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Los nubios sublevados habían rodeado el campamento egipcio a primera hora de la tarde, cuando la mayoría de los soldados de Ramsés dormía la siesta. Llevaban la parte anterior del cráneo afeitado, aretes en las orejas, collares de perlas multicolores y taparrabo de piel de pantera, y tenían la nariz achatada y las mejillas escarificadas. Enarbolando grandes arcos de acacia, atravesarían con sus flechas a una gran cantidad de egipcios antes de que el cuerpo expedicionario estuviera en condiciones de reaccionar.

Si su jefe vacilaba en dar la orden de atacar era debido a que un pequeño grupo de hombres, igualmente armados con potentes arcos, estaban refugiados detrás de una empalizada formada por escudos y palmas. Al frente, Serramanna, que preveía aquel asalto. La élite de los infantes, que él había reunido, haría estragos en las filas nubias. El jefe de los insurgentes era consciente de ello, incluso si la victoria parecía segura.

El tiempo se paró. Ya nadie se movió.

El principal consejero del jefe nubio le recomendó disparar y abatir un gran número de enemigos, mientras otros guerreros, rápidos en la carrera, se abalanzarían sobre la empalizada. Pero el jefe estaba acostumbrado al combate, y el rostro de Serramanna no presagiaba nada bueno. ¿Ese gigante bigotudo no les tendería una o varias trampas que él era incapaz de descubrir? Aquel hombre no se parecía a los egipcios que había matado, y su instinto de cazador le aseguraba que era necesario desconfiar.

Cuando Ramsés salió de su tienda, todas las miradas convergieron en él. Tocado con una corona azul que moldeaba la forma del cráneo y se ensanchaba por atrás, vestido con una camisa de lino plisado de manga corta y con un taparrabo dorado, en la cintura del cual llevaba amarrada una cola de toro salvaje, el faraón sujetaba en su mano derecha el cetro «magia», con forma de cayado de pastor, cuyo extremo estaba pegado a su pecho.

Tras él caminaba Setaú, que llevaba las sandalias blancas del monarca. A pesar de la gravedad de la situación, pensó en Ameni, el portasandalias del faraón, que hubiera quedado estupefacto al ver a su amigo afeitado, con peluca y taparrabo, y con aire de dignatario de la corte, salvo un detalle: un curioso saco amarrado a la cintura colgaba a su espalda.

Bajo las miradas inquietas de los soldados egipcios, el faraón y Setaú fueron hasta el límite del campamento y se detuvieron a unos treinta metros de los nubios.

—Soy Ramsés, faraón de Egipto. ¿Quién es vuestro jefe?

—Yo —respondió el nubio avanzando un paso.

Con dos plumas fijadas en la parte trasera de la cabeza y sujetas con una cinta roja, los músculos prominentes, el jefe de los insurgentes blandía un venablo decorado con plumas de avestruz.

—Si no eres un cobarde, ven hacia mí.

El principal consejero manifestó su desacuerdo. Pero ni Ramsés ni su portasandalias iban armados, mientras que él disponía de un venablo, y el consejero de un puñal de doble filo. El jefe echó una mirada hacia el lado de Serramanna.

—Mantente a mi izquierda —ordenó a su consejero.

Si el gigante bigotudo daba orden de disparar, el jefe estaría protegido por un escudo humano.

—¿Tienes miedo? —preguntó Ramsés.

Los dos nubios se separaron del grupo de guerreros y caminaron en dirección al rey y a su portasandalias. Se detuvieron a menos de tres metros de sus adversarios.

—Así que tú eres el faraón que oprime a su pueblo.

—Nubios y egipcios vivían en paz. Tú has roto esa armonía matando a los escoltas del oro y robando el metal destinado a los templos de Egipto.

—Ese oro es nuestro, no vuestro. Tú eres el ladrón.

—Nubia es provincia egipcia y, por lo tanto, sometida a la ley de Maat. Los crímenes y los robos deben ser severamente castigados.

—¡Me burlo de tu ley, faraón! Aquí yo hago la mía. Otras tribus están dispuestas a unirse a mí. Cuando te haya matado, seré un héroe. Todos los guerreros se pondrán bajo mis órdenes, ¡expulsaremos para siempre a los egipcios de nuestro suelo!

—Arrodíllate —ordenó el rey.

El jefe y su consejero se miraron asombrados.

—Depón tu arma, arrodíllate y sométete a la Regla.

Un rictus deformó el rostro del jefe nubio.

—Si me inclino, ¿me concederás el perdón?

—Tú mismo te has puesto fuera de la Regla. Perdonarte sería negarla.

—Entonces desconoces la clemencia.

—Así es.

—¿Por qué crees que me sometería?

—Porque eres un rebelde y tu única libertad es inclinarte ante el faraón.

El consejero principal pasó ante su jefe y blandió su puñal.

—¡Qué el faraón muera y seremos libres!

Setaú, que no había apartado los ojos de los dos nubios, abrió el saco y soltó la víbora de las arenas que había aprisionado. Deslizándose por la arena ardiente con la rapidez de la muerte rapaz, mordió al nubio en el pie antes de que hubiera terminado su gesto.

Trastornado, se acuclilló y abrió la herida con su puñal para hacer manar la sangre.

