V. La retirada

Apenas el cazador de topos abandonó la factoría se lanzó en furiosa carrera, orientándose perfectamente. Acostumbrado a vivir en las tinieblas, no necesitaba luz para caminar. Sus oídos tenían, además, una extraordinaria finura.

Aquel viejo poseía una energía indomable, y tenía músculos de acero. Puesto a correr, parecía un galgo.

Había ya sentido, más bien que oído, a los enemigos, y procuraba no encontrarlos. Por desgracia, la noche era extremadamente oscura, aun para un hombre habituado a vivir entre las tinieblas de las cloacas, y fue a dar en las manos de dos rajaputras, que se habían puesto en acecho detrás de las higueras banianas.

—¿Quién eres? —le gritaron los dos guerreros, sujetándolo fuertemente y arrojándolo con rudeza al suelo.

—El dueño de esa factoría que veis allí —respondió el cazador de topos—. Han venido unos hombres, me han apuntado sus pistolas a la garganta, y después me han tirado a través de la puerta como si fuese un costal de trapos.

—¿Y adónde huyes ahora? —preguntó el más viejo de los guerreros.

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—Ni yo mismo lo sé —respondió el baniano—. Corría sin dirección fija, por miedo a que esos hombres me matasen.

—¿Hay muchos dentro de esa casa?

—Yo he visto muchos, pero no sabría precisar el número, Sahib. Estaba muy asustado.

—¿Has visto armas gruesas?

—¿Cañones?

—No; unos instrumentos extraños que tienen unos tubos en forma de abanico y que hacen un fuego infernal.

—Sí, en efecto; paréceme haber visto algo semejante.

—Se llaman ametralladoras.

—No sé nada. Yo no soy más que un pobre labrador, arruinado ahora sin remedio, pues ni el rajá, ni el maharajá, ni la rhaní, me indemnizarán por la pérdida de mi factoría.

—Quien acaso te pague será el rajá —respondió el rajaputra.

—Has dicho acaso, Sahib.

—La guerra cuesta cara, y nuestro amo debe de tener, al menos por ahora, las arcas vacías.

—Entonces no me queda otro arbitrio que juntarme con unos parientes míos que poseen también otra factoría, y ofrecerles mis últimas fuerzas, para no morirme de hambre.

—¿Se encuentran muy lejos?

—A unas treinta millas, lo menos —respondió el cazador de topos.

—Antes que llegues, te devorarán los leopardos o los tigres.

—Así habré terminado de sufrir. Soy ya viejo, muy viejo.

—Pero corrías como un chacal joven.

—El miedo me ponía alas en los pies.

Los dos rajaputras cambiaron entre sí una mirada; después, el que había hecho el interrogatorio dijo a su compañero:

—Dejemos marchar a este desgraciado, empobrecido completamente por la guerra.

—¿Y si fuese un espía del maharajá? —preguntó el rajaputra más joven.

—Seguramente no se servirá de gente tan vieja; ya hemos sabido bastante, y este pobre hombre no podrá darnos más noticias.

—Haz lo que quieras.

—Anciano, estás libre; pero guárdate de malos encuentros. Bien sabes que en los junglares se esconden muchas bestias feroces, siempre hambrientas de carne humana.

—Buenas noches, Sahib —dijo el baniano, fingiéndose conmovido—. Vosotros sois buenos.

Y enseguida reanudó su carrera, y desapareció bien pronto en los boscajes que se extendían al sur de la capital, los cuales conocía palmo a palmo por haber sido también cazador.

No se atrevía a dirigirse enseguida hacia las cloacas, temiendo que los dos rajaputras le siguiesen de lejos.

Caminó un par de millas, casi siempre corriendo; después se deslizó entre los arrozales y llegó a los baluartes.

Por aquel lado no había tropas. Quizá Sindhia las había acumulado ante la boca de la alcantarilla.

Vagó entre las ruinas, que todavía conservaban algún calor, y después de haber dado un gran rodeo, logró ganar el subterráneo.

No llevaba lámpara alguna, pero ya sabemos que aquel hombre extraño, hecho a vivir entre tinieblas, veía en ellas lo mismo, o quizá mejor, que un gato.

Enfiló la galería que atravesaba rotondas y emprendió de nuevo la carrera. Aquel viejo tenía una resistencia absolutamente increíble.

Estaba ya a punto de desembocar en la cloaca central, cuando oyó vigorosas descargas. Parecía que en la boca de la alcantarilla se había empeñado una gran batalla.

Entre las detonaciones percibíanse los formidables barritos de los elefantes y los relinchos de los caballos.

