VI. Un tiro funesto

Efectivamente, las hordas de Sindhia, desamparadas ya de los rajaputras, cuya mayor parte había caído antes en los junglares y después en la gran cloaca, no debían de poseer un extraordinario valor, a pesar de su número.

Con un rápido ataque hubieran podido conquistar la colina, y sin embargo permanecían acampadas en la llanura, mirando hacia arriba, y disparando algún tiro de fusil que iba a perderse entre la espesura de los palas. Debían, pues, esperar mucho tiempo los sitiados. Si se sostenían firmes algunas semanas, no tardarían los montañeses, mandados por el viejo Khampur, en abandonar sus aldeas para correr en auxilio del maharajá, el esposo de la rhaní, idolatrada por aquellos hombres rudos de las montañas.

Sólo era necesario obrar con presteza, pues a pesar de los frutos de los árboles, elefantes y caballos, los Tigres de Malasia podían correr peligro de morir de hambre.

Como hemos dicho, las bandas del exrajá se mantenían tranquilas, más ocupadas en prepararse campamentos que en inquietar al enemigo, a quien tenían bien cercado.

Preciso era confesarlo; Sindhia, el loco y el borracho, continuaba siendo, al menos por el momento, el más fuerte.

A medianoche Kammamuri y el rajaputra leal, montados cada uno sobre un caballo bien nutrido y descansado, se acercaron a la cabaña que los Tigres de Malasia habían construido para sus jefes con ramas y hojas gigantescas.

Delante ardía una gran hoguera que lanzaba fulgores, tan pronto amarillos como bermejos. Sandokán, Yáñez, Tremal-Naik y el flemático holandés hallábanse fumando, atentos a cualquier posible alarma.

—Señores —dijo el valeroso maharata—. Estamos dispuestos a probar fortuna.

—Y ¿si os matan? —dijo Yáñez.

—Tenéis más hombres para enviarlos a las montañas, señor.

—Sí, los montañeses; porque los demás, no siendo Sambigliong, ignoran los caminos y no son conocidos allí. ¿Qué dices tú, Tigre de Malasia?

—Yo digo —respondió Sandokán— que antes de partir esperéis a que nosotros simulemos un ataque, para dejaros libre el camino de Oriente. He dado ya orden a mis hombres para que lleven muy abajo las ametralladoras, y abran un fuego infernal. Vosotros aprovecharéis la ocasión para bajar por la parte opuesta de la colina, y huir hacia las montañas.

—¿Cuáles son vuestros últimos encargos, señor Sandokán?

—Que reunáis todos los montañeses que podáis, y los guieis aquí. Como veis, es sencillísimo.

—¿Y bajarán a las llanuras de Assam?

—De eso respondo yo. Conozco muy bien a esos valientes, y además, se encuentran entre ellos la princesa y mi hijo.

—Entonces, el rajaputra y yo estamos prontos.

—Esperad un momento —dijo el holandés—. Voy a daros una botella llena de un fortísimo desinfectante que destruirá al momento todos los bacilos del cólera. La epidemia puede haberse desarrollado ya entre las tropas de Sindhia.

—Dejad eso en paz —dijo Sandokán—. Esta gente no tiene miedo a vuestros misteriosos bacilos.

—Es por precaución…

—¡Bah, dejadlos ir!

El holandés levantó los hombros, lanzó una gran bocanada de humo, y después dijo:

—No valía la pena que yo abandonase Malasia.

—Pero bien veis, señor Van Horn, que hasta ahora no han dado resultado alguno vuestro famosos viveros —dijo Yáñez.

—Esperad, esperad.

—¿Hasta cuándo? ¿Hasta el día que estemos todos muertos de hambre?

El holandés aspiró otra gran bocanada de humo de su pipa de porcelana, y respondió:

—¡Bah! Hay aquí mucha carne comestible. Yo sé que las trompas y pies de elefantes, asados en un horno abierto en la tierra, son bocados exquisitos. ¡Buenos atracones vamos a darnos!

—¿Y quién os llevará después, señor Van Horn? —preguntó Sandokán con acento siempre irónico.

