VIII. El correo indostano

Enormes animales, dotados de una fuerza colosal, quizá elefantes o rinocerontes, perseguidos por cazadores o acometidos de repentino furor, habían hendido el junglar, abriendo un camino capaz de dejar pasar a cinco caballos de frente.

Inmensos bambúes, especialmente de los tuldas, que son los gigantes de su especie y alcanzan una altura de quince metros, yacían en el suelo con las raíces al aire y cruzados en todos sentidos.

—No es floja tarea la de evitar todos estos obstáculos —dijo el maharata al gigante—; procura que tu caballo no se rompa las piernas.

—Lo tengo bien sujeto —respondió el rajaputra—. Sabemos dar buenos saltos.

—Que quizá no todos sean afortunados.

—¿Pues no son buenos saltadores los mongoles de pura sangre?

—Son más bien corredores, dotados de grande y hasta increíble resistencia. Sin embargo, pasaremos lo mismo, con tal que mantengamos cortas las bridas y estiradas las piernas. ¿Pero quién habrá pasado por aquí? Solamente elefantes salvajes, poseídos de un loco terror, pueden haber hendido de este modo el junglar.

—Muchos debían de ser —afirmó el rajaputra, que hacía dar a su caballo saltos inverosímiles.

—Tal vez un centenar. Muchas veces he encontrado yo aquí inmensas manadas de esos proboscidios. En Assam quedan todavía muchos.

—¡Con tal que no se nos echen encima en medio del junglar!

—A saber dónde estarán a estas horas los animales que han producido semejante devastación. Tienen ligero el paso, y cuando los persiguen, corren como locomotoras.

—¿Y los bandidos de Sindhia?

—¿Qué sé yo? Quizá nos sigan desde lejos.

—¿No se habrá desarrollado todavía el cólera entre ellos? Aquel famoso médico blanco parecía estar seguro de sus promesas.

—¡Bah! —exclamó Kammamuri levantando los hombros—. El cólera se desarrollará cuando los molanghos del Sunderbunds vengan, empujados por la miseria, a cultivar los arrozales assameses. Pero tardarán dos o tres meses, y entonces espero que ya no será necesario el cólera.

—¿Esperas, Sahib? —preguntó el rajaputra, haciendo dar a su caballo otro salto magnífico sobre el tronco de un tara—. ¿Qué quieres decir con eso?

—Que dentro de un par de meses reinará sobre el Estado de Assam o Sindhia o el gran Sahib blanco. La guerra está ahora empezando, y habrá de costar durísimos esfuerzos a ambos bandos. Que vengan los montañeses, y la rhaní recobrará por segunda vez su corona.

Había transcurrido ya más de una hora y no se oía rumor alguno en medio del inmenso junglar, cuando el caballo de Kammamuri, que seguía al del rajaputra, dio un violento respingo, lanzando un relincho estridente.

El gigante detuvo al punto su corcel y descolgó del arzón la carabina.

—¿Qué sucede, Sahib? —preguntó, preparándose a hacer fuego.

—Nos deben de perseguir —respondió el maharata.

—¿Los bandidos de Sindhia?

—No pienso ya en ellos. Deben de estar muy lejos.

—¿Quiénes, pues?

—Detén un momento tu caballo —respondió Kammamuri.

—Ya está quieto.

—Ahora escucha. ¿No oyes nada? Escucha bien.

—Sí, un zumbido lejano —respondió el rajaputra—. Diríase que se precipita en el junglar otra manada de elefantes salvajes.

—Elefantes, no —respondió Kammamuri—. Son bestias peores, que no temen al hombre.

—¿Acaso tigres?

—No, no; son rinocerontes.

—¿Y nos siguen la pista? —preguntó el gigante, haciendo un gesto de espanto.

—Esto es lo que no sabré decirte.

—¿Y cómo te arreglas para distinguir si son elefantes o rinocerontes?

—Porque estos últimos tienen un galope más irregular y pesado.

—¿Y seguirán el sendero, o, mejor dicho, la brecha?

—Es todavía muy pronto para podértelo decir.

—Y si…

—¡Calla…!

