I. El gurú

—¿Cómo van los caballos? —preguntó el rajaputra.

—Están rendidos —respondió Kammamuri—, y me parece que no durarán media hora. Sus pulmones soplan como fuelles, y laten febrilmente sus ijares. No pueden más.

—Yo creo que con estos animales no podremos llegar a las montañas de Sadhja.

—¡No has hecho un gran descubrimiento! —respondió Kammamuri—. ¡Cómo que para subir allá necesitamos un elefante!

—¿Dónde encontrarlo?

—En los bosques de este vasto imperio hay muchos salvajes. Ve a coger uno, edúcalo hasta que te obedezca dócilmente y…

—¿Y tardaré en eso muchos meses, Sahib?

—Quizá tres, amigo —respondió el maharata—. Por tanto, no tenemos más remedio que seguir tirando con estos pobres animales, ya casi deshechos.

—No sé qué decir. Parece que todos los dioses de la India protegen a ese tuno de Sindhia.

—¡Oh!, mira allí…

—¿El qué?

—Una pequeña pagoda.

—¿Una pequeña pagoda en estos sitios?

—La acabo de ver.

—¿Estará habitada?

—Vamos a verlo. Me parece haber distinguido un débil rayo de luz reflejándose quizá en algún vidrio.

—¿Y nos vamos a detener?

—¿No ves que los caballos no pueden ya tenerse en pie? A poco más que corran los veremos morir.

—Haz lo que quieras, Sahib —respondió el rajaputra, siempre dócil.

Junto al borde del junglar había aparecido de pronto un edificio altísimo, de varios pisos y forma rectangular. Sólo podía ser un templo, pues por aquellos parajes no podía existir ninguna aldea.

En la India es bastante común hallar pagodas aun en medio de los espesos junglares. Y cuando no son pagodas son mezquitas, aunque estas se hallan más hacia Occidente, en los alrededores de Benarés la Santa.

Kammamuri disminuyó la velocidad de su carrera y se dirigió a la pagoda, en una de cuyas ventanas del segundo piso brillaba una luz.

Los pobres caballos avanzaron a trote corto, soplando y relinchando lastimosamente; después cayeron los dos casi al mismo tiempo, rompiendo la lanza del correo.

—¿Muertos? —preguntó el rajaputra, saltando ágilmente a tierra.

—Sólo podrán servir de pasto a los chacales —respondió el maharata con voz conmovida—. Todo ha concluido. Estamos sin caballos.

—Bastante han resistido.

—¡Podían resistir más! Enciende el fanal y vamos a pedir hospitalidad a los sacerdotes de esa pagoda.

—Me parece que todo va de mal en peor. El maharajá debió quedarse en las cloacas. Los bandidos de Sindhia nunca habrían osado ir a sacarlo de allí.

—Y entretanto, ¿qué les dabas tú de comer a los elefantes y a los caballos? ¿Acaso tu inmenso turbante, que tampoco es de paja?

—Yo seré siempre una bestia más grande que un rinoceronte, Sahib —respondió el rajaputra, que ya había encendido el fanal.

Cogieron el poco bizcocho que aún quedaba, dos botellas de cerveza, que eran las últimas, y las carabinas; después de haber comprobado que los caballos ya no daban señales de vida, subieron por la escalinata de la pagoda, muy ancha y adornada en sus flancos con unos leones de piedra, que bien podían tomarse por animales imaginarios, y se detuvieron ante una enorme puerta, toda de bronce cincelado.

Kammamuri vio un pesado aldabón también de bronce; lo levantó y lo dejó caer con todas sus fuerzas, produciendo un ruido ensordecedor.

—Vas a hundir la puerta —dijo el rajaputra sonriendo.

—Es demasiado fuerte para hundirse —respondió el maharata—. Mira a ver si ha desaparecido la luz.

—Ha descendido al piso bajo. Sigue brillando tras los cristales medio rotos.

—¿Quién será el que habite esta pagoda, un bandido o un sacerdote?

—Poco me asustaría que fuese un bandido —respondió Kammamuri algo impaciente.

Y volvió a llamar con rabiosa violencia, haciendo retumbar el templo, tras de lo cual amartilló su carabina.

Una voz hueca, casi cascada, preguntó poco después tras la pesada puerta de bronce:

—¿Quiénes sois?

—Viajeros extraviados que piden hospitalidad —respondió Kammamuri—. Han muerto nuestros caballos, y no sabemos ya dónde refugiamos.

—Los templos dedicados a Shiva están siempre abiertos a los desgraciados. Decidme solamente si sois parias.

