Doki encontró al escultor en una taberna de Tebas que jamás habían frecuentado ni uno ni otro. Se sentaron en la esquina más oscura, cerca de obreros libaneses que hablaban alto y fuerte.
—He recibido vuestro mensaje y he venido —dijo el escultor—. ¿Por qué tanto misterio?
Tocado con una peluca que le ocultaba las orejas y le caía sobre la frente, Doki estaba irreconocible.
—¿Habéis hablado de mi carta con alguien?
—No.
—¿Ni siquiera con vuestra esposa?
—Soy soltero.
—¿Con vuestra amante?
—Sólo la veo mañana por la noche.
—Dadme esa carta.
El escultor entregó el papiro enrollado a Doki, quien lo rompió en mil pedazos.
—Si no nos entendemos —explicó—, no quedará ninguna huella de nuestro contacto. Jamás os habré escrito y jamás nos habremos encontrado.
El escultor, un hombre cuadrado y fornido, comprendía mal estas sutilezas.
—Ya he trabajado para Karnak y no tuve que lamentarlo, ¡pero jamás me habían convocado en una taberna para mantener conversaciones incoherentes!
—Seamos claros: ¿queréis ser rico?
—¿Quién no lo desearía?
—Vuestra fortuna puede ser adquirida rápidamente, pero será necesario correr riesgos.
—¿Cuáles?
—Antes de revelároslos, tenemos que ponemos de acuerdo.
—¿De acuerdo sobre qué?
—Si os negáis, abandonáis Tebas.
—¿Si no?
—Entonces es mejor dejarlo aquí.
Doki se levantó.
—De acuerdo. Quedaos.
—Vuestra palabra, sobre la vida del faraón y bajo la vigilancia de la diosa del silencio que fulmina al perjuro.
—La tenéis.
Dar la palabra era un acto mágico que comprometía al ser entero. Traicionarla hacía huir el ka y privaba al alma de sus cualidades.
—Sólo os pediré que grabéis unos jeroglíficos en una estela —reveló Doki.
—Pero… ¡es mi trabajo! ¿Por qué tanto misterio?
—Lo veréis en el momento debido.
—¿Y… esa fortuna?
—Treinta vacas lecheras, cien corderos, diez bueyes grasos, un barco ligero, veinte pares de sandalias, mobiliario y un caballo.
El escultor se estremeció.
—Todo eso… ¿por una simple estela?
—En efecto.
—Habría que estar loco para negarse. ¡Chocadla!
Los dos hombres se golpearon la mano.
—¿Para cuándo es el trabajo?
—Mañana al alba, en la orilla oeste de Tebas.
Meba había invitado a Chenar a la villa de uno de sus antiguos subordinados, a unos veinte kilómetros al norte de Menfis, en pleno campo. El ex ministro de Asuntos Exteriores y el hermano mayor de Ramsés habían llegado por caminos distintos y con dos horas de intervalo. Chenar había juzgado prudente no advertir a Acha de esta gestión.
—Tu mago se retrasa —reprochó Chenar a Meba.
—Me ha prometido que vendría.
—No tengo la costumbre de esperar. Si no está aquí en menos una hora, me voy.
Ofir hizo su entrada, acompañado de Lita.
El mal humor de Chenar desapareció en ese mismo instante. Fascinado, miró atentamente al inquietante personaje. Delgado, con los pómulos salientes, la nariz prominente, los labios muy delgados, el libio tenía una cabeza de buitre dispuesto a devorar su presa. La joven, con la cabeza gacha, tenía el aspecto de una vencida, desprovista de toda personalidad.
—Es un gran honor para nosotros —declaró Ofir con una voz profunda que hizo estremecer a Chenar—. No nos atrevíamos a esperar semejante favor.
—Mi amigo Meba me ha hablado de vos.
—El dios Atón se regocijará por ello.
—Será mejor que no pronunciéis ese nombre.
—He consagrado mi existencia a hacer reconocer los derechos de Lita al trono. Si el hermano mayor de Ramsés me recibe, ¿no es acaso porque aprueba mi gestión?
