IX. La noche en el junglar

Antes que volcase el carricoche, el rajaputra y Kammamuri habían saltado ligeramente al suelo, mientras el correo era arrojado a diez pasos de distancia, y por fortuna suya sobre un enorme montón de hojas secas.

Los caballos, entorpecidos por los tiros, no habían vuelto a moverse; pero relinchaban, como si pidiesen auxilio a los hombres contra la formidable fiera que se había anunciado, y que quizá estaba aún en ayunas, y por desventura no sola.

Sahib —dijo el correo, que se había acercado enseguida a los caballos, procurando calmarlos—. Vosotros estáis mejor armados que yo. Ayudadme a suprimir este estorbo.

—Estamos prontos —respondió Kammamuri, que había montado ya la carabina, arrodillándose tras el coche—. No somos hombres que se asusten por uno o dos tigres.

—¿Debo hacer levantar los caballos?

—Mientras la Sera o las fieras no se presenten, te lo prohíbo. ¿Tienen rotas las piernas?

—No; podrían partir al punto, Sahib. Si quieres los pongo en pie, y vuelvo a lanzarlos al galope.

—Tú no conoces al bâgh.

—Sé que son terribles y audacísimos. Me han atacado ya otras veces, hasta en los grandes caminos flanqueados de bosques y junglares.

—Pues eres un hombre de suerte, porque, según veo, todavía no te falta siquiera un brazo.

—He perdido una oreja, Sahib, y en mi pecho llevo las cicatrices de tres soberbios zarpazos.

—Espero que esta vez salvaremos la oreja que te queda —respondió Kammamuri—. Las fieras tendrán que tenérselas no sólo con tres pistolas, sino también con nuestras carabinas. ¿No es verdad, rajaputra?

—Y que cuando estas carabinas disparan, difícilmente yerran —añadió el gigante—. Al fin y al cabo un tigre no es lo mismo que un rinoceronte enfurecido y lanzado en carrera desenfrenada. ¡Estos animalotes sí que dan miedo!

—¿Esperaremos, pues? —preguntó el conductor del coche correo.

—No hay más remedio, si quieres salvar a tus caballos —respondió el maharata.

Se levantó, cogió el farol que lucía admirablemente reforzado por una gruesa lente de cuarzo, y dijo al rajaputra:

—Levanta el coche.

—¿Y también un caballo?

—No, no. Deja en paz a las bestias, al menos por ahora. ¿Se han roto las barras?

—No, Sahib.

—Entonces ponlo en pie.

El gigante, que, como sabemos, estaba dotado de una fuerza más que extraordinaria, volvió en poco rato a poner el coche sobre sus dos ruedas.

—Eres un hombre prodigioso —dijo Kammamuri, colocando el farol sobre el asiento delantero—. Ahora nos divertiremos un poco. ¡Lástima que no estén con nosotros el maharajá, mi patrón y el Tigre de Malasia! ¡Harían una trinidad formidable!

—Ve a llamarlos, si hay tiempo, Sahib —dijo al rajaputra—. Como ves, aquí hay tres caballos, y de raza.

—¿Para hacerme prender por los bandidos de Sindhia? ¡Mal consejo me has dado!

—Tampoco me parece a mí nada bueno —respondió el gigante—. Señor tigre, estamos dispuestos a haceros una acogida digna de vuestros dientes y vuestras uñas.

—No os chanceéis —dijo en aquel momento el correo, que se había refugiado detrás del coche, empuñando sus largas pistolas—. He visto ya al tigre dar un gran salto y desaparecer entre los bambúes.

—¿A qué distancia? —preguntó Kammamuri.

—No excesiva, a unos cincuenta pasos.

—¡Buenos ojos tienes! Pueden competir con los del cazador de topos de las cloacas de Gauhati.

—¿Quién es ese hombre?

—Otra vez te lo diré. Ahora debemos ocuparnos del bâgh que dices haber visto. Abre ahora las orejas y escucha.

—Tú tienes dos, mientras que a mí, como te dije, me falta una, que me llevó…

—Me lo contarás después, cuando el peligro haya pasado.

El tigre había lanzado de nuevo su siniestro aullido de guerra, haciendo retemblar el junglar.

Parecía uno solo, pero Kammamuri aún no se fiaba. Sabía muy bien que los machos siempre van acompañados de la hembra, la cual lucha con valor desesperado, sobre todo si lleva consigo a sus cachorros.

—Una noche más sin dormir —dijo el rajaputra.

—Si no tienes miedo a dejarte arrancar una pierna o la cabeza, envuélvete en la gualdrapa de tu caballo mongol, y dame tu carabina.

—Nunca, Sahib. Te vas a jugar la vida y también yo quiero jugarme la mía.

—Me esperaba esa respuesta, valiente. Abramos, pues, los ojos.

—Será preciso cubrir la linterna —dijo el correo—. Mientras vean luz, no osarán atacarnos los tigres.

—Ya está hecho —dijo el rajaputra cogiendo la cubierta de su corcel—. Las estrellas tienen esta noche un tamaño como pocas veces lo he visto.

—No parece sino que van a caer sobre el junglar.

—Procura que no te caiga encima ninguna estrella negra y amarilla armada de dientes y de uñas —dijo Kammamuri.