El cazador de topos continuó corriendo por la cloaca; pero al ver una hoguera encendida en un margen de la corriente, refrenó el paso, gritando:

—¡No disparéis! ¡Soy el malabar!

Alrededor de unos trozos de leña, hallábanse reunidos, como en consejo, Sandokán, Tremal-Naik, Kammamuri y el viejo guerrero malayo a quien llamaban Sambigliong.

Al ver llegar como una tromba y solo al cazador de topos, pusiéronse en pie todos, presas de vivísima emoción.

—Ha sido preso el maharajá, ¿verdad? —le preguntó ansioso Sandokán.

—Preso, no; pero se encuentra sitiado en campo abierto dentro de una sólida factoría, tras cuyos muros podrán resistir pocos días sus compañeros.

—¿A qué distancia de los baluartes?

—A dos millas. Íbamos a hacer acopio de hojas para nuestros elefantes, cuando las gentes de Sindhia se nos echaron encima, y con tal rapidez que sólo yo tuve tiempo de huir para traeros tan triste nueva.

—¿Y el brahmán? —preguntó Tremal-Naik.

—También él se puso a salvo. No debía exponerse al peligro, por ser él tan conocido en los campamentos del rajá.

—Dime ahora —intervino Sandokán, que había recobrado prontamente su extraordinaria sangre fría—. ¿Cuánto tiempo podrá resistir el maharajá?

—No sé deciros, gran Sahib. Todo depende de la tenacidad y valor de los sitiadores.

—¿Son muchos?

—Lo menos quinientos o seiscientos.

—Y los nuestros no son más que trece. Ya no tenemos tiempo para esperar a que se desarrollen los gérmenes del cólera, si es que se desarrollan. Yo no he tenido nunca confianza alguna en esas botellas. El holandés habría hecho mejor en fabricarnos granadas de mano. ¿Y tú qué dices, Tremal-Naik?

—Opino como tú —respondió el cazador de la Jungla Negra.

—¿Qué debemos, pues, resolver? No podemos permanecer más tiempo aquí, porque además, los elefantes y los caballos son presa del hambre. Antes que se debiliten por completo, sirvámonos de ellos. Daremos una carga furiosa con todos nuestros animales, y correremos en auxilio de Yáñez.

—Siempre eres el mismo —dijo Tremal-Naik—. Jamás has contado a tus enemigos.

—He guardado siempre esa buena costumbre, y nunca he tenido que arrepentirme.

—Y una vez salvado Yáñez, ¿adónde iremos?

—Nos refugiaremos entre los montañeses de Sadhja. Allí no vendrá Sindhia a molestarnos, te lo aseguro.

—Pero entretanto se apoderará de las mejores ciudades de Assam, que nosotros no podremos defender.

—Se las quitaremos después —respondió Sandokán—. Ahora ya hay que reconquistar de punta a punta este famoso imperio, por el cual no daría cien rupias, pues produce más daño que utilidades.

—Pues será una empresa algo dura.

—Nuestro oficio es batallar de continuo. Ya me empezaba a aburrir mortalmente en Mompracem, donde los ingleses me dejan tranquilo.

Contempló detenidamente el rostro del cazador de topos, que no había pronunciado una sola palabra, y le preguntó:

—¿Sabrás tú conducirnos a la factoría sin equivocar el camino?

—Respondo de ello en absoluto, gran Sahib —contestó el baniano—. Colocadme junto al cornac que guíe el primer elefante, y veréis cómo vamos, o mejor, corremos como galgos en derechura a la factoría.

Sandokán miró su reloj.

—Son las tres. Aprovechemos la hora que aún queda de oscuridad. Hará calor; la empresa será dura, pero no desespero de lograrla. Sindhia sólo tiene una gentualla que cederá enseguida al primer ataque.

—¿Y los rajaputras? —preguntó Kammamuri.

—Hemos matado tantos en los junglares, que me parece que le deben de quedar muy pocos a Sindhia. Además, parte de esos guerreros están ocupados alrededor de la factoría.

Sandokán examinó su carabina y sus pistolas, hizo correr varias veces dentro de la vaina su cimitarra, y enseguida dijo con voz resuelta:

—Vamos; tendremos algún muerto, pero no lo podemos evitar.

Pusiéronse todos en marcha, sin cuidarse de apagar la hoguera, y llegaron al sitio donde se hallaban los elefantes y los caballos.

Los pobres animales, atormentados por el hambre, llenaban la gran cloaca de formidables fragores.

En vano los cornacs trataban de calmar con caricias y palabras a los gigantescos proboscidios, que se habían puesto furiosos.