—No; pertenecemos a nobles castas guerreras y somos adoradores de Shiva, el buen Dios, que puso paz entre Brahma y Visnú, salvando al mundo.

—Ya veo que tú eres hombre instruido. Espera un momento. La puerta es pesada y yo soy muy viejo y casi no tengo fuerzas.

—¡Abra, charlatán! —murmuró el rajaputra—. Nos está haciendo perder inútilmente el tiempo.

Oyéronse correr gruesos cerrojos con agudo rechinamiento; y por fin abrióse la puerta cautamente, y un rayo de luz se proyectó hacia fuera, aunque sin eclipsar la linterna del correo que Kammamuri llevaba encendida.

—Adelante —dijo la voz cascada.

Los dos fugitivos empujaron la pesada puerta con todas sus fuerzas, y se hallaron ante un viejo de altísima estatura, delgado como un palo de escoba, con el rostro casi acartonado, en el cual resaltaban dos ojillos vivísimos, y como si manasen luz.

Vestía un largo dug-bah de cotón amarillento; cubríase la cabeza con un pequeño turbante, y su frente estaba toda embadurnada de ceniza, salvo en el centro, donde se veían tres estrellas azules.

—¡Un gurú! —exclamó Kammamuri.

—Pasad —dijo el viejo—. Nada tenéis que temer. No llevo armas.

Los dos fugitivos entraron, y se hallaron en un inmenso salón casi vacío, pero en cuyas paredes veíanse extraños jeroglíficos toscamente pintados, que recordaban algunos versículos de los giangunias.

Sólo en el fondo del salón alzábase sobre un tronco una estatua extraordinariamente informe, con dos cabezas y cuatro brazos, que quizá quería representar a Shiva.

Los gurús son sacerdotes bastante extraños. Lo mismo que los brahmanes, se abstienen de todo alimento animal y de cuanto tenga un principio de vida, sin exceptuar los huevos.

En vez de quemar a los difuntos, como hacen los sacerdotes de Brahma y de Visnú, los entierran; pero lo más importante es que jamás han admitido la metempsicosis.

Unos viven retirados en pequeñas pagodas, casi siempre viejas y ruinosas. Otros, en cambio, prefieren la vida errante, y se van mendigando por aldeas y campiñas, donde no siempre los reciben con gusto, pues lo primero que hacen es echar de casa al dueño y sus hijos, para quedarse con las mujeres e hijas.

Esto no obstante, nadie se atreve a rechazarlos, porque sería un pecado imperdonable. Y que el castigo no sería una bicoca. Ir derechos al infierno para ser sumergidos en calderas de aceite hirviendo y llenas de serpientes venenosas, las cuales, sin saberse por qué, no se cuecen sin pedir antes permiso a estos buenos sacerdotes. Es una pena que no agrada a ningún indostano, los cuales prefieren ser quemados tranquilamente sobre un gran montón de leña, bien rociada de líquidos resinosos.

—¿Sois vosotros los hombres que hace un poco he visto correr por la llanura en un cochecillo tirado por dos fogosos caballos?

—Sí, gurú —respondió Kammamuri, después de haber hecho una profunda reverencia—. Pero los caballos han muerto después de larguísima y desenfrenada carrera.

—¿Os perseguían los hombres o los tigres?

—No, sino unos bribones que hace dos días nos persiguen para matarnos.

—¿Quiénes son esos hombres?

—Bandidos pagados por Sindhia.

—¿El rajá loco? —exclamó el gurú, mientras sus ojos se iluminaban con luz siniestra—. ¿Ha vuelto aquí ese funesto príncipe?

—Ha conquistado ya medio reino de Assam, cuya capital no existe porque ha sido quemada.

—¿Y por qué quieren mataros esos bandidos?

—Porque somos correos del maharajá y de la rhaní, y estamos encargados de una empresa dificilísima.

El gurú se pasó una mano por la frente, como si tratase de renovar lejanos recuerdos; después dijo con voz aguda, que resonó extrañamente en el sonoro templo:

—¡Sindhia! ¡Oh! ¡Jamás he olvidado que ese hombre para divertirse me hizo apalear como a un perro! El rajá loco era digno de su hermano. ¿No sois más que dos?

—Nada más.

—Y ¿son muchos los hombres que os persiguen?

—Lo menos veinte, si no son más.

La frente del gurú se arrugó.

—Son demasiados —dijo luego—. Yo no sé manejar ninguna arma, y no podré ayudaros a rechazar al enemigo, pues soy ya un sacerdote y no un guerrero.

