Hacia el Oriente comenzaba a extenderse una lechosa claridad. La estrella Venus, resaltando luminosísima en aquel cielo terso como cristal, resplandecía soberbiamente.
Sin embargo, toda la campiña que se extendía alrededor de la capital, interrumpida por espesos grupos de bananos y tamarindos, marchitos y quizá secos para siempre por el calor del incendio, hallábase todavía envuelta en tinieblas, por no haber despuntado por completo la aurora.
Un fuerte destacamento, formado por unos veinte rajaputras, armados de fusiles y pistolones, avanzaba a través de la llanura, precedido por un hombre blanco y un brahmán, el cual llevaba en la punta de una lanza una bandera de seda de dudosa blancura.
En lontananza resplandecían grandes hogueras que revelaban un campamento imponente. Oíanse gritos humanos y barritos de elefantes.
Los dos hombres que parecían guiar el destacamento eran el flemático holandés y Kiltar.
El primero había encendido una gran pipa de porcelana, como las que usan los naturales de la Europa septentrional, y fumaba con una tranquilidad sorprendente; el segundo iba a su vez mascando algo, quizá betel con nuez de areka[20] y cal viva, a juzgar por los grandes esputos de color de sangre que de cuando en cuando lanzaba delante de sí, con una especie de silbido.
Después de haber flanqueado los muros de la capital, destruidos por la explosión de los depósitos de pólvora, que a pesar de sus puertas de hierro no habían podido resistir al huracán de fuego que todo lo arrollaba, introdújose el destacamento por un largo sendero abierto entre las altísimas hierbas llamadas kâlam.
Hacia delante continuaban brillando las luces del campamento, mientras el cielo se aclaraba rápidamente.
—¿Estará levantado el rajá? —preguntó el holandés.
—No duerme casi nunca de noche —respondió el brahmán.
—Y ¿qué es lo que hace?
—Sin duda, por no perder la costumbre, se emborracha en compañía de los generales del ejército.
—Generales de mucho valor, ¿verdad?
—Por lo menos saben vaciar bravamente botellas. Pero de guerra deben de entender menos que los parías.
—¿Qué recibimiento crees que me hará?
—Tú eres blanco, Sahib; y Sindhia teme demasiado a los hombres que no tienen bronceada la piel como nosotros.
—¡Con tal que no me haga aplastar la cabeza bajo las patas de algún elefante!
—No se atreverá, Sahib; te lo aseguro.
—Entonces estoy tranquilo.
—Y, sin embargo, no llevas arma alguna, Sahib blanco.
—¿Eso crees? Sólo traigo conmigo dos botellas.
—¿Para ofrecérselas al rajá?
—¡Oh, no! Para romperlas cuando hayamos penetrado en el campamento; y te puedo asegurar que valen más que todos los cañones y carabinas del príncipe.
El brahmán meneó la cabeza y murmuró:
—¡Oh, estos blancos…! ¡Estos blancos…!
—Quiero darte un consejo —dijo el holandés.
—¿Qué consejo, Sahib?
—Que huyas enseguida, apenas yo haya roto casualmente las dos botellas.
—¿Contienen materias explosivas?
—Mucho; pero es un secreto mío, y no puedo por ahora revelártelo, aunque tengo en ti completa confianza.
—Ya le he dicho al maharajá que suyos son mi cuerpo y mi alma, si los quiere.
—En efecto, lo he oído —respondió el holandés, llevándose la pipa a la boca—. ¡Bah…! ¡Veremos…! ¡Oh, sabría vengarme terriblemente!
Habían llegado al campamento que se extendía alrededor de inmensos arrozales.
Los indostanos, que no usan tiendas, habían construido muchas pequeñas cabañas, cubiertas con hojas de tara[20a] y de bananos. De todas aquellas minúsculas habitaciones salían, en grupos de cuatro o cinco, parias casi desnudos y muy sucios; faquires flacos como palos; bandidos de miradas torvas llevando en sus fajas un verdadero arsenal de armas; y después rajaputras y muchos cornacs, encargados de velar por los elefantes, robados tan hábilmente a Yáñez.
