VII. A orillas del junglar

Como el lector comprenderá fácilmente, los dos fugitivos habían sido terriblemente engañados por aquellos hombres de Sindhia, a quienes tanto habían despreciado hasta entonces.

Ningún tigre había intentado atacarles por la espalda. Un audaz bribón, decidido a arriesgar su propia vida, había llevado hasta la cima de la colina una magnífica piel de tigre con aquellas cestas llenas de reptiles.

El bandido debió de aprovechar el momento en que los dos indostanos escalaban el tamarindo para desaparecer más que aprisa entre los kâlam y reunirse con los jinetes que vigilaban junto a la base de la minúscula colina.

Los dos sitiados, presas de vivísima emoción, contemplaban con ojos dilatados aquella turba de serpientes, todas venenosas, que continuaban avanzando a saltos entre las altas hierbas.

Algunos de aquellos reptiles habían sido heridos por la descarga de metralla del rajaputra, y se mostraban los más furiosos. Daban verdaderos saltos, regando de sangre los kâlam y silbando espantosamente.

—Nos han cogido sin tener que disparar un solo tiro —dijo el guerrero barbudo—. Han sido mucho más astutos que nosotros.

—¿Cogidos? ¡Bah! Todavía no lo estamos, aunque confieso que nuestra situación es gravísima.

—Me parece desesperada, Sahib. Verás como dentro de poco perdemos nuestros caballos.

—Te engañas; las serpientes rara vez atacan a los cuadrúpedos armados de cascos poderosos y herrados. No se atreverán a embestirlos.

—Pero nosotros tendremos que permanecer eternamente sobre este tamarindo, comiendo frutas ácidas que hacen saltar los dientes. Tú no eres un encantador de serpientes.

—Nunca lo he sido, y aunque lo fuera, me faltaría ahora la flauta. De otra manera es como debemos deshacernos de estos enemigos inesperados.

—¿Cómo? ¿Ametrallándolos?

—Gastaríamos demasiadas municiones y el resultado sería muy poco —respondió el maharata—. ¿Cuántos cartuchos tienes todavía?

—Cogí provisión doble, y me quedan, por lo menos, ciento ochenta cartuchos. Su peso no me inquieta.

—Pero ha debido de inquietar mucho a tu caballo —respondió Kammamuri, que no perdía su buen humor ni aun siendo tan grave la situación.

—Pero ahora los llevo yo.

—Quítales la metralla y los proyectiles a unos cincuenta cartuchos y desparrama la pólvora entre los kâlam.

—¿Para abrasar a las serpientes?

—Es el único arbitrio que nos queda.

—Y ¿no nos abrasaremos también nosotros?

—Los tamarindos son incombustibles, y, además, este sitio está muy alto y aún podremos subir más, hasta que llegue el momento oportuno para bajar y proseguir nuestro viaje. Haz lo que he dicho, mientras yo vigilo los jinetes del rajá.

Los mercenarios de Sindhia no tenían, sin duda, mucha dosis de valor, pues en vez de lanzarse enseguida al ataque, habíanse contentado con agruparse alrededor de tres improvisadas cabañuelas para discutir sabe Dios qué proyectos.

Viendo que los jinetes del rajá permanecían tranquilos y hasta se preparaban el desayuno, Kammamuri dijo al rajaputra, que seguía sacando proyectiles para arrojar la pólvora entre los tallos secos de los kâlam:

—¿Has terminado?

—He vaciado cincuenta cartuchos.

—¿Qué hacen las serpientes?

—Han intentado embestir a los caballos, pero estos las han recibido bravamente con tan espesa granizada de coces, que las han persuadido a estarse tranquilas.

—¿Y ahora dónde se hallan?

—Tendidas entre la hierba, debajo casi de nosotros. Parece que duermen plácidamente, pero yo no me fiaría de su sueño.

—Ni yo tampoco. ¡Cincuenta cartuchos! Hay pólvora suficiente para provocar un incendio con un solo tiro de metralla.

—Y para asarnos también nosotros —añadió el rajaputra moviendo la cabeza—. Veremos cómo termina esta aventura.