—¿Podrían entrar aquí a pesar de la gran puerta de bronce? —preguntó Kammamuri.

—Las ventanas son fáciles de escalar, y sus rejas no resistirán el golpe de una pequeña viga.

—¿No hay aquí subterráneos?

—Sí, donde reposan famosos guerreros hace quizá miles de años. Hay más de cincuenta tumbas.

Kammamuri miró al rajaputra, que había permanecido silencioso y enteramente tranquilo.

—¿Tendrás miedo de ir a acostarte por hoy sobre los huesos de algún famoso guerrero?

—Yo nunca he tenido miedo a los muertos —respondió el gigante, haciendo oír por vez primera su potente voz al gurú—. Pero ¿por qué me pregunta eso, Sahib?

—Porque si vienen los bandidos, nos iremos a esconder dentro de dos tumbas.

—Triste escondite es ese.

—Entonces quédate aquí tú solo para rechazar a los bandidos de Sindhia, que quizá lleguen dentro de pocas horas. Por lo pronto, los bisontes les impedirán avanzar; pero acabarán finalmente por pasar.

—¿Por qué te llama Sahib? —preguntó el gurú a Kammamuri, mirándole atentamente.

—Porque soy un príncipe maharajá —respondió el antiguo cazador.

—¡Grandes guerreros son los maharatas…! Y ¿por qué te hayas aquí?

—Me he alistado bajo la bandera del maharajá.

—¿Tenéis hambre?

—Por ahora no. Pero tenemos gran necesidad de dormir un par de horas, si nos dejan en paz los bandidos de Sindhia. Vamos a ver el subterráneo y las tumbas.

El gurú se inclinó entonces hacia delante y aplicó el oído.

—Son los chacales que están devorando a vuestros caballos. Shiva puede lanzar sobre ellos una terrible maldición. Todavía deben de estar lejos los hombres que os persiguen. Venid.

Levantó la lamparilla, mientras Kammamuri hacía brillar el fanal del correo, y después de haber recorrido toda la pagoda, se detuvo ante una puertecilla, también de bronce, que se abrió al oprimir un resorte.

Enseguida apareció una serie de escalones cubiertos de húmedo moho, donde bien podía esconderse algún reptil; y después de bajar por ellos los tres hombres, se hallaron en un subterráneo bastante vasto, ocupado todo él por unos cincuenta sarcófagos de piedra que debían de ser muy pesados y contener los restos de ilustres personajes.

—Aquí tenéis muy buenos sitios donde esconderos, si no os dan temor los huesos humanos ya pulverizados.

—A mí nunca me han dado miedo los muertos, gurú —dijo Kammamuri—. ¿Podremos contar con tu adhesión?

—Antes de descubriros me dejaré hacer pedazos —respondió el sacerdote, haciendo relampaguear sus negros ojillos—. No os cogerá fácilmente ese perro de Sindhia. Todavía conservo sobre mi cuerpo las huellas de su brutalidad.

Kammamuri apagó el fanal, pues por una reja, abierta casi a flor de tierra, comenzaba ya a entrar la luz de la mañana. Luego, volviéndose hacia el rajaputra, añadió:

—Tú que tienes más fuerzas que un oso, mira a ver si puedes levantar una de esas piedras. ¿No te dan miedo los muertos?

—No, Sahib —respondió el gigante—. ¿Pero hemos de escondernos precisamente ahí dentro?

—No hay más remedio, si quieres salvar la piel. Advierte que dentro de pocas horas estarán aquí los bandidos de Sindhia.

—¿Y el coche que hemos dejado fuera? Los caballos no me preocupan, pues ya los habrán devorado.

—¿Quieres salir fuera otra vez?

—Dejadme hacer a mí, Sahib —dijo el gurú—. Romperé mi lámpara y lo quemaré.

—Lo cual no impedirá que encuentren lo mismo nuestras huellas.

—Yo diré que nada he visto ni oído. A un gurú se le puede dar crédito. No perdáis tiempo, Sahib. De un momento a otro pueden llegar los hombres de Sindhia. Verdad es que se necesita mucho tiempo para desquiciar la puerta de bronce.

—Sepultémonos en tumbas contiguas —dijo Kammamuri al gigante—; así podremos ayudarnos mejor.

—Bien, Sahib —respondió el dócil rajaputra—; ahora déjame a mí.

Acercóse a un gran sarcófago rodeado de varios emblemas, asió la pesada losa que lo cubría, y con su fuerza irresistible la hizo resbalar hasta dejar espacio suficiente para el paso de un hombre.

