Raia, el mercader sirio, palpó su barbita en punta. Podía estar satisfecho de los resultados de su negocio, cuyos beneficios aumentaban año tras año. La calidad de las conservas de carne y de los jarrones importados de Asia seducían cada vez más a clientes acomodados, tanto en Menfis como en Tebas. Con la creación de la nueva capital, Pi-Ramsés, ¡se anunciaba un nuevo mercado! Raia ya había obtenido la autorización de abrir una amplia tienda en el corazón del barrio comercial y formaba vendedores capaces de satisfacer a los aficionados exigentes.
En previsión de esos días felices, había encargado un centenar de jarrones preciosos, con formas insólitas, procedentes de los talleres sirios. Cada pieza era única y sería vendida muy cara. Desde el punto de vista de Raia, los artesanos egipcios trabajaban mejor que sus compatriotas, pero el gusto por el exotismo y el esnobismo le aseguraban una creciente fortuna.
Aunque los hititas hubiesen ordenado a su espía que apoyase a Chenar contra Ramsés, Raia había renunciado, después de un intento fallido, a organizar un atentado contra el rey. Éste estaba demasiado bien protegido, y un segundo fracaso corría el riesgo de ofrecer a los investigadores una pista para llegar hasta él.
Desde hacía tres años, Ramsés reinaba con la misma autoridad que Seti, a la que se añadía la llama de la juventud. El rey aparecía como un torrente capaz de arrastrar cualquier obstáculo. Nadie tenía la capacidad de oponerse a sus decisiones, incluso si su programa de construcciones desafiaba la razón. Subyugados, la corte y el pueblo parecían golpeados por el estupor debido al dinamismo de un monarca que había barrido a todos sus oponentes.
Entre los jarrones importados había dos de alabastro.
Raia cerró la puerta del almacén y pegó la oreja a ella durante largo rato. Seguro de estar solo, metió la mano en el interior del jarro, cuyo cuello estaba marcado con un discreto punto rojo, y retiró una etiqueta en madera de pino en la cual unas cifras precisaban las dimensiones del objeto y su lugar de procedencia.
Raia conocía el código de memoria y descifró sin problemas el mensaje hitita que le transmitía su importador de Siria del Sur, miembro de su red.
Estupefacto, el mercader destruyó la etiqueta y se lanzó fuera del taller.
—Soberbio —constató Chenar admirando el jarrón azul con cuello en forma de cisne que le presentaba Raia—. ¿Su precio?
—Temo que sea elevado, señor. Pero es una pieza única.
—Discutámoslo, ¿quieres?
Con el jarrón apretado contra su pecho, Raia siguió al hermano mayor de Ramsés, que lo llevó a una de las terrazas cubiertas de su villa, donde dialogaron sin peligro de ser oídos.
—Si no me equivoco, Raia, utilizas el procedimiento de urgencia.
—Exacto.
—¿Por qué razón?
—Los hititas han decidido pasar a la acción.
Chenar esperaba esta noticia aunque la temía. Si él hubiera sido faraón en lugar de Ramsés, habría puesto las tropas egipcias en estado de alerta y reforzado las defensas en las fronteras. Pero el enemigo más peligroso de Egipto le ofrecía una posibilidad de reinar. Así pues debía explotar para su único provecho el secreto de Estado del que se hacía depositario.
—¿Puedes ser más preciso, Raia?
—Parecéis turbado.
—Lo estaría con menos, ¿no?
—Es verdad, señor. Yo mismo estoy aún bajo el efecto de la conmoción. Es una medida que podría trastornar todo lo adquirido.
—Mucho más, Raia, mucho más… Es la suerte del mundo la que está en juego. Tú y yo seremos los actores principales del drama que se va a interpretar.
—Yo sólo soy un modesto agente de información.
—Tú serás mi contacto con mis aliados del exterior. Buena parte de mi estrategia descansa en la calidad de tus informaciones.
—Vos me concedéis una importancia…
—¿Deseas quedarte en Egipto después de nuestra victoria?
—Ya me he acostumbrado.
—Serás rico, Raia, muy rico. No seré ingrato con aquellos que me hayan ayudado a tomar el poder.
El mercader se inclinó.
—Soy vuestro servidor.
—¿Tienes indicaciones más precisas?
—No, aún no.
Chenar dio unos pasos, apoyó los codos en la balaustrada de la terraza y miró hacia el norte.
—Hoy es un gran día, Raia. Más tarde recordaremos que marcó el inicio del declive de Ramsés.