Quitóse de la cintura la faja de seda, que era finísima, desgarróla en varios trozos, y prendiéndoles fuego con cerillas, los arrojó rápidamente en varias direcciones.

Entre los kâlam, ya secos, hallábase desparramada la pólvora. Alzóse, pues, una columna de humo atravesada por una llama vivísima, que tenía el resplandor del relámpago; después surgieron otras algo más lejos, haciendo crepitar y retorcerse a las hierbas.

—¡Bien, muy bien! —exclamó el maharata—. Veremos cómo bailan ahora las serpientes.

—Y nosotros probaremos el placer de la asfixia —dijo el rajaputra.

—Subiremos algo más arriba; hace un poco de aire, y el humo se disipará fácilmente.

—Pero nos impedirá ver lo que hacen nuestros perseguidores.

—Yo te aseguro que no se moverán. Sindhia tiene muchísimo interés en apretar el cerco al maharajá y a su formidable compañero, y no les mandará seguramente refuerzos. Nosotros no representamos gran cosa para el rajá, y, por tanto, no tendrá mucha prisa en capturarnos. Además, quizá a estas horas sabe ya que solamente somos dos, fuerza harto menguada para tantos bandidos como nos siguen. ¡Oh! ¡Mira qué espectáculo! Esto sí que es una verdadera danza de serpientes.

El fuego se propagaba con rapidez bajo el gigantesco tamarindo, y la pólvora reventaba en llamas detonando, pues el rajaputra había dejado caer también varios cartuchos cargados de metralla.

Los reptiles, abrasados por el incendio, saltaban silbando y retorciéndose con rabia, y estallaban después, como si tuviesen pólvora en su cuerpo. Otros se mordían furiosos entre sí, inyectándose el veneno.

Era un espectáculo que hacía temblar aun a Kammamuri, a pesar de ser un antiguo cazador de reptiles de la Jungla Negra.

Un olor nauseabundo de carne y grasa quemadas apestaban el aire, hasta cortar la respiración.

Alcanzados los dos valientes por el humo, habíanse refugiado en las ramas más altas del tamarindo, pero aun así sentían un calor ardiente, que amenazaba consumirlos.

La brisa dispersaba de cuando en cuando el humo, pero eran muy cortos los instantes de tregua, pues los kâlam seguían ardiendo entre detonaciones y chasquidos.

Sahib —dijo el rajaputra, que comenzaba a inquietarse por la extensión del incendio—. Bien sé que no arderá nuestro tamarindo, pero ¿podrán resistir el fuego los caballos?

—¿Qué caballos? —preguntó Kammamuri—. ¿Te has vuelto ciego?

—¿Qué quieres decir, Sahib?

—Que nuestros caballos han roto ya sus ligaduras y escapado más rápido que flechas.

—Entonces, ¿cómo nos arreglaremos para salvarnos?

—Los caballos mongoles, aunque huyan, vuelven a buscar a sus dueños —respondió Kammamuri—. No confío, ciertamente, en que vuelvan aquí mientras dure el incendio; pero estoy seguro que volveremos a encontrarlos y cogerlos en la llanura.

—Pero entretanto nos asfixiamos.

—Sube más arriba.

—Las ramas del tamarindo son demasiado flexibles, y se doblan bajo mi peso.

—He ahí las desventajas que tiene el ser gigante —dijo el maharata, que conservaba una sangre fría maravillosa.

—¿Y qué culpa tengo yo?

—Entonces salta dentro de las llamas.

—¿Con los cartuchos que llevo alrededor de mi cuerpo? Saltaría como una bomba.

—Pues entonces respira un poco de humo.

—¡Ah! ¡Si pudiese quitarme unas cuantas costillas y volverme tan ligero como tú, Sahib!

—No te lo aconsejo, pues aquí no hay médicos ni hospitales.

—Y ¿qué hacen nuestros perseguidores?

—Fuman, mascan betel, discuten y nos observan.

—¡Mira, Sahib! ¿Vendrán a atacarnos? ¿No temerán al fuego, que abrasaría sus pies?