Kammamuri y el gurú, que aún sostenía su lámpara, miraron dentro de la tumba.

En ella no había más que algunos huesos, un cráneo humano y dos tarwar llenos de herrumbre.

—Esa cara no es ciertamente muy hermosa y no será grato tenerla al lado —dijo en son de chanza el maharata.

—Yo la sacaré, Sahib, y la arrojaré en el osario de la pagoda.

—Eres una bella persona.

—Pero ¿tendrás fuerza bastante para cerrar el sepulcro de mi compañero? Estas lápidas pesan atrozmente.

—Lo intentaré.

—No os preocupéis de eso —dijo el rajaputra—; me cerraré yo mismo valiéndome de las manos y de los pies.

—¿Te metes dentro, Sahib? Me parece oír voces lejanas.

—Estoy dispuesto —respondió Kammamuri—. Procura dejar un resquicio para el aire.

—Apresurémonos —dijo el gurú—. No quisiera perderos.

Cogió la calavera y los huesos y por el momento los puso sobre una piedra; enseguida se dirigió a la tumba escogida por el maharata, seguido del hercúleo rajaputra.

—¡Lástima que no podamos fumar! —dijo Kammamuri—. El olor del tabaco nos vendería.

Saltó en el sepulcro y se tendió todo a lo largo, colocando sus armas al lado, y apoyando la cabeza sobre la casaca doblada.

—Cierra ya, rajaputra —dijo—, y enciérrate en la tumba inmediata para que podamos charlar y prestarnos socorro.

—Déjame a mí, Sahib —respondió el gigante.

La losa fue colocada al punto en su sitio y enseguida descubrieron la segunda tumba, que sólo distaba un metro de la del maharata.

Lo mismo que esta, no contenía más que huesos reducidos ya a polvo, y en vez del tarwar, dos viejas pistolas de piedra, que debían contar varios siglos.

El rajaputra, después de levantar la losa, dirigió hacia el interior una mirada, casi desdeñosa, y enseguida saltó ágilmente y se tendió a lo largo, volviendo a colocar con manos y pies la lápida en su sitio.

—Ya pues irte, gurú —dijo—. Yo estoy aquí perfectamente. Procura mandar a los jinetes de Sindhia lo más lejos posible.

—No entrarán fácilmente —respondió el sacerdote—. Soy un gurú, y esta es una antigua pagoda muy venerada.

—Poco les importa eso a esos tunos; no temen siquiera a la diosa Kali.

—Si sentís hambre, llamadme.

—Tengo conmigo una botella de cerveza y algunos bizcochos, que me bastarán por ahora —respondió el sepultado vivo—. Ve a terminar tus quehaceres y déjame dormir, si es posible, unas horas.

—Así lo espero. Los jinetes no han llegado aún a la pagoda. Si vienen, no dejaré de avisarte. Adiós, Sahib; descansa tranquilo.

El gurú recogió los huesos y los hizo desaparecer por una bóveda; después, volvió a subir, rezando, la escalera.

—¡Sahib! —dijo casi en seguida el rajaputra—. ¿Me oyes?

—Perfectamente —respondió Kammamuri—. Estas piedras son muy sonoras.

—¿Duermes?

—Estoy a punto de cerrar los ojos.

—¿Y no piensas en los bandidos, que quizá estén al llegar?

—Ni siquiera pienso en ellos. Mucho les costará descubrirnos. ¿Quién podrá imaginarse que estamos aquí? Además, tenemos fuera al gurú.

—¿Será hombre leal?

—Creo que sí —respondió Kammamuri—. Es enemigo de Sindhia, con el cual debe tener pendiente alguna cuenta vieja. Te aseguro que nos protegerá a todo trance.

—¿Quieres que durmamos, Sahib?

—Verdaderamente lo necesito. Pero este diablo de colchón es atrozmente duro.

—¿Tienes contigo tus armas?

—Sí.

—Entonces podemos cerrar los ojos y descansar un momento. Así estaremos más frescos y ágiles si hay necesidad de…

En vano esperó Kammamuri el final de la frase. Pronto llegaron a sus oídos sordos fragores, que no eran más que poderosos ronquidos.

—Imitémosle —dijo, volviéndose del otro lado—. Necesito algo de descanso.

Y se tendió sobre las pocas cenizas que habían quedado en la tumba, poniéndose enseguida a tocar también el contrabajo.

El gurú, viejo y dormilón, no tardó, por su parte, en imitarlos.