A este llamamiento, el europeo de piel rosada, cabellos rubios y ojos azules defendidos por gafas de oro, se despertó prontamente y descendió del houdah o castillete.
—Alteza —dijo, quitándose el salacot de tela blanca y haciendo una profunda cortesía—. Os conozco ya mucho de oídas, y anhelaba vivamente veros.
—¿Sois holandés? —preguntó Yáñez, después de haberle dado un apretón de manos.
—Sí, Alteza.
—¿Médico, quizá?
—Soy un médico que ha dedicado toda su vida al estudio de los bacilos.
—¿Y por qué habéis venido en compañía de mi amigo?
—Para ayudaros, Alteza —respondió el holandés con voz humilde—. Experimentaré en vuestros adversarios la potencia de mis bacilos.
—Realmente no os comprendo bien, señor Van Horn.
—Lo creo; todavía no habéis visto mis botellas, dentro de las cuales cultivo esos microscópicos animalitos, tan terribles, que producen la peste, el cólera y otras enfermedades.
—Yáñez —interrumpió Sandokán—, ¿crees realmente que no se derrumbará la bóveda, aunque está calcinada por el fuego?
—Ya te he dicho que no hay peligro alguno.
—¡Entonces, y para dar lugar a que habléis de cosas que yo, casi salvaje, no puedo comprender, os dejo, y me voy a la entrada de la alcantarilla! Quiero ver con mis propios ojos cómo van allí las cosas. Parece que a los chacales de Sindhia se les ha metido en la cabeza entrar aquí, a pesar del fuego de las ametralladoras. ¡Oh, lo veremos!
Llamó a dos malayos, cogió una antorcha y se alejó rápidamente a lo largo de la cloaca, mientras los disparos continuaban retumbando hacia el final de la gran arcada.
—Os decía, pues —continuó el holandés, que, al parecer, gustaba mucho de hablar, cosa extraña en un holandés—, os decía que yo he logrado cultivar una cantidad enorme de bacilos, bastantes para destruir hasta cien millones de personas en pocos días.
—¿Es posible? ¿Seréis vos hermano del Demonio de la Guerra? —exclamó el maharajá.
—No, Alteza —respondió el holandés sonriendo—. Conozco ya la historia de aquel desgraciado inventor. Además, yo no soy inventor. No soy más que un cultivador, que en vez de sembrar judías o patatas, encierra los más terribles bacilos en botellas que en lugar de agua pura contienen un caldo muy nutritivo, fabricado con suero de ternera e hígado en glicerina.
—Es un poco difícil comprenderos, señor Van Horn. Yo no he sido nunca hombre de ciencia.
—Me comprenderéis enseguida, Alteza.
Aunque hacia el fondo de la gran cloaca continuaban tronando las grandes carabinas, el holandés se encaramó ágilmente sobre el houdah o castillete, abrió un cajón y tomó al azar un objeto, volviendo enseguida a bajar, aunque con infinitas precauciones.
—¿Qué es esto? —preguntó Yáñez—. Una botella que parece llena de un líquido color de ámbar y que yo no bebería; os lo aseguro, doctor.
—No. Es un vivero. Dentro de este vidrio he cultivado los bacilos de la tuberculosis.
—Pero yo no veo agitarse ningún insecto en ese caldo.
—¿Cómo va a ser eso posible? Vuestros ojos no son microscopios. Advertid, Alteza, que los bacilos, por ejemplo, de la tuberculosis, que tienen la forma de lancillas rojas, son tan pequeños que, alineados en número de mil, ocupan apenas el espacio de un milímetro. Calculad, pues, que se necesita un millón de esos terribles seres para cubrir solamente un milímetro cuadrado…
—Entonces es natural que no pueda yo verlos.
—Ni los veríais aunque tuvieseis ojos de águila.
—¿Y cuántos hay encerrados en ese vivero?
—Los suficientes para inocular la tisis a cien o doscientos mil hombres —respondió el holandés.
—Verdaderamente me espantáis. ¡Si vuestras botellas se rompiesen, teniendo como tendréis otras donde se encierren enfermedades mucho más terribles!…
—Moriríamos todos, y en poco tiempo, pues tengo tres viveros de bacilos virgula[16], que matan al hombre apenas le atacan.