Sobre el inmenso cañaveral habíase levantado un fuerte airecillo nocturno, que hacía susurrar las altas ramas de los bambúes, cubiertas de larguísimas hojas.

A ninguno de nuestros hombres contentó aquel murmullo, que bastaba para encubrir el ágil paso del tigre.

El aire, aunque era fresco en lo alto, por bajo los gigantescos vegetales arrastraba de cuando en cuando ardientes tufaradas impregnadas de olores pestilentes. Eran oleadas de miasmas que se acumulaban en la parte del junglar, producidos por la corrupción de las plantas y también por los numerosos cadáveres mal descarnados por los leopardos y chacales.

Los tigres, como señores opulentos, apenas sacian su hambre abandonan la presa y no vuelven a tocarla. Estas fieras malvadas quieren siempre carne palpitante y sangre tibia, por lo cual dejan muchos animales por entero despanzurrados acá y allá corrompiendo el aire.

Los tres hombres, arrodillados detrás del coche, seguían esperando animosamente al comedor de carne humana, decididos a mandarlo bien repleto de plomo a cualquier infierno o paraíso.

En aquel momento resonaron dos rugidos en el junglar.

—Son dos —dijo el rajaputra—. ¿Y si nos atacan por dos partes?

—Es probable —respondió Kammamuri, que se había inquietado mucho—. Destapa la linterna. Al menos veremos por qué lado se acercan.

—Si fuese un solo tigre, podríamos disparar sin necesidad de la luz; ¡pero siendo dos! ¿Y de qué lado vendrán?

—¿Están tranquilos los caballos, correo?

—Estoy haciendo un esfuerzo enorme para impedir que se levanten.

—Huirían sin nosotros en carrera desenfrenada.

—Lo sé, Sahib, y por eso no los abandono un solo instante. Pero esto me impide ayudaros.

—Déjanos a nosotros —dijo Kammamuri—. Según te he dicho ya, no es la primera vez que cazamos tigres.

—Bien lo demuestra vuestra serenidad —respondió el correo, el cual había colocado sus dos largas pistolas junto al caballo de en medio, con el fin de ayudar a sus salvadores.

—¡Eh, rajaputra! ¿Nada ves todavía? —preguntó el maharata.

—Nada, Sahib —respondió el gigante—. No parece sino que los tigres han cenado ya, y no les hacen falta nuestras costillas.

—¡Hum! Espera un poco y lo verás, amigo. Son astutos y obran con extremada prudencia.

—Calla, Sahib.

—Se oye un rumor ante nosotros, ¿verdad?

—Y se percibe olor a salvajina —respondió el rajaputra—. Ocúpate del que avance sobre ti, y yo me encargaré del otro.

El momento era terrible. Los dos tigres debían de hallarse a corta distancia, según lo denunciaba su olor característico, traído por la brisa nocturna, que cambiaba de cuando en cuando de dirección.

Kammamuri y el rajaputra aguzaban la vista mientras el correo hacía esfuerzos sobrehumanos para sujetar a los caballos, que habían sido asaltados de intensos temblores. Los pobres animales sentían la presencia de las terribles fieras, y comenzaban a experimentar loco terror.

Al cabo de un momento, el rajaputra volvió a cubrir el farol, se arrodilló, levantó la carabina e hizo fuego sobre el sitio en que había visto brillar dos puntos luminosos.

Una sombra pasó sobre el carricoche y cayó tres metros delante del maharata.

La ocasión era favorable. El viejo cazador de la Jungla Negra dejó caer la carabina, empuñó una de sus pistolas de dos cañones, y descubrió la linterna.

Un tigre gigantesco hallábase erguido ante él rugiendo espantosamente; pero cayó enseguida como si tuviese una pierna rota.

Kammamuri no vaciló un instante en disparar sobre la fiera que aparecía en el cerco de luz proyectada por la linterna.

—¿Derribada? —preguntó el rajaputra, que acudía en socorro del cazador.

—Sí —respondió sencillamente Kammamuri—. Ha caído.

—¿Muerta?

—Así parece.

—No te fíes, Sahib, dispárale un tiro de carabina.

—Sería, quizá, un tiro desperdiciado.

—Haz lo que te digo, Sahib.

Imagen

El maharata, algo alarmado por aquella insistencia, recogió su enorme carabina y ya iba a apuntar, cuando la sombra gigantesca que él creía haber muerto se lanzó con tremendo salto sobre los caballos, adentelló al correo por la nuca y se lo llevó con la misma facilidad que si hubiese sido un niño, desapareciendo al punto en el junglar.

Nada había en ello de extraordinario. Los tigres, lo mismo que los jaguares americanos, pueden resistir varios balazos, y aun estando heridos, su fuerza enorme les permite dar saltos de dos o más metros de altura, llevando en la boca un ternero de ciento cincuenta kilos y más.

Kammamuri había lanzado un grito agudísimo.

Rajaputra, sujeta bien a los caballos; si huyen estamos perdidos.

—¿Y ese desgraciado? —preguntó el gigante, precipitándose sobre los tres corceles, que iban ya a levantarse, derribándolos con sus puños formidables.

—¿Tendrás miedo de quedarte aquí sin la linterna?

—No, aunque tendré que ocuparme de los caballos y del otro tigre, que nadie sabe por qué lado se nos echará encima.

