Nefertari, la de la belleza sin par, semejante al lucero de la mañana que aparece al inicio de un año feliz, cuyos dedos acarician como lotos; Nefertari luminosa, cuyos cabellos perfumados y sueltos eran una trampa en la que uno gustaba abandonarse.
Amarla era renacer.
Ramsés le masajeó suavemente los pies, luego le besó las piernas y dejó que sus manos recorrieran su cuerpo flexible, dorado por el sol. Ella era el jardín en el que crecían las flores más raras, el estanque de agua fresca, el lejano país de los árboles de incienso. Cuando se unían, su deseo tenía la potencia de la corriente tormentosa de la crecida y la ternura de una melodía de oboe en la paz del ocaso.
Bajo el follaje verde de un sicomoro, Nefertari y Ramsés se habían ofrecido el uno al otro después del regreso del rey, que había apartado a sus allegados y a sus consejeros para recuperar a su esposa. La sombra refrescante del gran árbol, sus hojas turquesa y sus higos reventones, tan rojos como el jaspe, formaban uno de los tesoros del palacio de Tebas en el que la pareja había logrado aislarse.
—¡Qué interminable viaje…!
—¿Y nuestra hija?
—Kha y Meritamón se llevan a las mil maravillas. Tu hijo encuentra a su hermanita muy bonita y poco ruidosa, pero ya quiere enseñarle a leer. Su ayo ha tenido que calmar sus ardores.
Ramsés estrechó a la reina entre sus brazos.
—Él se ha equivocado… ¿Por qué apagar el fuego de un ser?
Nefertari no tuvo tiempo de protestar, pues los labios del rey se posaron en los suyos. Bajo el efecto del viento del norte, las ramas del sicomoro se inclinaron, respetuosas y cómplices.
El segundo día del cuarto mes de la estación de la crecida, en el tercer año del reinado de Ramsés, Bakhen, manejando un largo bastón, precedió a la pareja real para mostrarles el templo de Luxor, cuyos trabajos estaban terminados. Una procesión, que salió de Karnak, les había seguido y tomado la avenida de las esfinges que unía los dos templos.
La nueva fachada de Luxor los dejó asombrados. Los dos obeliscos, los colosos reales y la masa a la vez poderosa y elegante del pitón formaban un conjunto perfecto, digno de los más grandes constructores del pasado.
Los obeliscos dispersaban las energías negativas y atraían los poderes celestes hacia el templo que elegían como domicilio, para alimentar el ka que producía. En su base, cinocéfalos, los grandes monos en los que se encamaba la inteligencia del dios Thot, celebraban el nacimiento de la luz que favorecían, cada alba, emitiendo los sonidos de la primera mañana. Todos los elementos, del jeroglífico al coloso, concurrían a la resurrección diaria del sol, que dominaba entre las dos torres del pilón, encima de la puerta central.
Ramsés y Nefertari la cruzaron y penetraron en un gran patio a cielo abierto cuyos muros estaban rodeados de columnas macizas, expresión de la potencia del ka. Entre ellas, unos colosos de pie con la efigie del rey expresaban su fuerza inagotable. Tiernamente apretada contra la pierna del gigante, la reina Nefertari, a la vez frágil e inquebrantable.
Nebú, el gran sacerdote de Karnak, se adelantó hacia la pareja real, llevando el compás de la lenta marcha con el bastón dorado.
El viejo se inclinó.
—Majestad, he aquí el templo del ka. Aquí se creará en cada instante la energía de vuestro reinado.
La fiesta de inauguración de Luxor reunió a toda la población de Tebas y de su región, del más humilde al más rico. Durante diez días se cantaría y se bailaría en las calles, y las tabernas y mesones al aire libre no se vaciarían nunca. Por la gracia del faraón, la cerveza dulce sería gratuita y regocijaría las barrigas.
El rey y la reina presidieron un banquete que hizo época en los anales. Ramsés proclamó que el templo del ka estaba terminado y que ningún elemento arquitectónico le sería añadido en el futuro. Quedaban por elegir los temas y figuraciones simbólicas, en relación con el reinado, que adornarían la fachada del pilón y los muros del gran patio. Todos estimaron sabia la voluntad del monarca de diferir su decisión y de tomarla de acuerdo con los ritualistas de la Casa de Vida.
Ramsés apreció la actitud de Bakhen, el cuarto profeta de Amón. Olvidando hablar de sus propios méritos, alabó los de los arquitectos que habían construido Luxor de acuerdo con la ley de la armonía. Al final de los festejos, el rey entregó al gran sacerdote de Amón el oro de Nubia, cuya extracción y transporte serían en adelante puestos bajo estricta vigilancia.
Antes de partir hacia el norte, la pareja real se dirigió al lugar del Ramesseum. También allí, Bakhen había mantenido sus compromisos. Niveladores, peones y canteros estaban manos a la obra: el templo de millones de años empezaba a surgir del desierto.
—Apresúrate, Bakhen. Que los cimientos estén terminados lo antes posible.
—El equipo de Luxor estará aquí desde mañana. Así dispondré de efectivos numerosos y cualificados.
Ramsés comprobó que su plan había sido seguido al pie de la letra. Ya imaginaba las capillas, la gran sala de columnas, las mesas de ofrendas, el laboratorio, la biblioteca… Millones de años correrían por las venas de piedra del edificio.
El rey recorrió el área sagrada con Nefertari y le describió su sueño, como si ya tocara las paredes esculpidas y las columnas de jeroglíficos.
—El Ramesseum será tu gran obra.
—Quizá.
—¿Por qué dudas de ello?
