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La flotilla de guerra del faraón comprendía unos veinte barcos en forma de media luna cuyas proas y popas no tocaban el agua. Una vela muy grande estaba fijada por numerosos cabos a un mástil único, de una solidez a toda prueba. En el centro había una amplia cabina reservada a la tripulación y a los soldados; delante, una cabina más pequeña en la que se alojaba el capitán.

En el barco almirante, Ramsés había comprobado personalmente los dos timones, uno a babor, el otro a estribor. Un recinto cubierto fue construido para albergar al león del rey y a su perro, acurrucado entre las patas delanteras de la fiera y dispuesto a aprovecharse de su abundante pitanza cotidiana.

Como en su viaje anterior, las colinas desérticas, los islotes verdes, el cielo completamente despejado y la delgada franja verde que resistía el asalto del desierto fascinaron a Ramsés. Este país de fuego, a la vez violento y más allá de todo conflicto, se parecía a su alma.

Golondrinas, grullas coronadas y flamencos rosas sobrevolaban la flotilla, cuyo paso fue saludado por babuinos reidores encaramados en lo alto de las palmeras. Olvidando la meta de su expedición, los soldados pasaron el tiempo distrayéndose con juegos de azar, bebiendo vino de palma y durmiendo protegidos del sol.

El paso de la segunda catarata y la entrada en el país de Kush les recordaron que no habían sido invitados a un viaje de recreo. Los barcos atracaron en una orilla desolada y los hombres desembarcaron en silencio. Levantaron las tiendas, se dispusieron empalizadas de protección alrededor del campo y esperaron órdenes del faraón.

Unas horas más tarde, el virrey de Nubia y su escolta se presentaron ante el monarca, sentado en una silla de tijera de madera de cedro dorada.

—Explícate —exigió Ramsés.

—Tenemos la situación bien controlada, majestad.

—Te he pedido explicaciones.

El virrey de Nubia había engordado mucho. Con un paño blanco, se secó la frente.

—Ha sido un incidente deplorable, cierto, pero no hay que darle más importancia de la que realmente tiene.

—¿Un convoy de oro robado, soldados y mineros muertos justifican la presencia del faraón y de un cuerpo expedicionario?

—El mensaje que os fue enviado era quizá demasiado alarmista, pero ¿cómo no iba a regocijarme la llegada de vuestra majestad?

—Mi padre pacificó Nubia y te confió el cuidado de preservar la paz. ¿No se ha roto ésta debido a tu negligencia y a tu lentitud en intervenir?

—¡La fatalidad, majestad, sólo ha sido la fatalidad!

—Eres virrey de Nubia, portaestandarte a la derecha del rey, superintendente del desierto del sur, jefe de carros y te atreves a hablar de fatalidad… ¿De quién te burlas?

—Mi conducta fue irreprochable, ¡os lo aseguro! Pero mi trabajo es agobiante: controlar a los alcaldes de los pueblos, verificar el llenado de los graneros, indicar…

—¿Y el oro?

—¡Controlo su producción y su envío con el mayor celo, majestad!

—¿Olvidando proteger un convoy?

—¿Cómo podía prever la incursión de un pequeño grupo de insensatos?

—¿No es precisamente ése uno de tus deberes?

—La fatalidad, majestad…

—Llévame al lugar en el que sucedió el drama.

—Está en la ruta de las minas de oro, en un lugar aislado y árido. Desgraciadamente, no os aportará nada.

—¿Quiénes son los culpables?

—Una tribu miserable cuyos miembros se han embriagado para realizar la triste hazaña.

—¿Los has hecho buscar?

—Nubia es grande, majestad, mis efectivos son reducidos.

—Así pues, no se ha hecho ninguna investigación seria.

—Sólo vuestra majestad puede decidir una intervención militar.

—Ya no te necesito.

—¿Debo acompañar a vuestra majestad en la persecución de esos criminales?

—La verdad, virrey, ¿está dispuesta Nubia a rebelarse para apoyarlos?

—Pues bien… es poco probable, pero…

—¿La insurrección ya ha empezado?

—No, majestad, pero las filas de esos bandidos parecen haber aumentado. Por eso vuestra presencia y vuestra intervención nos parecieron imprescindibles.

—Bebe —dijo Setaú a Ramsés.

—¿Es indispensable?

—No, pero prefiero ser prudente. Serramanna no te protegerá de las serpientes.

El rey aceptó beber el brebaje peligroso a base de plantas urticantes y sangre de cobra diluida que Setaú preparaba para Ramsés, a intervalos regulares. Inmunizado de este modo, el soberano podría aventurarse sin peligro por la pista del oro.

—Gracias por ofrecerme este viaje. Loto está igualmente encantada de volver a ver su país. ¡Y cuántos hermosos reptiles en perspectiva!

—No será un paseo de recreo, Setaú. Sin duda nos toparemos con un gran adversario.

—¿Y si dejaras a esos pobres bribones dormir sobre su oro?

—Han robado y matado. Nadie debe quedar impune si ha traicionado la ley de Maat.

—¿Nada te hará cambiar de opinión?

—Nada.

—¿Has pensado en tu seguridad?

—El asunto es demasiado grave para confiarlo a un subalterno.

—Recomienda a tus hombres la mayor prudencia; en esta estación, los reptiles son particularmente venenosos. Que se unten con assa faetida, la gomorresina de la férula de Persia. Su espantoso olor hace huir a cierto número de reptiles. Si algún soldado es mordido, avísame. Voy a dormir en una carreta, al lado de Loto.

