Para Moisés, la situación estaba clara. No había traicionado a Ramsés e incluso le había advertido contra el peligro que lo acechaba. Con la conciencia tranquila, podía ir hacia su destino y dar libre curso al fuego que le devoraba el alma.
El dios único, Yahvé, residía en una montaña, y él tenía que descubrir en cuál de ellas se hallaba, fueran cuales fueran las dificultades del viaje. Algunos hebreos habían decidido partir con él, aun a riesgo de perderlo todo. Moisés terminaba de preparar el equipaje cuando pensó en una promesa no cumplida. Antes de abandonar Egipto para siempre, ejecutaría esa deuda moral.
Sólo tuvo que efectuar un corto trayecto para llegar a la mansión de Sary, al oeste de la ciudad, que estaba bordeada por un antiguo palmeral con árboles vigorosos. Encontró al propietario a punto de beber cerveza fresca al borde de un estanque con abundantes peces.
—¡Moisés! ¡Qué placer recibir al verdadero maestro de obras de Pi-Ramsés! ¿A qué debo este honor?
—El placer no es compartido y no se trata de un honor.
Sary se levantó irritado.
—Tu hermoso futuro no te autoriza la descortesía. ¿Olvidas con quién hablas?
—Con un canalla.
Sary levantó la mano para abofetear al hebreo, pero éste le bloqueó la muñeca. Obligó al egipcio a curvarse, luego a arrodillarse.
—Persigues a uno llamado Abner.
—Su nombre me es desconocido.
—Mientes, Sary. Le has robado y le chantajeas.
—Sólo es un ladrillero hebreo.
Moisés apretó más el brazo. Sary gimió.
—Yo también soy hebreo. Pero podría partirte el brazo y dejarte inválido.
—¡No te atreverás!
—Debes saber que mi paciencia está al límite. No molestes más a Abner o te arrastraré del cuello ante un tribunal. ¡Júralo!
—Yo… juro que no lo importunaré más.
—¿Por el nombre del faraón?
—Por el nombre del faraón.
—Si traicionas tu juramento, serás maldito —Moisés soltó a Sary—. Te has librado fácilmente.
Si el hebreo no hubiera estado a punto de partir, habría denunciado a Sary; pero esperaba que la advertencia fuera suficiente.
No obstante, le invadió una preocupación. En los ojos del egipcio había leído odio, no sumisión.
Moisés se ocultó detrás de una palmera. No tuvo que esperar mucho tiempo. Sary salió de casa con un garrote y caminó en dirección sur, hacia las moradas de los ladrilleros.
El hebreo lo siguió a buena distancia y lo vio entrar en casa de Abner, cuya puerta estaba entreabierta. Casi de inmediato, oyó unos gemidos.
Moisés corrió, entró a su vez y, en la penumbra, divisó cómo Sary golpeaba a Abner con un bastón; su víctima, tendida en el suelo de tierra batida, intentaba protegerse el rostro con las manos.
Moisés le quitó el bastón a Sary y le dio un violento golpe en el cráneo. Con la nuca ensangrentada, el egipcio se desplomó.
—Levántate, Sary, y lárgate.
Como el egipcio no se movía, Abner se arrastró hasta él.
—Moisés… Se diría… que está muerto.
—¡Imposible, no le he golpeado tan fuerte!
—Ya no respira.
Moisés se arrodilló, sus manos tocaron un cadáver. Acababa de matar a un hombre.
La calle estaba silenciosa.
—Tienes que huir —dijo Abner—. Si la policía te detiene…
—¡Tú me defenderás, Abner, y explicarás que te he salvado la vida!
—¿Quién me creerá? Se nos acusará de complicidad. ¡Vete, vete de prisa!
—¿Tienes un saco grande?
—Sí, para meter herramientas.
—Dámelo.
Moisés introdujo en él el cadáver de Sary y colocó la carga sobre sus hombros. Enterraría el cuerpo en un terreno arenoso y se ocultaría en una villa desocupada. Justo el tiempo necesario de recuperar el buen sentido.
El lebrel de la patrulla de policía emitió un gemido inhabitual. Él, de ordinario tan tranquilo, tiraba de la traílla con tanta fuerza que estaba a punto de romperla. Su amo lo soltó, el lebrel corrió a toda velocidad hacia un terreno arenoso, en el límite de la ciudad.
El perro escarbó con ensañamiento. Cuando el policía y sus colegas se acercaron, descubrieron primero un brazo, luego un hombro, luego el rostro de un muerto que el perro desenterraba.
—Lo conozco —dijo uno de los policías—. Es Sary.
—¿El marido de la hermana del rey?
—Sí, es él… ¡Mira, tiene sangre seca en la nuca!
Despejaron completamente el cadáver. No había duda: habían matado a Sary con un bastón. El golpe había sido mortal.
Moisés se había pasado toda la noche dando vueltas sobre sí mismo como un oso encerrado en una jaula. Se había equivocado al actuar así, al intentar disimular el cadáver de un granuja, al huir de una justicia que lo habría declarado inocente. Pero estaba Abner, su miedo, su vacilación… Y eran hebreos, uno y otro. Los enemigos de Moisés no dejarían de utilizar ese drama para provocar su caída. Incluso Ramsés sería advertido en su contra y se mostraría de un rigor inflexible.
Alguien acababa de entrar en la villa de la que sólo la parte central estaba terminada. La policía, ya… Lucharía. No caería en sus manos.
—Moisés… ¡Moisés, soy yo, Abner! Si estás ahí, deja que te vea.
El hebreo apareció.
—¿Atestiguarás en mi favor?
—La policía ha descubierto el cadáver de Sary. Estás acusado de asesinato.
—¿Quién se ha atrevido a hacerlo?
—Mis vecinos. Te han visto.
—¡Pero son hebreos, como nosotros!
Abner bajó la cabeza.
—Como yo, no quieren problemas con las autoridades. Huye, Moisés. Ya no hay futuro para ti, en Egipto.
Moisés se sublevó. Él, el supervisor de los trabajos del rey, el futuro primer ministro de las Dos Tierras, ¡reducido al estado de criminal y fugitivo! En pocas horas caía del pináculo al abismo… ¿No era Dios quien lo abrumaba con esta desdicha para probar su fe? En vez de una existencia vacía y cómoda en un país impío, Él le ofrecía la libertad.
—Partiré por la noche. Adiós, Abner.
Moisés pasó por el barrio de los ladrilleros. Esperaba convencer a sus partidarios para que partieran con él y formaran un clan que, poco a poco, atraería a otros hebreos, incluso si su primera patria sólo era una región aislada y desértica. El ejemplo… Había que dar ejemplo, ¡no importaba a qué precio!
Algunas lámparas brillaban. Los niños dormían, las amas de casa intercambiaban confidencias. Sentados bajo cobertizos, sus maridos bebían una tisana antes de acostarse.
En la callejuela donde habitaban sus amigos, dos hombres se peleaban. Al acercarse, los identificó. ¡Eran sus dos partidarios más fervientes! Se increpaban a propósito de un escabel que uno le habría robado al otro.
Moisés los separó.
—Tú…
—Dejad de enfrentaras por un pecadillo sin importancia y seguidme. Salgamos de Egipto y partamos a la búsqueda de nuestra verdadera patria.
El hebreo de más edad miró a Moisés con desdén.
—¿Quién te ha erigido en nuestro príncipe y en nuestro guía? ¿Si no te obedecemos, nos matarás, como has matado al egipcio?