En medio de todas aquellas cabañas alzábase altanera una tienda de seda roja, la única, en forma de inmenso cono, en cuyo techo ondeaba una bandera azul con un leopardo pintado en vivos colores y en ademán de dar un salto: era la insignia del rajá de Assam.
Al ver aproximarse al destacamento, los soldados hicieron resonar poderosamente los gongs en señal de alarma; después se apagaron al punto las hogueras, y un centenar de hombres se dirigió hacia Kiltar, que hacía ondear vivamente su bandera blanca, y gritaba:
—¡Paso! ¡Paso al Sahib blanco!
Las tropas, que se habían agrupado enseguida tras el primer destacamento, reconocieron al brahmán y se apresuraron a abrir sus filas.
Van Horn vació su pipa, limpió los cristales de sus lentes, montados en oro y sujetos por una ligera cadenilla del mismo metal, y se puso al lado del brahmán, mirando con notable descaro a los bandidos del exrajá.
El sol había ya aparecido, y la vasta tienda de seda roja habíase abierto en su frente.
Cuatro rajaputras, con gigantescos turbantes y barbas negrísimas que les cubrían casi todo el rostro, hacían guardia, dos a cada lado, apoyados en sus carabinas, cuyas culatas descansaban en tierra.
El brahmán hizo seña al holandés para que se detuviese, y enseguida penetró en la tienda, mientras se saludaban respetuosamente los centinelas.
Van Horn, imaginándose que la espera sería un poco larga, se sentó sobre un gran tronco, derribado para alimentar las hogueras nocturnas, y con su eterna flema, volvió a cargar la pipa, murmurando:
—¡Vamos, se me obligará a hacer un poco de antecámara!
Alrededor de él, aunque a cierta distancia, habíanse reunido varios centenares de soldados cuyo aspecto era más de mendigos que de guerreros, pero que, sin embargo, iban todos perfectamente armados de fusiles, pistolas y aun cimitarras.
«¡Soberbio ejército! —murmuró para sí el holandés, tras la tercera chupada, que le envolvió en una nube de aromático humo—. ¿De dónde habrá sacado ese exrajá a todos estos bandidos? No debe de haber muchos en los otros campamentos que he visto junto a la ciudad destruida. Veremos si esta gente es tan fuerte que resiste a mis bacilos».
Había dado una docena de chupadas sin dejar de hablar entre sí, cuando vio al brahmán salir de la tienda.
—Sahib —dijo el indostano acercándose rápidamente—, el rajá te espera.
—¿De qué humor está?
—Estaba bebiendo una botella de no sé qué licor amarillento. Es como su hermano, un borracho empedernido, que volverá muy pronto a hallarse entre los locos.
—¿Sabe que soy holandés?
—Se lo he dicho, y parece haber recordado que en Europa existe una nación llamada Holanda, dueña de ricas colonias en Java, Borneo y Sumatra.
—Menos mal.
El médico vació la pipa, volvió a acomodarse los lentes, y siguió al brahmán, penetrando en la espaciosa tienda, alumbrada ya del todo por la luz del día.
Sobre un montón de riquísimas alfombras y cojines, agrupados con bastante desorden, hallábase acostado un indostano de piel apenas bronceada, y que lo mismo podía tener cuarenta que sesenta años.
Su rostro estaba consumido, surcada su frente por arrugas profundas, y sus ojos negrísimos, animados por ese extraño brillo que arde siempre en las pupilas de los locos.
No tenía barba ni bigote, ni aun siquiera cabellos.
Vestía elegantemente una especie de larga túnica de seda blanca bordada de oro, y oprimía su cintura una faja de terciopelo azul con franjas de oro, de la cual pendía una diminuta cimitarra, con empuñadura también de oro y cuajada de piedras preciosas.
