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La luna nueva acababa de nacer.

Ramsés iba con el torso desnudo y llevaba una peluca y un taparrabo arcaico, semejantes a los de los faraones del Antiguo imperio. La reina vestía una larga túnica blanca ajustada. En lugar de corona, llevaba la estrella de siete brazos de la diosa Sechat a la que encarnaba, durante los ritos de la fundación del Ramesseum, el templo de millones de años. Ramsés recordaba su estancia entre los picapedreros, en las canteras de Gebel Silsileh, donde había manejado el mazo y el cincel. Entonces pensó en convertirse en miembro de esa corporación antes de que su padre lo arrancara de ese sueño.

La pareja real estaba asistida por unos treinta ritualistas venidos del templo de Karnak; a su cabeza, el gran sacerdote Nebú, el segundo profeta, Doki, y el cuarto, Bakhen. A partir del día siguiente, pondría a trabajar a dos arquitectos y sus equipos. Ramsés había fijado que el templo de millones de años tendría una extensión de cinco hectáreas. Además del santuario mismo, incluiría un palacio y numerosas dependencias, entre ellas una biblioteca, almacenes y un jardín. Esta ciudad sagrada, económicamente autónoma, estaría dedicada al culto del poder sobrenatural presente en el ser del faraón.

Aturdido por la amplitud del proyecto, Bakhen se negaba a pensar en las dificultades y se concentraba en los gestos realizados por la pareja real. Tras haber fijado los ángulos simbólicos del futuro edificio, el rey y la reina, manejando un largo mazo, habían hundido las estacas que señalaban los cimientos tendido el cordel, evocando la memoria de Imhotep, creador, de la primera pirámide y modelo de arquitectos.

Luego el faraón había cavado la zanja de un cimiento con ayuda de una azada y había colocado en la cavidad pequeños lingotes de oro y plata, herramientas en miniatura y amuletos, cubiertos luego con arena y velados a las miradas.

Con mano firme, Ramsés había puesto en su lugar la primera piedra angular con una palanca y moldeado personalmente un ladrillo; de su acto creador surgirían los suelos, los muros y los techos del templo. Llegó el momento de la purificación: Ramsés dio la vuelta al espacio sagrado echando granos de incienso, cuyo nombre jeroglífico, sonter, significaba: «aquel que diviniza».

Bakhen levantó una puerta de madera, maqueta de la futura puerta monumental del edificio. Al consagrarla, el rey abrió la boca del templo de millones de años y lo condujo a la vida. En adelante, el Verbo estaba en él. Ramsés golpeó doce veces esta puerta con la porra blanca, «la iluminadora», llamando la presencia de las divinidades. Sujetando una lámpara encendida, iluminó el santuario en el que residiría el invisible.

Finalmente pronunció la antigua fórmula, afirmando que no había construido ese monumento para sí mismo y que lo ofrecía a su verdadero amo, la Regla, origen y fin de todos los templos de Egipto.

Bakhen tuvo la sensación de vivir un verdadero milagro. Lo que se realizaba allí, ante los ojos de algunos privilegiados, superaba el entendimiento humano. Sobre ese suelo aún vacío, que ya pertenecía a los dioses, el poder del ka empezaba a desplegarse.

—La estela de fundación está preparada —declaró Doki.

—Que se implante —ordenó el rey.

El escultor pagado por Doki trajo una pequeña piedra cubierta de jeroglíficos. El texto sacralizaba para siempre el territorio del Ramesseum, que no regresaría al mundo profano; la magia de los signos transformaba la tierra en cielo.

Setaú se adelantó, con un papiro en blanco y un cubilete lleno de tinta fresca en la mano. Doki se sobresaltó; la intervención de aquel tosco personaje no estaba prevista.

Setaú escribió un texto sobre el papiro, en líneas horizontales y de derecha a izquierda, luego lo leyó en voz alta.

—«Que sea sellada cada boca viva que hablara contra el faraón pronunciando malas palabras o que tuviera la intención de pronunciarlas contra él, de noche como de día. Que este templo de millones de años sea el recinto mágico que proteja al ser real y rechace el mal.»

Doki sudaba la gota gorda. Nadie le había prevenido de esta intervención mágica que, por suerte, no podía cambiar en nada el desarrollo de su plan.

Setaú presentó el papiro enrollado a Ramsés. El rey colocó su sello y lo dejó al pie de la estela donde sería enterrado. Al fijarse en los jeroglíficos, el rey los hizo existir.

De pronto, se dio la vuelta.

—¿Quién ha grabado estos jeroglíficos?

En la pregunta del monarca era perceptible la cólera.

El escultor se adelantó.

—Yo, majestad.

—¿Quién te ha dado el texto para inscribir en la piedra?

—El gran sacerdote de Amón en persona, majestad.

El escultor se prosternó, a un tiempo por respeto y para evitar la mirada furiosa de Ramsés. La inscripción tradicional relativa a la fundación de un templo de millones de años había sido modificada y desnaturalizada, aniquilando su función protectora.

Así pues, el viejo Nebú, aliado de las fuerzas de las tinieblas y vendido a los enemigos del faraón, había traicionado a Ramsés. El rey tuvo ganas de romperle la cabeza con el mazo de fundación, pero una extraña energía, que subía del suelo sacralizado, esparció un calor benéfico en su árbol de vida, la columna vertebral. En su corazón se abrió una puerta que modificó su visión. No, no era la violencia lo que había que emplear. Y el gesto muy discreto que Nebú acababa de realizar le confirmó esa opinión.

