.

—Somos veinte.

—Y nosotros dos nada más, pero capaces de daros aún mucho que hacer. ¿Qué quiere Sindhia de nosotros?

—No lo sé —respondió el jefe.

—¿Atarnos a la boca de un cañón y hacernos pedazos?

—No soy el amo. Yo sólo he recibido el encargo de conduciros ante él, aunque sea muertos.

—¡Muy de prisa vas!

—¡Acabemos! —gritó el jefe—. Rendíos o mando hacer fuego.

—Tened un poco de paciencia, señor mío. ¡Por Buda, no somos liebres! Quiero proponerte una cosa.

—Explícate.

—Que vuelvas a Sindhia y le preguntes qué intenciones tiene respecto de nosotros.

—Están rendidos nuestros caballos y no pueden andar. El rajá está mucho más lejos de lo que piensas…

«¿Qué hacer? —se preguntó Kammamuri—. ¿Intentar resistir? ¡Imposible! Tienen muchas armas de fuego y nos dejarían enseguida fuera de combate».

Volvióse a su compañero y dijo:

—Amigo, estamos cogidos. Yo no puedo hacerme responsable de un combate. Rindámonos.

El rajaputra lanzó un verdadero rugido.

—¡Rompamos con ellos! —gritó.

La voz del jefe del destacamento le interrumpió, diciendo:

—¡Cuidado! ¡No cometáis una locura!

—Deja la carabina, pobre amigo —dijo el maharata.

—¿Tendremos que despedimos de ella?

—Por ahora, sí.

—Aunque me falte la carabina, aplastaré a muchos a puñetazos cuando se presente ocasión.

—¿Os habéis decidido? —gritó el jefe, impaciente.

—Sí, a rendirnos —respondió Kammamuri.

—¡Ya era hora! Nos habéis hecho correr mucho y estamos todos rendidos.

—No lo estamos nosotros menos —respondió Kammamuri.

Exhaló un largo suspiro y depositó en el suelo todas sus armas. Su compañero le imitó.

El capitán del destacamento, que continuaba empuñando sus pistolas, descendió por la escalera, seguido de sus hombres, y se acercó a los prisioneros.

—¡Arriba las manos! —gritó.

—No somos traidores —respondió el maharata—. Puedes acercarte sin temor a sorpresa alguna. ¿Nos vas a llevar enseguida?

—Es imposible. Los caballos necesitan descansar.

—¿Es de día?

—No, de noche…

—¡Bien hemos dormido! —murmuró el antiguo cazador de la Jungla Negra—. La verdad es que nuestros cuerpos tenían derecho a ello.

Los veinte o veintidós bandidos habían penetrado en el panteón sin dejar de apuntar sus armas.

Su aspecto no era realmente militar.

Había entre ellos más parias que hombres hechos a las armas. Eran todos ñacos, y parecían sostenerse en pie por un verdadero milagro de suprema energía.

Si mucho habían padecido los fugitivos, tampoco ellos habían podido comer ni descansar mientras hubieron de perseguirlos.

—Tomad nuestras armas —dijo Kammamuri al jefe.

—¡Repito que arriba las manos!

—¡Ya están! —respondieron los prisioneros.

—Ahora os dejaréis atar, pues no partiremos hasta mañana.

—¡Haz lo que quieras! —respondió Kammamuri—. Pero no apretéis demasiado las cuerdas, o saltaremos como tigres a vuestras gargantas.

—¡No está mal! —respondió el jefe, sonriendo con algo de ironía.

A una señal suya acudieron sus hombres, que se habían ya provisto de cordeles cogidos de sus monturas. En un momento los prisioneros fueron perfectamente atados, aunque no muy estrechamente.

Después los cogieron y arrojaron dentro de una tumba vastísima, donde debieron estar enterrados cinco o seis guerreros por lo menos.

—¿Quieres acaso asfixiarnos? —preguntó el maharata exasperado.

—Ahí dentro estaréis los dos perfectamente —respondió el capitán—. Podéis reanudar tranquilamente vuestro sueño.