Un grito extraño, estridente, rompió el diáfano cristal del aire: ¡niff…!

—¡No me he engañado! —exclamó Kammamuri, el cual, no sabiendo por qué parte vendrían aquellos terribles animales, mucho más peligrosos que los elefantes y los tigres, había detenido el caballo.

—¡Es verdad, Sahib! Ese niff lo he oído yo también muchas veces, porque en nuestros países se usa mucho cazar a los rinocerontes con la lanza.

—¿Será uno solo o serán muchos? —se preguntó el maharata con ansiedad.

Aguzó el oído. A través de la selva se percibía un irregular y pesado galope, que se iba acercando con extrema rapidez.

—Me parece que es uno solo —dijo—; pero así y todo, mucho les va a costar a nuestras carabinas echarlo a tierra. Esos animalotes están acorazados y apenas les hacen mella las balas.

—¿Seguimos, Sahib? —preguntó el rajaputra, que parecía poseído de vivísima inquietud.

Iba a responder el maharata, cuando el grito extraño de antes resonó a corta distancia.

Imagen

Casi enseguida apareció una bestia enorme, de cuatro metros de largo y uno y medio de alto, cubierta toda de fango, y con la nariz armada de un cuerno de marfil de más de ochenta centímetros de largo; la cual, presa de furia infernal, se precipitó sobre los dos jinetes.

—¡Vamos! ¡Vamos! —gritó Kammamuri.

No era menester aquella orden. Espantados los dos caballos, lanzáronse en loca carrera por la abertura, saltando maravillosamente todos los obstáculos. El rinoceronte, al descubrir a los jinetes, se detuvo como sorprendido de tal encuentro; pero, después de vacilar un instante, reanudó su carrera.

Todo caía ante aquel bruto, dotado de fuerza casi igual a la de los elefantes. Embestía con la cabeza casi pegada al suelo, y con su cuerno formidable derribaba gigantescos bambúes como si fuesen menudas pajas.

Los tigres y los leopardos son peligrosos y dan mucho que hacer aun a los más famosos cazadores; pero el rinoceronte es el peor de todos los animales que infestan los bosques y junglares del Indostán.

Parece estar siempre poseído de furiosa locura. Va y viene, embiste y se lanza contra los árboles derribándolos por tierra, y se arroja detrás de chacales y nilgós, que no pueden en manera alguna resistirle.

Hasta las fieras carnívoras evitan a este animal de cerebro enfermo, y huyen ante sus furiosos ataques, bien persuadidas de que nada ganarán empeñando una lucha.

Vive casi siempre solo, y rara vez se une a las hembras, que pronto abandona, aunque ellas tampoco son mejores que él. Cuando tiene que defender de algún peligro a la hembra, no vacila en lanzarse contra un regimiento entero de caballería.

Kammamuri, que sabía, mucho mejor que el rajaputra, con qué clase de enemigo tenían que habérselas, procuraba sustraerse al ataque por medio de una fuga desesperada.

—¡Ten firmes las bridas! —gritaba a su compañero, que galopaba delante—. No olvides que el que caiga, tendrá que trabar conocimiento con el cuerno del señor niff.

—Ya lo sé —contestó el rajaputra, que no cesaba de aguijar a su corcel—. Lo sé, Sahib, y me guardaré bien de caer. ¿Nos gana terreno?

—Apenas está a veinte metros.

—¿Y si probásemos a disparar?

—Con los saltos que dan los caballos, ¿quién podría meterle en buen sitio una bala? No perderá fuerzas ese maldito animalote. Son resistentes como los elefantes.

—¿Y durará mucho esta carrera?

—Ve a preguntárselo, si tienes valor, al señor niff.

—¡De ninguna manera!… ¡Prefiero escapar…!

Los dos corceles, presas de loco terror, devoraban el espacio, metiéndose cada vez más adentro por la enorme brecha. Hacían esfuerzos desesperados por conservarse a la misma distancia de su perseguidor, y se guardaban de caer, convencidos de que no escaparían a la rabia del bruto.