Calzaba botas de cuero rojo de punta muy retorcida, y bordadas también de oro.
—Alteza —dijo el brahmán al indostano, que parecía medio ebrio—, aquí está el parlamentario.
—¡Ah! —exclamó el rajá.
A su lado hallábase un muchacho que tenía en sus manos una botella y un vaso bien cumplido.
—Escánciame —le dijo—. Necesito recoger las ideas.
—¿No será perturbarlas, Alteza? —preguntó el holandés—. Bebéis demasiado.
El semblante de Sindhia tomó una expresión salvaje, y clavó sus ojos casi fosforescentes en el holandés.
—¿Qué decís vos? —preguntó tras breve silencio, haciendo seña al muchacho de que le sirviese al momento el vaso.
—Digo que bebéis demasiado.
—¿Quién os lo ha dicho?
—Lo saben todos, hasta en Calcuta.
—¡Oh! ¿De veras? —dijo el rajá con acento algo irónico.
Cogió el vaso con ambas manos, un poco trémulas, y lo apuró de una sola vez.
—Vos no lo creeréis, señor, pero ahora me siento mejor, y mi memoria se ha despertado de un golpe.
—Os advierto que soy uno de los más famosos médicos de las colonias holandesas —dijo el señor Van Horn, sentándose sobre un cojín, sin esperar la invitación del rajá.
—Me lo ha dicho el brahmán que me sirve de secretario. Sois un amigo del maharajá, ¿verdad?
—Sí, soy su amigo.
—Y también de ese otro que ha venido del Sur con una terrible tropa que mis hombres no han podido detener. ¡Ah, cuántas pérdidas he sufrido!
—Sí, también soy amigo de ese hombre.
—¿Quién es?
—Un príncipe de Borneo que tiene muchas naves y millares de soldados tan valientes como los que forman la Columna infernal.
—¡Ah, ya me acuerdo! —exclamó el rajá, apretando los puños—; le he conocido; él fue quien ayudó al Sahib blanco y a Surama a arrojarme del trono. No creí tuviese tanta audacia que volviese aquí.
—Ese hombre, Alteza, ha desafiado cien veces a los ingleses de Labuán, venciéndolos casi siempre, o, por mejor decir, destrozándolos.
—También venció a mi primer ministro en no sé qué lago de Borneo. Sí, lo sé; es un hombre terrible, y yo deseo vivamente tenerlo entre mis manos.
—¿Y qué le haríais, Alteza? —preguntó el holandés con acento algo irónico—. ¿Queréis decírmelo?
—Le fusilaría a él y al maharajá, si pudiese. Después pensaría en reducir a la impotencia a la pequeña rhaní, a pesar de sus montañeses.
—No os andáis con chiquitas.
—Debo reconquistar mi trono, Sahib.
—Se dice que ese trono pertenece por derecho a la rhaní tanto como a vos.
—¿Quién ha dicho eso? —aulló Sindhia con voz ronca.
—Conozco la historia de Assam, y sé también que vos matasteis a vuestro hermano de un tiro de carabina, mientras lanzaba al aire una rupia desafiándoos a acertarla.
—Aquel miserable, completamente borracho, después de haber matado a tiros de fusil a todos sus parientes que comían tranquilamente en el patio de honor del palacio real, quería asesinarme también a mí; pero yo le maté. Estaba en mi derecho al defenderme. Me proponía dejarme vivo si atravesaba de un balazo una rupia lanzada por él al aire. No fue la moneda la que cayó; fue mi hermano, que había cometido la imprudencia de poner una carabina suya en mis manos. ¿Qué tenéis vos que decir, Sahib, sobre este fratricidio?
—Yo también me habría defendido —respondió el prudente holandés.
Sindhia lanzó un grito de alegría.
—He aquí el primer hombre blanco que me da la razón —dijo, agitándose como un loco. Y alargó al muchacho el vaso para que volviese a llenárselo.