—¡Pardiez! Mis piernas.

—Allá lo veremos.

Esto dicho, salió de la cabaña, ante la cual y junto a un gran fuego esperaban Kammamuri y el rajaputra, sosteniendo por las bridas a dos caballos de piel negra y brillantísima; dos hermosísimos animales de raza mongol, dotados de una gran resistencia y de una velocidad como la del rayo.

—Esperad —les dijo.

Empuñó un gran tizón de la hoguera, lo hizo girar por un instante para reavivar la llama y después lo lanzó a lo alto haciéndole describir una larga parábola.

Poco tiempo después se oyó hacia la mitad de la ladera occidental el crepitar de una ametralladora, seguido al punto por varios disparos de carabina.

Yáñez y Tremal-Naik, acompañados del cazador de topos, que se había hecho ya indispensable aun fuera de las cloacas, al oír aquel estruendo se apresuraron a salir empuñando sus armas.

—¿Crees que pasarán, Sandokán? —preguntó el primero, que se mostraba notablemente inquieto.

—Estoy seguro —respondió el Tigre de Malasia—. Todas las hordas de Sindhia se precipitarán hacia este lado, creyendo que queremos meternos estúpidamente en la boca del lobo. ¡Oh, no! Somos muy pocos para cometer esa imprudencia.

Después, acercándose al cazador de topos, le dijo:

—Tú, que ves tan bien de noche, baja por el lado de la colina opuesto a este, y averíguame si las hordas de Sindhia abandonan por allí sus campamentos.

—Bien, gran Sahib —respondió el baniano—. Iré corriendo, y podéis fiaros de mis ojos.

—Mira que los minutos son preciosos.

—No lo olvidaré.

Lanzóse a la carrera y desapareció en la oscuridad, como si toda su vida hubiese sido un famoso corredor pedestre. Aquel viejo debía de tener una fuerza maravillosa.

Entretanto, habíase empeñado un vivísimo tiroteo de ametralladoras y fusilería entre los hombres de Sandokán y de los bandidos del rajá.

Sin embargo, ni por una parte ni por otra se derrochaban mucho, sino en ciertos momentos, las municiones.

—¿Sigues confiado, Sandokán? —preguntó Yáñez al Tigre de Malasia, que prestaba atento oído a todos aquellos disparos.

—Te repito que caerán en el lazo que les he tendido.

—¿Y si Kammamuri y el rajaputra caen a su vez en una emboscada?

—Son hombres que sabrán guardarse. Verás cómo todo irá bien.

Kammamuri y el rajaputra, completamente tranquilos, continuaban esperando la señal de partir, con un pie en el ancho estribo de hierro terminado en punta por delante y por detrás para que pudiese servir de espuela.

Hacía un cuarto de hora que el cazador de topos había partido, y que continuaban los disparos en el flanco de la colina, cuando volvió a aparecer el viejo, corriendo siempre como un muchacho.

—Gracias, sahibs —dijo dirigiéndose a Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik—. Todas las tropas que acampaban junto a la base de la colina, por el lado de Oriente, han desaparecido; los campamentos están abandonados.

—¿Estás bien seguro? —preguntó el Tigre de Malasia.

—Según os dije, mis ojos ven en las tinieblas quizá como los de mis antiguos compañeros los topos.

—A los que tú devorabas implacablemente —dijo Yáñez.

—La lucha por la vida, gran Sahib.

—Entonces podéis partir vosotros —dijo Sandokán—. Los caballos han sido escogidos con esmero, están bien comidos y descansados, y por lo tanto, os llevarán muy lejos. Sólo os recomiendo que os guardéis de las emboscadas.

—Abriremos bien los ojos, como el cazador de topos —respondió Kammamuri.

—Partid y llevad mis saludos a la rhaní y a mi hijo —dijo Yáñez—. Pensad que nuestra suerte está en vuestras manos.

—Procuraremos no dejar que nos aprisionen.

Estaban a punto de partir, cuando el señor Van Horn se acercó a ellos, diciendo con su calmoso acento de costumbre.