—Señor Van Horn, volved a su sitio vuestra botella. Una bala perdida podría entrar en la gran cloaca y romper el vidrio en vuestras manos. Pero, decidme —añadió Yáñez—, ¿cómo os serviréis de estos que podemos llamar proyectiles mortales de necesidad?
—Se lleva una botella al campo enemigo, allí se rompe y después se deja que los microbios se desarrollen mejor y cumplan su deber.
—¿Deber lo llamáis?
—Su oficio, si queréis mejor. Al cabo de pocas horas el cólera se habrá declarado en el campamento, y los hombres caerán heridos más o menos de muerte.
—¿Y quién será el hombre con valor suficiente para ir a romper el vivero en medio de los enemigos?
—Ese hombre pienso ser yo —respondió el holandés con su calma acostumbrada—. Yo estoy completamente inmune a todas las enfermedades que puedan producir mis queridos animalillos.
—Bien está. ¿Pero seréis vos quién penetre entre las tropas de Sindhia?
—Sí, Alteza; con dos Botellas bien escondidas en dos bolsillos especiales, cosidos dentro de mi ancha túnica.
—No os fieis de esa gente.
—Soy europeo; y además veréis, Alteza, cómo burlo a esa gente y a su rajá.
—¿Iréis solo?
—Solo —respondió el holandés—. He vivido entre los dayakos, que en las selvas de Borneo acostumbran coleccionar todavía cabezas humanas, y, sin embargo, ninguno ha cortado la mía. Las gentes de Sindhia son naturales de Assam, y, según mis informes, nunca han tenido por oficio cortar cráneos humanos.
—Debéis tener mucho valor, señor Van Horn —dijo Yáñez—. Allá os veremos en la prueba.
—Cuando queráis, Alteza. El calor que hace en Borneo y en la India es muy favorable a mis microscópicas bestezuelas. Si me hubiese quedado en Holanda, a estas horas estarían todas muertas a pesar de mis cuidados. En mi país hace algo de frío, y hay mucha humedad durante todo el año y…
Un disparo de ametralladora le interrumpió bruscamente. Todavía, pues, se seguía combatiendo hacia la última arcada de la inmensa alcantarilla.
Yáñez se precipitó sobre su carabina, que tenía apoyada contra el muro, y dando dos o tres pasos, dijo al médico, que continuaba estrechando entre sus manos la peligrosa botella:
—Voy a ver cómo siguen las cosas. Más tarde reanudaremos nuestra interesante plática. Por ahora os aconsejo que dejéis dormir a vuestros bacilos.
Y se alejó a escape, seguido de Tremal-Naik y Kammamuri, que iba provisto de una antorcha, y la hacía girar continuamente para avivar la llama.
Los tres, seguidos a poca distancia por media docena de malayos, que al oír los disparos no habían podido contenerse, se lanzaron a todo correr a lo largo de la cloaca.
Las ametralladoras seguían crepitando, señal evidente de que los chacales de Sindhia, como los había llamado Sandokán, intentaban, en gran número, penetrar en la alcantarilla.
Después de una carrera velocísima que duró diez minutos largos, Yáñez y sus compañeros se unieron con el Tigre de Malasia.
Las balas silbaban en el aire, descostrando unas veces los muros y otras la gran bóveda.
En el exterior de la cloaca los enemigos disparaban a la desesperada, creyendo asustar con el estruendo de quinientos o dos mil fusiles a los piratas de Mompracem. ¡Ah, era menester mucho más para atemorizar a aquellos viejos guerreros encanecidos entre el humo de tantas batallas terrestres y navales!
—¿Conque esto es un verdadero asalto? —preguntó Yáñez acercándose a Sandokán, que disparaba una de las cinco ametralladoras, sentado sobre un peñasco, junto al cual ardía una débil antorcha.
—Así parece —respondió el formidable guerrero—. Pero mientras funcionen estos juguetes, los chacales de Sindhia no pondrán los pies aquí dentro. Lo difícil será salir después de esta especie de trampa.
