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Moisés corría de aquí para allá, entraba en los edificios públicos, examinaba los muros y las ventanas, cruzaba un barrio en su carro, apremiaba a los pintores para que terminaran el trabajo. Sólo le quedaban unos días antes de la llegada de la pareja real y la inauguración oficial de Pi-Ramsés.

Mil defectos le saltaban a los ojos, ¿pero cómo remediarlos en tan poco tiempo? Los ladrilleros habían aceptado prestar ayuda a otros cuerpos profesionales, sobrecargados de trabajo. En el ardor de esos últimos momentos, la popularidad de Moisés permanecía intacta. Su voluntad seguía siendo comunicativa y arrebatadora, tanto más cuanto que el sueño se transformaba en realidad.

A pesar del cansancio, Moisés pasaba largas veladas con sus hermanos hebreos, escuchaba sus quejas y esperanzas, y ya no vacilaba en afirmarse como el guía de un pueblo en busca de su identidad. Sus ideas asustaban a la mayoría de los interlocutores, pero su personalidad les fascinaba. Cuando la grandiosa aventura de Pi-Ramsés estuviera acabada, ¿no abriría Moisés un nuevo camino a los hebreos?

Agotado, sólo encontraba un sueño agitado en el que regresaba sin cesar el rostro de Ofir. El adorador de Atón no se equivocaba. En el cruce de caminos, los discursos ya no bastaban; había que actuar, y la acción se alimentaba a menudo de violencia.

Moisés había cumplido la misión confiada por Ramsés, desvinculándose así de toda obligación hacia el rey de Egipto. Pero no tenía derecho a traicionar al amigo y se había jurado advertirle del peligro que le acechaba. Con la conciencia purificada, sería completamente libre.

Según el mensajero real, el faraón y su esposa entrarían en Pi-Ramsés al día siguiente, hacia mediodía. La población de ciudades y aldeas de los alrededores se había reunido en los accesos a la nueva capital, para no faltar al acontecimiento. Desbordadas, las fuerzas de seguridad no lograban impedir a los curiosos que se instalaran en la nueva ciudad.

Moisés esperaba pasar las últimas horas de supervisor de las obras fuera de la ciudad, paseando por el campo. Pero en el momento en que abandonaba Pi-Ramsés, un arquitecto corrió hacia él.

—¡El coloso… el coloso se ha vuelto loco!

—¿El del templo de Amón?

—Ya no logramos detenerlo.

—¡Os ordené que no lo tocarais!

—Pensamos…

El carro de Moisés cruzó la ciudad a la velocidad del viento.

Delante del templo de Amón reinaba el desastre. Un coloso de doscientas toneladas, que representaba al rey sentado en su trono, se deslizaba suavemente hacia la fachada del edificio. Corría el riesgo de golpearla y causar enormes desperfectos, o de derrumbarse y quebrarse. ¡Qué espectáculo para ofrecer a Ramsés el día de la inauguración!

Unos cincuenta hombres enloquecidos tiraban en vano de las cuerdas que fijaban la escultura gigante a un trineo de madera. Varios cueros de protección, colocados en los lugares en los que la cuerda tocaba la piedra, habían estallado.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Moisés.

—El capataz se había subido en el coloso para dirigir la maniobra y ha caído hacia adelante. Para evitar que fuera aplastado, los obreros han accionado los frenos de madera. El coloso se ha desviado del sendero de légamo húmedo que servía de pista deslizante hacia su emplazamiento, pero continúa avanzando. El rocío, el trineo mojado…

—¡Necesitaban al menos ciento cincuenta hombres!

—Los técnicos están ocupados en otra parte…

—Traedme jarras de leche.

—¿Cuántas?

—¡Miles! Y haced que vengan inmediatamente refuerzos.

Tranquilizados por la presencia de Moisés, los artesanos recuperaron la sangre fría. Cuando vieron al joven hebreo trepar por el lado derecho del coloso, ponerse de pie sobre el mandil de granito y verter leche delante del trineo para abrir un nuevo camino, recuperaron la esperanza. Se organizó una cadena para que Moisés no careciera del líquido graso sobre el cual se deslizaría el enorme peso. Obedeciendo las directrices del hebreo, los primeros refuerzos, llegados a toda prisa, fijaron largas cuerdas en los lados y detrás del trineo. El centenar de obreros encargados de tirar lo utilizaría para aminorar la carrera del coloso.

Poco a poco, éste cambió de trayectoria y tomó la dirección correcta.

—¡La viga de frenado! —gritó Moisés.

Treinta hombres, hasta entonces alelados, colocaron la viga con muescas, destinada a bloquear el trineo, en el lugar que ocuparía la estatua de Ramsés, ante el templo de Amón.

Dócil, el coloso siguió la pista de leche, consiguieron frenarlo en el momento preciso y se estacionó en su lugar exacto.

Empapado de sudor, Moisés saltó a tierra. Dado su furor, todos previeron grandes sanciones.

—Que me traigan al responsable de esta falsa maniobra, el hombre que ha caído de la estatua.

—Aquí está.

Dos obreros empujaron a Abner, que se arrodilló ante Moisés.

—Perdonadme —gimoteó—, tuve un malestar, yo…

—¿No eres ladrillero?

—Sí… Mi nombre es Abner.

—¿Qué haces en esta obra?

—Yo… me oculto.

—¿Has perdido la cabeza?

—¡Tenéis que creerme!