Duraba ya media hora larga aquella furibunda carrera, cuando Kammamuri oyó al rajaputra lanzar un grito terrible, y enseguida lo vio desaparecer de repente, como si la tierra se hubiera abierto bajo los cascos de su caballo.

Aunque perseguido de cerca por la fiera, procuró de tener al mongol, que se había hallado de improviso ante un montón enorme de bambúes derribados.

Era demasiado tarde para contenerlo. El pobre animal, espantado, saltó y desapareció a su vez con el jinete dentro de una cueva profunda, ancha y larga, rompiéndose las piernas.

Kammamuri fue lanzado hacia delante, yendo a parar a los brazos hercúleos del rajaputra.

Un momento después caía también el rinoceronte, lanzando un espantoso mugido.

Por un verdadero milagro, no fue a caer sobre los dos fugitivos y sus caballos. Antes bien, habíale tocado la peor parte: quedóse clavado sobre una de las estacas agudas y durísimas que los indostanos colocan en el fondo de sus trampas de caza, las cuales son a veces tan vastas que pueden contener diez elefantes.

El bruto, hecho casi pedazos por la caída, y herido horriblemente por la estaca que le había sujetado al punto impidiéndole todo movimiento, abría la boca mostrando sus enormes dientes y lanzando rugidos.

Estaba inmovilizado y no podía hacer daño ninguno. Comenzaba su agonía, que había de ser muy larga, a pesar de haberse roto en la caída el hocico y el terrible cuerno.

Kammamuri y el rajaputra, salvados milagrosamente, habíanse puesto enseguida en pie, empuñando sus carabinas.

Los dos caballos estaban perdidos. Hallábanse casi destrozados, y se agitaban locamente en el fondo de la gigantesca trampa, lanzando dolorosos relinchos y tirando coces en todas direcciones.

—¿Cómo es que estamos todavía vivos? —preguntó el rajaputra, volviendo en derredor los ojos dilatados por el espanto—. ¿Lo sabes tú, Sahib?

—Yo sé que a no ser por ti me habría roto la cabeza contra las paredes de la fosa. Te debo la vida.

—No, Sahib. No he hecho más que cogerte al vuelo.

—Y a buen punto.

—No digo que no. Me encontré, por fortuna, bajo tu trayectoria, y mis brazos te detuvieron. Como ves, Sahib, es una cosa naturalísima y sencillísima.

—No sé qué decirte —respondió el maharata, que había recobrado pronto su sangre fría—. ¿Se ha inutilizado tu caballo?

—Dentro de un par de horas habrá muerto.

—El mío también.

—¿Y el rinoceronte?

—Ese, aunque está empalado, durará mucho. No te preocupes más de él; es como un gran navío encallado.

—Lo que falta ahora es que se nos echen encima los bandidos de Sindhia.

—¡Bah! ¡Quién sabe dónde estarán ahora!

—¿Y cómo nos arreglaremos nosotros?

—Respóndeme primero a una pregunta. ¿Cómo no te has roto el cráneo?

—Cuando vi al caballo caer, abrí las piernas para no encontrarme con los pies sujetos por los estribos, y di dos o tres saltos en el aire. Shiva, o Brahma o Visnú, no sé cuál de ellos, me ha salvado. Estoy todavía vivo y dispuesto a reanudar la lucha, pues mis costillas han resistido maravillosamente, y casi lo mismo mis brazos y mis piernas. Debo de tener algo de acero en los huesos.

—Lo creo, amigo; espérame.

—¿Dónde vas, Sahib?

—Voy a ver si será posible salir de esta trampa.

—¿Y el rinoceronte?

—Déjalo aullar; no volverá a mugir nunca más, y ningún médico se atreverá a extraerle la estaca que le ha despanzurrado.

—¿Y si la rompe y se lanza de pronto sobre nosotros?

—Ese peligro no existe. Además, tenemos aun nuestras carabinas y pistolas, sin contar las cimitarras. Como ves, a pesar del salto que pudo sernos fatal, estamos todavía formidablemente armados. Veamos un momento si es posible salir.

