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Moisés se tendió en su cama de sicomoro.

La jornada había sido agotadora. Unos cincuenta incidentes menores, dos heridos leves en la obra del palacio, un retraso en la entrega de las raciones del tercer cuartel, un millar de ladrillos imperfectos que había que destruir… Nada sorprendente, pero una acumulación de preocupaciones que, poco a poco, minaban su resistencia.

Sordas preguntas invadían de nuevo su mente. Construir esta capital le hacía feliz; pero hacer nacer varios templos en honor de las divinidades, entre ellos Set el maléfico, ¿no era una ofensa al dios único? Como supervisor de las obras de Pi-Ramsés, Moisés contribuía a labrar la gloria de un faraón que perpetuaba los antiguos cultos.

En un ángulo de la habitación, junto a la ventana, alguien se había movido.

—¿Quién está ahí?

—Un amigo.

Un hombre delgado, con rostro de ave rapaz, salió de la penumbra y avanzó en la luz vacilante que dispensaba una lámpara de aceite.

—¡Ofir!

—Me gustaría hablar contigo.

Moisés se sentó en su cama.

—Estoy cansado y tengo ganas de dormir. Nos veremos mañana, en la obra, si es que me da tiempo.

—Estoy en peligro, amigo mío.

—¿Por qué razón?

—¡Lo sabes bien! Porque creo en el dios único, salvador de la humanidad. El dios que tu pueblo venera en secreto y que reinará mañana en el mundo tras haber destruido los ídolos. Y su conquista debe empezar por Egipto.

—¿Olvidas que Ramsés es el faraón?

—Ramsés es un tirano. Se burla de lo divino y sólo se preocupa de su propio poder.

—Será mejor que lo respetes. Ramsés es mi amigo, y construyo su capital.

—Aprecio la nobleza de tus sentimientos y tu fidelidad respecto a él. Pero eres un hombre desgarrado, Moisés, y eres consciente de ello. En tu corazón, rechazas este reinado y esperas el del verdadero dios.

—Divagas, Ofir.

La mirada del libio se hizo insistente.

—Sé sincero, Moisés, deja de engañarte.

—¿Me conoces mejor que yo mismo?

—¿Por qué no? Rechazamos los mismos errores y compartimos el mismo ideal. Aliando nuestras fuerzas, transformaremos este país y el futuro de sus habitantes. Lo quieras o no, Moisés, te has convertido en el jefe de los hebreos. Bajo tu gobierno, sus rivalidades han muerto. Sin que te dieras cuenta, se ha formado un pueblo.

—Los hebreos están sometidos a la autoridad del faraón, no a la mía.

—¡Me niego a esa dictadura! Tú también la rechazas.

—Te equivocas: a cada uno le corresponde su función.

—La tuya consiste en guiar a tu pueblo hacia la verdad, la mía en instaurar el culto del dios único, colocando en el trono de Egipto a Lita, la legítima heredera de Akenatón.

—Deja de delirar, Ofir; predicar la sublevación contra el faraón sólo terminará en desastre.

—¿Conoces otro medio de establecer el reinado del dios único? Cuando se posee la verdad, hay que saber luchar para imponerla.

—Lita y tú… ¡Dos iluminados! Es ridículo.

—¿En verdad crees que estamos solos?

El hebreo se sintió intrigado.

—Es evidente…

—Desde nuestro primer encuentro —afirmó Ofir—, la situación ha evolucionado. Los partidarios del dios único son más numerosos y más determinados de lo que te imaginas. El poder de Ramsés no es más que una ilusión, en la cual él mismo quedará atrapado. Buena parte de la élite de este país nos seguirá cuando tú, Moisés, hayas abierto el camino.

—Yo… ¿Por qué yo?

—Porque tienes la capacidad de guiarnos y de ponerte a la cabeza de los adeptos de la verdadera fe. Lita debe permanecer en la sombra, hasta su advenimiento, y yo sólo soy un hombre de oración, sin influencia sobre la mayoría. Cuando ella se exprese, tu voz será oída y escuchada.

—¿Quién eres realmente, Ofir?

—Un simple creyente que, como Akenatón, está convencido de que el dios único reinará sobre todas las naciones, después de haberle bajado la testuz al vanidoso Egipto.

Moisés debió haber despedido a aquel demente desde hacía rato, pero su discurso le fascinaba. Ofir formulaba ideas enterradas en el pensamiento del hebreo, ideas tan subversivas que se había negado a darles consistencia.

—Tu proyecto es insensato, Ofir; no tienes ninguna posibilidad de éxito.

—El tiempo corre a nuestro favor, Moisés, y a su paso lo arrastrará todo. Ponte a la cabeza de los hebreos, dales un país, que puedan prosternarse ante el dios único y reconocer su omnipotencia. Lita gobernará Egipto, seremos aliados, y esta alianza será el hogar de donde surgirá la verdad para todos los pueblos.