—Ya está más frío que el agua y más ardiente que una llama —indicó Setaú mirando al jefe directamente a los ojos—. Su cuerpo está sudando, ya no ve el cielo, la saliva cae de su boca. Sus ojos y sus cejas se crispan, su rostro se hincha; su sed se vuelve intensa, va a morir. Ya no puede levantarse. Su piel toma un tono púrpura antes de ennegrecerse, un temblor se lo lleva.

Setaú blandió su saco lleno de víboras.

Los guerreros nubios retrocedieron.

—De rodillas —ordenó de nuevo el faraón—. Si no una muerte atroz os alcanzará.

—¡Eres tú quien va a perecer!

El jefe levantó el venablo por encima de su cabeza, pero un rugido lo paralizó. Se volvió hacia un lado y apenas tuvo tiempo de ver saltar sobre él al león de Ramsés, con la boca abierta. La fiera desgarró el pecho del nubio con sus garras y cerró sus mandíbulas sobre la cabeza del desdichado.

A una señal de Serramanna, los arqueros egipcios apuntaron con sus arcos a los nubios desamparados; los infantes se precipitaron sobre sus enemigos y los desarmaron.

—¡Qué les aten las manos a la espalda! —exigió el sardo.

Cuando la victoria de Ramsés fue conocida, centenares de nubios salieron de sus escondites y de sus aldeas para rendirle homenaje. El rey eligió a un jefe de clan de edad, con los cabellos blancos, y le atribuyó la nueva zona fértil creada alrededor de los pozos. También le confió los prisioneros, que realizarían trabajos agrícolas bajo la vigilancia de policías nubios. La pena capital alcanzaría a fugitivos y reincidentes.

Luego el cuerpo expedicionario egipcio se dirigió hacia el oasis en el que los rebeldes habían establecido su cuartel general. Sólo halló una débil resistencia y encontró el oro que los orfebres utilizaban para adornar las estatuas y las puertas de los templos.

A la caída de la noche, Setaú cogió dos pedazos de nervadura de palmera bien seca, los sujetó con las rodillas y frotó entre ellos, cada vez más de prisa, una varita de madera seca. El polvo de madera se inflamó. Al tomar su turno de guardia, los soldados alimentarían el fuego, cuya presencia apartaría cobras, hienas y otras bestias indeseables.

—¿Has construido tu casa de reptiles? —preguntó Ramsés.

—Loto está encantada. Esta noche descansaremos.

—¿No es sublime este país?

—Te gusta tanto como a nosotros, parece.

—Me pone a prueba y me obliga a superarme. Su poder es mío.

—Sin mi víbora, los rebeldes te habrían matado.

—Eso no sucedió, Setaú.

—A pesar de todo, tu plan era arriesgado.

—Ha evitado sangrientos combates.

—¿Siempre eres consciente de tus imprudencias?

—¿Para qué?

—Yo sólo soy Setaú, y puedo divertirme con serpientes venenosas; pero tú eres el amo de las Dos Tierras. Tu muerte sumiría el país en el desorden.

—Nefertari reinaría con sabiduría.

—Sólo tienes veinticinco años, Ramsés, pero ya no tienes derecho a ser joven. Deja a los demás la fogosidad de los guerreros.

—¿El faraón puede ser un cobarde?

—¿Dejarás de ser desmesurado? Sólo te pido un poco de prudencia.

—¿No estoy protegido por todas partes? La magia de la reina, tú y tus reptiles, Serramanna y sus mercenarios, Vigilante y Matador… Ningún ser tiene tanta suerte como yo.

—No la despilfarres.

—Es inagotable.

—Ya que eres inaccesible a toda forma de razonamiento, prefiero dormir.

Setaú volvió la espalda al rey y se tendió junto a Loto. El suspiro de satisfacción que ella expresó incitó al rey a alejarse. El descanso del encantador de serpientes corría el riesgo de ser de corta duración.

¿Cómo convencerle de que era un hombre de Estado, que poseía la valía de un gran ministro? Setaú encarnaba el primer gran fracaso de Ramsés. Entregado a seguir su camino, se negaba a hacer carrera. ¿Era necesario dejarlo libre a su elección u obligarlo a convertirse en uno de los primeros personajes del reino?

Ramsés pasó la noche contemplando el cielo estrellado, morada luminosa del alma de su padre y de los faraones que lo habían precedido. Se sentía orgulloso de haber encontrado, como Seti, agua en el desierto y domeñado a los rebeldes, pero esta victoria no le satisfacía. A pesar de la intervención de Seti, una tribu se había sublevado. Tras un periodo de calma, se reproduciría una situación idéntica. Sólo pondría fin a estas convulsiones arrancando el mal de raíz, ¿pero cómo descubrirlo?

Al alba, Ramsés notó una presencia a su espalda. Se volvió lentamente y lo vio.

Un enorme elefante había entrado en el oasis sin hacer ruido y evitando que crujieran las nervaduras de palmera que cubrían el suelo. El león y el perro habían abierto los ojos, pero habían permanecido silenciosos, como si supieran que su amo estaba seguro.

Era él, el gran macho de amplias orejas y largos colmillos que Ramsés había salvado al extirparle una flecha de la trompa, varios años antes.

El rey de Egipto acarició la trompa del señor de la sabana, el coloso lanzó un bramido de alegría que despertó a todo el campamento.

El elefante se alejó con paso tranquilo, recorrió un centenar de metros y volvió la cabeza en dirección al rey.

—Hay que seguirlo —decidió Ramsés.