Sin cuidarse de los tremendos aullidos de la fiera, avanzó hacia el centro de la excavación. Era esta una verdadera trampa para grandes animales, vastísima, y con tres estacas fuertemente colocadas en tierra, las cuales habían milagrosamente evitado, aunque matándose los caballos.

Estas fosas, que los cazadores indostanos construyen en medio de los junglares, tienen la boca muy estrecha, pero inmenso el fondo, y las paredes se hallan tajadas de tal modo que no permiten a ningún animal la salida, a causa de la gran inclinación que tienen según van estrechándose hacia la boca.

Esta se cubre con bambúes, sobre los cuales se desparraman terrones de tierra, de modo que encubren la trampa, la cual visitan después los cazadores, encontrando casi siempre caza mayor y menuda, que arrastran con fuertes lazos.

—Esta fosa es peor que una prisión —dijo el maharata—. ¿Quién será capaz de encaramarse a la boca? ¿Habrá de salirse Sindhia con la suya? Henos aquí completamente desmontados y en mala compañía. ¡Pobre señor Yáñez! ¿Podremos todavía cumplir su encargo? Mucho lo dudo.

Miró al rinoceronte, que no cesaba de aullar espantosamente, haciendo estremecerse a los pobres caballos, locos ya de terror y agonizantes.

Era horrible de ver el monstruoso animal. Sacudía furiosamente su testuz casi triangular, vomitando sangre, y bajo su vientre, donde había hincado la estaca, se iba encharcando también el suelo con sangre y trozos de intestinos.

Aunque cualquier movimiento le debía de hacer sufrir atrozmente, sin embargo, presa de verdadera locura, intentaba librarse del obstáculo que le sujetaba, ensanchando cada vez más la herida.

El rajaputra se había unido al maharata, que tenía cargada la carabina.

—Es preciso matarlo —le dijo—. Si los bandidos de Sindhia han seguido la brecha del junglar, podrían asomarse para ver lo que sucede.

—Lo mismo estaba yo pensando en este instante —respondió Kammamuri—. Pero temo que el estruendo de la carabina atraiga a esos canallas mejor que los aullidos de este bruto.

—Las pistolas no hacen tanto ruido, Sahib. Dispárale en un ojo.

—Es lo que voy a hacer. ¿Han muerto los caballos?

—Dentro de diez minutos morirán. Están muy destrozados, y no es posible que sobrevivan.

—He aquí una grave pérdida.

—Que nadie podía prever —agregó el rajaputra.

—Cierto.

El maharata se quitó del cinturón una larga pistola de dos cañones y de gran calibre, se aproximó al animal, que continuaba haciendo esfuerzos prodigiosos para librarse del palo, y le disparó a bocajarro un tiro en el ojo izquierdo. Siguióse una segunda detonación, y el animal, después de haber lanzado un postrer y más espantoso aullido, se desplomó, doblando, bajo el vientre roto, las anchas y robustas patas.

Había recibido dos balas en el cerebro, que era su único punto vulnerable.

—Lo has matado, Sahib —dijo el rajaputra.

—Creo que todavía no está del todo muerto —respondió Kammamuri—. Conozco a estos malditos. No parece sino que tienen diez corazones y diez cerebros.

En efecto, en aquel mismo instante el rinoceronte abrió la boca, dos o tres veces, vomitando sangre, y enseguida bostezó haciendo crujir las robustas mandíbulas.

Era el último esfuerzo. Recogióse casi todo sobre sí mismo, lanzando un débil lamento, sacudió las orejas, extendió las piernas que tenía dobladas bajo el vientre, y después de un segundo bostezo y un nuevo vómito de sangre, expiró.

—Estos brutos causan verdaderamente miedo —dijo el rajaputra.

—Valen más que los tigres —respondió Kammamuri.

Miró hacia arriba a la salida de la fosa. La luz comenzaba a faltar: el sol se ocultaba rápidamente, y las tinieblas estaban próximas a extenderse.

Los dos valientes se miraron largo rato, interrogándose con los ojos.

—No sé qué decir —exclamó el maharata que parecía desalentado.

—¿No podremos abandonar esta tumba? —preguntó el rajaputra.

—¿No ves cómo están cortadas las paredes? Es imposible escalarlas.