—Corta las correas del carricoche y ata fuertemente las patas a los caballos. Así estarás más libre para defenderte.

—Y después nos los encontraremos despanzurrados.

—¿Qué hacer, por Shiva? —preguntó Kammamuri, metiéndose las manos bajo el turbante—. ¿Dejaremos perecer a ese hombre mientras tengamos armas?

—Ya estará muerto a estas horas —respondió el rajaputra—. De una sola dentellada rompen esas fieras la columna vertebral, como si fuese paja.

—Sin embargo, yo debo intentar hallarlo o vengarlo.

—Es mucho atrevimiento, Sahib. Advierte que son dos tigres.

—Sería una villanía. Un viejo cazador no puede permanecer quieto ante semejante suceso. ¿Has atado las patas a los caballos?

—Sí, ya he terminado.

—Entonces espérame.

En aquel mismo instante, bajo los altísimos bambúes, se oyó una voz humana que gritaba dos veces:

—¡Socorro!

El hombre que había lanzado aquel desesperado lamento no debía de distar más de unos cien metros.

Kammamuri cogió el farol, montó la carabina que ya había cargado con gruesa metralla, porque a veces da mejor resultado que una bala, y se lanzó a través del tenebroso cañaveral, resuelto a encontrar vivo o muerto al desdichado correo.

Recorrió velozmente unos cincuenta pasos y se detuvo entre dos gruesos bambúes, poniéndose a escuchar.

Parecióle que un poco más lejos se oían crujir hojas secas y después un sordo gruñido.

—El bâgh que ha arrebatado al correo está cerca —se dijo el valiente maharata. Levantó la linterna y se puso a gritar con todas sus fuerzas:

—¡Correo!… ¡Vengo en tu auxilio! ¡Si puedes, resiste un poco!

—Estoy… herido… el tigre…, el tigre…

Había en aquella voz un espanto terrible. Ni siquiera parecía voz humana, sino más bien una especie de alarido.

Despreciando todos los peligros, vigilantes los ojos y el oído alerta, avanzaba el maharata por un surco que parecía recientemente abierto.

A uno y otro lado se alzaban bambúes ligados entre sí por plantas parásitas, de las llamadas en el comercio cañas de la India, y que alcanzan a veces más de trescientos metros de largo.

Había recorrido otros cuarenta o cincuenta pasos, cuando de improviso vio aparecer un tigre en el espacio de luz proyectada por la linterna. ¿Era el que había arrebatado al correo o su compañera?

Kammamuri no se lo preguntó dos veces. La fiera, deslumbrada por la luz, habíase detenido en seco, gruñendo sordamente.

Era el momento propicio para disparar y casi a boca de jarro.

La enorme carabina retumbó como un trabuco bajo los espesos bambúes con extrañas repercusiones, y casi enseguida resonó un rugido espantoso, que parecía salir de un tubo de órgano.

El tigre había sido ametrallado en pleno hocico, a sólo cinco metros de distancia.

—¡Ah, te has lucido, amigo! —dijo Kammamuri, empuñando una pistola—. Debo de haberte dejado ciego por completo y destrozado hasta la nariz.

Avanzó con precaución, asestando siempre hacia delante la luz de la linterna, y poco después vio, tendida y muerta, a la fiera, que había ametrallado.

—Siempre he dicho que nuestras grandes carabinas malayas son las armas mejores para la caza mayor —murmuró Kammamuri.

Proyectó la luz sobre el bâgh, y vio enseguida que no se había engañado. Los gruesos balines habían destrozado los ojos, la nariz y los belfos antes de incrustarse en el cerebro.

La cabeza era una masa informe que se desangraba por más de quince heridas.

—Ahora que he despejado el camino pensemos en el correo —dijo Kammamuri—. He hecho todo lo humanamente posible, y si no lo encuentro vivo, no será culpa mía.

Pocos cazadores se habrían atrevido a hacer otro tanto.

Dirigió otra mirada al tigre, ya inmóvil, e iba a avanzar de nuevo, cuando volvió a proyectar hacia delante la luz de la linterna.

—¡Correo! —gritó—. ¿Ves la luz que se aproxima?

Nadie contestó.

Kammamuri sintió bañarse en sudor frío su frente y apresuró el paso, gritando de nuevo:

—¡Eh, correo…! ¿Estás vivo o muerto? Si sólo estás herido, responde para que pueda yo hallarte.

También esta vez siguió un silencio absoluto. Hasta el viento había cesado, y ya no producían rumor alguno los numerosos bambúes.

El maharata, terriblemente alarmado, estaba dudando si no habría sido más prudente volver hacia el carruaje, cuando de pronto tropezó contra un obstáculo y cayó rodando al suelo.

Aunque ya no era joven, conservábase ágil como una pantera, y en un instante estuvo otra vez en pie, con la linterna intacta y encendida.

Un grito de horror se escapó de sus labios. Había tropezado contra el cadáver del correo, que se hallaba medio enterrado bajo un montón de hojas secas.

—¡Muerto! —exclamó—. ¡Desgraciado!

Inclinóse sobre el mísero cuerpo y lo sacó de aquella especie de escondite.

—El rajaputra tenía razón —murmuró contemplándolo—. He llegado demasiado tarde.

