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Setaú había curado la torcedura de Serramanna con unas hierbas y había vendado el tobillo con lino cubierto de un bálsamo descongestionante. En unas horas, no tendría nada. Suspicaz, el sardo se preguntaba si el encantador de serpientes no había organizado personalmente aquel atentado con la víbora para aparecer como un salvador y convencerlo de que era un verdadero amigo de Ramsés, desprovisto de toda intención de perjudicarlo. Sin embargo, el comportamiento distante de Setaú, que no sacaba ventaja de su intervención, abogaba en su favor.

Al alba, descansaron hasta media tarde. Luego se reanudó el avance. Aún había bastante agua para los hombres y los animales, pero pronto habría que racionarla. A pesar de la fatiga y la angustia, Ramsés hizo apretar el paso e insistió en la indispensable vigilancia de la retaguardia. Los insurgentes no atacarían de frente e intentarían debilitar a sus adversarios tomándolos por sorpresa.

En las filas ya no se bromeaba, ya no se evocaba el regreso al valle, ya no se hablaba.

—Ahí está —anunció el explorador tendiendo el brazo.

Algunos hierbajos, un círculo de piedras secas, un armazón de madera para soportar el peso de un gran odre atado a una cuerda gastada.

El pozo. La única esperanza de sobrevivir.

El explorador y Serramanna se precipitaron hacia el agua salvadera. Permanecieron en cuclillas un largo rato, luego se levantaron lentamente.

El sardo movió negativamente la cabeza.

—Este país está privado de agua desde el alba de los tiempos y moriremos de sed. Nadie ha logrado jamás excavar un pozo duradero. ¡Será en el más allá donde tendremos que buscar una fuente!

Ramsés reunió a sus hombres y les confesó la gravedad de la situación. Mañana, las reservas estarían agotadas. No podían avanzar ni retroceder.

Varios soldados echaron las armas a sus pies.

—Recogedlas —ordenó Ramsés.

—Para qué —preguntó un oficial—, si vamos a secarnos al sol.

—Hemos venido a esta región desértica para restablecer el orden y lo restableceremos.

—¿Cómo lucharán nuestros cadáveres con los nubios?

—Mi padre se encontró tiempo atrás en una situación semejante —recordó Ramsés—, y salvó a sus hombres.

—Entonces, ¡salvadnos también!

—Colocaos al resguardo del sol y dad de beber a los animales.

El rey volvió la espalda a su ejército e hizo frente al desierto. Setaú caminó a su lado.

—¿Qué piensas hacer?

—Caminar hasta que encuentre agua.

—Es insensato.

—Actuaré tal como me enseñó mi padre.

—Quédate con nosotros.

—Un faraón no espera la muerte como un vencido.

Serramanna se acercó.

—Majestad…

—Evita el pánico y mantén los turnos de guardia. Que los hombres no olviden que podrían ser atacados.

—No tengo derecho a dejaros partir solo en esta inmensidad. Vuestra seguridad no estaría garantizada.

Ramsés puso la mano sobre el hombro del sardo.

—Te encargo la de mi ejército.

—Regresad sin tardanza. Los soldados sin jefe corren el riesgo de perder la cabeza.

Bajo los ojos petrificados de los infantes, el rey abandonó el antiguo pozo y se aventuró en el desierto rojo, en dirección a una loma pedregosa que subió a paso tranquilo. Desde la cumbre descubrió una región desolada.

A ejemplo de su padre, debía percibir el secreto del subsuelo, las venas de la tierra, del agua que procedía del océano de energía y se deslizaba a través de las piedras y llenaba el corazón de las montañas. El plexo del rey estaba dolorido, su visión se modificó, su cuerpo se volvió ardiente, como invadido por una fuerte fiebre.

Ramsés tomó la varita de zahorí de acacia que llevaba colgada en el cinturón de su taparrabo, la misma de la que se había servido su padre para prolongar su visión. La magia con la que estaba impregnada permanecía intacta; ¿pero dónde buscar en aquella inmensidad?

Una voz hablaba en el cuerpo del rey, una voz que venía del más allá y que tenía la amplitud de la de Seti. El dolor en el plexo se volvió tan insoportable que obligó a Ramsés a salir de su inmovilidad y a descender el promontorio. Ya no sentía el calor inexorable que hubiera aplastado a cualquier viajero. Semejante al de un oryx, su ritmo cardíaco había disminuido.

La arena y las rocas cambiaron de color. La mirada de Ramsés penetró poco a poco en las profundidades del desierto, sus dedos se cerraron sobre las dos ramas de acacia, unidas en su extremo por un hilo de lino.

La varita se levantó, osciló y cayó. El rey siguió caminando, la voz se hizo lejana. Regresó sobre sus pasos, se dirigió hacia la izquierda, hacia el lado de la muerte. De nuevo, la voz estuvo cerca, la varita se animó. Ramsés chocó con un enorme bloque de granito rosa, perdido en aquel mar rocalloso.