—Levántate, escultor.

El hombre obedeció.

—Ve hacia el gran sacerdote y tráemelo.

Doki triunfaba. Su plan se desarrollaba a la perfección, las protestas del viejo serían enmarañadas e inútiles. El castigo del rey sería terrible y el puesto de gran sacerdote quedaría vacante. Esta vez, el rey llamaría a un hombre experimentado y familiarizado con la jerarquía, a él, a Doki.

El escultor se había aprendido bien la lección. Se detuvo ante un viejo que tenía un bastón dorado en la mano derecha y llevaba un anillo de oro en el dedo medio, los dos símbolos atribuidos al gran sacerdote de Amón.

—¿Es éste el hombre que te ha dado el texto para grabar en la estela? —preguntó Ramsés.

—Es él.

—Pues eres un mentiroso.

—¡No, majestad! Os juro que fue el gran sacerdote de Amón en persona quien…

—Jamás lo has visto, escultor.

Nebú recuperó el bastón y el anillo que había confiado a un ritualista de edad, en el momento en que el escultor, que le daba la espalda, pronunciaba la acusación contra él.

Perturbado, el artesano titubeó.

—Doki… ¿Dónde estás, Doki? Tienes que ayudarme, ¡yo no soy responsable! ¡Eres tú quien me ha ordenado decir que el gran sacerdote de Amón quería destruir la magia del templo!

Doki huía.

Loco de rabia, el escultor lo alcanzó y se encarnizó sobre él a puñetazos.

Doki había sucumbido a sus heridas. El escultor, acusado de crimen de sangre, de degradación de jeroglíficos, de corrupción y de mentira, comparecería ante el tribunal del visir y sería condenado ya fuera a la pena de muerte en forma de suicidio, ya fuera a trabajos forzados en una prisión de los oasis.

Al día siguiente del drama, a la puesta del sol, Ramsés implantó personalmente la estela fundacional del Ramesseum, debidamente rectificada.

El Ramesseum había nacido.

—¿Sospechabas que Doki quería perjudicarte? —preguntó Ramsés a Nebú.

—La naturaleza humana está hecha así —respondió el gran sacerdote—. Raros son los seres que se contentan con seguir su propia vía sin tener celos de los demás. Como escriben los sabios con justedad, la envidia es una enfermedad mortal que ningún médico sabría combatir.

—Es necesario reemplazar a Doki.

—¿Pensáis en Bakhen, majestad?

—Por supuesto.

—No me opondré a vuestra decisión, pero me parece prematura. Habéis encargado a Bakhen que vigile los trabajos de Luxor y de vuestro templo de millones de años, y habéis acertado. Este hombre merece vuestra confianza. Pero no lo aplastéis bajo una carga demasiado pesada y no dejéis que su espíritu se disperse en tareas tan diversas. Cuando llegue el momento, superará otros grados de la jerarquía.

—¿Qué propones?

—En el puesto de Doki, nombrad a un viejo, como yo, preocupado por la meditación y los ritos. Así, el templo de Amón de Karnak no os causará ninguna preocupación.

—Lo elegirás tú mismo. ¿Has consultado el plan del Ramesseum?

—Mi existencia fue una larga serie de días felices y apacibles, pero siento un gran pesar: no vivir lo suficiente para ver terminado vuestro templo de millones de años.

—¿Quién sabe, Nebú?

—Mis huesos están doloridos, majestad, mi vista disminuye, mis oídos se vuelven sordos y duermo cada vez más. El fin se acerca, lo noto.

—¿No dicen que los sabios viven cien años?

—Sólo soy un viejo satisfecho de todo. ¿Por qué le reprocharía a la muerte el recuperar la suerte de la que me he beneficiado para ofrecérsela a otros?

—Tu intuición me parece todavía excelente. ¿Si no hubieras dado tu bastón y tu anillo al ritualista, qué habría ocurrido?

—Lo pasado pasado está, majestad; la Regla de Maat nos ha protegido.

Ramsés contempló la amplia extensión donde se levantaría su templo de millones de años.

—Veo un edificio grandioso, Nebú, un santuario de granito, arenisca y basalto. Sus pilones subirán hasta el cielo, sus puertas serán de bronce dorado, unos árboles sombrearán los estanques de agua pura, los graneros estarán llenos de trigo, el tesoro albergará oro, plata, piedras preciosas y jarrones raros. Estatuas vivas habitarán los patios y las capillas. Un cerco protegerá estas maravillas. Al alba y al ocaso, subiremos juntos a la terraza y veneraremos la eternidad inscrita en la piedra. Tres seres vivirán para siempre en ese templo: mi padre, Seti, mi madre, Tuya y mi esposa, Nefertari.

—Olvidáis al cuarto, que también es el primero: vos mismo, Ramsés.

La gran esposa real se acercó al rey con un brote de acacia en la mano.

Ramsés se arrodilló y lo plantó en el suelo; Nefertari lo regó delicadamente.

—Vela por este árbol, Nebú; crecerá con mi templo. Quieran los dioses que algún día pueda descansar bajo su sombra benéfica, olvidar el mundo y a los hombres, y ver a la diosa de Occidente, que se manifestará en su follaje y en su tronco, antes de tomarme la mano.