El tigre había destrozado al infeliz conductor del correo, que tenía la mitad del rostro desgarrado, arrancado un brazo y el pecho abierto por un terrible zarpazo, hasta dejar al descubierto las vísceras.

Allí no había nada que hacer. No quedaba más que huir aprisa para correr en ayuda del rajaputra, que quizá era aún acechado por el segundo tigre.

Kammamuri soltó el cadáver, volvióle a cubrir de hojas, recogió la linterna y se puso en marcha.

Aquel hombre, que tantas fieras había matado en unión de Tremal-Naik en los Sunderbunds del Ganges, comenzaba a sentirse invadido de un terror invencible.

Corría, corría como un loco, llevando la pistola apuntada, pues no había pensado en volver a cargar la carabina.

Y no tenía la culpa de haber perdido su audacia y su sangre fría después de haber dado tan grande prueba de valor.

No son solamente los tigres los que amenazan en los húmedos y tenebrosos junglares. De un momento a otro pueden surgir ante el hombre que osa atravesarlos otros muchos animales no menos peligrosos, que le destrozarán a zarpazos o le matarán con un veneno activísimo, o le aplastarán bajo sus patas.

El Indostán es la región más infestada de fieras entre todos los países del mundo. Los estragos que hacen los tigres, los leopardos, y sobre todo las serpientes, son increíbles.

No obstante las grandes batidas de los oficiales ingleses, que pueden disponer de elefantes amaestrados, manadas de perros y tropas de jinetes cipayos, jamás ha disminuido el número de fieras, siempre hambrientas de carne humana.

Por todo lo cual se comprenderá si Kammamuri, que conocía todos los peligros de los malditos junglares, tenía razón para estar inquieto y aún temeroso.

Además del segundo tigre, podría poner el pie sobre una serpiente cobra o pitón y caer antes de encontrar al rajaputra.

Por fortuna, conservaba la linterna, y es sabido que todas las fieras temen la luz, sobre todo cuando se proyecta directamente sobre ellas.

De una sola carrera recorrió más de doscientos metros; pero con grande espanto suyo advirtió que había tomado otro sendero que acaso no le conduciría al carricoche.

—¡He perdido el camino! —exclamó parándose de golpe—. ¿Durará la luz de la linterna lo suficiente para poderme reunir con el rajaputra? ¡Buen disparate he cometido al ir en busca del correo! ¡Y si al menos hubiese conseguido salvarlo!

Poco a poco recobró su sangre fría. Ya no latían su corazón y sus sienes hasta el punto casi de romperse.

Otras aventuras no menos terribles había arrostrado en la Jungla Negra, habitada no sólo por fieras, sino también por los estranguladores de Raimangal[23].

Agitó la lámpara y exhaló un suspiro de satisfacción. Estaba todavía llena, aunque hacía dos horas que alumbraba.

—¿Qué pensará de mí el pobre rajaputra viendo que no vuelvo? ¿Habrá huido en el carricoche? No; es imposible: ese hombre es muy fiel y no tiene miedo. Estoy seguro de hallarlo junto a los caballos.

Iluminó todo el terreno alrededor, para ver si había en él reptiles, puso en el suelo la linterna, apoyóse contra un bambú y su primera precaución fue volver a cargar de metralla la carabina.

No tenía ya mucha confianza en las pistolas, aunque las indostanas son armas muy buenas, de bastante alcance y no poca fuerza de penetración.

—¡Ea!, vamos en busca del rajaputra —dijo—. Siendo dos nos defenderemos mejor, y además debemos reanudar lo antes posible nuestro viaje, si queremos salvar al señor Yáñez, a mi patrón y al señor Sandokán. ¿Resistirán todavía? Así lo espero, pues tienen caballos, elefantes y ametralladoras.

Miró otra vez en tomo suyo, y enseguida, tranquilizado un tanto por el silencio que reinaba en el junglar, se puso en marcha, procurando orientarse.

No era eso fácil entre todos aquellos vegetales que surgían a cada paso, cada vez más altos, más espesos y más entrelazados por plantas parásitas.

Iba Kammamuri a traspasar una especie de cortina vegetal formada por espesos kâlam, cuando oyó un grito tras de sí.

—Otro tigre —murmuró—. Pero veremos si se trata de un macho o de una hembra, aunque de todos modos tendrá que vérselas con mi carabina, y no viene en buena ocasión.

Detúvose un momento sin dejar de escuchar, y le pareció oír un gruñido.

Kammamuri colocó la linterna en la base de un gran tamarindo y permaneció a la expectativa.

Una sombra negra se dibujó en el cerco de luz proyectado por la linterna.

—¡Bah! ¿Quién lo creyera? Pero te conozco, como también conozco tus feroces mañas —murmuró el maharata, colocándose tras el tronco del tamarindo.

Era un animal extraño que nada tenía de común con los tigres y los leones: su cuerpo era grueso y corto, cortas patas y el hocico muy saliente y terminado en una especie de triángulo. Su cuerpo estaba cubierto de espeso pelambre muy reluciente.

El oso, que tal era, habíase levantado sobre sus patas traseras y avanzaba furiosamente aullando y agitando las delanteras, dispuesto a hundir sus robustas garras en las carnes del desgraciado.