El holandés se hallaba en el houdah o castillete que contenía sus famosas cajas llenas de botellas homicidas, según él afirmaba.

—Señor Van Horn —dijo Sandokán—. Dejad dormir vuestros microbios y preparad vuestras armas de fuego.

—¿Cómo? —exclamó el médico—. ¿Partimos sin esperar el desarrollo de mis bacilos Virgula?

—No tenemos tiempo que perder, señor —dijo Sandokán con algo de rudeza—. Además, yo siempre he tenido más confianza en mis ametralladoras y en los kampilangs de mis guerreros.

—¡Oh, no importa! Las gentes de Sindhia morirán lo mismo —respondió el holandés, con su flema acostumbrada.

Junto a los elefantes y los caballos estaban los cornacs y dos docenas de malayos.

Sandokán les dio algunas órdenes con voz breve.

—Os esperaremos —dijo después— en la salida de la gran cloaca. Procurad que estén cargadas todas las ametralladoras. Son las armas en que más confío.

Después, seguido de sus compañeros y del cazador de topos, se lanzó con rapidez a lo largo de la cloaca.

En la boca de esta ya no se combatía. Los bandidos de Sindhia, después de haber hecho una débil tentativa para forzar la entrada, se habían retirado prontamente ante las grandes carabinas de los malayos y dayakos, que los ametrallaban implacables sin darles cuartel.

Cuando Sandokán llegó, sus hombres, enterados ya de lo que se trataba, estaban dispuestos a empeñar la lucha. Aquellos terribles piratas de los mares tenían, lo mismo que su tremendo capitán, adquirida costumbre de lanzarse al abordaje y emprender el asalto sin preguntarse jamás cuánta gente tenían enfrente.

Eran guerreros que no temían ni a cañones ni a bayonetas. A tantas victorias les había conducido el Tigre de Malasia, que jamás temían empeñar un combate.

—Con cincuenta mil hombres como estos se puede conquistar el Asia entera —murmuró Tremal-Naik.

Los elefantes y los caballos llegaron sin mucho estruendo, pues los cornacs y los jinetes hacían todo lo posible para mantener los animales en calma.

Sandokán habíase adelantado hacia la boca de la cloaca en compañía de Tremal-Naik, Kammamuri y el cazador de topos, e interrogaba ansiosamente a las tinieblas.

Nada se advertía; pero era seguro que los bandidos debían de hallarse reunidos en gran número, pues hasta pocos minutos antes habían estado disparando contra la entrada de la cloaca.

—De fijo que no se esperan esta sorpresa —dijo a Tremal-Naik—. Cargaremos a fondo, y nos abriremos paso sin sufrir muchas pérdidas.

—Hemos probado ya otras emociones, ¿verdad, amigo?

—Sobre todo a bordo del Rey del Mar —respondió el famoso cazador—. Y eso que entonces combatíamos contra mi yerno.

—Y tú, cazador de topos, que ves de noche como los gatos y los chacales, ¿distingues algo? —preguntó Sandokán al baniano.

—Sí; alrededor de la mezquita hay hombres reunidos.

—¿Muchos?

—No sé deciros, gran Sahib.

—Montemos; los cornacs no pueden contener a los elefantes.

Subieron rápidamente al houdah del primer elefante, colocáronse detrás de las ametralladoras y miraron por última vez a los demás animales, que al sentir el perfume de hierbas y de plantas traído por el viento hasta la gran cloaca, se agitaban y encabritaban, intentando escapar.

—Los dayakos a la derecha de los elefantes, y los malayos a la izquierda —gritó Sandokán—. Y ahora, ¡adelante! ¡A la batalla!

La Columna infernal se precipitó fuera del gigantesco subterráneo, lanzando espantosos gritos de guerra.

Los elefantes, unos detrás de otro, pusiéronse a correr furiosamente, barritando.

En un momento halláronse todos aquellos valientes en las proximidades de la mezquita.

—¡Fuego de ametralladoras! —rugió Sandokán—. ¡Pronto, pronto!

Centenares de hombres salieron de las tinieblas disparando desesperadamente contra los elefantes; pero el fuego de las ametralladoras los detuvo enseguida.

—¡A la carga, a la carga! —gritaba Sandokán.

Y la Columna infernal se lanzó con ímpetu irresistible rompiendo y machacando, mientras las ametralladoras y carabinas unían sus estampidos a aquel estruendo espantoso.

Los hombres de Sindhia, sorprendidos en el momento en que iban a acostarse, a pesar de ayudarles algunos destacamentos de rajaputras, abrieron sus filas ante aquella tromba formidable que sembraba la muerte por doquier.