—Si podéis, procuradme alguna noticia sobre el desarrollo del cólera. A estas horas debe de haber ya no pocos muertos en los campamentos del rajá.

—¿Lo creéis así?

—Sin duda alguna. Mis bacilos han tenido tiempo suficiente para desarrollarse.

—Me parece que los muertos no lo habrán sido por el cólera, sino por mis ametralladoras.

—Ya veréis. Esperad.

—Sí, hasta el fin del mundo.

El holandés no era hombre que se aturdía ni aun siquiera por una frase tan dura.

Levantó los hombros, se acomodó los lentes, y siempre con su pipa en la boca, se alejó para hacer acaso una visita a sus famosas botellas llenas de microbios mortíferos, según él afirmaba.

—Ea, partid —dijo Yáñez a Kammamuri y al rajaputra, mientras el fuego de fusilería continuaba tronando bajo los bosques de palas.

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Los dos valientes cayeron de un solo salto sobre la silla. Recogieron las bridas, afirmaron bien los pies en los largos estribos, saludaron por última vez con la cabeza y lanzaron al galope los caballos, que, saciada su hambre y un tanto descansados, parecían no desear más que correr.

—Abre bien los ojos, rajaputra —dijo el maharata, descendiendo veloz por la ladera.

—Ábrelos tú también, Sahib —respondió el gigante—. Cuatro ojos ven más que dos.

—¿Crees tú que pasaremos?

—¡Por todos los dioses de la India! Pasaremos a carrera tendida, y veremos si es capaz de detenernos toda esa escoria de bandidos.

—¿Has estado alguna vez allá abajo?

—¿En Sadhja? No; pero he oído hablar mucho de esas montañas.

—Tenemos camino para cuatro días lo menos.

—No me asusta viajar a caballo.

—Entonces todo va bien —dijo Kammamuri, sosteniendo estrechamente las bridas de su magnífico corcel.

Por el lado opuesto de la colina continuaban los disparos. Las detonaciones venían a veces acompañadas de aullidos salvajes, lanzados por las hordas de Sindhia, más acostumbradas a gritar que a manejar el fusil.

Sin embargo, no debía haberse empeñado una verdadera batalla, por no sacar los sitiados ventaja alguna de bajar a la llanura, mientras se encontrasen fortificados allá arriba entre las rocas como en un castillo.

Sandokán y Yáñez eran muy prudentes, y no se arriesgarían en un ataque a fondo con los pocos hombres que tenían.

Los sitiadores, verdadera horda de bandidos, parias, faquires y brahmanes, tenían idénticos motivos para no luchar, habiendo experimentado ya la audacia de sus adversarios.

Sin duda alguna el rajá confiaba más en el hambre de los sitiados que en las armas de fuego de sus tropas.

Entretanto Kammamuri y el rajaputra, cada vez más animosos, continuaban bajando a pesar de la oscuridad por entre espesos grupos de árboles, entre los cuales había acá o allá holgados pasajes.

Los caballos tenían el paso tan seguro casi como los mulos, y no había peligro alguno de que diesen una caída.

Eran valientes animales, acostumbrados ya a atravesar los junglares y a escalar o bajar montañas.

Apenas había transcurrido media hora, cuando los dos valientes llegaron al llano.

—Antes de espolear a los corceles, miremos con atención —dijo Kammamuri.

—No veo nada —respondió el rajaputra—. Verdad es que no poseo los ojos del cazador de topos.

—Habrán corrido todos al otro lado, temiendo una salida del maharajá.

—¿Arrancaremos, Sahib?

—Arranquemos, rajaputra, y llevemos preparada la carabina.

Los dos caballos, que se habían detenido un momento, partieron a carrera desenfrenada, espoleados vivamente por los agudos estribos.

La noche era oscurísima, sin descubrirse la luna ni las estrellas, por estar el cielo cubierto de nubes, que un viento muy frío empujaba hacia Poniente, bajando de las montañas de Sadhja.