—He visto a un hombre que subía entre las altas hierbas, aún verdes, llevando consigo algo que resplandecía extrañamente.

—¿Alguna bomba?

—No; más bien me parece una vasija de vidrio o porcelana.

—Se la habrán robado quizá al doctor blanco, aquel fanfarrón que nos prometió destruir todos los campamentos de Sindhia en menos de cuarenta y ocho horas.

—No creo que sea eso.

—Y ¿dónde está el hombre? ¿Debemos matarlo antes que llegue hasta nosotros?

—Sí, al momento. ¿Sabes por qué?

—Explícamelo, Sahib —dijo el rajaputra, que tosía horriblemente.

—En Bengala, entre ciertas tribus de parias, se acostumbra emplear sustancias pestíferas como medio defensivo y ofensivo. Las encierran en vasijas y después prenden fuego a una mecha, y muy bravo ha de ser el que pueda resistir el olor infernal que exhalan tales recipientes.

—¡Por la muerte de Kali! ¡Esta vez no te equivocas!

Sobre la cima de la minúscula colina extendíase lentamente una nubecilla gris impregnada de nauseabundos olores.

El hombre en cuestión había pagado con la vida su audaz intento de asfixiar a los sitiados, pues al regresar precipitadamente al campamento de los sitiadores se descubrió un instante y cayó fulminado por la carabina infalible de Kammamuri.

—¡Abajo, abajo…! ¡Salta…! —rugió este, entre dos golpes de tos—. ¡El aire ha sido envenenado!

—Y ¿no nos abrasaremos las piernas?

—No sé qué decirte. Si tienes miedo, quédate aquí y déjate morir con los pulmones llenos de aire envenenado.

—¡Oh, no, Sahib! —gritó el leal guerrero—. Ni quiero morir ni dejarte solo contra tantos enemigos. ¿Has matado al hombre que llevaba la vasija?

—A estas horas estará ya delante de Shiva, de Brahma o de Visnú —respondió Kammamuri.

Una oleada de humo fétido avanzaba hacia el tamarindo, empujada por una ligera brisa de Poniente. Era una nube extremadamente grisácea, que de cuando en cuando se inflamaba hacia sus bordes, lanzando extraños resplandores.

Los dos indostanos descendieron rápidamente hasta las ramas más bajas y enseguida saltaron al suelo, levantando una polvareda enorme de ceniza mezclada con chispas.

Por un momento creyeron morir asfixiados por el incendio, que no se había extinguido del todo y se ocultaba bajo las cenizas; pero apenas pudieron recobrarse huyeron a la carrera, levantando tras sí un reguero de chispas.

Habían ya recorrido trescientos o cuatrocientos metros, cuando al llegar a un grupo de bananos ya secos oyeron una detonación.

—¡Ah, canallas! —rugió Kammamuri—. Habían decidido realmente envenenarnos de otro modo, ya que las serpientes les dieron mal resultado.

—Tú, Sahib, has matado al tuno que llevó la vasija —dijo el rajaputra—. Pero yo espero mandar también alguno a que se lo cuente a los tres dioses de la India. ¡Esos hombres son unas fieras! ¡No merecen piedad!

Dicho esto siguió corriendo. Sus botas eran tan altas y el cuero de ellas tan fuerte, que podía correr casi impunemente entre las cenizas aunque no estuviesen apagadas.

Daba verdaderamente miedo contemplar a aquel gigante barbudo, que sólo con sus puños habría podido aplastar a varias personas. Corría como un loco, levantando tras sí nubes de chispas y cenizas, y llevando la poderosa carabina empuñada por el cañón, como si quisiera hacerla servir de clava.

Como tremenda roca desgajada de una montaña, así corría aquel gigante, dotado de hercúleas fuerzas, capaces de derribar todo obstáculo y de arrostrar todo peligra, Kammamuri le seguía saltando y gritándole desde lejos:

—¡Espérame, espérame!

Pero en vano. El rajaputra parecía haberse quedado sordo.