Abner era hebreo. Moisés no podía castigarlo antes de haber oído sus explicaciones. Comprendió que el ladrillero, desamparado, sólo le hablaría en privado.

—Sígueme, Abner.

Un arquitecto egipcio se sublevó.

—Este hombre ha cometido una falta grave. Absolverlo sería injuriar a sus compañeros.

—Voy a interrogarlo. Luego tomaré una decisión.

El arquitecto se inclinó ante su superior jerárquico. Si Abner hubiese sido egipcio, Moisés no se habría mostrado tan delicado. Desde hacía unas semanas, el supervisor de las obras reales daba pruebas de un espíritu parcial que terminaría por volverse contra él.

Moisés hizo subir a Abner a su carro y lo sujetó con una correa de cuero.

—Suficientes caídas por hoy, ¿no crees?

—¡Perdonadme, os lo ruego!

—Deja de gimotear y explícamelo todo.

Un patio resguardado del viento precedía al edificio oficial de Moisés. El carro se detuvo en el umbral y los dos hombres descendieron de él. Moisés se quitó el taparrabo y la peluca, y señaló una pesada jarra.

—Sube al murito —le ordenó a Abner—, y vierte suavemente esa agua sobre mis hombros.

Mientras Moisés se frotaba la piel con unas hierbas, su compatriota, sosteniendo la pesada jarra en el extremo de los brazos, esparció el líquido benéfico.

—¿Te has quedado sin lengua, Abner?

—Tengo miedo.

—¿Por qué?

—Me han amenazado.

—¿Quién?

—Yo… no puedo decirlo.

—Si persistes en callar, te pondré en manos de la justicia por falta profesional grave.

—¡No, perdería mi empleo!

—Estaría justificado.

—¡Os juro que no!

—Entonces, habla.

—Me roban, me hacen chantaje…

—¿El culpable?

—Un egipcio —respondió Abner bajando la voz.

—¿Su nombre?

—No puedo decirlo. Tiene relaciones influyentes.

—No repetiré mi pregunta.

—¡Se vengará!

—¿Confías en mí?

—A menudo pensé en hablaros, pero ¡tengo tanto miedo de ese hombre!

—Deja de temblar y dime su nombre. Ya no te importunará.

Aterrorizado, Abner soltó la jarra, que se rompió contra el suelo.

—Sary… es Sary.

La flotilla entró por el gran canal que llevaba a Pi-Ramsés. Toda la corte acompañaba a Ramsés y Nefertari, impacientes por descubrir la nueva capital, en la que en adelante habría que residir si se quería agradar al rey. Se habían emitido muchas críticas veladas, que giraban alrededor del mismo reproche: ¿cómo podía rivalizar con Menfis una ciudad construida tan de prisa? Ramsés corría sin duda hacia un fracaso estruendoso que le obligaría, tarde o temprano, a olvidar Pi-Ramsés.

En la proa, el faraón miraba cómo el Nilo creaba su Delta, mientras el barco abandonaba el curso principal para tomar el canal que llevaba al puerto de la capital.

Chenar se acodó al lado de su hermano.

—No es el mejor momento, soy consciente de ello, pero sin embargo debo abordar un tema grave.

—¿Tan urgente es?

—Eso me temo. Si hubiera podido hablarte de ello antes, habría evitado importunarte en estos instantes tan felices, pero eras inaccesible.

—Te escucho, Chenar.

—Estoy muy contento con el puesto que me has confiado y me gustaría traerte sólo excelentes noticias.

—¿No es el caso?

—Si creo en los informes que me han enviado, me temo que la situación va a empeorar.

—Ve a los hechos.

—Parece que los hititas han salido de la zona de influencia que nuestro padre toleraba y han invadido Siria central.

—¿Estás seguro?

—Es demasiado pronto para pronunciarse, pero quería ser el primero en alertarte. Las provocaciones hititas fueron frecuentes en un pasado reciente y podemos esperar que ésta sólo sea una fanfarronada más. No obstante, sería bueno tornar algunas precauciones.

—Pensaré en ello.

—¿Eres escéptico?

—Tú mismo lo has precisado, es una invasión aún no confirmada. En cuanto recibas noticias, comunícamelas.

—Tu majestad puede contar con su ministro.

La corriente era fuerte, el viento bien orientado, el barco avanzaba de prisa. La intervención de Chenar dejó a Ramsés pensativo. ¿Su hermano tomaba realmente en serio su papel? Chenar era capaz de haber inventado ese intento de invasión hitita para darse importancia y demostrar sus aptitudes como ministro de Asuntos Exteriores.

Siria central… Una zona neutral que ni egipcios ni hititas controlaban, prohibiéndose ocuparla militarmente y contentándose con mantener allí informadores más o menos fiables. Después que Seti renunció a apoderarse de Kadesh, una guerrilla larvada parecía satisfacer a los dos campos.

Quizá la creación de Pi-Ramsés, que ocupaba una posición estratégica, había despertado los ardores belicistas de los hititas, inquietos por la gran atención que el joven faraón concedía a Asia y a su imperio. Sólo un hombre le diría la verdad a Ramsés: su amigo Acha, jefe de los servicios secretos. Los informes oficiales remitidos a Chenar sólo representaban la superficie y el exterior de la situación; Acha, gracias a su red, conocería las verdaderas intenciones del adversario.

Un grumete, subido a lo alto del gran mástil, no pudo retener su alegría.

—Allá, el puerto, la ciudad… ¡Es Pi-Ramsés!