—Ahí tenemos al médico holandés, que pensará en abrirnos camino —dijo Yáñez con algo de ironía.
—¿Lo crees tú así?
—¿Quién sabe?
—Yo te lo he traído porque me aseguraba que en pocos días destruiría a todos los pobladores de Assam, con sus famosas botellas llenas de no sé qué bichos. Pero yo confío más en mis ametralladoras y en las carabinas de mi gente. ¡Hola! El fuego ha cesado, y se oye sonar un ramsinga[17] y una campana. Mira bien, Yáñez. ¿No ves aproximarse una gran lámpara? ¿Nos mandará Sindhia algún parlamentario?
—Sí —respondió el maharajá—. Es un parlamentario. Haz que cese el fuego.
Sandokán sacó un silbato de oro, y lanzó tres agudos silbidos. Al momento quedaron silenciosas las ametralladoras y carabinas.
Entre las tinieblas de la noche resonó una voz en el exterior de la gran cloaca:
—¡Traigo bandera blanca!
—¿Quién eres? —preguntó Yáñez.
—Un parlamentario.
—¿Quién te envía?
—Sindhia.
—Acércate.
Después, volviéndose hacia Sandokán, le dijo:
—Yo he oído esta voz en otra parte, y no hace mucho tiempo.
Tremal-Naik, que estaba examinando la ametralladora, dijo:
—Conozco al hombre que nos ha hablado.
—¿Quién puede ser?
—El que tú tenías atado a un cañón sobre los muros de Gauhati, y al que, en vez de hacerle saltar por los aires, como estabas en tu derecho, perdonaste la vida.
—¿Kiltar, el brahmán?
—Sí. Aquel hombre te dijo que se llamaba Kiltar, y que no te olvidarías de su nombre.
—He aquí un hombre que nos traerá noticias preciosas —dijo Yáñez.
—¿Creerás en su palabra? —preguntó Sandokán, siempre desconfiado.
—Me debe la vida, y los indostanos son agradecidos.
—Veremos.
Ocho malayos, con las carabinas inclinadas al suelo, precedidos por un dayako que llevaba una antorcha, salieron al encuentro del parlamentario, que se había acercado solo, agitando una bandera blanca.
Era un hombre de alta estatura, flaco como todos los brahmanes y faquires, de piel muy oscura y facciones enérgicas que hacía más duras una larga y espesa barba negra.
Iba todo vestido de blanco. Sólo en la cintura llevaba una ancha faja de seda amarilla, en bastante mal estado. Los malayos le sujetaron, y le empujaron con bastante brusquedad hacia Yáñez, que estaba alumbrado por otra antorcha sostenida por un dayako, armado de un kampilang centelleante.
—Gran Sahib —dijo—. ¿Me conoces? Espero que no habrás olvidado mi nombre.
—Tú eres Kiltar, el brahmán que yo perdoné —respondió el maharajá—. Te he reconocido perfectamente. Esta es la segunda vez que te presentas a mí como parlamentario. ¿Qué es lo que quieres? ¿Es Sindhia quién te envía?
—Sí, gran Sahib —respondió el brahmán, clavando su mirada en el bruñido kampilang del dayako que sostenía la antorcha.
—¿Qué quiere ese hombre?
—Que te rindas a él, gran Sahib.
—¡Ah! —exclamó Yáñez, alargando un cigarrillo a Sandokán—. Ese hombre está loco.
—Eso creo yo también, gran Sahib —respondió el brahmán—. No le han curado bien en Calcuta.
—Explícate mejor, Kiltar.
—Te aconsejo, gran Sahib, que no te rindas. Desde que se unieron contigo esos hombres terribles que han hecho verdadero estrago entre los rajaputras, un día a tu servicio, el rajá está espantado.
—Bueno es saberlo —dijo Sandokán, que, sentado sobre una ametralladora, miraba con viva curiosidad al parlamentario.
—Me debes la vida —dijo Yáñez—. ¿Te acuerdas?
—Jamás se me olvida, gran Sahib. Dicen que los muertos se hallan muy bien en el nirvana, tan vasto, que puede acoger todas las almas de los indostanos, que yo estoy contento de no hallarme en él a estas horas.