Ya no disparaban. Les faltaba tiempo para emprender la fuga, arrojando hasta las armas de fuego que embarazaban su enloquecida carrera.

—¡Adelante mis malayos! ¡Adelante mis invencibles dayakos! —rugía Sandokán, sin interrumpir los disparos de la ametralladora que tenía delante y siguiendo atentamente las peripecias del combate—. ¡Cargad a fondo con el kampilang!

Al oír aquella orden, los noventa y cinco hombres colgaron las carabinas de sus arzones, empuñaron sus poderosas armas, de purísimo acero natural, afiladas como navajas, y se precipitaron en carrera desenfrenada, hendiendo y machacando.

Nada era capaz de detener a aquellos hombres, una vez lanzados al ataque; ni cañones, ni carabinas, ni bayonetas.

Los valerosos piratas de Malasia abrían una inmensa brecha entre los bandidos, que todavía intentaban reunirse, y les perseguían sin esperar a los elefantes.

Parias, brahmanes, faquires y rajaputras volvían a huir por segunda vez aterrados. Los heridos lanzaban gritos ensordecedores, siendo contestados con formidables barritos por los elefantes, enfurecidos por algunas heridas.

El camino estaba libre. La Columna infernal, que veinte mil hombres de Sindhia no pudieron detener en medio de los junglares, pasó a todo galope, aplastando muertos, heridos y sanos.

Entretanto las ametralladoras continuaban silbando y sembrando la muerte. Aquellas armas eran verdaderamente magníficas y aventajaban a las espingardas, cargadas de metralla hecha con clavos de cobre, tal como las empleaban en sus carabinas los malayos.

A lo lejos retumbaron siniestramente varios disparos de cañón hechos desde el inmenso campamento de Sindhia, por fortuna muy lejano, por artilleros probablemente nada experimentados en el manejo de las grandes armas de fuego.

—Esto marcha admirablemente —dijo Sandokán a Tremal-Naik, que no cesaba de disparar su carabina—. Ya sabía yo que toda esa canalla no podría oponer resistencia alguna a nuestro ataque.

Pero de pronto se interrumpió, lanzando un grito penetrante:

—¡Cuidado, cornac!

Los veinte elefantes que Sindhia robó tan hábilmente a Yáñez habíanse presentado en línea cerrada, para impedir el paso a los vencedores.

—¡Oh! —gritó Sandokán—. Sindhia lanza contra nosotros sus últimas reservas… Veremos si saben resistir a nuestras ametralladoras. ¡Adelante, y fuego de costado!

Las magníficas armas tronaron con perfecto acuerdo sin parar. Aquello era una verdadera lluvia de proyectiles penetrantes que se precipitaba sobre la inmensa barrera formada por los elefantes del rajá.

Los pobres animales, no habituados a la guerra y privados de sus cornacs, que habían sido muertos sobre sus enormes cuellos, se detuvieron ante aquella tromba de fuego que caía sobre ellos, y enseguida volvieron grupas y se lanzaron entre los fugitivos rugiendo y galopando.

La Columna infernal continuó su carrera. Ahora nadie podía ya detenerla.

Todos huían ante ella lanzando gritos de terror. Las famosas tropas del rajá, reclutadas en la Baja Bengala, donde jamás ha habido razas guerreras, estaban completamente derrotadas.

—¡Victoria! —gritó Sandokán sin dejar de disparar la ametralladora que tenía delante—. ¡Yáñez está salvado! Tenemos despejado el camino. ¡Podemos pasar!

Elefantes y caballos prosiguieron su endiablada carrera, lanzándose entre los arrozales y encaminándose hacia la sitiada factoría.

El cazador de topos, que montaba sobre el primer elefante detrás del cornac, se volvió hacia Sandokán, gritándole:

—¡Mirad, gran Sahib! Tendremos que sostener otra batalla. Según os dije, hay tropas rodeando la casa.

Una sonrisa feroz contrajo los labios del Tigre de Malasia, poniendo por un instante al descubierto dos soberbias filas de dientes que nunca mascaron un solo grano de betel; enseguida contestó con voz seca, que parecía un disparo de pistola:

—¿Otra batalla? ¡Magnífico! Somos capaces de sostener aunque sean diez.

Y la Columna infernal continuó avanzando cada vez más veloz. Todos tenían prisa por llegar a la factoría, pues a sus oídos llegaban descargas fragorosas.

Las hordas de Sindhia, aunque derrotadas, debían de haber sido reorganizadas enseguida para ser lanzadas en su seguimiento.