—Pero ¿vas a cubrimos otra vez con la losa?

—No, porque quiero vigilaros yo mismo hasta el momento de partir.

—Entonces, que paséis también buena noche.

—¡Oh, descansaremos! Bien lo necesitamos.

Clavadas las antorchas en varios sitios, reuniéronse alrededor del sepulcro seis hombres, escogidos entre los más robustos y mejor armados.

Los demás se tendieron sobre las mantas de sus monturas, y empezaron de allí a poco a roncar.

Sahib —dijo el rajaputra, que se encontraba al lado de Kammamuri—. ¿Nos dejaremos conducir de este modo, atados como bestias feroces? No puedo resignarme a ello.

—Ya no podemos hacer nada, mi pobre amigo —respondió el maharata. Iremos a ver lo que quiere ese tuno de Sindhia.

—Nos arrancará la piel, Sahib.

—Todavía no la tiene en sus manos. Además, le quitan el tiempo el maharajá y sus Tigres de Malasia.

—¿Resistirán aún el príncipe y sus compañeros?

—¿El príncipe blanco, o sea, el señor Yáñez? Estoy segurísimo de que todavía no se han rendido esos valientes. Tienen las ametralladoras emplazadas en la cima de una colina, y esas armas bien manejadas derriban en un par de horas una columna de hombres y aun dos.

—Una cosa quería decirte, Sahib, y es que con mi fuerza puedo romper mis ligaduras y las tuyas.

—Estamos muy vigilados. Podrías ganarte sin previo aviso un tiro de pistola. Mira cómo nos observan esos tunos.

El rajaputra levantó la cabeza y vio a los seis hombres escogidos para hacer centinela, agrupados todos alrededor del sepulcro. ¿Cómo podían tenerse aún en pie, después de tantas fatigas? Debemos, sin embargo, advertir que los indostanos poseen aun más resistencia que las razas mogoles.

—¿Has visto? —preguntó Kammamuri.

—Sí, Sahib. No podemos hacer nada —respondió el gigante, agitándose vivamente.

—Conserva, pues, tu extraordinaria fuerza para después.

—¿No conocerá el gurú ninguna puerta secreta?

—Se lo he preguntado hace poco, y me ha respondido que debe de haber varias, pero que él es muy viejo y no recuerda dónde se hallan.

—Entonces no tendremos más remedio que ir a reunirnos con los bienaventurados guerreros del Nirvana.

—¡Bah! Todavía no hemos muerto.

—¿En qué confías, Sahib?

—Yo no desespero jamás. Confío en nadie y en todos. Dejémonos llevar, ya que, por el momento, estamos sin armas.

—¿Quieres que salte fuera y aplaste a esos perros a puñetazos?

—¡Pero si estás atado lo mismo que yo!

—No importa. En un momento me desato.

—Te repito que nos vigilan.

—Eso es lo malo —dijo el gigante exhalando un fuerte suspiro.

—No hagas, pues, necedades —dijo el maharata—. Ya tenía yo previsto hace tiempo que los bandidos de Sindhia acabarían por cogernos.

—Lo dices con mucha calma, Sahib.

—No es esta ocasión de gritar.

—¿Conque nada podemos hacer? —insistió el obstinado rajaputra.

—Por ahora, nada. Puedes reanudar el sueño interrumpido.

El gigante, exasperado, se tendió al lado del joven rastreador y antiguo conocido nuestro, Timul.

No hemos dicho de qué manera se encontraba también este junto a los prisioneros. No lo hemos hecho por no repetir una historia muy semejante a la contada. El lector la recordará y no se extrañará de que se encuentre Timul entre los prisioneros, y, además, el extraño sacerdote.

Kammamuri no tardó en imitar al gigante, tendiéndose junto al gurú.

Este dormía tranquilamente, no obstante la presencia de los bandidos de Sindhia.

—¿Me oyes? —le preguntó sacudiéndole con vigor.