El cuerpo expedicionario avanzó por una pista pedregosa. Al frente iban un explorador, Serramanna y el rey, subidos en robustos caballos; luego bueyes tirando las carretas, asnos cargados de armas y cantimploras de agua, y los soldados de infantería.

El explorador nubio estaba convencido de que los agresores no se habían alejado mucho del lugar en el que habían atacado el convoy. En efecto, a unos kilómetros, un oasis les permitía disimular provisionalmente su botín antes de negociarlo.

Según el mapa que poseía, el rey podía avanzar sin temor hasta el corazón de una región desértica, pues se habían excavado pozos a lo largo del camino. Desde hacía varios años, ningún minero había pasado sed, según los informes de la administración de Nubia.

El descubrimiento de un cadáver de asno sorprendió al explorador. Habitualmente, los buscadores de oro sólo empleaban animales sanos, capaces de soportar un gran esfuerzo.

En las proximidades del primer pozo, volvió la tranquilidad. Beber hasta no tener sed, rellenar las cantimploras, dormir a la sombra de telas tendidas entre cuatro estacas… Desde los oficiales a los simples soldados, el sueño era el mismo. Como la noche caería en menos de tres horas, seguramente el rey haría un alto.

El explorador fue el primero en llegar al pozo. A pesar del calor, lo que descubrió le heló la sangre. Corrió hacia Ramsés.

—Majestad… ¡Está seco!

—Quizá ha descendido el nivel del agua. Baja al fondo.

Ayudándose con una cuerda que sujetaba Serramanna, el explorador obedeció. Cuando volvió a subir, su rostro había envejecido varios años.

—Seco, majestad.

El cuerpo expedicionario no tenía suficiente agua para regresar; tal vez sólo los más resistentes sobrevivirían. Así pues era necesario seguir adelante, con la esperanza de alcanzar el siguiente pozo. Pero, dado que los informes de la administración nubia eran inexactos, ¿ése no estaría también seco?

—Podemos salir de la pista principal y desviamos hacia la derecha, en dirección al oasis de los rebeldes —propuso el explorador—. Entre aquí y el oasis hay un pozo que necesitan durante sus incursiones.

—Descanso hasta la caída del día —ordenó Ramsés—. Luego seguiremos.

—¡Caminar de noche es peligroso, majestad! Las serpientes, una posible emboscada…

—No tenemos elección.

¡Qué extrañas circunstancias! Ramsés pensó en su primera expedición nubia, al lado de su padre, durante la cual los soldados habían sufrido un percance idéntico, tras el envenenamiento de los pozos por una tribu insurgente. En su fuero interno, el rey admitió que había subestimado el peligro. Una simple operación para restablecer el orden podía transformarse en un desastre.

Ramsés se dirigió a sus hombres y les dijo la verdad. La moral quedó afectada, pero los más experimentados no perdieron la esperanza y tranquilizaron a sus compañeros. ¿No estaban bajo las órdenes de un faraón que hacía milagros?

La infantería, a pesar de los riesgos, apreció la caminata nocturna. Una retaguardia muy alerta evitaría un ataque sorpresa. Adelante, el explorador avanzaba con prudencia; gracias a la luna llena, la mirada llegaba lejos.

Ramsés pensó en Nefertari. Si no regresaba, llevaría sobre sus hombros el peso de Egipto. Kha y Meritamón eran demasiado jóvenes para reinar, así que muchas de las ambiciones que habían sido abortadas resurgirían con mucha más saña.

De pronto, el caballo de Serramanna se encabritó. Sorprendido, el sardo se desconcertó y cayó al suelo pedregoso. Medio molido, incapaz de reaccionar, rodó a lo largo de una pendiente arenosa y se inmovilizó en el fondo de un agujero, invisible desde la pista.

Un curioso ruido, semejante a una respiración forzada, lo alertó.

A dos pasos de él, una víbora emitía un silbido ronco, provocado por una brutal expulsión del aire contenido en sus pulmones. Cuando la molestaban, se volvía combativa y atacaba.

Serramanna había perdido su espada al caer. Sin arma, no le quedaba más remedio que batirse en retirada, evitando todo movimiento brusco. Pero la víbora silbante, desplazándose lateralmente, se lo impidió.

Con el tobillo derecho dolorido, el sardo no logró ponerse de pie. Incapaz de correr, se convertía en una presa fácil.

—¡Maldito bicho! ¡Me privas de una hermosa muerte en combate!

La víbora silbante se acercó. Serramanna le echó arena a la cabeza, pero lo único que consiguió fue aumentar su furor. En el instante en que se lanzaba, con un movimiento rápido, para franquear la corta distancia que la separaba de su enemigo, un bastón horquillado la clavó en el suelo.

—¡Buen golpe! —se felicitó Setaú—. Sólo tenía una posibilidad sobre diez de lograrlo.

Cogió la serpiente por el cuello; la cola se agitaba furiosamente.

—Qué encantadora es, esta silbante, con sus tres colores, azul pálido, azul oscuro y verde. Una señorita muy elegante, ¿no encuentras? Afortunadamente para ti, su silbido se oye de lejos y es fácil de identificar.

—Supongo que debería darte las gracias.

—Su mordedura sólo provoca un edema local que se extiende al miembro herido y desencadena una hemorragia, pues aunque su veneno no es abundante, sí resulta muy tóxico. Con un corazón fuerte, se puede sobrevivir. Honestamente, la silbante no es tan temible como parece.