La amante egipcia de Acha era una pequeña maravilla. Maliciosa, inventiva, jamás saciada, había sacado de su cuerpo matices de placer inéditos. Sucedía a dos libanesas y a tres sirias, hermosas pero aburridas. En los juegos del amor, el joven diplomático exigía fantasía, única fuerza capaz de liberar los sentidos y de hacer del cuerpo un arpa de melodías inesperadas. Se disponía a chupar los bonitos dedos del pie de la doncella cuando su intendente, debidamente advertido, sin embargo, de no molestarlo bajo ningún pretexto, golpeteó en la puerta de su habitación.
Espantado, Acha abrió sin pensar en vestirse.
—Perdonadme… Un mensaje urgente del ministerio.
Acha consultó la tableta de madera. Sólo había tres palabras: «Presencia inmediata indispensable.»
A las dos de la madrugada, las calles de Menfis estaban desiertas. El caballo de Acha recorrió a buen paso la distancia que separaba la mansión de su amo del Ministerio de Asuntos Exteriores. El diplomático no se detuvo a hacer una ofrenda a Thot y subió de cuatro en cuatro las gradas de la escalera que llevaba a su despacho, donde lo esperaba su secretario.
—He creído oportuno interrumpiros.
—¿Por qué motivo?
—A causa de una alarmante gestión de uno de nuestros agentes de Siria del Norte.
—Si sigue tratándose de una seudorrevelación desprovista de interés, aplicaré sanciones.
La parte baja del papiro parecía virgen. Al calentarlo a la llama de una lámpara de aceite, aparecieron unos caracteres hieráticos. Esta manera rápida de escribir los jeroglíficos los deformaban hasta hacerlos irreconocibles. La grafía del espía egipcio instalado en Siria del Norte, controlada por los hititas, no se parecía a ninguna otra.
Acha leyó y releyó.
—¿Urgencia justificada? —preguntó el secretario.
—Dejadme solo.
Acha desplegó un mapa y comprobó las informaciones dadas por su confidente. Si no se equivocaba, era previsible lo peor.
—El sol no ha salido —murmuró Chenar bostezando.
—Leed esto —recomendó Acha presentando a su ministro el mensaje del espía.
El texto despertó al hermano mayor de Ramsés.
—Los hititas habrían tomado el control de varias aldeas de Siria central y habrían salido de la zona de influencia aceptada por Egipto…
—El texto es preciso.
—Se diría que no ha habido ni muertos ni heridos. Puede tratarse de una provocación.
—No sería la primera vez, en efecto; pero los hititas jamás habían llegado tan hacia el sur.
—¿Qué conclusión sacáis?
—La preparación de un ataque en toda regla contra Siria del Sur.
—¿Certeza o hipótesis?
—Hipótesis.
—¿Podríais transformarla en certeza?
—Debido a la situación, los mensajes deberían sucederse a breves intervalos.
—Sea como sea, guardemos silencio tanto tiempo como sea posible.
—Corremos un gran riesgo.
—Soy consciente de ello, Acha. No obstante, tal debe ser nuestra estrategia. Tenemos la intención de embaucar a Ramsés, de hacerle cometer errores que le costarán una gran derrota, pero los hititas parecen impacientes por actuar. Necesitamos retrasar al máximo la preparación del ejército egipcio.
—No estoy seguro de ello —objetó Acha.
—¿Por qué razón?
—Por un lado, sólo ganaremos unos días, del todo insuficientes para impedir una contraofensiva; por otro, mi secretario sabe que he recibido un mensaje importante. Diferir su transmisión al rey despertaría sus sospechas.
—¡No nos sirve de nada ser los primeros en enterarnos!
—Al contrario, Chenar. Ramsés me nombró jefe de los servicios secretos, confía en mí. Dicho de otra manera, creerá lo que le diga.
Chenar sonrió.
—Un juego muy peligroso; ¿no se dice que Ramsés lee los pensamientos?
—El pensamiento de un diplomático es indescifrable. En cuanto yo le advierta de la noticia, vos apresuraos a confiarle vuestras preocupaciones. Así pareceréis sincero y creíble.
Chenar se acomodó en un sillón.
—Vuestra inteligencia es temible, Acha.
—Conozco bien a Ramsés. Creerle desprovisto de sutileza sería un error imperdonable.
—De acuerdo, nos conformaremos con vuestro plan.
—Queda un problema esencial: conocer las intenciones reales de los hititas.
Chenar las conocía. Pero juzgó preferible no revelar sus fuentes a Acha pues, según la evolución de la situación, quizá estaría obligado a sacrificar a sus amigos hititas.