—Sí, Sahib —respondió el extraño sacerdote.

—¿No hay medio alguno de huir? Piensa que Sindhia nos arrancará a todos la piel.

—Ya te dije poco ha que aquí debe de haber otras puertas y conductos secretos, pero que yo no me acuerdo ya de nada. Soy muy viejo —respondió el gurú.

—Tampoco yo soy joven, y, sin embargo, si tuviese ahora mis armas, me lanzaría contra esos bandidos. Por desgracia, son demasiados, y no tenemos más que los brazos, y aun esos están bien atados.

—Estoy resignado con mi suerte —respondió filosóficamente el gurú—. Me arrancarán la piel, pero bien poco vale, Sahib, y para nada les servirá, pues está llena de agujeros, recibidos cuando yo era guerrero.

—Por lo menos servirá para hacer un tambor.

—Poco me importa. La lucha es ya imposible y renuncio a ella.

—¿Y si pudiéramos librarnos de esos bribones?

—¿De qué manera, si estamos privados de todo movimiento?

—Es verdad. Acaso anduve yo demasiado ligero en entregar las armas; pero era preciso para que no nos matasen a todos.

—¡Es ya inútil lamentarse, Sahib! —dijo el gurú—. Así lo ha querido Shiva. Procura descansar, ya que nada podemos hacer. Estamos como sepultados en vida. ¡Mira! Han puesto encima la piedra del sepulcro.

—Ya lo he advertido.

Sahib —dijo el rajaputra, que en vano procuraba dominarse—. ¿Quieres que rompa mis ligaduras, y de dos puntapiés eche a rodar la losa?

—Te he dicho que por ahora no hagas nada —dijo Kammamuri—. ¿Qué haríamos después, sin tener ni un miserable tarwar?

—¿Y mis puños?

—Bastaría un tiro de carabina para dejarte fuera de combate. Verdad es que tienes un cuerpo como de oso.

—Te obedezco, Sahib —respondió el rajaputra—. He comprendido también que ahora sería absolutamente inútil la lucha. Pero procuraré romper mis ligaduras.

—Cuida que no te vean.

—Está muy oscuro el interior de esta tumba. Además, obraré con extrema prudencia y sin mido alguno. Después te desataré a ti también.

—Más tarde seguiremos hablando —dijo el maharata, que había visto de nuevo aparecer los guardianes puestos por el jefe del destacamento—. Trabaja con prudencia, no nos maten a todos antes de tiempo.

—No haré el más leve ruido. Mis dedos son fuertes como tenazas. Todo lo rompen.

—Haz lo que quieras, pobre amigo; pero te repito que esta vez caeremos en las uñas de Sindhia.

—Precisamente por eso trato, Sahib, de tener los brazos libres. Un día en la montaña, de un solo puñetazo maté a un oso que me atacó a la salida del…

—Lo demás me lo contarás mañana —dijo el maharata—. Déjame dormir. No es este sitio a propósito para contar tus dramáticas aventuras.

El rajaputra se tendió junto a uno de sus compañeros y se puso animoso a la faena. Quería estar desatado antes que lo sacasen fuera.

Distendía los miembros sin hacer caso del dolor, y con los dientes iba deshilachando rápidamente los cordeles…

Además de ser robusto como un oso, sus dientes no se diferenciaban de los de estos plantígrados.

Kammamuri, privado completamente de movimiento, se dejó caer al lado del gurú, esperando de un momento a otro alguna descarga de pistola o carabina, pues los guardianes no habían disminuido su vigilancia.

El sacerdote roncaba tranquilamente, y Timul dormía también a todo trapo, sin pensar en el peligro.

«Estos son como los Tigres de Malasia», pensó el antiguo cazador de la Jungla Negra.

El gigante entretanto proseguía su durísima faena, procurando no hacer ruido. Había comprendido por fin que podía ganarse de repente un balazo, y obraba con extremada prudencia.

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Aflojaba los nudos y mordía rabiosamente las cuerdas, deshaciéndolas con rapidez.