—¿Y si abriésemos una galería?

—Lo pensaremos. Han muerto los caballos, ¿verdad?

—No veo que hagan ya ningún movimiento.

—Veremos. Tú eres fuerte como cuatro hombres juntos; mas por ahora nada haremos; esperaremos el alba.

—¿Dentro de esta cueva llena de sangre?

—Llama en tu ayuda dos docenas de perros voladores y haz que te saquen fuera —respondió Kammamuri.

—Eso quisiera yo, Sahib.

—¿Conservas tu pipa?

—Sí, además algo de tabaco. Pero el estómago está vacío.

—Mañana asarás una pierna de rinoceronte, y te quitarás el hambre para veinticuatro horas.

—¡Mañana! —murmuró el rajaputra—. ¡Y faltan nada menos que doce horas!

—Mira a ver si en las alforjas de nuestros caballos hay todavía algo que comer.

—Sí, miserables bananos que nada son para mí.

—Apriétate la faja y sentirás menos el hambre.

—Otra cosa es menester para mí, Sahib.

—Pues aquí hay dos caballos y un rinoceronte. La carne no falta, y aun quizá hay demasiada. Come cuánta quieras.

—¿Cruda?

—¿Querrás que te construya un asador y unas parrillas, y aun que te encienda también el fuego? Bien ves que aquí sólo hay algunas cañas que producirán más humo que llama.

—Entonces no me queda más arbitrio que apretarme la faja —dijo el rajaputra, con voz melancólica.

—¿Rehúsas la carne cruda? Podría servirte un buen trozo de muslo de alguno de los caballos.

—¿Sin sal ni pimienta?

—¡Vaya, señor hércules, os ponéis muy exigente! Aquí no estamos en la capital.

El silencio sólo era interrumpido por los aullidos de los chacales atraídos a docenas por el olor de la carne del rinoceronte y de los caballos, con la cual se prometían una opípara cena, cuando, al cabo de un rato, corrió el gigante al centro de la cueva y se puso a escuchar con atención. No tardó mucho en exhalar un estentóreo grito:

—¡Las campanillas!

—¿Qué campanillas? —preguntó Kammamuri, que se había apresurado a reunírsele.

—¿No oyes, Sahib? Escucha bien.

—Sí, oigo un lejano tintineo que parece acercarse con endiablada rapidez.

—Es el correo que pasa.

—¿A través de este junglar?

—Los bandidos del rajá habrán obligado a tomar otro camino al conductor del coche correo.

—¡Si pasase próximo a la trampa!

—¿Y si cae dentro?

—Dispararemos un tiro de pistola.

—¿Oyes, Sahib?

—Sí, el correo vuela. Lleva tres caballos y el carricoche pesa muy poco.

—Pero ¿cómo nos arreglaremos para encontrar sitio?

—Nos acomodaremos de cualquier modo. Tiene dos asientos, uno delante para el conductor y otro detrás.

—Que no puede servir más que para una sola persona.

—Yo montaré en uno de los caballos.

—Será lo mejor.

—Calla.

El tintineo de las campanillas continuaba acercándose con la rapidez del rayo. El correo indostano va en un carricoche con galope endiablado a través de montañas y junglares, cambiando de caballos en los bungalows encargados de tener siempre cierto número de ellos.

El correo debía de haberse aventurado por la inmensa brecha abierta en el junglar por rinocerontes o elefantes, y corría en derechura hacia la trampa, que a causa de la oscuridad no podría el conductor evitar.

Los chacales, espantados por el campanilleo, habían huido todos, aullando lúgubremente. Sabido es que esta especie de lobos no se atreven jamás, salvo alguna rara excepción, a atacar al hombre, aunque ellos sean muchos. Además, huyen también de todas las fieras, pues no están dotados de excesivo valor. Se asemejan mucho a las hienas de África, y, como ellas, son alborotadores y al parecer terribles, pero en realidad cobardes hasta el punto de huir ante un muchacho armado de un sencillo bastón.

Kammamuri escuchaba atentamente, empuñando una de las pistolas de dos cañones, dispuesto a avisar con un disparo al correo antes que se precipitase con los caballos en la inmensa fosa.