Ya sabemos que el bravo maharata poseía igual sangre fría que Yáñez, por lo cual no perdió la serenidad. El Tigre de Malasia, y quizá también Tremal-Naik, habríanse arrojado sobre la fiera aun armados solamente de un simple cuchillo.

Apuntó con cuidado y disparó a tres pasos de distancia. El oso volvió a caer sobre sus cuatro patas, prorrumpiendo en un aullido feroz; después se lanzó a galope a través del junglar, con una rapidez sorprendente. Parecía que un huracán lo empujaba.

En un instante desapareció de su vista, antes que el maharata hubiese tenido tiempo de echar mano a la cimitarra o a las pistolas.

—Corre lo que quieras —dijo Kammamuri con rabia—. No irás muy lejos. Te he disparado a boca de jarro y sin que mis manos temblasen. Yo no tengo la sangre ardorosa del señor Sandokán.

Dicho esto, permitióse el lujo de descansar cinco minutos, sin importársele nada de los aullidos de los cocodrilos que infestaban las fangosas aguas del junglar inundado; volvió a cargar el arma y se puso otra vez en marcha, decidido a reunirse al rajaputra antes que desfalleciesen sus fuerzas, sometidas por completo a tan dura prueba.

Pero partió inquieto, como el judío errante, con las pupilas dilatadas y el corazón palpitante, como un ebrio. Sentíase ya completamente extraviado y no sabía hacia qué lado dirigirse.

Las estrellas seguían resplandeciendo maravillosamente en el cielo, pero bajo los altos bambúes reinaba una oscuridad pavorosa.

Kammamuri desanduvo el sendero que había recorrido y llegó enseguida al grupo de árboles que le había servido antes de refugio.

Al cabo de un rato salió de sus labios un grito de sorpresa y hasta de alegría. Había tropezado con el cadáver del oso.

—¡Muerto! —dijo Kammamuri respirando largamente—. Estoy desesperado, pero creo que todavía vale algo mi pellejo. Un gurú me ha predicho que alcanzaré una edad igual a la de los cocodrilos, aunque la verdad es que yo no sé cuántos años viven estos bichos.

Sacó la cimitarra, arma pesada y afiladísima, se inclinó sobre la ñera y con pocos golpes le cortó una pierna trasera.

—Nos servirá mañana —murmuró—. Es una simpleza dejárselo todo a los chacales, que no hacen nada para ganarse la cena. Al menos les quitaré uno de los mejores bocados. El rajaputra, si aún está vivo, no se mostrará descontento de este regalo.

Atóse el despojo a la espalda con un fuerte cordel, y reanudó la interminable marcha, procurando llegar a la gran brecha del junglar, único camino que podría llevarle al que fue coche correo.

Kammamuri trató por última vez de orientarse, y después de haber recorrido apenas quinientos metros, se halló de improviso ante la brecha.

—¡Me he salvado! —exclamó.

Cogió una pistola y disparó dos tiros, separados uno del otro por un corto intervalo, a fin de llamar la atención del rajaputra, del cual no quería persuadirse que hubiese muerto o huido, y se puso a escuchar.

Pocos segundos después resonaron otros dos pistoletazos, disparados a una distancia quizá de quinientos metros.

—¡Bien por el valiente! —exclamó Kammamuri—. Es el único rajaputra verdaderamente leal.

Y con un esfuerzo supremo se lanzó en carrera desenfrenada, gritando con todas sus fuerzas:

—¡Espera un poco! ¡Allá voy!

En aquel momento se apagó la linterna; pero, como hemos dicho, la noche era bastante clara, y además el camino estaba bien marcado, de modo que era difícil volverse a extraviar.

Después de correr durante medio minuto, oyó tintinear las campanillas de los caballos. El rajaputra se servía de ellas para indicar el sitio en que se hallaba, no queriendo desperdiciar más municiones, que habían llegado a ser preciosas, sobre todo en aquellas circunstancias.

Hizo portavoz con las manos y gritó con voz resonante:

—¿Eres tú, rajaputra?

—Sí —respondió casi al punto una voz muy cercana.

—¿Vives todavía?

—Claro está —contestó.

—Te traigo la cena.

—Y yo, Sahib, prepararé un buen fuego.

—¿Han huido los caballos?

—¡Ca! ¡Ni un oso se escaparía de mis manos! —respondió el rajaputra alzando su potente voz de barítono.

—¡Aquí estoy!

—Te espero, Sahib.

Aunque Kammamuri se sentía completamente desfallecido, emprendió la última carrera, y fue a caer sobre los tres caballos del correo, cuyas patas no estaban aún libres de las ligaduras.

El rajaputra, que había encendido ya un buen fuego, se precipitó sobre él, y levantándole en sus robustos brazos, le colocó sobre los cojines del vehículo.

Sahib —dijo—, estás rendido.

—No lo dudo —respondió Kammamuri—. He caminado cinco o seis horas sin un instante de reposo. ¿Has matado al otro tigre?

—Todavía no; pero no deja de dar vueltas alrededor del carricoche.

—Yo he matado a uno de ellos.

—Y, a lo que parece, también otra cosa —respondió el rajaputra—. Traes atado a la espalda un buen cuarto de oso.