—Vos debéis de ser verdaderamente un gran médico.
—¿Por qué?
—Porque comprendéis las cosas mejor que los demás —respondió el exrajá.
—Puede ser.
—¿Queréis beber?
—No, gracias; no bebo más que agua.
—El agua no da fuerza ninguna.
—Sin embargo, Alteza, estoy, como veis, grueso y colorado, y peso quizá doble que vos.
Sindhia meneó la cabeza, tendió la temblorosa diestra hacia el muchacho, que le había vuelto a llenar el vaso, apuró unos cuantos sorbos, mirando siempre al holandés, y enseguida le preguntó de improviso:
—¿Con que se rinden todos?
—¿Quiénes? —preguntó Van Horn.
—El maharajá, el príncipe bornés y los hombres que le acompañan.
—Poco a poco, Alteza. Según mis informes, no tienen semejante intención.
—Entonces, ¿para qué habéis venido aquí?
—Para haceros una proposición.
—Hablad, hablad pronto, gran doctor —dijo Sindhia sonriendo sardónicamente.
—Mis amigos dejarán la capital a vuestra disposición…
—¿Qué capital? —aulló Sindhia—. No existe ya la capital de Assam.
—No os faltan hombres para volver a construirla…
—¿Y dinero?
—Se dice que vos sois inmensamente rico.
—¡Ah!
—Así se dice en Bengala.
—Muy bien. Acabad, Sahib.
—He venido a deciros que el maharajá y su amigo están dispuestos a dejaros dueño del terreno, con tal que les permitáis marchar a las montañas de Sadhja.
—¡Muerte de Shiva! ¿Y tienen valor para hacerme semejante proposición cuando se hallan ya entre mis manos?
—¿Estáis bien seguro, Alteza?
—No se me escaparán; os lo aseguro, Sahib, gran doctor. Sé que toda esa gente se ha refugiado en las alcantarillas.
—¿Y si esa terrible columna, que lleva sobre elefantes armas que vos no habéis visto nunca y que hacen estragos espantosos, se precipitase a través de vuestro campamento?
—La detendríamos.
—No la habéis detenido antes, cuando teníais todas las probabilidades de destrozarla.
El exrajá rechinó los dientes como un viejo chacal, y después dijo con voz llena de amargura:
—Sí, es verdad: mis tropas no son fuertes, aunque las ayudan los rajaputras.
Tiró con rabia el vaso que aún tenía en la mano, estrellándolo contra un trofeo, y después de un largo silencio, volvió a decir:
—En resumen: ¿qué es lo que queréis?
—Paréceme haberlo dicho hace poco —respondió el holandés—. He venido para obtener de vos permiso para dejar marchar a mis amigos y a sus soldados.
—¡Jamás accederé a lo que me pedís!
—¿Lo rehusáis?
—En absoluto.
—Os repito que os guardéis de esos hombres, que valen por más de mil, y que poseen, como os he dicho, ametralladoras.
—Yo creo que soy todavía el más fuerte.
—¿Y qué haréis?
—Los rendiré por hambre.
—Tienen cinco elefantes, y el maharajá, antes de retirarse a las cloacas y licenciar a los montañeses, hizo acumular inmensa cantidad de víveres.
—No tengo prisa, y esperaré a que lo hayan consumido todo.
—¿Y cómo os arreglaréis para mantener a toda vuestra gente, ahora que no queda en pie ni una tienda ni una panadería?
—Mis hombres viven con casi nada, querido Sahib, gran doctor; a ellos les basta el arroz y la fruta de los bosques.
—Se debilitarán espantosamente; os lo aseguro, precisamente porque soy médico.
—No os preocupéis de eso —dijo el rajá.
El holandés se levantó:
—Mi misión ha terminado, y me voy de aquí.
—¿Y si os prendiese?