Pero Kammamuri, como la mayoría de los indostanos y zíngaros, sabía orientarse perfectamente, aunque Yáñez, al despedirse, le había regalado una pequeña brújula de oro.

Transcurrió otra media hora. En la vasta y tenebrosa llanura, cubierta a trechos por espesos arbustos del género de los kâlam, aunque menos altos, sólo se oía resonar el galope, cada vez más precipitado, de los caballos.

A lo lejos, y en dirección de la colina, retumbaba sólo de vez en cuando algún disparo de carabina o descarga de metralla. Parecía que sitiados y sitiadores economizaban las municiones, harto preciosas para unos y otros.

Imaginábanse los jinetes haber recorrido ya cuatro o cinco millas y hallarse fuera de peligro, cuando en medio de la densa oscuridad oyóse gritar una voz ronca:

—¡Alto! ¡Alto! ¿Quién va?

—No respondas tú —dijo rápidamente Kammamuri a su gigantesco compañero, reteniendo el caballo.

Y enseguida gritó a su vez con una voz amenazadora:

—¡Alto vosotros, perros del maharajá!

—Te engañas —dijo el hombre que había dado el alto—. Somos guerreros de Sindhia.

—¡Mentís! Los hombres del rajá se hallan todos alrededor de la colina y están combatiendo.

—Ya lo sabemos. ¿Quiénes sois vosotros?

Rajaputras.

—Y ¿adónde vais?

—El maharajá ha logrado huir, y le perseguimos.

—¿Cuántos sois?

—Veinte.

—Yo no puedo dejaros pasar —gritó el hombre de Sindhia—. He recibido órdenes terminantes del rajá.

—Y nosotros también. Debemos coger vivo o muerto al hombre blanco.

—Nadie ha pasado por aquí.

—¿Dormías acaso? Se lo diré a Sindhia, miserable —rugió el maharata.

Después, volviéndose al rajaputra, le dijo rápidamente:

—Prepárate a atacar.

—Estoy pronto, Sahib. Después de la carabina, manejaré mi cimitarra, y veréis qué estragos haré en esos hombres.

En medio de las hierbas, tan altas en aquel sitio que tocaban los estribos de los jinetes, oíase hablar a varias personas. No debían de distar unos doscientos metros y quizá formaban un pequeño campamento encargado de vigilar a retaguardia.

El jefe de la tropa, que fue el primero que dio el alto, después de algunos minutos de conversación con sus guerreros, que se mantenían siempre cuidadosamente escondidos entre la hierba, hizo de nuevo resonar su voz potente.

—Si sois realmente rajaputras —gritó—, volved atrás. El rajá os necesita.

—Nada de eso —respondió Kammamuri—. Ha tomado ya por asalto la colina, y sólo han logrado escapar pocos de sus enemigos, entre los cuales está el maharajá. Paso, pues, y no nos importunéis, viles parias.

—Gritas demasiado fuerte.

—Los rajaputras no somos hombres para dejar que nos detengáis. Sin nosotros no habríais conquistado nunca a Gauhati.

—Pasaréis, pero antes quiero convencerme de que sois realmente lo que decís. Esperad que encendamos fuego.

—¿Para quemar los kâlam?

—Iremos con cuidado.

—Si nos hacéis perder mucho tiempo, perderemos la pista del maharajá.

—Sólo pido un minuto.

—¿Y nosotros, Sahib? —preguntó el hercúleo rajaputra, que se sentía invadido de unas furiosas ganas de atacar.

—Nosotros no seremos tan tontos que esperemos a que enciendan fuego.

—¿Creéis que serán muchos?

—Quizá no. Deja la carabina y empuña bien la cimitarra. Tenemos, además, las pistolas, de modo que podemos contar con diez tiros.

—¿Vamos? —preguntó el rajaputra, que contenía a duras penas a su caballo.

—Sí; vamos a toda carrera, atacando. Mantente firme en la silla.

—Como si estuviera clavado.

En aquel momento brilló un resplandor en las tinieblas. Los hombres de Sindhia debían de haber encendido alguna rama resinosa.