—Ganado a mucha costa —dijo el maharata—. ¡Qué noche más terrible!

—¿Por qué has estado tantas horas ausente?

—Me extravié en el junglar y no acertaba a encontrar el camino de regreso. Déjame reposar cinco minutos, y entretanto enristra en la baqueta de acero de tu carabina el cuarto de oso. Hace cuarenta y ocho horas que no comemos.

—Bien lo sabe mi hueco estómago, Sahib; tanto, que a gritos me está pidiendo algo con qué llenarse.

—Prepara, pues, el asado.

—¿Y no volverá a atacarnos con más ferocidad el otro tigre al sentir el olor de tan hermoso pedazo de carne?

—Todavía no he muerto y mi carabina está cargada. Si la fiera vuelve, tírame de las piernas.

—Bien, Sahib. Tú necesitas descansar mucho. Déjame hacer a mí. Yo no tengo sueño, y además he estado sentado todo el tiempo que tú caminabas. Ven aquí, acuéstate, y confía en mí.

—No cerraré los ojos hasta que la fiera lance su terrible rugido.

—¿Todavía conservas la linterna? Aquí hay para cebarla una botella de aceite que he encontrado en el coche. ¿Qué otra cosa quieres? Duerme mientras el asado se hace.

El maharata, completamente desfallecido de hambre, de cansancio y también de emociones, se dejó caer sobre los cojines del carruaje.

Entretanto el fiel rajaputra, no menos hambriento, sirviéndose de la baqueta de acero del fusil y de dos ramas en forma de horquilla, había comenzado a asar el magnífico cuarto del oso, bien cubierto de grasa y con un peso de cuarenta kilos.

Había recogido mucha leña seca, viejos bambúes ya muertos, y continuaba alimentando el fuego. Los rayos de luz, ya rojos, ya amarillentos, se proyectaban sobre el junglar, haciendo aullar rabiosamente a los chacales que habían acudido en gran número atraídos por el olor del asado.

El rajaputra, tranquilizado ya por la presencia del maharata que como cazador valía por diez hombres, continuaba haciendo girar la pierna del plantígrado, lanzando de cuando en cuando miradas recelosas hacia el borde del gigantesco cañaveral, temiendo siempre ver lucir de improviso los ojos fosforescentes del segundo tigre, que sin duda no debía de estar lejos, pues aún no había podido cenar.

Pero sobre todo observaba a los caballos, para ver si daban señal alguna de inquietud. Los tres corceles, tendidos uno junto a otro con las piernas bien atadas, se mantenían tranquilos, a pesar de que los aullidos de los chacales resonaban más estridentes que nunca, atormentando los oídos más resistentes. Era buena señal. Si el bâgh hubiese estado cerca no habrían dejado los caballos de señalar su presencia con sordos relinchos.

Kammamuri durmió tranquilamente un par de horas, al cabo de las cuales le despertó la voz sonora del rajaputra.

Sahib, la cena está preparada.

—¿Cena o desayuno? —preguntó Kammamuri, después de un par de bostezos.

—Todavía no ha despuntado el alba y creo que falta una hora o más para que el sol se decida a enseñar la cara.

—¿Y el tigre?

—No tengo de él noticia ninguna —respondió el rajaputra—. Pero estoy seguro de que anda vagando alrededor de nuestro pequeño campamento, con la esperanza de atacamos por sorpresa. Bien sabes las mañas de esas bestias, que parecen tener el alma de la sanguinaria diosa Kali.

—Redoblemos la vigilancia —respondió Kammamuri—. Podríamos alejarla soltando en el junglar uno de nuestros caballos. Ya no necesitamos más que dos, por haber muerto el correo.

—También yo quería proponerte esa idea, Sahib —respondió el rajaputra—. Sería la única manera de librarnos de ese peligroso vecino.

—Cenemos primero, y después veremos si conviene sacrificar uno de estos nobles corceles.

—¿Quieres ir a las montañas en el carricoche?

—No me parece fácil; pero siempre es bueno tener un caballo de recambio.

—¿Entonces dejamos aquí el coche?

—Es muy visible, y para nosotros nos ofrecería mayor peligro.

—Y los bandidos de Sindhia, ¿se habrán retirado o vigilarán todavía en los bordes del junglar?

—Más tarde lo sabremos.

Kammamuri abrió el cofrecillo del ligero vehículo y encontró dentro unos veinte panes de bizcocho, cuatro botellas de cerveza y una buena provisión de tabaco. También había una vasija de hojalata, que debía de contener aceite para el farol.

—Somos ricos —dijo—. Si el señor tigre no viene a molestamos, tendremos espléndida cena. Apostaría cualquier cosa a que todavía siguen en posesión de la colina el maharajá, mi patrón y el señor Sandokán.

—Acaso a estas horas estén devorando la trompa o el pie de un elefante, dos bocados reservados a los rajás.

—Cierto que tampoco a ellos les falta la carne —respondió Kammamuri—. La tienen en abundancia.

Miró alrededor, y habiendo descubierto a la luz de la hoguera un banano, fue a arrancar una hoja de un par de metros de larga y medio de ancha, que podía servir perfectamente de plato.

Pero el rajaputra, antes de ponerse a comer, cortó las ligaduras a uno de los caballos, después de haberle colgado al cuello una campanilla.

