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Ramsés había insistido en ver el cadáver de Sary, el primer muerto de Pi-Ramsés desde la fundación oficial de la capital.

—Se trata de un asesinato, majestad —afirmó Serramanna—. Un violento bastonazo asestado en la nuca.

—¿Han avisado a mi hermana?

—Ameni se ha ocupado de ello.

—¿El culpable ha sido detenido?

—Majestad…

—¿Qué significa esta vacilación? Sea quien sea, será juzgado y condenado.

—El culpable es Moisés.

—Absurdo.

—Los testimonios son formales.

—¡Quiero escuchar a los testigos!

—Todos son hebreos. El principal acusador es un ladrillero, Abner. Estuvo presente en el crimen.

—¿Qué ha sucedido?

—Una riña que tomó mal cariz. Moisés y Sary se detestaban desde hacía tiempo. Según mi investigación, ya se habían peleado en Tebas.

—¿Y si todos esos testigos se equivocaran? Moisés no puede ser un asesino.

—Los escribas de la policía han tomado sus declaraciones por escrito, y las han confirmado.

—Moisés se defenderá.

—No, majestad. Ha huido.

Ramsés dio orden de registrar todas las casas de Pi-Ramsés, pero las investigaciones no dieron ningún resultado. Policías a caballo se desplegaron por el Delta, preguntaron a cantidad de aldeanos, pero no encontraron ninguna huella de Moisés. Los guardias fronterizos del nordeste recibieron consignas muy estrictas, ¿pero no era ya demasiado tarde?

El rey no dejaba de pedir informes, pero no obtenía ninguna información precisa sobre el camino que había tomado Moisés. ¿Se ocultaba en una aldea de pescadores, cerca del Mediterráneo? ¿Se había escondido en un barco que partía hacia el sur? ¿Se había enterrado entre los exclaustrados de un santuario de provincias?

—Deberías comer un poco —recomendó Nefertari—. Desde la desaparición de Moisés, no has probado una comida decente.

El soberano estrechó tiernamente las manos de su esposa.

—Moisés estaba agotado, Sary ha debido provocarlo. Si estuviera aquí, ante mí, se explicaría. Su huida es el error de un hombre extenuado.

—¿No corre el riesgo de encerrarse en los remordimientos?

—Eso es lo que temo.

—Tu perro está triste, cree que lo desdeñas.

Ramsés dejó que Vigilante saltara a sus rodillas. Loco de alegría, lamió las mejillas de su amo y encajó la cabeza contra su hombro.

Esos tres años de reinado habían sido maravillosos… Luxor ampliado, suntuoso, el templo de millones de años en construcción, la nueva capital inaugurada, Nubia pacificada y, de pronto, ¡esta espantosa grieta en el edificio! Sin Moisés, el mundo que Ramsés había empezado a construir se hundía.

—También me descuidas a mí —dijo Nefertari a media voz—. ¿Puedo ayudarte a superar este sufrimiento?

—Sí, sólo tú puedes hacerlo.

Chenar y Ofir se encontraron en el puerto de Pi-Ramsés, cada vez más animado. Se descargaban productos alimenticios, mobiliario, utensilios para el hogar y muchas otras riquezas que la nueva capital necesitaba. Los barcos traían asnos, caballos y bueyes. Los silos de trigo se llenaban, buenos vinos eran depositados en las bodegas. Discusiones tan ardientes como en Menfis o en Tebas empezaban a animar los círculos de comerciantes al por mayor, que rivalizaban por ocupar los primeros puestos en el abastecimiento de la capital.

—Moisés no es más que un prófugo, Ofir.

—La noticia no parece entristeceros mucho.

—Os habéis equivocado respecto a él; jamás habría cambiado de bando. La locura que ha cometido priva a Ramsés de un precioso aliado.

—Moisés es un hombre sincero. Su fe en el dios único no es pasajera.

—Sólo cuentan los hechos: o no reaparecerá más, o será detenido y condenado. En lo sucesivo, manipular a los hebreos es imposible.

—Desde hace muchos años, los partidarios de Atón han tenido la costumbre de luchar contra la adversidad. Continuarán haciéndolo. ¿Nos ayudaréis?

—No volvamos sobre eso. ¿Cuáles son vuestras propuestas concretas?

—Cada noche mino los fundamentos sobre los que descansa la pareja real.

—¡Está en la cumbre de su poder! ¿Ignoráis la existencia del templo de millones de años?

—Nada de lo que ha emprendido Ramsés está acabado. A nosotros nos toca explotar la menor debilidad e introducirnos en la primera brecha que se abra.

La tranquila firmeza del mago impresionó a Chenar. Si los hititas ejecutaban su proyecto, no dejarían de debilitar el ka de Ramsés. Y si además era atacado desde el interior, el rey, por robusto que fuera, terminaría por hundirse bajo los golpes visibles e invisibles.

—Intensificad vuestra acción, Ofir, no estáis tratando con alguien ingrato.

Setaú y Loto habían decidido fundar un nuevo laboratorio en Pi-Ramsés. Ameni, instalado en unos despachos nuevos flamantes, trabajaba día y noche. Tuya solucionaba los mil y un problemas que planteaban los cortesanos; Nefertari cumplía con sus tareas religiosas y protocolarias; Iset la Bella y Nedjem se ocupaban de la educación del pequeño Kha; Meritamón se abría como una flor; Romé, el intendente, corría de las cocinas a las bodegas y de las bodegas al comedor de palacio, Serramanna perfeccionaba sin cesar su sistema de seguridad… La vida en Pi-Ramsés parecía armoniosa y apacible. Pero Ramsés no soportaba la ausencia de Moisés.