Atravesó como un relámpago la cima de la colina, toda invadida de humo fétido, vio a un hombre, acaso paria o faquir que intentaba huir a la carrera, y un rugido de fiera salió de su garganta:

—¡Ah, perro! ¡Estás cogido!

Enseguida retumbó un disparo.

—¿Contra quién has disparado, amigo? —preguntó Kammamuri, que había logrado alcanzarlo.

—He matado a un portador de esas vasijas asfixiantes —respondió el rajaputra—. Su cadáver va rodando ya por la colina. No he fallado. ¿Y ahora?

—¡Ahora, a escapar! Vamos a buscar nuestros caballos.

—Si es que los encontramos.

—Te repito que los caballos mongoles no se alejan mucho de sus dueños. Los encontraremos abajo en la llanura.

Bajaron a grandes saltos el collado para sustraerse rápidamente a aquel humo pestilente, que podía contener también sustancias venenosas. Por fortuna, el rajaputra había matado a tiempo al segundo portador de gases antes que hubiera podido prender fuego a la infernal mixtura; por lo cual y por no haberse transmitido hasta allí el fuego de la cima, hallábase completamente despejado el flanco oriental de la colina.

Siempre saltando como cabras del Tíbet, los dos fugitivos lograron por fin, tras furiosa carrera, llegar a la llanura.

Entrambos lanzaron un grito de alegría. Los dos caballos mongoles hallábanse pastando tranquilamente bajo una higuera malabar.

—¿No te decía yo que no se escaparían? —exclamó Kammamuri, después de tomar aliento.

—Tienes razón, Sahib —respondió el rajaputra—. ¿Pero se dejarán coger?

—No temas que huyan. Aquí no hay serpientes que los amenacen ni se ve una sola chispa. La llanura está húmeda, y trotaremos seguros.

—¿Qué hacen los hombres de Sindhia?

—Nos creerán ya asfixiados, y esperarán a que el aire se purifique para subir a la colina. ¡Por Shiva! ¡No son sus pulmones distintos de los nuestros!

Acercáronse con precaución a los caballos, que no cesaban de pastar; les agarraron fuertemente por los ollares, y habiéndoles puesto los bocados de fino acero, saltaron ágiles sobre las sillas.

—Siempre hacia Oriente —dijo Kammamuri—. Guárdate bien de las sorpresas.

—También yo tengo buenos ojos, Sahib —respondió el rajaputra.

Los caballos, docilísimos, apenas sintieron la presión de los estribos emprendieron la carrera relinchando alegremente. Pero apenas habían recorrido quinientos pasos y empezado a bordear un junglar, al parecer extensísimo, cuando detrás de ellos resonó un aullido furioso, seguido de un desenfrenado galope.

—¡Nos siguen la pista! —gritó el maharata, alargando del todo las bridas—. ¡Pronto, pronto, rajaputra! ¡Acojámonos al junglar!

Los fugitivos, que poco a poco y conteniendo a los animales habían ganado otro par de centenares de metros, con los cuales eran ya setecientos, halláronse de improviso ante una vasta abertura.

Enormes animales debían de haber atravesado el junglar, abriendo en él una especie de sendero.

—Esto parece haber sido hecho expresamente para nosotros —dijo Kammamuri—. Pasaremos a través de este mar de bambúes; pero no sin haber dado antes una dura lección a los parias de Sindhia. Debemos despachar a algunos para hacerles comprender cuán peligroso es perseguirnos. No somos más que dos; pero procuraremos combatir como diez.

Detuvo violentamente el caballo al borde mismo de la abertura, que se hallaba cubierta de enormes bambúes confusamente amontonados, y saltó a tierra.

—Ata a las bestias —dijo el rajaputra.

—Pronto, Sahib. Tengo más confianza en tu carabina que en la mía.

—Veremos —respondió simplemente Kammamuri.

Habíanse arrodillado tras un montón de enormes bambúes de los llamados tulda, y espiaban a los jinetes de Sindhia, que avanzaban trabajosamente entre las altísimas cañas.

—Caballos de poca resistencia —dijo—. Los haremos correr hasta que caigan uno a uno. Estoy seguro que no nos seguirán hasta las montañas de Sadhja.