El caballo saltó en pie, aspiró ruidosamente el aire y enseguida partió a todo galope, haciendo resonar endiabladamente el cascabel.

Al cabo de pocos instantes había desaparecido.

—Ahora podremos cenar tranquilos —dijo el rajaputra—. Por el momento, el bâgh no pensará en nosotros.

—¿Y si te engañases? —dijo Kammamuri—. Bien sabes que los devoradores de hombres prefieren los filetes humanos a los de los ciervos, mucho más tiernos y suculentos.

—Confiemos en que esa bestia maldita no hará lo mismo ahora. Vamos, Sahib; el asado se enfría.

Los dos valientes se sentaron junto a la hoguera, que llameaba vivamente, crepitando y lanzando al aire nubes de chispas, y cortaron la soberbia pierna, cuyo asado estaba en su punto.

A lo lejos seguía resonando el cascabel del caballo.

Unas veces parecía aproximarse y otras alejarse. La lucha entre el noble animal y la bestia fiera debía ya de haber empezado, pero era una lucha a base de huidas y regresos imprevistos, con los cuales se irían fatigando poco a poco los dos adversarios.

Si el primero hubiese encontrado muchas brechas en el junglar, habría tenido grandes probabilidades de huir de los ataques del tigre, pues este, a pesar de su enorme musculatura y salto impetuoso, no resiste mucho en velocidad.

Es un animal que prefiere siempre las emboscadas y sorpresas repentinas a las persecuciones.

Kammamuri y el rajaputra, seguros de que por el momento no serían molestados, habían dado un formidable ataque al asado, rociándolo con las botellas de cerveza encontradas en el coche y acompañándolo con excelentes trozos de bizcocho.

No estaban, sin embargo, absolutamente tranquilos y conservaban las carabinas encima de sus rodillas. El bâgh podía volver de repente, aunque el caballo seguía galopando, haciendo sonar sin tregua el cascabel.

—Creo que ya tengo bastante —dijo el rajaputra, que había comido por seis.

—¿Te sientes con fuerzas? —preguntó Kammamuri, encendiendo su pipa.

—Ahora sí, Sahib.

—¿No te parece que aprovechemos para huir la persecución del tigre tras el caballo?

—En eso mismo estaba pensando. Y ¿escaparemos en el carricoche?

—Por ahora sí —respondió Kammamuri—. El cochecillo es ligero y correremos como el viento.

—¿Ganaremos la carretera que conduce a las montañas, o intentaremos atravesar el junglar?

—No habrá caminos a propósito. Desandaremos la brecha del junglar.

—¿Y si los hombres del rajá nos esperan en la salida?

—Lucharemos —respondió Kammamuri levantando los hombros—. ¿Cuántos tiros te quedan?

—Estoy bien provisto.

—Entonces apresurémonos.

A través del tenebroso junglar continuaba oyéndose resonar la campanilla del caballo, sin descanso, unas veces viva y otras perezosamente.

El pobre animal, no habiendo hallado salida alguna, daba vueltas furiosamente y parecía querer aproximarse a la hoguera para ponerse otra vez bajo el amparo de los hombres.

—No esperemos a que vuelva —dijo Kammamuri—. Ese animal está ya perdido, y más pronto o más tarde caerá bajo las garras de alguna fiera.

Envolvieron lo mucho que restaba del cuarto asado en la hoja del banano, metiéndolo en el cajoncito del coche, con dos botellas de cerveza y una docena de bizcochos, y enseguida cortaron las ligaduras que aprisionaban las patas de los dos caballos.

—¡Cuidado! —gritó Kammamuri—. Procura que no se escapen.

—Los tengo sujetos por los ollares, y ya sabes que soy fuerte.

—Resiste por un momento.

Cogió el farol y lo llenó rápidamente de aceite, encendiéndolo enseguida.

—Si es necesario, lo apagaremos después —murmuró.

Púsolo en su sitio, saltó al asiento, y después de recoger las bridas y empuñar la fusta, gritó al rajaputra:

—¡Pronto, monta detrás de mí!

Los dos caballos comenzaban a encabritarse y parecían impacientes por emprender de nuevo la carrera y no dejarla hasta que se agotasen sus fuerzas.

En aquel momento se oyó resonar casi al lado el cascabel del animal dejado escapar para ofrecer al bâgh una presa.

¿Habría advertido que el cochecillo iba a partir y acudiría a cumplir su deber, aunque debía estar ya desfallecido?

—¿Le esperamos? —preguntó el rajaputra.

—Ese pobre animal no sirve ya para nada. Andaría dos o tres millas y caería para no levantarse más. Yo también siento abandonarlo y no poder…

Interrumpióse bruscamente e hizo restallar la fusta, mientras el rajaputra armaba con precipitación su carabina.

En la linde del junglar había resonado un sonoro relincho, al cual siguió el conocido rugido del tigre.

El cascabel tintineó por un momento, después calló.

El pobre corcel, después de haber intentado veinte veces la huida, había, por fin, caído bajo las garras de la fiera, que le esperaba al paso, emboscada entre los bambúes.

—¡Huyamos! —gritó el rajaputra, disparando al azar un tiro de metralla—. ¡Huyamos, Sahib!