—Holanda os haría pagar cara esa pérfida acción, y hasta no dejaría de intervenir Inglaterra.
El rajá reflexionó unos minutos, y después dijo:
—Estáis libre; no quiero que en el vecino Estado de Bengala se extienda la voz de que trato a los parlamentarios como un bárbaro.
—¿Estáis, pues, completamente resuelto a no dejar salir a esos hombres?
—Os he dicho que no saldrán.
—Alteza, os presento mis saludos.
El rajá ni siquiera contestó.
El médico salió, y encontró enseguida al brahmán, acompañado de otra escolta, compuesta toda de rajaputras.
—¿Me guiais vos? —le preguntó.
—Sí, Sahib —respondió Kiltar, poniéndose a su lado—. ¿No habéis decidido nada?
—No quiere en manera alguna dejarlos marchar.
—Ya me lo había dicho a mí también.
—¿Te vienes tú con nosotros, o te quedas aquí?
—Más útil os puedo ser estando fuera que allí dentro. ¿Qué puedo yo significar? Una carabina más, y muy mala por no haber sido nunca guerrera. Nada más.
—¿Cómo podremos volver a verte?
—He estado en las cloacas; conozco entradas que no todos conocen, y espero visitaros muy pronto.
—Guárdate del cólera.
—Jamás he tenido miedo a esa enfermedad que…
En aquel momento el holandés tropezó y cayó todo a lo largo, rompiendo las dos botellas llenas de bacilos.
—¡Ah, mi licor! —gritó—. ¡Y no me queda más…!
Kiltar se apresuró a levantarlo, y de los bolsillos del holandés salieron trozos de vidrio y una salsa espesa que no olía nada a alcohol.
—He comprendido —dijo.
Los rajaputras que componían la escolta no se preocuparon de aquella caída, que, por otra parte, no podía haber sido realmente peligrosa.
Pero se extrañaron un poco al ver al holandés quitarse a toda prisa el cinturón y la túnica y arrojarlas al viento.
—El Sahib gran doctor tiene calor —les dijo Kiltar—. Posee, además, otros vestidos. Pero os ordeno que no toquéis nada, pues este Sahib puede más tarde reclamarlo todo, apoyado en su cualidad de parlamentario.
Los rajaputras, sabiendo que el brahmán gozaba de la confianza del rajá, se guardaron bien de coger aquellas vestiduras, que sólo podían tener ya un mezquino valor, y especialmente con todas aquellas manchas de caldo amarillento que se había extendido rápidamente sobre la blanca franela.
El médico, antes de hacer aquella pirueta, había, como hombre previsor, metido en un bolsillo de sus calzones su inseparable pipa, su pequeña provisión de tabaco y una caja de cerillas; así, pues, se apresuró a arrojar humo hasta en el semblante de Kiltar.
La pequeña tropa atravesó el vasto campamento, despertando alguna curiosidad entre los acampados, y hacia las nueve de la mañana llegó ante la boca de la gran cloaca.
A la voz de alarma dada por los malayos y dayakos que vigilaban en torno a las ametralladoras, detuviéronse los rajaputras, temerosos de recibir una descarga de aquellas terribles armas, que los habían diezmado cruelmente entre los junglares y arrozales.
—¡Soy el doctor! —gritó con voz potente el holandés—. No hagáis fuego.
Después, volviéndose a Kiltar, le dijo, haciéndole una rápida seña de inteligencia:
—¡Adiós, brahmán!
—Que vuestro Dios vele por vosotros —respondió Kiltar.
La escolta se alejó enseguida velozmente, sin detenerse hasta llegar a los alrededores de la mezquita, que había sido ya ocupada por un gran número de faquires y de parias.
—¿Dónde están, pues, el maharajá y el Tigre de Malasia? —preguntó Van Horn, avanzando entre dos filas de guerrilleros.
—Ahora vienen, señor —dijo el rugoso malayo a quien todos llamaban Sambigliong.