La fuerza de la tierra le arrancó la varita de las manos. Acababa de encontrar agua.

Con la lengua seca, la piel quemada por el sol y los músculos doloridos, los soldados desplazaron el bloque y excavaron en el lugar indicado por el rey. Alcanzaron una enorme capa de agua a cinco metros de profundidad y lanzaron gritos de alegría que subieron hasta el cielo.

Ramsés hizo practicar varias perforaciones; una serie de pozos fueron unidos entre sí por una galería subterránea. Utilizando esta técnica cara, el rey demostraba que no se contentaba con salvar a su ejército de una muerte atroz, sino que además preveía irrigar una extensión bastante amplia.

—¿Imaginas jardines verdes? —preguntó Setaú.

—¿Fecundidad y prosperidad no son las mejores huellas que podemos dejar?

Serramanna se sublevó.

—¿Olvidáis a los nubios insurgentes?

—Ni un segundo.

—¡Pero los soldados están transformados en peones!

—A menudo este trabajo forma parte de su misión, según nuestras costumbres.

—En la piratería no se mezclaban los oficios. Si somos atacados por salvajes, ¿sabremos aún defendernos?

—¿No te he encargado garantizar nuestra seguridad?

Mientras los soldados consolidaban los pozos y la galería, Setaú y Loto capturaban magníficos reptiles de un tamaño superior a la media y acumulaban preciosas reservas de veneno.

Inquieto, Serramanna multiplicaba las rondas por los alrededores y obligaba a los soldados, por turnos, a entrenarse como en el cuartel. Muchos terminaban por olvidar el asesinato de los escoltas del oro y sólo pensaban en el regreso de la expedición al valle del Nilo, bajo la dirección de un faraón hacedor de milagros.

«Aficionados», pensó el ex pirata.

Estos soldados egipcios sólo eran temporeros, rápidamente transformados en braceros o campesinos. No estaban acostumbrados a los combates, a los cuerpo a cuerpo sangrientos y a las luchas a muerte. Nada era comparable a la formación de un pirata, siempre alerta y dispuesto a cortar la garganta del enemigo con cualquier arma. Despechado, Serramanna ni siquiera intentó enseñarles ataques reiterativos y paradas sorpresivas. Estos infantes jamás sabrían luchar.

Sin embargo, el sardo tenía la sensación de que los nubios sublevados no estaban lejos y que, desde hacía al menos dos días, se acercaban al campamento egipcio y lo espiaban. También el león y el perro de Ramsés habían advertido una presencia hostil. Se ponían nerviosos, dormían menos, caminaban de manera brusca, con el hocico al viento.

Si esos nubios eran verdaderos piratas, el cuerpo expedicionario egipcio sería aniquilado.

La nueva capital de Egipto crecía a una velocidad sorprendente, pero Moisés ya no la miraba. Para él, Pi-Ramsés sólo era una ciudad extranjera, poblada de dioses falsos y hombres extraviados en creencias insensatas.

Fiel a su misión, continuaba animando las diversas obras y manteniendo el ritmo de los trabajos. Pero todos habían notado en él una creciente rudeza, especialmente en relación a los capataces egipcios, a los que les criticaba, la mayor parte del tiempo sin razón, el sentido agudo de la disciplina. Moisés pasaba cada vez más tiempo con los hebreos y, cada noche, discutía con pequeños grupos sobre el porvenir de su pueblo. Muchos estaban satisfechos de su condición y no tenían ganas de cambiarla para crear una patria independiente. La aventura parecía demasiado arriesgada.

Moisés insistió. Recordó su fe en el dios único, la originalidad de su cultura, la necesidad de librarse del yugo egipcio y apartarse de los ídolos. Algunas mentes empezaron a vacilar, otros permanecieron irreductibles. Pero todos reconocieron que Moisés tenía la apariencia de un jefe, que su acción había sido beneficiosa para los hebreos y que ninguno de ellos podía despreciar su discurso.

El amigo de infancia de Ramsés dormía cada vez menos. Soñaba con los ojos abiertos con una tierra fértil en la que reinaría el dios de su corazón, un país en el que los hebreos gobernarían por sí mismos y del que defenderían las fronteras como su bien más preciado.

¡Por fin conocía la naturaleza del fuego que devoraba su alma desde hacía tantos años! Podía nombrar ese deseo inextinguible, se ponía a la cabeza de un pueblo que él conduciría hacia su verdad. Y la angustia le oprimía la garganta. ¿Aceptaría Ramsés semejante sedición y tal negación de su propio poder? Moisés debería convencerlo, hacerle aceptar su ideal.

Afluían los recuerdos. Ramsés no era un simple compañero de juegos, sino un auténtico amigo, un ser al que animaba un fuego idéntico y sin embargo tan diferente. Moisés no lo traicionaría fomentando una conspiración contra él; lo enfrentaría, cara a cara, y lo haría doblegarse. Incluso si la victoria parecía imposible, la obtendría.

Pues Dios estaba con él.