El maharata fustigó vigorosamente al tronco, lanzando el grito de los correos. Los dos caballos, que habían tenido cuatro o cinco horas de descanso, partieron a galope desenfrenado, siguiendo la enorme brecha.

—¡Sahib! —gritó el rajaputra—. Acordaos de la trampa del rinoceronte. La encontraremos en nuestro camino.

—Ya lo sé —respondió el maharata sin dejar de esgrimir la fusta.

El ligero carricoche, de altísimas ruedas, corría como si le empujase un huracán, pero se bamboleaba horriblemente al saltar los obstáculos que encontraba.

Parecía que de un momento a otro se iba a romper en mil pedazos.

Después de recorrer varias millas, Kammamuri detuvo a los caballos. Ya no había peligro de que el tigre los atacase. Había quedado muy atrás, y, además, en aquel momento debía de estar muy ocupado en devorar al caballo.

—¿Falta mucho para llegar a la trampa de marras? —preguntó el rajaputra, que tenía un miedo terrible de darse otro batacazo, cuyo resultado no sería, por cierto, tan afortunado como el primero.

—Me parece que no —respondió Kammamuri, sosteniendo bien recogidas las bridas—. No debemos de estar lejos, porque los caballos han corrido como un tren a toda máquina.

—Seamos prudentes.

—Necesitaría los ojos del cazador de topos. Por desgracia hay postes aguzados.

—Bien lo sé y…

En aquel instante los caballos se encabritaron violentamente y comenzaron a retroceder, con peligro de volcar el coche. El rajaputra saltó enseguida al suelo y se lanzó hacia delante con la linterna.

Sahib —dijo—, estamos vivos por milagro. La trampa se halla a pocos metros de nosotros.

—Coge a los caballos por la brida y haz que bordeen prudentemente la boca de la excavación. Si dan un solo respingo, iremos a caer sobre los cadáveres del rinoceronte y de nuestros mongoles.

—Sujetaré bien los bocados.

—¿Hay sitio para pasar?

—Sí; no hay mucho espacio, pero será suficiente. Fustiga a estos malditos chacales que me quieren morder las piernas.

Alrededor de la trampa corrían furiosamente lobos y chacales, atraídos por el olor de los cadáveres que se corrompían rápidamente, y a los cuales no sabían cómo hincarles el diente.

Algunos, más golosos que los demás, habían caído ya en la trampa, y aullaban desesperados sin pensar en las presas que tenían delante. Entre tanta abundancia, estaban destinados a morir de hambre.

—¿Te impiden el paso?

—Comienzan a apretarse contra nosotros, Sahib, y los caballos están algo asustados. Tengo que hacer esfuerzos atroces para contenerlos.

—Voy a hacer que eche humo la piel de esos malditos —dijo Kammamuri, saltando al suelo con su larga fusta.

Los chacales parecían aquella noche empeñados en tenérselas con los hombres, y avanzaban amenazadores aullando espantosamente.

Kammamuri, que sabía bien cuán poco peligrosos eran, aun reunidos en gran número, se colocó delante de los caballos y empezó a manejar el látigo sin misericordia.

La larguísima correa hacía prodigios. Arrancaba pelos y pedazos de piel y hacia gotear la sangre.

Entretanto, el rajaputra contenía por los bocados con mano firme a los caballos y los guiaba por el borde de la fosa.

El espacio era suficiente para el ligero vehículo del correo, pero hallábase cubierto de bambúes derribados por el tremendo empuje de rinocerontes o elefantes. Las ruedas saltaban rechinando como si todos sus radios fuesen de un momento a otro a romperse.

Por fin retrocedieron los chacales ante la lluvia de latigazos, cada vez más terribles, que descargaba sobre ellos el maharata, y el carricoche pudo pasar y llegar a la embocadura de la brecha.

—Sube mientras yo los contengo con las bridas —dijo Kammamuri, saltando sobre el asiento.

—Bien, Sahib —respondió el rajaputra soltando los bocados.

—¿Ves algo ante nosotros?

—Yo tampoco tengo los ojos del cazador de topos.

—¡Sube, sube; y ten cuidado de la linterna!

El gigante dio corriendo la vuelta al carricoche, y subió, a su vez, sobre el asiento.

En aquel instante parecióle al maharata descubrir una gran sombra que flanqueaba el lado opuesto de la trampa.

—¡Muerte a Shiva! —gritó—. ¿Será un rinoceronte? Evitemos que nos ataque o daremos otro salto en la trampa y nos empalaremos todos.

—¡Qué va a ser un rinoceronte! —exclamó el rajaputra—. Es el caballo que soltamos, y que todavía nos sigue.

—¿Sin campanillas?

—Se las debió de arrancar el tigre en la lucha.

—¡Hum! No querría estar en este momento en la piel de ese desgraciado.

El carricoche se puso de nuevo en marcha y corrió, corrió, sin dejar de bambolearse horriblemente. Había momentos en que hasta el farol parecía irse a apagar a causa de las sacudidas.

En pocos minutos recorrieron la brecha; después, los dos fugitivos halláronse de improviso en la vasta llanura batida por los mercenarios de Sindhia.

—¡Alto! —gritó el rajaputra.

El maharata había detenido ya con violento tirón a los caballos y apagado inmediatamente la linterna.