—Lo creo —respondió Yáñez riendo—. Al menos, mientras se vive puede saberse lo que sucede en el mundo.
—No sé lo que es el mundo —respondió el brahmán—. Yo no conozco más que la India.
—En conclusión, ¿qué es lo que quieres? No tenemos tiempo que perder.
—Si te place, gran Sahib, podremos reanudar esta plática mañana o dentro de una semana.
—¿Volverás aquí?
—No, yo no volveré más, porque si llevo a Sindhia la noticia de que todos vosotros os negáis a rendiros, hará que me aplaste la cabeza uno de sus elefantes.
—¿Suyos?… ¡Míos! —rugió Yáñez.
—Es verdad. Los rajaputras te los robaron todos.
—¡Miserables canallas! —exclamó Sandokán—. Respetaré a los parias; respetaré a los faquires y brahmanes; pero no respetaré a esos mercenarios. Fusilaré a cuantos caigan en mis manos, y no errarán el tiro mis carabinas.
—¿Ha perdido algunos? —preguntó Yáñez con rabioso ímpetu.
—Tres o cuatro en el asalto de Gauhati —respondió el brahmán.
—¿Cuántos hombres tiene?
—Quizá le queden sólo quince mil; porque la columna que ha venido en tu auxilio ha hecho verdaderas matanzas con ciertas armas que nosotros no conocíamos. Era un fuego infernal, que se sucedía sin tregua y derribaba a centenares los combatientes.
—¿Tiene también Sindhia miedo a esas armas?
—Se echa a temblar apenas oye el siniestro chasquido que mata como conejos a sus hombres.
—Bueno es también saber esto —dijo Sandokán, que había encendido su pipa incrustada de zafiros orientales y con la boquilla de oro—. Este hombre es verdaderamente utilísimo.
Yáñez continuaba fumando sus cigarrillos, teniendo el entrecejo fruncido y acariciándose la barba. Parecía reflexionar hondamente.
Por fin preguntó:
—¿No quieres volver al lado de Sindhia? Y, sin embargo, debes volverle a ver.
El brahmán se puso lívido, y sus ojos se ensancharon de espanto.
—Tú deseas mi muerte, gran Sahib —dijo—. Verdad es que me has dado la vida.
—No volverás tú solo al campo de Sindhia —dijo Yáñez—. Te daré un compañero que será un hombre blanco.
—¡Un hombre blanco! —exclamó el brahmán.
Sandokán se había erguido y vaciado la pipa.
—¿Qué es lo que estáis maquinando, hermanito? —preguntó a Yáñez, que conservaba siempre su maravillosa sangre fría.
—Tú me has traído a un blanco que promete destruir en pocos días todas las hordas de Sindhia. Y yo voy a ponerlo a prueba.
—¿A quién, al señor Van Horn?
—Sí; nos va a probar el poder de sus botellas.
—¿Y tú crees en eso?
—Yo confío más en mi carabina —respondió el portugués—. Pero a ciertos sabios se les debe creer.
—Si lo dices tú es negocio resuelto.
—¿Quieres enviarle a Sindhia?
—Ciertamente, si no tiene miedo. Yo le creo valiente.
—¿Te ha dicho que quería ir?
—Sí; con un par de botellas llenas de bacilos del cólera.
—¿Qué bacilos son esos?
—Son animales pequeñísimos que tú no conoces.
—¿Y si Sindhia lo fusila?
—¿A un blanco? ¡Oh, de fijo no se atreverá a ello!
—Y tú, ¿qué dices, brahmán? —preguntó Sandokán a Kiltar.
—Que yendo acompañado de un blanco no temo volver al campamento de Sindhia.
—¿Qué es, pues, lo que decides, Yáñez? —preguntó el Tigre de Malasia.
—Poner a prueba los famosos microbios de tu amigo el holandés. ¿Crees que accederá a penetrar en el campo de Sindhia como parlamentario?
—Es hombre valeroso, y, por consiguiente, no se negará. ¿Y qué quieres que vaya a decir al exrajá?