Y, en efecto, no había transcurrido medio minuto cuando se presentaron los dos jefes, acompañados de Tremal-Naik, de Kammamuri y del cazador de topos.
—Hablad pronto —dijo Yáñez al holandés—. Y sed breve.
—Mi misión está plenamente cumplida, señores míos —respondió el señor Van Hora—. He perdido la túnica y la faja, pero a estas horas los microbios del cólera se están multiplicando a millones en el campamento de los bandidos.
—¿Rompisteis las botellas?
—Sí, Alteza, y sin romperme yo la nariz, afortunadamente.
—¿Habéis visto a Sindhia?
—Me ha recibido en su tienda y con bastante cortesía.
—¿Estaba borracho?
—Debía de haber bebido mucho.
—¿Y qué os ha dicho?
—Que os tendrá sitiados hasta que hayáis consumido el último trozo de elefante.
—Contádnoslo todo, señor Van Horn —dijo Sandokán—. ¿Es realmente cierto que tiene consigo muchos millares de combatientes?
—Sí, tiene muchos millares.
—¿Y son tropas fuertes?
—¡Oh! No lo creo; pero por su número podrán resistir más de un ataque.
—¿Hay entre ellos muchos rajaputras?
—No he visitado los campamentos; pero el rajá se dolía de las terribles pérdidas sufridas por esos fuertes guerreros nacidos para el combate.
—¿Qué nos aconsejáis hacer?
—Que permanezcáis aquí, y estorbéis a metrallazos la entrada a toda tropa de ataque. Dentro de cuarenta y ocho horas, estarán invadidos por los bacilos del cólera todos los campamentos de Sindhia, y veréis entonces qué estrago.
—¿Tanta confianza tenéis en vuestros criaderos? —preguntó Yáñez.
—Dentro de poco veréis los efectos: el brahmán os podrá dar noticias.
—Y ¿cómo se arreglará para reunirse con nosotros?
—Dice que conoce las cloacas, y en ellas muchos conductos ignorados quizá de todos.
—¿Tú crees que hay realmente conductos que desemboquen en las rotondas? —preguntó Yáñez al cazador de topos.
—Es posible, gran Sahib —respondió el baniano—. Yo también he descubierto algunos que desembocan en las bodegas de ciertos palacios.
—En ese caso —dijo Sandokán—, esperemos a que ese famoso cólera se propague, y nos abra camino; si no es que luego nos despacha también a nosotros.
—En mi maleta llevo vasijas llenas de poderosos desinfectantes, merced a los cuales nada tenéis que temer.
—Queda, pues, levantada la sesión. Vamos a desayunarnos con carne de caballo, que no debe de estar muy mala.
—Por el contrario, muy buena; casi igual a la de los bueyes y cebúes —respondió el holandés—. ¡Oh, mis bacilos Virgula! ¡Cuánto mejores son que las balas de cañón, de ametralladoras, de carabinas y de pistolas…! ¡Veréis, veréis…!
—No atemoricéis a nuestros hombres con vuestro cólera —dijo Yáñez—. Conozco ya esa enfermedad.
Sandokán recomendó a los guardianes de las ametralladoras que abriesen bien los ojos, y se dirigió con sus compañeros hacia un lugar de la alcantarilla donde ardía una débil hoguera.
A lo lejos oíanse los lamentos de los elefantes. Tenían hambre, y los sitiados no podían darles nada, pues intentar una salida para despojar de fruta y de hojas a los bananos que en gran número crecían junto a la mezquita hubiera sido lo mismo que meterse en la boca de los lobos de Sindhia.
Alrededor del fuego, que más parecía humo que llamas, habían extendido los malayos alfombras viejas, mientras otros volteaban en los asadores del cazador de topos grandes trozo de carne de caballo.
—Mañana mataremos un elefante —dijo Sandokán—. Ahora están destinados todos a morir de hambre.