A pesar de sus disputas, la fuerza del hebreo había sido una ofrenda a la construcción de su reino. En esta ciudad de la que había huido, Moisés había dejado mucho de su alma. Su última conversación probaba que su amigo era víctima de influencias perniciosas, aprisionado en unas ataduras de las que no era consciente.

Habían hechizado a Moisés.

Ameni, con los brazos cargados de papiros, se dirigió a buen paso al rey, que caminaba en todos los sentidos en la sala de audiencias.

—Acha acaba de llegar, desea verte.

—Que entre.

Muy cómodo, con una elegante túnica verde pálido que adornaba un ribete rojo, el joven diplomático tenía el don de lanzar modas. Árbitro de la elegancia masculina, parecía sin embargo menos fogoso que de costumbre.

—Tu ausencia, durante la inauguración de Pi-Ramsés, me ha apenado mucho.

—Mi ministro me representaba, majestad.

—¿Dónde estabas, Acha?

—En Menfis. He recogido los mensajes de mis informadores.

—Chenar me ha hablado de una tentativa de intimidación hitita en Siria central.

—No es una tentativa de intimidación, y Siria central no es la única implicada.

La voz de Acha ya no tenía nada de untuoso.

—Pensaba que mi querido hermano se lo tomaba demasiado en serio, que se abandonaba a la exageración.

—Hubiera sido preferible. Resumiendo las informaciones fiables, estoy convencido de que los hititas han emprendido una maniobra de envergadura contra Canaán y Siria, toda Siria. Incluso los puertos libaneses se hallan seguramente amenazados.

—¿Ha habido ataques directos contra nuestros soldados apostados en la zona?

—Todavía no. Sólo la toma de aldeas y campos considerados como neutrales. Hasta ahora sólo se trata de medidas administrativas, en apariencia no violentas. En realidad, los hititas controlan territorios que nosotros gestionábamos y que nos debían tributo.

Ramsés se inclinó sobre el mapa del Próximo Oriente desplegado sobre una mesa baja.

—Los hititas bajan por un pasillo invasor situado al nordeste de nuestro país. Así pues apuntan directamente a Egipto.

—Es una conclusión precipitada, majestad.

—Si no, ¿cuál sería el objetivo de esta ofensiva rastrera?

—Ocupar el territorio, aislarnos, perturbar a los habitantes, debilitar el prestigio de Egipto, desmoralizar nuestras tropas… No faltan objetivos.

—¿Tú qué opinas?

—Majestad, los hititas preparan la guerra.

Con un trazo rabioso de tinta roja, Ramsés tachó del mapa el reino de los anatolios.

—A ese pueblo sólo le gusta la furia, la sangre y la violencia. Mientras no sea destruido, pondrá en peligro toda forma de civilización.

—La diplomacia…

—¡Un instrumento fuera de uso!

—Tu padre negoció…

—Una zona fronteriza, en Kadesh, ¡lo sé! Pero los hititas no respetan nada. Exijo un informe diario sobre sus actuaciones.

Acha se inclinó. Ya no era el amigo quien se expresaba sino el faraón que ordenaba.

—¿Sabes que Moisés está acusado de un crimen y que ha desaparecido?

—¿Moisés? ¡Pero es insensato!

—Creo que es víctima de una conspiración. Difunde sus señas por nuestros protectorados, Acha, y encuéntralo.

Nefertari tocaba el laúd en el jardín de palacio. A su derecha tenía la cuna en la que dormía su hija, de mejillas redondas y coloreadas, y a su izquierda se encontraba el pequeño Kha, sentado como un escriba y leyendo un cuento que alababa las hazañas de un mago que triunfaba sobre horribles demonios; ante ella, Vigilante se afanaba en desenterrar los brotes de tamarindo que Ramsés había plantado la víspera. Con el morro hundido en la tierra húmeda, excavaba un hoyo con sus patas delanteras y ponía tanto interés en la obra que la reina no se atrevió a reprenderlo.

De repente se interrumpió y corrió hacia la entrada del jardín. Sus ladridos de alegría y sus saltos desordenados saludaron la entrada de su amo.

En el paso de Ramsés, Nefertari percibió una profunda contrariedad. Se levantó y fue al encuentro del rey.

—Moisés está…

—No, estoy seguro de que está vivo.

—¿No es… tu madre?

—Tuya se encuentra bien.

—¿Cuál es la causa de tu sufrimiento?

—Egipto, Nefertari. El sueño de un país feliz, alimentándose de paz, saboreando la dicha de cada día, se rompe.

La reina cerró los ojos.

—La guerra…

—Me parece inevitable.

—Así pues, vas a partir.

—¿Quién más, aparte de mí, podría mandar el ejército? Dejar avanzar más a los hititas sería condenar Egipto a la muerte.

El pequeño Kha había echado un vistazo a la pareja enlazada antes de sumirse de nuevo en su lectura, Meritamón dormía tranquilamente, Vigilante ahondaba su agujero.

En aquel jardín apacible, Nefertari se acurrucó contra Ramsés. A lo lejos, un gran ibis blanco surgió de los cultivos.

—La guerra nos separa, Ramsés; ¿dónde encontraremos el coraje que nos ayude a soportar esta prueba?

—En el amor que nos une, y que nos unirá siempre, suceda lo que suceda. En mi ausencia eres tú, la gran esposa real, la que reinarás en mi ciudad de turquesa.

Nefertari miró fijamente el horizonte.

—Tu pensamiento es justo —dijo ella—. No hay que negociar con el mal.

El gran ibis blanco, de vuelo majestuoso, sobrevoló a la pareja real que el sol poniente bañaba con su luz.