Apenas había transcurrido una media hora, cuando Kammamuri le oyó murmurar:

—¡Por fin estoy libre y no me han matado!

—Y bien. ¿Qué vas a hacer ahora, pobre amigo? Tú confías demasiado en tu fuerza —dijo el maharata.

—Prefiero estar suelto a estar atado. Por lo menos tendré la posibilidad de romper algún cráneo.

—Te aconsejo que por ahora permanezcas tranquilo. Podrías hacer que nos matasen a todos.

—Soy un bestia. No he pensado que estamos todos desarmados y que vosotros estáis atados.

—Como no has advertido que el jefe de nuestros enemigos nos observa. Míralo, quizá ha notado ya que te has desatado.

El bandido, sucesor del que había matado en el junglar Kammamuri, estaba asomado al sepulcro y miraba a los prisioneros con ojos airados.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó con acento amenazador—. ¿Acaso queréis que os mate antes de que llegue el rajá?

—¡Hola! ¿Conque Sindhia se digna hacernos una visita? —preguntó a su vez el maharata con acento irónico.

—Le he enviado aviso.

—¿Pues no decías que estaban rendidos todos tus caballos?

—He encontrado uno en muy buen estado y lo he hecho ir montado por un hombre de confianza.

—¿No lo devorarán los tigres por el camino?

—Es hombre valiente y sabrá defenderse. Dentro de cinco o seis horas estará aquí el rajá.

—Podías habernos conducido a su campamento.

—Allí se ceba el cólera, y no tengo ninguna gana de coger esa enfermedad que rara vez perdona.

—¿Estás bien seguro de eso?

—En el campamento del rajá están muriendo muchos hombres. Ayer encontré a un amigo que venía de la capital y me lo ha contado todo.

—Ya que eres tan amable, ¿podrías decirnos de verdad qué hace tu amo?

—Eso no lo puedo decir.

—Entonces nos harás traer algo que comer.

—También nosotros sufrimos hambre —respondió el bandido—. No tenemos nada que daros. Apretaos el estómago. Mientras no venga el rajá no os daré ni un sorbo de agua.

Después, volviéndose al rajaputra que se había arrodillado y parecía dispuesto a saltar, le dijo:

—Ahora te dejarás atar de nuevo. Bien he visto que has roto tus ligaduras.

—Me has atado una vez, pero no me atarás dos —respondió el gigante con voz potente.

—Entonces, vas a morir —respondió el bandido, apuntándole con la pistola.

El rajaputra saltó como un rayo fuera del sepulcro y se arrojó sobre el miserable lanzando verdaderos rugidos.

Lo aferró por las muñecas hasta rompérselas, y se apoderó de las dos pistolas antes que saliese el tiro.

—¡Ah, perro! —aulló el capitán del destacamento, próximo a desmayarse por el formidable apretón—. ¡A las armas, soldados!

Los seis centinelas, aunque medio dormidos, se precipitaron en su auxilio.

Pero al ver al gigante que empuñaba una pistola en cada mano, retrocedieron no obstante estar armados hasta los dientes.

—¡Fuera o morís todos! —bramó el gigante.

Entretanto había levantado al capitán, temblando por el poderoso apretón. Miró al rajaputra que parecía enloquecido y le dijo:

—¡Entrégame las pistolas o te hago fusilar al punto!

—¡No temo a tus hombres! —respondió el gigante.

Había cogido las armas por el cañón e iba a servirse de ellas como de mazas. Armas terribles en las manos de aquel hombre formidable.

La resistencia, como había previsto Kammamuri, era inútil. Atraídos por los gritos de alarma acudían todos los demás bandidos, lanzando maldiciones y apuntando sus carabinas.

—¿Qué quieres hacer ahora? —preguntó el jefe—. Bien ves que estás cogido y que no puedes sostener la lucha. Sé que eres fuerte, pero también los elefantes son fuertes y se les mata.