Era preciso maniobrar pronto, para evitar el peligro de verse cogidos entre dos fuegos.

El alba había ya despuntado cuando los elefantes, después de rodear los arrozales para no atascarse dentro de ellos, llegaron a la vista de la factoría.

También allí se combatía.

Yáñez, habiendo comprendido, sin duda, que Sandokán acudía en su socorro, había colocado a sus montañeses sobre la techumbre y abierto enseguida el fuego contra las bandas que se agitaban por la campiña, tratando de estrechar el asedio.

—Eso es una verdadera batalla —dijo Sandokán a Tremal-Naik—. Pero veremos cómo termina.

—¿Tienes alguna desconfianza?

—¡Oh, no! Pero pueden sobrevenir sorpresas que todo lo trastornen —respondió el Tigre—. ¿Cuántos hombres crees que habrá alrededor de la factoría?

—Si mis ojos no me engañan, quinientos o seiscientos.

—Me parece que has acertado. No deben de ser más. Los cogeremos por la espalda, y les haremos huir más que a prisa.

Después, alzando la voz, gritó:

—¡Eh, cornacs! ¡Apretad el paso! Este es el momento decisivo.

Los pobres animales, aunque hambrientos, obedecían aun las voces y caricias de sus conductores. Parecía que habían comprendido que se les pedía un esfuerzo supremo, y no cesaban de galopar, acompañados siempre en sus flancos por los jinetes.

Si hubiesen sido animales menos inteligentes, se habrían arrojado al punto sobre las plantas para calmar el hambre que atenazaba hacía cuarenta y ocho horas sus vísceras.

Entretanto, combatíase reciamente en la factoría. Las hordas de Sindhia que la cercaban, advirtiendo que iban a sobrevenir nuevos enemigos, se habían lanzado en desesperado ataque, con la esperanza de hacer prisionero al maharajá antes que le llegase el socorro.

Por desgracia para ellas tenían que habérselas con defensores resueltos y avezados a la guerra.

Los montañeses, habilísimos tiradores, habíanse tendido sobre la techumbre y disparaban en descargas de cinco o seis tiros cada una, derribando siempre otros tantos adversarios, los cuales, en su mayoría, manejaban por vez primera las armas de fuego.

Yáñez, parapetado detrás de una chimenea, hacía tiros maravillosos.

Cada bala que salía de su carabina dejaba a un hombre fuera de combate.

Ya no trataba de economizar las municiones, pues había descubierto en lontananza a la Columna infernal, que avanzaba a la carrera, galopando por las orillas de los arrozales.

—¡Disparad, disparad! —gritaba—. No nos faltarán después municiones.

Y los buenos montañeses, que valían quizá más que los rajaputras, repetían con gran calma sus descargas, haciendo grandes claros en las filas de los asaltantes, ya muy maltrechos y que disparaban al azar.

Viendo que los elefantes y jinetes habían ya llegado a menos de mil pasos, Yáñez hizo desocupar la techumbre y abrir la puerta. Ahora nadie podía ya aprisionarle.

—Mantengámonos firmes sólo cinco minutos —dijo a los montañeses— y estaremos a salvo. ¡Oh, ese Sandokán es un terremoto! Casi me causa espanto a mí mismo.

¿Cinco minutos? ¡Sobraban minutos! Las bandas de Sindhia, aterradas por la aproximación de la Columna infernal, que había reanudado el fuego de ametralladoras, comenzaban a huir, aunque se hallaban reforzadas por una nueva compañía de rajaputras.

Pero tampoco Sandokán se encontraba en muy buena situación, pues habíanle seguido millares y millares de parias, que corrían como gamos, aullando ferozmente.

Por fortuna, emprendieron la persecución demasiado tarde, y necesitaban todavía un buen rato para alcanzar la retaguardia de la Columna infernal.

Yáñez, con sus pocos valientes, había, como hemos dicho, abandonado la factoría, y empeñado también por su lado un enérgico combate.

—¡A ellos, a ellos! —gritaba—. Tenemos aquí a los invencibles Tigres de Malasia, ¡no temáis nada!

Los disparos de carabina se sucedían unos a otros con fragor incesante, a los cuales acompañaba el tableteo de las ametralladoras de Sandokán.

Una nueva victoria, al menos momentánea, se dibujaba con precisión ante los ojos de los hombres venidos de lejanos mares para defender al maharajá, que durante tantos años había combatido al lado de ellos allá abajo en sus islas, y al cual habían siempre idolatrado no menos que a Sandokán.

Nada los detenía ya. Sin esperar a que los elefantes rompiesen las líneas enemigas con los golpes de sus trompas, cargaban desenfrenadamente esgrimiendo sus kampilangs y haciendo una matanza espantosa.