Las campanillas resonaban fragorosamente cada vez más próximas. El correo volaba, pero volaba hacia el abismo.

Sahib —dijo el rajaputra—, ya es tiempo de disparar.

—Espera un momento.

El viejo cazador seguía escuchando con profunda atención.

Pasó otro medio minuto, que al rajaputra le pareció media hora; después el maharata levantó la pistola y disparó los dos tiros, gritando en seguida con voz potente:

—¡Para, para! ¡El suelo está cortado…! Para, cochero…

Las campanillas sonaron todavía un instante con furia, pero enseguida callaron casi de repente. Y fuera de la cueva oyóse una voz humana:

—¿Quién ha hecho fuego?

—Amigos del correo indostano —respondió Kammamuri—. Descuelga el farol; y mira dónde ibas a caer con tu vehículo.

—Os advierto que estoy armado.

—Nosotros no somos bandidos del junglar. Te repito que te hemos salvado la vida.

—Ahora lo veremos.

Las campanillas de los tres caballos resonaron de nuevo un instante mezcladas con poderosos relinchos; después un rayo de luz se proyectó dentro de la trampa.

El correo había lanzado un grito de espanto.

—Gracias —dijo después—. Me habéis salvado a mí y a mis corceles. ¿Qué puedo hacer por vosotros?

—Sacarnos de aquí —respondió Kammamuri—. ¿Tienes cuerdas?

—Sí; pero antes quisiera saber quiénes y cuántos sois.

—Somos dos solamente: yo soy el ayudante de campo del maharajá de Assam y mi compañero un rajaputra bueno como un niño, aunque posee las fuerzas de un gigante.

—¿Y cómo os halláis ahí?

—Hemos caído con nuestros caballos, mientras huíamos de los bandidos del rajá y de un rinoceronte que nos ha seguido en la caída y que se ha clavado en una estaca.

—¡Los bandidos del rajá! —dijo el correo, que continuaba proyectando la luz de su farol dentro de la cueva—. Han tratado de alcanzarme y prenderme.

—Iban a caballo, ¿verdad? Debían de ser veinte o veinticinco. Acaso menos, pues nosotros hemos matado a varios.

—Esperadme.

—Procura que tus caballos no avancen.

—Ya están atados —respondió el mayoral.

Su ausencia fue brevísima. Bien pronto una sólida cuerda cayó dentro de la trampa.

Cogióla al vuelo el maharata, cuyos ojos se habían acostumbrado ya a la oscuridad, y comenzó a trepar por ella, sin olvidarse de llevar consigo sus armas y la gualdrapa del caballo.

De ordinario, el correo indostano se sirve de jóvenes escogidos con gran cuidado, a los cuales arma con una fusta de mango corto y larguísima correa y con dos buenas pistolas. Sin embargo, el conductor del correo, que iba a precipitarse en el abismo, era un soldado seikko de cuarenta años cumplidos, y formas robustísimas, y con larga barba negra y rizosa, y ojos brillantes como carbunclos.

—Te doy las gracias, Sahib —dijo después de haber dirigido la luz de su linterna sobre Kammamuri— porque me has salvado la vida. Si disparas un momento después, me despeño. ¿Dónde está tu compañero?

—Aquí lo tienes. Como ves, es un rajaputra.

—Que puede luchar con ventaja contra los osos de nuestras montañas —dijo el correo después de haberlo contemplado desde la punta de los pies hasta la cabeza,

—¿Podremos montar los tres en tu vehículo?

—Yo montaré al caballo de en medio y vosotros ocuparéis los asientos.

—¿Pero adónde vas?

—El correo no puede traicionar sus secretos. Estoy encargado de ir muy lejos, más allá de la frontera oriental de Assam.

—¿Al Arracam o a Birmania?

—No puedo decir nada. Lo mejor será que reanudemos al punto la carrera, pues los mercenarios de Sindhia deben de seguirme la pista.

—Ahora somos tres y tenemos buenas carabinas —respondió Kammamuri—. Los hemos detenido ya un par de veces.