—No es más que un sueño.

—Ni tú ni yo somos soñadores.

—Te repito que Ramsés es mi amigo y no toleraré ninguna agitación.

—No, Moisés, no es tu amigo, sino tu más feroz adversario. Aquél que quiere ahogar la verdad.

—Sal de mi casa, Ofir.

—Medita mis palabras y prepárate para actuar. Nos volveremos a ver sin tardanza.

—No cuentes con ello.

—Hasta pronto, Moisés.

El hebreo pasó la noche en blanco.

Cada una de las palabras de Ofir cruzaba su memoria como una ola, arrastrando sus objeciones y sus miedos. Aunque Moisés no quería reconocerlo todavía, aquél era el encuentro que esperaba.

El león y el perro, acostados uno al lado del otro, terminaban de masticar unas carcasas de ave. Sentados y abrazados a la sombra de una palmera, Ramsés y Nefertari admiraban el campo tebano. No sin dificultad, el rey había convencido a Serramanna de que le concediera la escapada. ¿Matador y Vigilante no eran los mejores guardaespaldas?

De Menfis llegaban excelentes noticias. La pequeña Meritamón apreciaba mucho la leche de su nodriza y había recibido la primera visita de su hermano Kha, del que el ministro de Agricultura, Nedjem, se ocupaba con la lúcida atención de un preceptor. Iset la Bella se había regocijado por el nacimiento de la hija de la pareja real y había pensado afectuosamente en Nefertari.

El sol del final de la tarde, suave y acariciante, doraba la piel sedosa de Nefertari. Una melodía de flauta se elevó en el aire ligero, unos vaqueros canturreaban al guardar sus rebaños y unos asnos excesivamente cargados trotaban hacia las granjas. En occidente, el sol tomaba un tinte naranja mientras la montaña tebana se volvía rosa.

A la aspereza de un día de verano sucedió la ternura de la noche. ¡Qué hermoso era Egipto, adornado con sus oros y sus verdes, con la plata del Nilo y los fuegos del poniente! ¡Qué hermosa era Nefertari, apenas vestida con una fina túnica de lino transparente! De su cuerpo flexible y abandonado emanaba un perfume embriagador; en su rostro grave y apacible se inscribía la nobleza de un alma luminosa.

—¿Soy digno de ti? —preguntó Ramsés.

—Qué extraña pregunta…

—A veces me pareces tan lejos de este mundo y de sus vilezas, de la corte y sus mezquindades, de los deberes temporales de nuestro cargo.

—¿He fallado en mi tarea?

—Al contrario, no cometes el menor error, como si fueras reina de Egipto desde siempre. Te amo y te admiro, Nefertari.

Sus labios se unieron, cálidos y vibrantes.

—Había decidido no casarme y permanecer recluida en un templo —confesó ella—. No experimentaba ni indiferencia ni aversión hacia los hombres, pero me parecían más o menos esclavos de una ambición que terminaba por volverles pequeños y enfermizos. Tú estabas más allá de la ambición, pues el destino había elegido tu camino. Te admiro y te amo, Ramsés.

Uno y otro sabían que su pensamiento era uno y que ningún problema los separarla. Al crear juntos el templo de millones de años habían realizado el primer acto mágico de la pareja real, fuente de una aventura en la que sólo la muerte pondría un aparente final.

—No olvides tus deberes —recordó ella.

—¿Cuáles?

—Engendrar hijos.

—Ya tengo uno.

—Necesitarás varios. Si tu existencia es larga, algunos quizá morirán antes que tú.

—¿Por qué no me sucede nuestra hija?

—Según los astrólogos, será de una naturaleza más bien meditativa, como el pequeño Kha.

—¿No es una buena disposición para reinar?

—Todo depende de las circunstancias y del mundo que nos rodea. Esta noche, nuestro país es la serenidad misma, ¿pero qué será de él mañana?

El galope de un caballo rompió la paz de la noche.

Polvoriento, Serramanna saltó a tierra.

—Lamento importunaros, majestad, pero se trata de una urgencia.

Ramsés recorrió con la vista el papiro que le había entregado el sardo.

—Un informe del general de Elefantina —reveló a Nefertari—. Unos nubios sublevados han atacado un convoy que transportaba oro con destino a nuestros principales templos.

—¿Víctimas?

—Más de veinte, y numerosos heridos.

—¿Se trata de ladrones o del inicio de sedición?

—Lo ignoramos.

Trastornado, Ramsés dio unos pasos. El león y el perro, percibiendo la contrariedad de su amo, fueron a lamerle las manos.

El monarca pronunció las palabras que la gran esposa temía oír.

—Parto ahora mismo, pues corresponde al faraón restablecer el orden. Durante mi ausencia, Nefertari, tú gobernarás Egipto.