—¡Saccaroa! —exclamó Sandokán, mirando a Tremal-Naik—. ¡Quién me había a mí de decir que llegaría a tener caballería! ¡Mira cómo carga! ¡No harían más, ciertamente, ni los famosos lanceros de Bengala!

Y la columna entera, deshecho el enemigo, el cual sólo había opuesto débil resistencia, llegó de un postrer empujón a echarse casi encima de Yáñez y sus valientes compañeros.

Dos gritos penetrantes resonaron, dominando por un instante el estruendo de los disparos.

—¡Sandokán!

—¡Yáñez!

—¡Aún estás vivo!

—¿Acaso no soy también el Tigre Blanco de Mompracem?

—Sube, aquí hay sitio para ti. Tus hombres se acomodarán como mejor puedan sobre los otros elefantes. ¡Apresúrate! ¡Nos vienen persiguiendo!

—No estoy ciego ni sordo y bien advierto que disparan a tu retaguardia y avanzan a todo correr.

—¡Monta!

Los cornacs habían echado rápidamente las escalas, y todos los sitiados se encaramaron de un salto sobre los anchos dorsos de los proboscidios.

Yáñez y el gigantesco rajaputra subieron igualmente sobre el primer elefante, en cuyo houdah o castillete se hallaban Sandokán, Tremal-Naik y Kammamuri.

—¿Y ahora? —preguntó el Tigre de Malasia, que se preparaba a lanzar un nuevo torrente de metralla sobre los últimos fugitivos—. ¿Dónde vamos?

—A las montañas de Sadhja —respondió Yáñez.

—¡Con tal que tengamos el camino libre…!

—¿Lo dudas?

—Creo que Sindhia es más astuto de lo que piensas. Debe de haber dividido sus fuerzas para acumular gentes sobre los caminos de la montaña. Esta victoria nuestra no será definitiva.

—También yo comienzo a sospecharlo.

—Y el cólera, ¿no hace progresos?

Sandokán levantó los hombros.

—El «Demonio de la Guerra» era un hombre de valor, y nosotros lo vimos. Pero ese pariente de mi amigo creo que es un sabio que vale menos que el último médico del mundo. Todo se le vuelve charlar, y hasta ahora nada ha hecho.

—Esperemos; los microbios necesitan algún tiempo para desarrollarse.

—Bueno —dijo Sandokán—. Esperemos, pero pensemos mientras tanto en defender la piel.

Los elefantes habíanse detenido un momento y se atracaban de hojas, en lo cual no dejaron de imitarles los caballos; mas cuando sus cornacs dieron de nuevo la señal de partir, se pusieron otra vez en marcha a trote corto.

A cosa de una milla de la factoría se alzaba una pequeña colina de laderas notablemente frondosas, y Sandokán dio orden de conducirlos hacia la cima para explorar desde allí el país, no estando del todo convencido de que hubiesen sido ocupados los caminos que conducían hacia las montañas de Sadhja.

—Ahí arriba —dijo Yáñez— no podremos resistir mucho tiempo sin correr peligro de morir de hambre. Entretanto alguno de nosotros tratará de avisar a la rhaní y a los guerreros de Khampur. Un hombre solo, montado en un buen caballo, puede pasar inadvertido, pero no una columna tan pesada como la nuestra.

—Entonces habremos de sufrir un nuevo asedio —respondió el maharajá.

—Amigo, nuestras bestias están desfallecidas, y no podrían aguantar otro ataque en medio quizá de millares y millares de enemigos. No debemos sacrificarlas, porque podrán todavía prestarnos inmensos servicios.

—¿Y los elefantes que Sindhia me ha robado?

—No los hemos visto —respondió Sandokán—. He oído, aunque de lejos, sus barritos que sonaban tras las tropas que nos atacaban. Parece, pues, que no los ha perdido.

—¡Si todavía los tuviésemos!

—En ese caso, ni siquiera habría osado atacarte ese bribón. ¡Los elefantes, y además, los rajaputras…! ¡Y se decía que era un loco! Un gran zorro sí que es, querido Yáñez.

—El cual temo que nos ha de dar más que hacer que la otra vez.

—Allá veremos. Tenemos a los montañeses de Sadhja, y esos valientes lucharán como tigres. Los conduciremos de nuevo a la victoria.

—¿Tú tienes, pues, muchas esperanzas, Sandokán?