—¡A ellos! —dijo en voz baja el maharata.

Los dos jinetes, a quienes sobre todo importaba no dejar ver lo escaso de sus fuerzas, aflojaron las bridas, empuñaron las cimitarras y se lanzaron hacia delante con bravura.

En un instante cayeron sobre una fila de hombres, también provistos de caballos, y de un solo empujón la rompieron, lanzando gritos terribles y esgrimiendo furiosamente sus aceros.

Pasaron como flechas, saludados apenas por algún disparo de fusil o pistola, y se alejaron a todo galope, con rumbo siempre hacia el Oriente.

Pero no habían recorrido trescientos o cuatrocientos metros cuando oyeron tras de sí el galope desenfrenado de numerosos caballos.

—¡Maldición! —exclamó Kammamuri—. ¡Tenían caballos!

—Y nos perseguirán furiosamente —añadió el gigante, envainando la cimitarra tinta en sangre y cogiendo del arzón la carabina—. Afortunadamente la oscuridad es muy grande, y no sé si acertarán a dirigirse en derechura hacia nosotros.

—El ruido de nuestros caballos nos vende.

—Lo que yo quisiera saber es lo que son esos jinetes. ¿Serán rajaputras?

—¡Hum! Lo dudo mucho. Nosotros tenemos un grito de guerra distinto del de todas las castas guerreras del Indostán, y no lo he oído. ¿Quién hubiera dicho que ese loco furioso se procuraría también caballería?

—Yo creo que por debajo de todo esto anda la zarpa del leopardo inglés —dijo Kammamuri—. Nosotros hemos sido muy odiados en Malasia por nuestras famosas victorias.

En esto resonó un disparo, rompiendo el fogonazo por un instante las tinieblas; mas los fugitivos no oyeron el silbido de la bala.

—No respondamos —dijo precipitadamente Kammamuri al ver que el rajaputra iba a volverse sobre la silla—. No señalemos por ahora el sitio en que nos hallamos. Pueden ser muchos, y con una descarga afortunada echarnos a los dos por el suelo.

—Tienes razón, Sahib; y deben de ser realmente muchos, según es el ruido que producen sus caballos. Apresuremos el paso.

—Faltan, por lo menos, dos horas para que salga el sol, y lo mejor será que les tomemos mayor delantera —respondió el maharata—. En nuestros días están muy perfeccionadas las armas de fuego, y puede alcanzarnos y aun matarnos una bala desde quinientos o más metros. ¿Te parece que resistirá tu caballo?

—Corre como si tuviese fuego en las venas, Sahib.

—También el mío. El señor Yáñez nos los ha escogido con cuidado.

—Entonces, apretemos —respondió el rajaputra.

—Pero no tanto que reventemos a estas pobres bestias, que nos pueden prestar servicios inmensos.

Aflojaron algo las bridas y espolearan un poco a los corceles. Los dos mogoles apretaron al punto el paso y emprendieron un galope velocísimo, hendiendo con sus robustos cascos los kâlam que se extendían como un mar de verdor.

Detrás de ellos galopaban furiosamente los jinetes de Sindhia, intimándoles sin cesar el alto y disparando tiros de carabina, que no hacían impresión alguna en el maharata ni en el rajaputra, sabedores ya por experiencia de lo mal que tiraban a pie aquellos bandidos; de modo que tirando a caballo, no debían de valer absolutamente nada.

Con armas blancas el caso hubiese sido distinto.

Hacía ya una hora larga que galopaban los dos valientes, cuando llegaron ante una pequeña altura, de laderas muy anchas y accesibles, y de unos sesenta metros de elevación.

—¡Arriba! —dijo el maharata.

—¿Y después? —preguntó el rajaputra.

—Procuraremos detener a esos malditos. ¿Estás seguro de tus tiros?

—Rara vez yerro uno, Sahib —contestó el rajaputra.

—Esta carrera no puede durar eternamente, y además quiero contar los enemigos que llevamos a los talones.

—¿Y si reciben refuerzos?

—No lo creo. Estamos ya muy lejos de los campamentos de Sindhia. Debemos de haber recorrido con seguridad más de veinticinco millas.