—Porque quiero cubrir Egipto de santuarios, dar a las divinidades mil y un lugares de culto para que el país entero sea regado con su energía y la tierra se parezca al cielo.
—¿Qué templo superará el de millones de años?
—En Nubia he descubierto un lugar extraordinario hacia el que me ha conducido un elefante.
—¿Cómo se llama?
—Abu Simbel. Está puesto bajo la protección de la diosa Hator y sirve de parada a los marineros. El Nilo alcanza allí el apogeo de su belleza, el agua se une a la roca, los acantilados de arenisca parecen esperar que hagan nacer el templo que llevan dentro.
—Comenzar una obra, en una región tan lejana, ¿no presenta dificultades insuperables?
—Insuperables en apariencia.
—Ninguno de tus predecesores ha intentado la aventura.
—Es verdad, pero triunfaré. Desde que contemplé Abu Simbel, no dejo de pensar en ello. Ese elefante era un mensajero del invisible. Su nombre jeroglífico, Abu, ¿no es el mismo que el del lugar, y no significa «comienzo, inicio»? El nuevo comienzo de Egipto, el inicio de su territorio, debe situarse allá, en el corazón de Nubia, en Abu Simbel. No existe ningún otro medio para pacificar esa provincia y hacerla feliz.
—¿No es una empresa insensata?
—¡Por supuesto que sí! ¿Pero no es la expresión del ka? El fuego que me anima se convierte en piedra de eternidad. Luxor, Pi-Ramsés, Abu Simbel son mi deseo y mi pensamiento. Si me contentara con gestionar los asuntos corrientes, traicionaría mi función.
—Mi cabeza se posa sobre tu hombro y conozco el descanso de una mujer amada… Pero tú también puedes descansar sobre mí como un coloso sobre su zócalo.
—¿Apruebas el proyecto de Abu Simbel?
—Debes madurarlo, dejarlo crecer en ti hasta que su visión sea fulgurante e imperiosa. Luego, actúa.
En el interior del recinto del templo de millones de años, Ramsés y Nefertari se sintieron animados por una fuerza extraña que los hacía invulnerables.
Talleres, almacenes y cuarteles estaban dispuestos para su uso. Las vías principales de la capital comunicaban los distintos barrios de viviendas y terminaban en los templos mayores, todavía en construcción, pero cuyas partes centrales ya podían albergar los ritos esenciales.
La tarea de los ladrilleros se acababa y éstos eran sustituidos por jardineros y pintores, por no hablar de los decoradores especializados que darían a Pi-Ramsés un aspecto seductor. Subsistía una inquietud: ¿le gustaría a Ramsés?
Moisés subió al techo del palacio y contempló la ciudad. También él, como el faraón, había logrado un milagro. La labor de los hombres y la rigurosa organización del trabajo no habían sido suficientes; debieron recurrir al entusiasmo, esa cualidad que no era de naturaleza humana, sino que procedía del amor de Dios por su creación. ¡Cómo le hubiera gustado a Moisés poder ofrecerle esta ciudad a él, en vez de abandonarla a Amón, a Set y a sus congéneres! Tantos talentos desperdiciados para satisfacer a unos ídolos mudos…
Su próxima ciudad la construiría para gloria del verdadero Dios, en su país, en una tierra santa. Si Ramsés era un auténtico amigo, comprendería su ideal.
Moisés golpeó con el puño el borde del balcón.
¡El rey de Egipto jamás toleraría la revuelta de una minoría, jamás entregaría su trono a una descendiente de Akenatón! Un sueño insensato le había turbado la mente.
Abajo, cerca de una de las entradas secundarias del palacio, estaba Ofir.
—¿Puedo hablarte? —preguntó el mago.
—Ven.
Ofir había aprendido a desplazarse con discreción. Se le tomaba por un arquitecto cuyos consejos eran útiles al supervisor de las obras de Pi-Ramsés.
—Abandono —declaró Moisés—. Es inútil discutir más tiempo.
El mago permaneció glacial.
—¿Se ha producido un acontecimiento imprevisto?
—He reflexionado, nuestros proyectos son demenciales.
—Venía a anunciarte que las filas de los partidarios de Atón se han reforzado considerablemente. Personalidades de gran envergadura estiman que Lita debe subir al trono de Egipto con la bendición del dios único. En ese caso, los hebreos serían libres.
—Derrocar a Ramsés… ¡Bromeas!
—Nuestras convicciones son firmes.
—¿Creéis que vuestro discurso impresionará al rey?
—¿Quién te ha dicho que nos contentaremos con discusiones?
Moisés observó a Ofir como si descubriera a un desconocido.
—No me atrevo a comprenden…
—Al contrario, Moisés. Has llegado a la misma conclusión que yo, y eso es lo que te asusta. Si Akenatón fue vencido y perseguido fue porque no se atrevió a utilizar la violencia contra sus enemigos. Sin ella no se puede ganar ningún combate. ¿Quién sería lo bastante ingenuo para creer que Ramsés abandonará una sola parcela de su poder a cualquiera? Nosotros le venceremos desde el interior y vosotros, los hebreos, os sublevaréis.
—Centenares de muertos, quizá millares… ¿Es una carnicería lo que deseáis?
—Si preparas a tu pueblo para el combate, saldrá vencedor. ¿No está Dios con vosotros?
—Me niego a oír más. Desaparece, Ofir.
—Nos volveremos a ver aquí o en Menfis, como quieras.
—No cuentes con ello.
—No existe otro camino, lo sabes. No te resistas a tu deseo, Moisés, no intentes sofocar su voz. Lucharemos hombro con hombro y Dios triunfará.