—¿Y cómo nos arreglaremos después para llevar las ametralladoras? —preguntó Yáñez—. Los caballos morirán también si no les proveemos de hierba.
—Demasiado cierto —respondió Sandokán, arrugando la frente—. ¡Yo no había pensado en los animales! ¡Bah! ¡Veremos qué es lo que sabe hacer el cólera! Resistiremos hasta lo último, y tampoco esta vez nos cogerá Sindhia.
El asado, aderezado de cualquier modo, fue puesto sobre la tapa de un cajón, y todos se pusieron a comer en silencio, harto preocupados por la gravedad de la situación.
Entretanto, los elefantes barritaban furiosamente a lo lejos y relinchaban los caballos, reclamando sus piensos.
Aquel primer día del asedio transcurrió, sin embargo, tranquilo.
Las tropas de Sindhia, a pesar de haberse mostrado en gran número en los alrededores de la mezquita vieja, no disparaban un solo tiro hacia la entrada de la gran cloaca.
Adivinábase que todos aquellos bandidos estaban aterrados por las ametralladoras, armas que jamás habían visto, y que hacían tanto estruendo sin cansarse nunca de matar.
Por otra parte, Sandokán y Yáñez habían reunido junto a la boca de la alcantarilla los cien hombres venidos de la lejana Malasia, y hecho conducir allí a los cinco elefantes, no sin gran fatiga de los conductores o cornacs, decididos los dos jefes a lanzar a los proboscidios en espantosa carrera contra los adversarios. Bien sabían que estaban condenados a morir lo mismo que los caballos.
El cazador de topos, Kammamuri, el fiel rajaputra, y una media docena de montañeses, habían aprovechado aquella calma para visitar todas las rotondas y galerías superiores, morada un día de Dios sabe cuántos miles de miserables. Todos volvieron cargados de leña con que poder alimentar las hogueras durante la noche.
—¿Qué hay? —preguntó Yáñez al cazador al verlo llegar cargado como un mulo y seguido de los otros.
—Os traigo una buena noticia —respondió el viejo, arrojando a tierra con gran ruido su pesada carga—. La temperatura ha refrescado, y ahora se puede estar muy bien hasta en las galerías superiores. Además en estos países nunca es malo sudar un poco.
—Según eso, el incendio debe de estar completamente apagado.
—Sí, Alteza; ya era tiempo que acabasen de arder las casas, pagodas y mezquitas. Pero aun hay más; en ciertas rotondas, que no visitaba hacía varios años, he descubierto verdaderos depósitos de leña, y además he visto a los topos volver en gran número.
—Tenemos ya suficiente carne, y no necesitamos, al menos por ahora, ocuparnos de esos roedores, en verdad nada sabrosos.
—No diréis, Alteza, que bien asados estén malos.
—No, pero siempre son topos. ¿Has descubierto otra cosa?
—Sí, un pasaje que conduce hasta una vasta bodega. Está todavía muy caldeado, pero creo que dentro de veinticuatro horas podremos ya recorrerlo.
—¿Y los elefantes y los caballos?
—Ese conducto será la salvación de nuestra caballería gruesa y ligera, Sahib —dijo el baniano—. Durante la noche saldremos y haremos acopio de hojas y hierbas. Los hombres de Sindhia no nos inquietarán; son muy comodones.
—¿A ti, pues, no te parece nuestra situación desesperada?
—¡Oh, no…! Con esos terribles guerreros que ha traído vuestro amigo, y con esas armas no menos terribles, acabaremos por dejar al amigo Sindhia con un buen palmo de narices.
—Estás optimista.
—Nunca he sido pesimista, y jamás he tenido que arrepentirme de ello.
—Es que hace veinticuatro horas que no comen los elefantes ni los caballos.
—Mañana por la mañana tendrán un pienso abundante. No es posible que el fuego haya destruido todas las plantaciones que se extendían en torno a la capital. Poned a mi disposición veinte de esos terribles hombres, y yo respondo de todo, Alteza.