—Entonces subamos —respondió el rajaputra—. Yo también comprendo que no debemos agotar en una sola carrera las fuerzas de estos animales, ya muy maltratados en las cloacas. ¿Pero qué harán entretanto los grandes sahibs?

—No te preocupes de eso. Ya he dicho que no son hombres para dejarse coger.

—¿Y si se prolonga el asedio?

—¿No tienen para mantenerse a los elefantes y a los caballos? Además, los bosques que cubren la colina les proporcionarán por algún tiempo recursos.

Los dos caballos ganaron entretanto la altura sin disminuir la rapidez, y se detuvieron entre un grupo de colosales tamarindos.

Alrededor alzábanse por todos lados hierbas gigantescas, entre las cuales serpenteaban confusamente cañas de la India, enroscadas como reptiles.

Kammamuri lanzó en torno suyo una rápida mirada, y dijo al rajaputra:

—He aquí una posición magnífica para detener a esos condenados. Cuando hayamos tumbado algunos, proseguiremos de nuevo la carrera.

Ataron los dos caballos, quitáronles los bocados para que pudiesen pastar libremente, y enseguida, empuñando las carabinas, se dirigieron hacia el lado occidental de la colina.

Los jinetes de Sindhia se acercaban aullando sin cesar y malgastando municiones; pero era todavía muy densa la oscuridad para poderlos contar.

¿Eran muchos o pocos? He aquí lo que se preguntaba ansiosamente el maharata.

Pero la aurora estaba muy próxima. Por el Oriente avanzaba un tenuísimo velo color de rosa que iba ocultando rápidamente las estrellas.

Los dos valientes se escondieron entre los altísimos kâlam y esperaron dispuestos a ametrallar a sus adversarios.

Mas los bandidos, advirtiendo que los fugitivos habían tomado posiciones y no sabiendo tampoco con cuántos hombres tenían que habérselas, no se atrevieron a ganar la altura.

También ellos esperaban para decidirse a que el sol saliese.

El rajaputra, bien escondido entre la hierba, había entretanto encendido su vieja pipa y se puso a fumar, aunque siempre con ojos y oídos muy alerta.

Kammamuri, habiendo encontrado un cigarrillo en el fondo de su bolsillo, imitó a su compañero.

Poco a poco se iba el cielo aclarando, aunque menos rápidamente que otras veces, por las grandes masas de vapores que le encubrían. La luz, rosada al principio, se iba tomando lentamente amarilla.

De allí a poco, el sol extendió su haz de rayos sobre la inmensa llanura que se prolongaba hasta los baluartes de la ciudad destruida, y los dos fugitivos pudieron ver un grupo formado por unos treinta jinetes, bastante bien montados sobre caballos oscuros y formidablemente armados.

—¡Por Shiva! —exclamó Kammamuri—. Son bastantes. No creí que fuesen tantos.

—No son rajaputras. ¿Qué serán? ¿Parias, faquires, brahmanes, thugs, o peores todavía?

—Difícil es saberlo, pero veo que se sostienen bastante bien en la silla.

—¿Empezamos a disparar?

—¿Con qué está cargada tu carabina, con metralla o con bala?

—Con bala, Sahib —respondió el rajaputra.

—Está bien. Los cartuchos de metralla los emplearemos más tarde. ¿Ves aquel hombre que lleva un gigantesco turbante rojo y que parece ser por su aspecto el jefe de ese destacamento de jinetes?

—Lo veo.

—Pues mira a ver si le das.

—Enseguida, Sahib.

El rajaputra, manteniéndose siempre medio escondido entre los kâlam, apuntó la carabina con gran cuidado.

Iba a disparar, cuando le dijo de pronto el maharata:

—Espera. Nos ataca por la espalda algún otro enemigo más terrible.

—¿Cuál?

—Mucho me engaño si no tenemos encima un bâgh.

—¿Es posible, Sahib?

—Soy un viejo cazador de tigres y no puedo equivocarme.