—Ya pensaré yo en instruirle. A mí me basta con que logre romper un par de botellas de bacilos del cólera. No le pido otra cosa.
—Yo respondo de él.
—Entonces quédate aquí mientras yo voy a buscar al médico. Sujeta a Kiltar.
—¡Oh, no se me escapará! —respondió Sandokán.
—Y guárdate de algún asalto imprevisto.
—Están cargadas todas las ametralladoras y carabinas. Que me ataquen, si se atreven, los hombres del exrajá. Haré una merienda con sus parias y sus faquires.
Mientras Yáñez se alejaba presuroso, escoltado por Tremal-Naik y seis malayos, el terrible capitán de piratas cargó la pipa, se sentó sobre una ametralladora, y después de haber examinado bien el rostro del brahmán, le preguntó:
—¿Conque Sindhia confía siempre en conquistar Assam?
—Le dan miedo los montañeses de Sadhja, que ya otra vez le vencieron.
—¿Y de nosotros no tiene miedo?
—De tu columna, sí. Le ha matado muchísimos hombres y disminuido especialmente sus rajaputras. La mitad de estos, que constituía toda su fuerza, ha quedado en el campo.
—Merecido lo tenían como traidores —dijo Sandokán, envolviéndose en una nube de humo perfumado.
—Sí, traidores —dijo el brahmán—. Es gente, señor, brava en la guerra y resistente al fuego, pero siempre dispuesta a vender su honor de soldado por unas cuantas rupias.
—¡Oh, los conozco! No es esta la primera vez que vengo a la India.
—Yo, gran Sahib, he oído hablar mucho de ti. Tú eres el hombre que mató a Suyodhana, el famoso capitán de los thugs del Sunderbunds[18] en la Baja Bengala.
—Cualquiera diría que me has visto otra vez.
—Sí, te vi en Delhi, cuando combatías por la libertad de la India. Si la memoria no me es infiel, te he visto disparar los cañones en el baluarte de Cachemira.
—Puede ser —respondió Sandokán—. Contestaba como podía a los bárbaros ingleses que derribaban con sus bombas las casamatas. Entonces, ¿tú estuviste allí cuando los ingleses tomaron por asalto la ciudad?
—Sí, gran Sahib; y bien escondido, vi caer degollados a todos mis nietos que no podían defenderse; y salir prisionero a Mohamed Bahadur, el legítimo descendiente del Gran Mogol y a quien los revolucionarios habían erigido en emperador.
—Yo también sé algo de aquellas tristes jornadas, que han dejado una mancha indeleble sobre los ingleses. No eran hombres blancos los que se lanzaban al asalto; eran peores que los más desalmados piratas, pues no respetaban siquiera a las mujeres, y degollaban fríamente a los niños. Pero ocupémonos de Sindhia. ¿Tú crees que los ingleses le habrán ayudado a huir y a juntar todos estos desesperados?
—Estoy seguro de ello, Sahib —respondió el brahmán—. El gobernador de Bengala no veía con buenos ojos al maharajá blanco. No parece sino que en otro tiempo dio que sentir a los rojos.
—¡Y tanto como les dio que sentir! Pero nosotros hemos hecho a Inglaterra un servicio inestimable al destruir a los thugs que infestaban los junglares del Sunderbunds, a lo cual el gobernador de Bengala se ha mostrado muy poco agradecido.
—Siempre son iguales esos hombres, Sahib. Para ellos el hombre de color no es más que una oveja que hay que esquilar.
—¡Oh! Lo sé mejor que tú y…
Sandokán se levantó de improviso, vació con brusco movimiento su pipa, y clavó sus miradas sobre un gran punto luminoso que avanzaba velozmente a lo largo de la cloaca.
—Aquí está Yáñez —dijo—. Veremos qué plan ha combinado con el holandés.
Era, en efecto, el portugués, que llegaba presuroso, acompañado de Tremal-Naik, del cazador de topos y del rubio doctor, dedicado a criar terribles bacilos.
—¿Qué hay, pues? —le preguntó al punto Sandokán, saliéndoles al encuentro.
—El señor Van Horn está decidido a intentar la aventura.