—Ahora me siento más seguro —dijo el correo.

Colocó la linterna en su sitio, y señaló a sus compañeros los dos asientos, uno delante y otro detrás del ligero, pero solidísimo cochecito.

Iba a montar sobre el caballo de en medio, que continuaba agitando las campanillas, como si estuviese impaciente por reemprender la carrera con sus compañeros de tiro, cuando el correo se volvió de nuevo a Kammamuri preguntándole:

—¿Conoces tú ese junglar, Sahib?

—Nunca lo he recorrido —respondió el maharata—. He cazado muchas veces grandes búfalos en compañía del maharajá; pero siempre me he mantenido lejos, muy apartado de este inmenso matorral.

—Entonces no sabemos si encontraremos en nuestro camino otra trampa. No se escapa dos veces de la muerte.

—Como te digo, jamás he atravesado este junglar.

—¿Y quién ha hecho esta brecha gigantesca que tan bien nos ha servido para huir de los ataques de los partidarios del exrajá?

—Probablemente elefantes, asustados por alguna tropa de cazadores, o por otra causa que ignoro.

—No me conviene volver a la carretera que conduce a Daboka. Seríamos cogidos enseguida, y yo he recibido orden de no dejarme capturar.

—También yo creo que, al menos por ahora, no viene al caso volver hacia el Norte —respondió Kammamuri—. Tampoco a nosotros nos conviene caer en poder de los jinetes que han intentado capturarte. ¿Quieres saber algo más?

—Por ahora no.

—Entonces partamos. ¿Quieres un buen consejo antes de lanzar los caballos?

—Habla, Sahib.

—Quítales a los animales las campanillas, las cuales podrían descubrirnos. No tenemos necesidad ninguna del estruendo, sino más bien de pasar inadvertidos y en el mayor silencio.

—Tienes razón, Sahib.

El correo sacó de su faja un cuchillo afiladísimo algo curvo y semejante a un medio tarwar e hizo caer al suelo todas las campanillas.

—Ahora podemos partir, y que Buda nos guarde de las trampas.

Montó sobre el caballo de en medio, empuñó la fusta de mango corto y larguísima correa, y lanzó un silbido estridente, muy semejante al que usan los cornacs para obligar a andar a los elefantes.

Encabritáronse un instante los tres veloces corredores, bufando y relinchando, y enseguida se lanzaron en carrera desenfrenada por la enorme brecha, bordeando la trampa.

En el junglar reinaba un silencio profundísimo. Parecía que todos los chacales que tanto habían antes aullado se habían alejado a inmensa distancia, desesperanzados ya de catar los cadáveres del rinoceronte y los caballos.

La noche era espléndida, clara, una verdadera noche de la India. No había luna, pero ¡qué maravillosos rayos de luz lanzaban las estrellas! Parecía que palpitaban exhalando relámpagos color de topacio y de esmeralda.

Podíase sin dificultad alguna apagar la linterna, pero el correo no se atrevía, sabiendo cuánto temen las fieras a la luz, sobre todo cuando aparece de improviso.

Sahib —dijo el rajaputra, que se agarraba fuertemente al asiento a causa de los saltos tremendos del carricoche—. ¿Dónde iremos a parar?

La pregunta iba dirigida a Kammamuri, que, como sabemos, ocupaba el asiento delantero.

—¿Qué quieres que yo sepa, amigo? —respondió el maharata—. Sólo sé que huimos, y que para nosotros es muy conveniente interponer una enorme distancia entre nuestras personas y los bandidos de Sindhia.

—¿Y este correo?

—Llevará algún mensaje importante para algún comandante inglés de la frontera de Arracam, o Birmania.

—Espero que no le seguiremos hasta allí.

—Malditas las ganas que tengo de eso.

—Aquí hay tres caballos y dos pueden servir para nosotros. El coche correo no necesita más que uno.

—Dices, Sahib

Iba a responder Kammamuri, cuando los tres corceles se encabritaron violentamente, y cayeron uno sobre otro volcando el coche.

En el mismo instante resonó en la oscura profundidad del junglar el terrible a-o-ung, bien conocido rugido de los tigres.