—¡Por Parvali! Treinta hombres delante de nosotros y un bâgh a la espalda. ¡Malditas bestias! Siempre acuden donde hay carne humana que devorar.

—¿Qué hacemos, maharata?

—Ante todo, pensemos en deshacernos de la fiera, la cual podría echársenos encima en lo más crítico del combate.

—¿Enredarnos en este momento con un tigre?

—No hay más remedio —respondió Kammamuri con voz firme—. Por lo demás, no son tan terribles como tú crees. ¡Cuántos habré matado yo en la Jungla Negra en compañía de mi amo! Ven, procura no hacer ruido, y no te ocupes por ahora de los jinetes. No osarán subir, te lo aseguro.

—Vamos, pues, a matar antes el bâgh —respondió dócilmente el rajaputra—. Si yerro el tiro, tengo buenos brazos y lo ahogaré.

—¿Y los zarpazos?

—Ya me guardaré de ellos.

No debía de engañarse Kammamuri, antiguo cazador de tigres, que durante muchos años batalló con estas peligrosísimas fieras en la Jungla Negra, acompañando a su amo, Tremal-Naik. Además, no solamente los había cazado en la India, sino también en Malasia.

Pero ¿cómo era que siendo ya de día vagaba por la cima de la colina aquella formidable bestia? Es sabido que todas las fieras, al salir el sol, se apresuran a guarecerse en sus cubiles, pues sólo cazan de noche. Probablemente, aquel bâgh no había cenado aquella noche, y se obstinaba, a pesar de la luz del día, en procurarse unos bistecs.

Sea lo que fuere lo que sobre esto se haya dicho o escrito, lo cierto es que los tigres, cuando están hambrientos, no vacilan en atacar al hombre, confiados en su salto impetuoso e irresistible y en su fuerza más que extraordinaria, y muy superior a la del león.

En el África meridional se han visto leones que saltaron dentro de los kral, bóers o zulúes, y volvieron a saltar el cercado llevando un cabrito entre sus potentes mandíbulas. Pero en la India se ve algo más; un tigre adulto no vacila en arrebatar un buey o una ternera, y saltar con aquel peso un cercado de espinas.

Tanto el rajaputra como el maharata sabían bien con qué adversario iban a habérselas, mucho más resuelto e intrépido que los bandidos que los perseguían. De ahí que se pusiesen en movimiento con grandes precauciones, procurando salvar a los caballos de un ataque repentino.

Siempre juntos, rodearon los tamarindos, llevando las carabinas apuntadas y moviendo con los cañones los altísimos kâlam.

Kammamuri permaneció un momento en silenciosa observación, pero enseguida se dio con la mano izquierda una palmada en la frente, diciendo:

—¡Somos unos estúpidos!

El rajaputra le interrogó con la mirada, y por un momento abatió el arma.

—¡Ya lo creo! Somos unos necios —repitió el maharata—. Ya que no podemos descubrir al bâgh, subamos más arriba y lo descubriremos.

—¿Adónde, si estamos ya en la cima de la colina?

—A un tamarindo, desde el cual haremos fuego con mucho menos peligro.

—No se me hubiera ocurrido a mí tan buena idea —confesó cándidamente el rajaputra.

—¿Pero se aprovechará el tigre de la ocasión para saltar a la grupa de nuestros caballos?

—Tenemos diez tiros a nuestra disposición.

Junto a ellos se alzaban, como hemos dicho, varios soberbios tamarindos, cuyas ramas altísimas se doblaban bajo el peso de enormes racimos de frutos. Tendrían unos quince o veinte metros de altura, y sus troncos lisos desaparecían casi por completo bajo una abundante vegetación parásita.

Escalar uno de los troncos no debía de ser, para hombres ágiles como el rajaputra y el maharata, más que un juego de niños.

Pero antes de intentar la empresa, temerosos los dos valientes de ser asaltados a poca altura y arrojados al suelo, miraron en torno suyo y tuvieron la suerte de ver dos grandes fragmentos de roca, casi arrancados por las aguas.

