Solo en su carro dorado, el hijo de la luz tomó la arteria principal de Pi-Ramsés, en dirección al templo de Amón. En pleno mediodía, apareció como el sol cuyo resplandor daba nacimiento a su ciudad. Al lado de los dos caballos empenachados caminaba el león, con la cabeza recta y la melena al viento.
Estupefacta por el poder que se desprendía de la persona del monarca y la magia que le permitía tener una fiera colosal como guardaespaldas, la muchedumbre guardó silencio durante largo rato. Luego surgió un grito: «¡Larga vida a Ramsés!», seguido de otros diez, de cien, de mil… El regocijo fue pronto indescriptible a lo largo del recorrido del rey, que no varió su marcha lenta y majestuosa.
Nobles, artesanos y campesinos llevaban sus trajes de fiesta; los cabellos brillaban gracias al aceite dulce de moringa, las más hermosas pelucas adornaban la cabeza de las mujeres, las manos de los niños y de los sirvientes se cargaban de flores y de hojas que echaban al paso del carro.
Se preparaba un banquete al aire libre; el intendente del nuevo palacio había encargado mil panes de harina fina, dos mil panecillos bien cocidos, diez mil pasteles, carne seca en abundancia, leche, boles de algarrobas, uva, higos y granadas. Ocas asadas, caza, pescados, pepinos y puerros también estaban en el menú, sin contar con centenares de jarras de vino salidas de las bodegas reales y otras tantas de cerveza fabricada la víspera.
En ese día del nacimiento de una capital, el faraón invitaba a su pueblo a la mesa.
No había ni una chiquilla que no se hubiera puesto un vestido nuevo, de colores, ni un caballo que no estuviera adornado con tiras de tela y rosetas de cobre, ni ningún asno cuyo cuello no estuviera adornado con una guirnalda de flores. Perros, gatos y monos domésticos tendrían derecho a ración doble, mientras los ancianos, cualquiera que fuera su condición y origen, serían los primeros en ser servidos, tras haber sido instalados en asientos cómodos, a la sombra de los sicomoros y perseas.
Y se habían preparado peticiones: para un alojamiento, para un empleo, para un terreno, para una vaca, que Ameni recogería y examinaría con benevolencia, en este período feliz en el que la generosidad era la norma.
Los hebreos no eran los últimos en manifestar su alegría. Un largo descanso correctamente remunerado sucedería a un esfuerzo intenso, y podrían enorgullecerse de haber construido con sus manos una nueva capital del reino de Egipto. Durante varias generaciones, aún se hablaría de su hazaña.
La asistencia retuvo su aliento cuando el carro se detuvo ante el coloso con la efigie de Ramsés, el mismo coloso que, la víspera, había estado a punto de provocar un desastre.
Frente a su imagen, Ramsés levantó la cabeza y clavó su mirada en la del gigante de piedra, orientada hacia el cielo. En la frente de la estatua, el uraeus, una cobra que escupía un veneno cáustico que cegaba a los enemigos del rey. En la cabeza, «los dos poderes» reunidos, la corona blanca del Alto Egipto y la corona roja del Bajo Egipto. Sentado en su trono, con las manos abiertas sobre su taparrabo, el faraón de granito contemplaba la ciudad.
Ramsés bajó del carro. Él también llevaba la doble corona, iba vestido con una amplia túnica de lino de mangas anchas, bajo la cual centelleaba un taparrabo dorado sujeto por un cinturón plateado, y sobre su pecho lucía un collar de oro.
—A ti, en quien se encarna el ka de mi reino y de mi ciudad, te abro la boca, los ojos y los oídos. En adelante serás un ser vivo, y quien se atreva a atacar tu carne será castigado con la muerte.
El sol estaba en su cenit, en la vertical del faraón. Éste se volvió hacia su pueblo.
—¡Pi-Ramsés ha nacido, Pi-Ramsés es nuestra capital!
Miles de voces entusiastas repitieron esta declaración.
Durante la jornada, Ramsés y Nefertari habían recorrido las anchas avenidas, calles y callejuelas, y visitado cada barrio de Pi-Ramsés. Deslumbrada, la gran esposa real le había encontrado un sobrenombre, «la ciudad de turquesa», que había circulado inmediatamente de boca en boca. Tal era la última sorpresa que Moisés reservaba al rey: las fachadas de las casas, villas y viviendas modestas estaban recubiertas de tejas barnizadas de color azul de una luminosidad excepcional. Al hacer instalar sobre el terreno el taller que las fabricaba, Ramsés no imaginaba que los artesanos fueran capaces de producir tal cantidad en tan poco tiempo. Gracias a ellos, la capital había encontrado su unidad.
Moisés, elegante y afeitado, realizaba el oficio de maestro de ceremonias. Ahora no había ninguna duda de que Ramsés nombraría visir a su amigo de infancia y haría de él el primer ministro del país. La complicidad de los dos hombres era evidente, el éxito de Moisés resplandeciente. El rey no emitió ninguna crítica, indicando que sus esperanzas habían sido colmadas, incluso superadas.
Chenar rabiaba. El mago Ofir le había mentido o se había equivocado al afirmar que manipulaba al hebreo. Tras semejante triunfo, Moisés se convertiría en un hombre rico y un cortesano celoso. Enfrentarse con Ramsés por una estúpida disputa religiosa sería un suicidio. En cuanto a su pueblo, se acomodaba tan bien en la población que no tenía ningún interés en salirse de ella. Los únicos verdaderos aliados de Chenar seguían siendo los hititas. Peligrosos como víboras, pero aliados después de todo.