—Ya lo creo, amigo. Y además, pienso que nosotros siempre somos los invencibles Tigres de Malasia. ¿No has visto cómo sólo cien hombres hemos derrotado a millares de enemigos? Verdad es que atacaban con tal furia, que puesto en lugar de sus contrarios yo mismo habría temblado.

—Hay que rehacerlo todo —dijo Yáñez suspirando.

—Hasta tu capital —añadió Sandokán, casi sonriendo—. Nosotros, por fortuna, somos ricos como nabábs, y podremos hacer trabajar a la gente. ¡Condenado Sindhia! No esperaba de él semejante audacia, sobre todo después de haber muerto aquel canalla de griego que le servía de primer ministro.

—Y que fue quien le avisó.

—Es posible —respondió Sandokán—. Pero aquel hombre yace ahora en el fondo del lago Kim-Ballú, y después de tres años no volverá ciertamente a nado para acudir al lado de su señor.

La retirada entretanto se efectuaba sin dificultad. Los hombres de Sindhia, derrotados dos veces por la Columna infernal, no habían osado insistir en perseguirla.

Sin embargo, disparaban todavía a lo lejos, quizá más para animarse que por esperar que llegase alguna bala a su destino.

Los elefantes y los caballos, aun estando casi del todo desfallecidos, habían emprendido valerosamente la subida por la colina, abriendo un camino entre el boscaje.

Ninguna planta resistía al choque poderoso y a las formidables trompas de los elefantes, aunque se trataba de derribar los llamados palas, bellísimos árboles frondosos, de un verde azulado, y tronco muy nudoso y resistente, por ser riquísimo en raíces comestibles.

Hacia el mediodía llegaron los pobres animales a la cumbre de la colina, la cual, por extraordinaria suerte, hallábase casi toda cubierta de mhowah o mahuah, árboles que valen tanto o quizá más que los cocos, pues producen una cantidad enorme de flores, semejantes a pequeñas frutas redondas, de corola amarillenta, y vaina carnosa y muy nutritiva.

Estas flores, cuando están frescas, son dulces y agradables, aunque impregnadas de un fuerte olor a almizcle; una vez secas sirven para hacer una especie de harina excelente con la que se fabrican muy buenos panes.

Puede decirse que millares y millares de indostanos se sustentan sólo con estas plantas, extremadamente útiles, y tan fecundas en dar flores, que en toda estación producen no menos de ciento veinticinco kilos cada una.

Apenas los animales hubieron llegado, o por mejor decir, ganado la cima, Sandokán ordenó a los cornacs que quitasen los houdah a los elefantes, y las sillas a los caballos para que pudiesen pastar con toda libertad.

Había allí arriba hierbas en abundancia, grandes arbustos, y una especie de aljibe lleno de agua clara.

—Esto es el paraíso para los animales —dijo Yáñez a Sandokán—. He aquí un campamento verdaderamente maravilloso y conquistado sin gastar un cartucho. ¿Será esto un buen augurio?

—Hemos subido, amigo mío; pero no sé cómo y cuándo podremos bajar —respondió el Tigre de Malasia—. ¿Ves aquel riachuelo que serpentea por la llanura?

—Sí; como también veo que sus orillas están ocupadas por millares de hombres.

—Dispuestos a cerramos los caminos que conducen a las montañas —añadió Sandokán, que se había tomado de pronto pensativo—. No me he engañado; presentía el peligro. Si hubiésemos proseguido nuestra marcha por la llanura con los animales desfallecidos por el hambre y por los continuos combates, no sé qué hubiera sido de nosotros.

—Tú has sido siempre un hombre prodigioso.

—Y tú no menos que yo —respondió Sandokán—. A ningún maharajá se le habría ocurrido destruir enteramente su propia ciudad, para que al adversario le quedasen sólo las cenizas.

—Y ahora, ¿cómo nos defenderemos de este asedio?

—Los hombres de Sindhia no osarán subir hasta aquí. Las ametralladoras darían buena cuenta de ellos, que tienen un miedo grandísimo a estas armas desconocidas para ellos.

—¿Cómo estamos de municiones?

—Tenemos muchas cajas, y creo que durante una buena temporada nos bastarán. Más me he ocupado de la pólvora y del plomo que de las provisiones de boca.

—Siempre previsor.

—Nosotros hemos nacido para la guerra.

—Tal creo yo también.

Habíanse encaramado sobre una pequeña roca desde la cual podían abarcar con la mirada una vasta extensión de terreno. Kammamuri y Tremal-Naik los habían seguido.

Cien metros más abajo pastaban los elefantes y caballos agitando las colas y las orejas. Los malayos y dayakos, seguros de permanecer allí algunos días, habían empezado a construir pequeñas cabañas con ramas y hojas.