El rajaputra, por ser mucho más robusto que el maharata, fue el encargado de levantar al tigre. Mas la maldita fiera se obstinó en no dejar su escondite, contentándose, al ver arrojadas las dos grandes piedras, con sólo lanzar un rugido amenazador.

—¿Qué hacen los jinetes? —preguntó el gigante al maharata.

—Han acampado, esperando quizá refuerzos.

Sahib, desembaracémonos del bâgh y emprendamos de nuevo la carrera.

—Bien, subamos.

Escucharon por última vez, observaron con cuidado los kâlam, que permanecían completamente inmóviles, y enseguida se lanzaron los dos sobre un grueso tamarindo, asiéronse a las plantas parásitas, y en un momento se hallaron a quince metros de altura, acomodados entre gruesas ramas.

—¿Ves al tigre?

—Sí, se halla solamente a veinte pasos de nosotros.

—Podía habérseme ocurrido antes.

—Lo creo.

Allá abajo, tendido en medio de espesos kâlam, se divisaba la terrible fiera.

Iban a hacer fuego, cuando advirtieron un hecho extraordinario. El bâgh hallábase tendido entre cuatro grandes cestas que tenían las cubiertas levantadas.

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Kammamuri miró al rajaputra.

—¿Has visto nunca algo semejante?

—Nunca, Sahib.

—Me temo algún lazo.

—Pues matemos al bâgh y enseguida iremos a ver lo que contienen esas cestas.

—¡Por Shiva! ¿Si será el desayuno de la fiera? —dijo Kammamuri, soltando la carcajada.

—¿Estará amaestrada?

El maharata levantó los hombros, acomodóse lo mejor que pudo sobre una gruesa rama y miró por última vez al tigre, que parecía dormir plácidamente, pues hasta su larga cola permanecía inmóvil.

—¿Qué opinas tú, rajaputra? —dijo el maharata.

—Que ya es hora de hacer fuego.

—¿Está cargada tu carabina con metralla o con bala?

—Con bala y con metralla. Sabes mejor que yo que estas armas colosales pueden soportar sin peligro doble carga.

—Sobre eso no tengo temor alguno. Déjame disparar primero a mí, que no yerro nunca el tiro. Si mato, como espero, al tigre, tú ametrallarás esas cestas sospechosas.

Miró con gran calma y con extrema atención. Veía perfectamente a la fiera tendida entre las altas hierbas a poco más de veinte pasos, e iba ya a disparar, cuando el rajaputra le vio, con gran asombro, levantar vivamente la carabina, y le oyó lanzar una sorda imprecación.

—¿Qué sucede, Sahib? ¿No te atreves a disparar?

—Sucede que no veo claro en este asunto. El tigre está aplastado, como si por obra de milagro le hubiesen despojado de su carne y huesos.

—¡Pero si ha rugido hace pocos minutos!

—Yo he conocido muchos indostanos que sabían imitar perfectamente el rugido del bâgh.

—¿Bajamos?

—¡Oh, no! Antes quiero asegurarme.

Volvió a apuntar, y al cabo de unos segundos disparó, pero el tigre permaneció completamente inmóvil.

—Y, sin embargo, le he acertado —dijo el maharata, furioso—. ¿Habré disparado sobre una piel solamente?

—¡Es imposible!

—Prueba a disparar tú también.

—Enseguida, Sahib.

El rajaputra disparó, a su vez, con su enorme carabina cargada de bala y de metralla, pero también ahora permaneció el tigre inmóvil.

En cambio, agitáronse furiosamente las cuatro cestas, y por sus bocas salieron silbando, retorciéndose y saltando un gran número de serpientes, que se dispersaron al punto entre los kâlam próximos a los tamarindos.

Había allí reptiles de toda especie: serpientes del minuto, cobracapelos, serpientes matizadas de hermosas manchas coralinas, boas verdes-azuladas de anillos irregulares y de cuatro o cinco metros de largo y serpientes bis-cobras[22].

Los dos indostanos lanzaron un grito agudísimo, y volvieron a cargar precipitadamente sus armas, esta vez con metralla.