La recepción dada en el palacio real, cuya gran sala de columnas estaba adornada con pinturas que representaban una naturaleza ordenada y apacible, encantó a los miembros de la corte, seducidos por la belleza y la nobleza de Nefertari. La primera dama del país, protectora mágica de la residencia real, tuvo una palabra amable y justa para cada uno.
Las miradas no se despegaban del admirable enlosado, formado por tejas barnizadas; componían deliciosos cuadros que recordaban estanques de agua fresca, jardines floridos, patos revoloteando en un bosque de papiros, lotos abiertos o peces evolucionando en un estanque. El verde pálido, el azul claro, el blanco crudo, el amarillo oro y el morado se mezclaban en una sinfonía de colores suaves que cantaban la perfección de la creación.
Burlones y bromistas fueron reducidos al silencio. Los templos de Pi-Ramsés estaban lejos de estar terminados, pero el palacio no desmerecía, en lujo y en refinamiento, a los de Menfis y Tebas. Aquí, ningún cortesano añoraría otro lugar. Poseer una villa en Pi-Ramsés ya era la obsesión de los nobles y de los altos personajes del Estado.
Con una constancia increíble, Ramsés continuaba haciendo milagros.
—Éste es el hombre a quien esta ciudad debe su existencia —declaró el faraón poniendo la mano sobre el hombro de Moisés.
Las conversaciones se interrumpieron.
—El protocolo prescribe que me siente en el trono, que Moisés se prosterne ante mí y que yo le ofrezca collares de oro a cambio de sus buenos y leales servicios. Pero es mi amigo de infancia, y hemos llevado a cabo juntos este combate. Yo he concebido esta capital, él la ha realizado según mis planes.
Ramsés dio un abrazo solemne a Moisés. No existía más insigne honor por parte de un faraón.
—Moisés seguirá siendo supervisor de las obras reales durante unos meses, el tiempo de formar a su sucesor. Luego trabajará a mi lado, para mayor gloria de Egipto.
Chenar había acertado temiendo lo peor. La eficacia conjunta de los dos amigos los volvía más temibles que todo un ejército.
Ameni y Setaú felicitaron a Moisés, cuyo nerviosismo les sorprendió. Lo consideraron efecto de la emoción.
—Ramsés se equivoca —declaró el hebreo—. Me atribuye cualidades que no poseo.
—Serás un excelente visir —estimó Ameni.
—Pero de todos modos estarás bajo las órdenes de este pequeño escriba tiñoso —afirmó Setaú—. En realidad, es él el que gobierna.
—¡Ten cuidado, Setaú!
—Los alimentos son suculentos. Si Loto y yo descubrimos unas buenas serpientes, tal vez nos instalemos aquí. ¿Por qué no ha venido Acha?
—Lo ignoro —respondió Ameni.
—Mala nota para su carrera. No es muy diplomático que digamos.
Los tres amigos vieron cómo Ramsés se acercaba a su madre, Tuya, y la besaba en la frente. A pesar de la tristeza que velaría para siempre su rostro grave y fino, la viuda de Seti no ocultaba su orgullo. Cuando anunció que viviría de inmediato en el palacio de Pi-Ramsés, el triunfo de su hijo fue total.
Aunque terminada, la pajarera estaba aún vacía de pájaros exóticos, que regocijarían la vista y el oído de los cortesanos.
Apoyado en un pilar, con los brazos cruzados y los rasgos tensos, Moisés no se atrevía a mirar a su amigo Ramsés. Tenía que olvidar al hombre y dirigirse a un adversario, el faraón de Egipto.
—Todo el mundo duerme, salvo tú y yo.
—Pareces agotado, Moisés. ¿Podríamos aplazar esta entrevista hasta mañana?
—No fingiré más tiempo.
—¿Qué finges?
—Soy un hebreo y creo en el Dios único. Tú eres un egipcio y adoras ídolos.
—¡Sigues con ese discurso infantil!
—Te molesta porque es la verdad.
—Has sido instruido en toda la sabiduría de los egipcios, Moisés, y tu dios único, sin forma e incognoscible, es el poder oculto en el corazón de cada partícula de vida.
—¡No se encarna en un cordero!
—Amón es el secreto de la vida, que se manifiesta en el viento invisible que hincha la vela de la barca, en los cuernos del carnero cuya espiral traza el desarrollo armonioso de una creación, en la piedra que forma la carne de nuestros templos. Es todo eso y nada de todo eso. Esta sabiduría la conoces tan bien como yo.
—¡No es más que una ilusión! Dios es único.
—¿Le prohíbe eso multiplicarse en sus criaturas siendo a la vez Uno?
—¡No necesita tus templos y tus estatuas!
—Te lo repito, estás agotado.
—Estoy convencido. Ni siquiera tú podrás hacerme cambiar de opinión.
—Si tu dios te vuelve intolerante, desconfía. Te conducirá al fanatismo.
—¡Más bien te toca a ti desconfiar, Ramsés! Una fuerza se está desarrollando en este país. Una fuerza aún vacilante, pero que lucha por la verdad.
—Explícate.
—¿Te acuerdas de Akenatón y de su fe en un dios único? Mostró el camino, Ramsés. Escucha su voz, escucha la mía. Si no, tu imperio se hundirá.