Los cuatro hombres, muy preocupados, pusiéronse a mirar en todas direcciones.

Veíanse millares de hombres, agrupados junto a las orillas del río, y en la llanura se iban reuniendo otros tantos, que venían de la destruida capital, o por mejor decir, de los campamentos de Sindhia.

Sandokán fijó su mirada en Kammamuri y le dijo:

—¿No me hiciste antes un ofrecimiento?

—Sí, señor Sandokán; el de correr a las montañas de Sadhja, y advertir a la rhaní y Khampur del grave peligro que os amenaza.

—No podrás partir sino entrada la noche, y acompañado.

—Entonces solicito que me acompañe el leal rajaputra.

—Concedido —respondió Yáñez—. Ese hombre vale por diez, y será un amigo tan útil como el cazador de topos.

—Lo sé bien, señor.

—¿Pero tú te sientes capaz de atravesar las líneas enemigas sin dejarte prender y fusilar? —preguntó Sandokán.

—El rajaputra y yo pasaremos —contestó Kammamuri con voz firme—. Aunque me cogiesen, sabría burlarlos, y llegar igualmente a las montañas de Sadhja.

—Pero ¿dónde está el médico? —preguntó Yáñez—. Desde que subimos aquí no he vuelto a verle.

—Estará ocupado en observar sus famosas botellas —respondió Sandokán con acento irónico—. ¡Oh!, en esas bombas tengo yo bien poca confianza. Valen menos que una buena bala de dos libras de las espingardas que todavía montan mis viejos paraos. ¡Bah…! ¡Veremos…!

Dicho esto púsose en pie. El campamento había sido rápidamente preparado por los malayos, dayakos y montañeses.

Además de construir numerosas cabañas, aquellos hombres infatigables habían derribado también muchos árboles, improvisando varias trincheras, en las cuales emplazaron bien seguras las ametralladoras.

Elefantes y caballos devoraban ávidamente, para desquitarse del prolongado ayuno que habían sufrido, en tanto que el viejo Sambigliong, siempre meticuloso y prudente, envió una pequeña columna de exploradores a través de la floresta, a fin de que el enemigo no se aproximase de improviso.

—Todo marcha bien, al menos por ahora —dijo el formidable pirata mirando a Yáñez y a Tremal-Naik—. El enemigo no se atreverá a intentar un asalto, y además, nosotros le prepararemos una buena sorpresa.

—¿Cuál? —preguntó el portugués.

—La cima de la colina está quebrada por varios sitios, en los cuales hay rocas enormes que no parece sino que piden se les deje rodar hacia la llanura.

—Nos serviremos de ellas como de cañones —dijo Tremal-Naik.

—Has acertado con la expresión —respondió Sandokán—. Esas rocas, arrojadas desde aquí arriba, impedirán a las bandas de Sindhia emprender el asalto.

—Si es que lo emprenden —dijo Yáñez.

—¿Qué quieres decir, hermano blanco?

—Que preferirán rendirnos por hambre.

—¡Oh, tenemos aquí víveres! Cuando hayamos consumido las flores nutritivas, comeremos caballos y elefantes. Tenemos provisiones para un mes.

—Y entretanto el cólera hará su oficio —dijo una voz detrás de ellos.

Habíase acercado al pequeño grupo el médico holandés, siempre elegante con sus lentes de oro, y con las manos hundidas en sus anchos bolsillos.

—Por lo visto vos seguís confiando mucho en vuestras famosas botellas —dijo Sandokán con acento algo áspero.

—¡Ya veréis! Los guerreros de Sindhia van a caer como moscas. Pero ¡por Santa Radegonda, patrona de Rotterdam!, esperad algún tiempo. Vosotros tenéis demasiado fuego en las venas.

—Está bien —respondió secamente el Tigre de Malasia—. Esperaremos.

—Yo preveo horribles estragos —dijo el médico.

—¡Con tal que el cólera no suba hasta aquí! —dijo Yáñez, que parecía no menos fastidiado que Sandokán de aquellas fanfarronadas.

—Ya me encargaré yo de evitarlo —respondió el holandés, con su flema acostumbrada—. Poseo poderosos desinfectantes que inmunizan nuestro campamento.

En aquel momento apareció Sambigliong.

—¿Qué hay, viejo amigo? —le preguntó Sandokán—. ¿Has escogido los dos mejores caballos?

—Sí, Tigre de Malasia; ahora están durmiendo, pero cuando se les haga partir, volarán más rápidos que flechas. La cena está servida; algo escasa, mas por ahora suficiente. Venid, señores.