—¿Es cierto, amigo? —preguntó el Tigre al médico.
—Sí, señor mío —respondió el holandés—. Yo no he temido jamás a los indostanos, y, además, soy un blanco.
—Y además iréis como parlamentario nuestro.
—Ya me ha dado instrucciones el maharajá. Con media hora que me detenga en el campo de Sindhia, tendré suficiente para soltar mis queridos animalitos.
—¿Los cuales serán…?
—Bacilos Virgula.
—No os entiendo.
—El cólera, señor Sandokán, y quizá fulminante.
—¿Tenéis muchas esperanzas?
—Sí; estoy segurísimo de mis criaderos —respondió el holandés.
—¿Habéis traído con vos alguna botella?
—Tiene dos en el bolsillo —dijo Yáñez.
—¿Bastarán, doctor? —preguntó Sandokán con alguna desconfianza.
El holandés se echó a reír, mostrando una doble fila de dientes, que no habrían hecho mal papel en la boca de un lobo indostano.
—En estas dos botellas hay microbios suficientes para matar a la mitad de los pobladores de Bengala.
—¡Hum! Me parece mucho decir. Y tú, ¿qué piensas de todo esto, Yáñez?
—Que de estos sabios se puede esperar todo —respondió el maharajá.
—¿Le han dado las instrucciones necesarias para presentarse a Sindhia?
—Fingirá ir a tratar nuestro rescate.
—Y ¿cómo están nuestros elefantes?
—Continuarán quejándose, aunque nuestros hombres no cesan de darles agua. El calor sigue siendo excesivo hacia el principio de la alcantarilla.
—¿No morirán?
—Yo creo que no, Sandokán.
—Sentiría mucho perderlos, pues los necesitaremos para reunimos con los montañeses de Sadhja. Y además pienso que si fracasa la tentativa del doctor, nos servirán para dar una carga furiosa, y pasar por entre las hordas de Sindhia. Están ya acostumbrados a oír tronar las ametralladoras, y no se espantan jamás. Son animales de robustez extraordinaria y de inestimable valor guerrero.
Y dicho esto, mostró al brahmán el holandés, diciéndole:
—Este es el hombre que te acompañará como parlamentario.
—Bien, Sahib. Estoy pronto a partir.
—Tú recibirás un premio de mil rupias —le dijo Yáñez.
—Te debo la vida, Alteza —respondió el brahmán con cierta nobleza—. Estoy ya muy bien pagado.
—No; porque yo cuento con volverte a ver y tomarte a mi servicio —dijo Yáñez.
—Tú, Alteza, harás lo que quieras; pero yo te juro por Brahma que desde este momento soy enteramente tuyo en cuerpo y alma.
—Te advierto que si ves a este Sahib romper un par de botellas, te hagas el desentendido, y te aconsejo que escapes enseguida con la velocidad de un nilgó.
—Seré ciego, Alteza.
—¿Hay esperándote fuera alguna escolta? —le preguntó Sandokán.
—Sí, he venido con unos veinte rajaputras. Se han detenido junto a la mezquita para regresar conmigo al campamento.
—Señor Van Horn, si no tenéis miedo a vuestros microbios, podéis seguir a este hombre. Después nos diréis en qué estado de salud se halla nuestro querido Sindhia.
—No tengo miedo alguno —respondió el holandés con su voz tranquila de costumbre—. Seré un parlamentario maravilloso. Lo he sido ya, de parte de mi nación, entre los dayakos land[19].
—¿Y no os han merendado? —preguntó Yáñez riendo.
—No; entonces estaba yo muy flaco, y aquellos caníbales no hubiesen podido sacar de mí sino muy ruines filetes.
Tendió la mano a Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik, se abotonó la ancha túnica en cuyos bolsillos interiores se escondían las famosas botellas, y siguió al brahmán, que se había provisto de una antorcha.
—Esperamos volveros a ver pronto —le gritó el portugués.
—Nadie osará matarme —respondió el médico.
Y se alejó tranquilo, mientras los piratas de Malasia, siempre desconfiados, apuntaban las ametralladoras hacia la mezquita vieja.