—¡Pues bien, hazme matar! —dijo el rajaputra, empuñando las pistolas.

—Eso es cosa del rajá.

—¿Cuándo vendrá?

—Quizá más pronto de lo que piensas.

—Puedes adelantar tu estúpida venganza.

—¡Oh!, no, señor mío. Yo no soy más que un pobre jefe de un grupo de jinetes, y he recibido órdenes a las cuales debo obedecer absolutamente si no quiero que mi cuerpo acabe aplastado por el elefante verdugo del rajá. Aunque hombre de guerra y acostumbrado a arrostrar cien veces la muerte, tengo también mi apego a la vida.

—Entonces atácame. Hombres tienes prontos a ayudarte. En aquel momento tenía el gigante tan terrible aspecto, que el capitán creyó oportuno renunciar a la lucha.

Sus jinetes habían ya escapado.

—¡A mí, cobardes! —rugió con voz potente.

La respuesta fueron varias carcajadas. Sus arrogantes guerreros habían ya huido al interior de la pagoda. No querían en manera alguna arrostrar la furia de aquel gigante, que más parecía una fiera que un hombre.

—¡Baja! —bramó el jefe, viendo aparecer a un oficial—. No mereces los galones y haré que te los arranque el rajá.

—Prefiero la muerte a tal deshonra.

—Pues ayúdame.

—¡Pero si escapan todos!

—¡Sois unos cobardes!

—No, capitán; espera que nos recobremos.

—Este hombre va a escapársenos.

—No irá muy lejos.

El rajaputra, erguido junto al sepulcro donde se hallaban sus compañeros amontonados uno sobre otro, producía verdadero espanto. Hasta los ojos tenía como una fiera, inyectados en sangre.

—¡Adelante, adelante! —rugía—. ¡Vais a morir todos!

Entretanto habían vuelto al panteón siete u ocho bandidos, resueltos a acabar el lance y apuntaban decididos las carabinas.

Iban ya a disparar, cuando en el exterior de la pagoda oyéronse resonar varias trompas.

—¡El rajá! ¡El rajá! —gritaron todos, levantando las armas.

El rajaputra permaneció un momento a la expectativa; después se sentó maldiciendo, sobre el sepulcro, sin dejar de empuñar sus pistolas.

La voz de Kammamuri se dejó oír, diciendo:

—¿Qué quieres intentar, loco? La lucha es imposible.

—Quizá tengas razón, Sahib, pero no suelto mis armas.

—Lo mejor que puedes hacer es rendirte.

—¡No! —respondió el testarudo.

Tenía ante sí diez bandidos, que habían vuelto a apuntarle; pero el hércules ni siquiera se inquietó.

—Quiero ver primero la cara al rajá —dijo—. Para rendirse siempre hay tiempo.

En aquel instante el capitán del destacamento volvió a aparecer acompañado de otros jinetes que escoltaban al rajá.

Iban vestidos casi lo mismo que los cipayos de Bengala y ofrecían lucido aspecto. Sus fajas estaban llenas de pistolas y cortas cimitarras.

—¡Abajo las armas! —gritó una voz robusta.

Era Sindhia, el exrajá, que había aparecido de repente entre sus guerreros.

—Me ha costado bastante conquistar estas dos pistolas —dijo el rajaputra.

—¿Quién eres tú, que te atreves, el único, a resistirte?

—Un hombre que sabrá vender bien cara su vida —respondió el gigante.

—¡Abajo esas pistolas! Te he dicho que soy el rajá.

—Te conozco, Alteza. No es esta la primera vez que te veo.

—Si antes de dar tres palmadas no te desarmas, ordeno hacer fuego.

—¡Pero ríndete, testarudo! —gritó Kammamuri, que se hallaba apretado entre sus compañeros de desgracia, y atado por añadidura—. ¡Te lo mando!

—¿Lo quieres tú, Sahib?

—Sí, lo quiero.

El rajaputra levantó hacia el techo las pistolas, y antes que el rajá diese la tercera palmada, las descargó.