«¡Malditos chacales! ¡Si pudiese desmontarlos a todos…!».

Los bandidos llegaban gritando y disparando sin cesar. A su cabeza iba un hombre de formas hercúleas y vestido todo de seda blanca; quizá un brahmán.

Kammamuri le miró atentamente cambiando de posición varias veces, y enseguida su enorme carabina retumbó dentro del junglar, haciendo enmudecer de repente a todas las aves que allí estaban refugiadas.

El jinete vestido de blanco se inclinó sobre el cuello de su montura, y enseguida cayó del arzón al suelo sin exhalar un grito.

Sus compañeros se detuvieron aterrados.

—Ahora te toca a ti, rajaputra —dijo el valiente maharata—, pon el blanco a setecientos metros y no errarás el tiro.

—Probaré, Sahib; nunca he sido mal tirador.

—Dispara. Es preciso asustarlos.

El gigante, que había atado los dos caballos, se escondió también tras la enorme barricada de bambúes y disparó.

Todos los rajaputras son buenos tiradores. Acostumbrados a combatir en los límites de la India, saben medir enseguida la distancia, y con dificultad yerran el tiro.

Como ya hemos dicho, son los únicos indostanos que rivalizan en valor con los maharatas, y algunas veces les igualan.

Mientras Kammamuri se apresuraba a volver a cargar la carabina, levantó el gigante la suya y apuntó sobre el grupo que avanzaba.

—Muchos son —dijo—. Alguno caerá.

A la cabeza del destacamento habíase puesto otro gigante vestido de blanco, el que incitaba con penetrantes voces a los bandidos a lanzarse rápidamente hacia delante.

Sin duda alguna debía de ser otro brahmán, pues ni parias ni faquires usan tales vestidos. Apenas si llevan la mayoría de las veces unos calzones andrajosos o una sayuela, casi siempre llena de parásitos.

El rajaputra apoyó el cañón de la carabina sobre un grueso bambú que había sido arrancado y que le protegía contra las descargas del adversario, y después de haber apuntado un rato, oprimió el gatillo.

No fue el jinete el que cayó, sino el caballo. El pobre animal se encabritó violentamente, y después cayó entre la hierba, arrojando al hombre que le montaba a varios metros de distancia.

De los labios del gigante salió un grito de rabia.

—No te enfades, amigo —dijo Kammamuri—. También los caballos valen, y el tiro ha sido soberbio.

—Pero el jinete está todavía vivo, y bien veo que se levanta del suelo.

—Te engañas.

—¿No lo estoy viendo?

Kammamuri hizo rápidamente fuego sobre el jinete, y le obligó a caer a tierra, para no levantarse más.

—¿Ves cómo todavía yace en el suelo? —dijo Kammamuri sonriendo.

—Porque tú lo has matado, Sahib. ¡Ah!, es preciso confesar que estos maharatas valen más que nosotros.

Los bandidos de Sindhia, aterrados por aquellos tres tiros, todos afortunados, a pesar de ser tan grande la distancia, se echaron a tierra, escondiéndose detrás de sus caballos.

Aunque ya sabían que sólo tenían que habérselas con dos adversarios, no se sentían con ánimos para reanudar el ataque.

—¿Los esperamos? —preguntó el rajaputra, volviendo a cargar su arma.

—De ningún modo —respondió Kammamuri—. Mientras ellos avanzan al paso, desapareceremos nosotros en el junglar. A algún sitio habrá de conducirnos esta enorme abertura.

—¿Entonces montamos?

—Y enseguida, amigo. Adelante, y que todas las divinidades de la India nos protejan, pues bien lo necesitamos.

—Confío más en mi carabina —murmuró el rajaputra—. Brahma, Shiva y Visnú se han quedado sordos, y ya no escuchan las plegarias de sus adoradores. Razón tenía un misionero blanco venido de Europa en llamarlos dioses falsos.

Alargó un instante las piernas, y el caballo mongol, siempre lleno de fuego, se lanzó por el ancho sendero, seguido por el de Kammamuri.