—Te daré aunque sean cuarenta y un par de ametralladoras.
—No, las ametralladoras no pasarían y además podrían seros más útiles a vos que a nosotros.
—Quizá tengas razón —respondió Yáñez, que, no obstante su carácter vivo y alegre, parecía notablemente preocupado—. ¿Cuándo irás a explorar ese pasaje?
—Apenas se haga de noche, señor. Es necesario que todavía se enfríe un poco.
—Te acompañaremos Tremal-Naik y yo. Entretanto vigilará Sandokán en la boca de la cloaca.
—La empresa puede ser muy peligrosa, Alteza.
Una sonrisa de desdén se dibujó en los labios del hombre a quien los malayos y dayakos llamaban El Tigre Blanco.
—He arrostrado perfectamente —dijo— otros peligros en Mompracem, Labuán, Borneo y aun aquí.
—Lo sé, Alteza. Vos matasteis, en unión de vuestro amigo, al jefe de los estranguladores del Sunderbunds durante el asalto de Delhi. Todos saben, hasta en la India, que sois uno de los hombres capaces de arruinar imperios.
—¿Has terminado?
—Sí, Alteza.
—Concluye.
—Esta noche, ya que así lo deseáis, iremos con vos a buscar alimento para los elefantes y los caballos.
—Nos hemos entendido.
En aquel momento llegaba el flemático holandés, llevando un cinturón nuevo, una nueva casaca de finísima franela blanca, y la gran pipa en la boca.
—¡Hola, doctor! ¿Cómo van vuestros criaderos?
—Perfectamente, señor —respondió Van Horn—. Hace poco he examinado las botellas de los bacilos del tifus, y me he convencido de que no han sufrido nada en el viaje. En este clima se desarrollan maravillosamente.
—Es decir, que después de los bacilos del cólera, iréis a inundar con los del tifus al campamento o los campamentos de Sindhia —dijo Yáñez siempre irónico.
—¿Inundar? Es demasiado, Alteza —respondió el holandés—. Además no sé si se presentará otra ocasión. El rajá no me recibirá ciertamente dos veces. Haría que me fusilasen los rajaputras que le quedan.
—No me atrevería a enviaros a él por segunda vez como parlamentario —respondió Yáñez—. Sindhia no es más que un bárbaro que a nadie respeta.
—Ya me amenazó con prenderme.
—Si lo llega a hacer, no hubierais vuelto con vida, os lo aseguro. Ese hombre es tan cruel como su hermano, al que mató de un tiro de carabina en un banquete.
—Es un loco, señor. Los licores le han perturbado.
—Ya sé que es un alcohólico peligroso. Pero viniendo a otra cosa, creo que me dijisteis que han de transcurrir por lo menos cuarenta y ocho horas antes que los bacilos se desarrollen y empiecen a causar estragos.
—Quizá sea menester menos tiempo, Alteza.
—¡Por Júpiter…! Este es un nuevo género de guerra.
—Y que dará resultados maravillosos —añadió fríamente el holandés—. Esto es distinto de vuestras ametralladoras, carabinas y kampilangs. ¡Veréis, veréis!
Y aquel hombre fuerte que se prometía destruir tantos hombres con su extraño método de guerra se alejó con las manos hundidas en sus anchos bolsillos, y lanzando humo como una chimenea.
—Quedamos, pues, en que esta noche… —dijo Yáñez, al cazador de topos.
—Sí, Alteza. Conozco ya el camino, y no me extraviaré.
—¿Y podremos traspasar la línea de las murallas sin ser vistos?
—Así lo espero —respondió el baniano—. Además no iremos sin armas, siquiera sean simples bastones.
Yáñez permaneció un rato en silencio con el ceño fruncido, y después se dirigió hacia la hoguera que ardía en la margen derecha de la cloaca, para comunicar la buena noticia a Sandokán.