—Razonáis con precisión, Ofir, ¿pero no olvidáis el mayor obstáculo: el propio Ramsés?
—Al contrario. El faraón que gobierna Egipto es un ser de una envergadura y de una fuerza excepcionales, por lo tanto un adversario muy rudo cuyas defensas serán difíciles de romper. Sin embargo, dispongo de algunas armas que considero eficaces.
—Ya sabéis que los que practican la magia negra son condenados a pena de muerte.
—Ramsés y sus antepasados han intentado destruir la obra de Akenatón; él y yo mantendremos una lucha sin piedad.
—Todo consejo de moderación será pues inútil.
—En efecto.
—Conozco bien a mi hermano: es un hombre testarudo y violento, que no soportaría ningún golpe a su autoridad. Si encuentra partidarios del dios único en su camino, los aplastará.
—Por eso la única solución consiste en golpearlo por la espalda.
—Proyecto excelente, pero difícil de poner en práctica.
—Mi magia lo corroerá como el ácido.
—¿Qué pensaríais de un aliado en el interior de la fortaleza?
Los ojos del mago se contrajeron, a la manera de un gato; sólo quedó una rendija, que volvió su mirada insostenible.
Chenar estaba contento consigo mismo, había golpeado con precisión.
—¿Su nombre?
—Moisés. Un amigo de infancia de Ramsés, un hebreo a quien ha confiado la supervisión de las obras de Pi-Ramsés. Convencedlo de que os ayude, y nos convertiremos en aliados.
El general que mandaba el fuerte de Elefantina pasaba unos a felices. Desde la incursión llevada a cabo por Seti en persona, las provincias nubias, puestas bajo tutela egipcia, vivían en paz y enviaban regularmente sus productos.
La frontera meridional del doble país estaba bien guardada; después de muchos decenios, ninguna tribu nubia habría pensado en atacarla, ni siquiera cuestionarla. Nubia era para siempre territorio egipcio; los hijos de los jefes de tribu eran educados en Egipto antes de regresar a su casa y propagar allí la cultura faraónica, bajo el control del virrey de Nubia, un alto funcionario nombrado por el rey. Aunque a los egipcios les horrorizara permanecer mucho tiempo en el extranjero, aquel puesto era codiciado, pues su titular se beneficiaba de apreciables privilegios.
Pero el general no lo envidiaba, pues el clima y la quietud de Elefantina, de donde era originario, no valían nada. La guarnición se entrenaba desde el alba, antes de ponerse a disposición de los canteros para asegurar la carga de los bloques de granito en las barcazas que partían hacia el norte. ¡Qué lejos estaba el tiempo de las expediciones guerreras, y qué bueno era que estuviera lejos!
Desde su nombramiento, el general se había transformado en aduanero. Sus hombres comprobaban los productos procedentes del Gran Sur y les aplicaban las tasas, en función del baremo impuesto por la Doble Casa Blanca —El Ministerio de Economía y Finanzas—. Una acumulación de papeleo y de documentos administrativos atestaban el cuartel general, pero el oficial superior prefería luchar con ellos más que con los temibles guerreros nubios.
En pocos minutos subiría a un barco rápido que lo llevaría a examinar las fortificaciones desde el Nilo. Como cada día, disfrutaría de la dulzura de la brisa y se llenaría los ojos con la belleza de las orillas y de los acantilados. ¿Y cómo no pensar en la sabrosa cena que compartiría luego con una joven viuda que salía poco a poco de su desdicha?
Un inhabitual ruido de pasos hizo que se sobresaltara.
Su ordenanza se presentó ante él, sofocado.
—Mensaje urgente, mi general.
—¿De dónde procede?
—De una patrulla de vigilancia, en el desierto de Nubia.
—¿Las minas de oro?
—Sí, mi general.
—¿Qué ha dicho el mensajero?
—Que el asunto era muy serio.
Dicho de otro modo, el general no podía guardar el papiro enrollado en un armario y olvidarlo allí durante unos días. Rompió el sello, desenrolló el documento y lo examinó estupefacto.
—Es… ¡es falso!
—No, mi general. El mensajero está a vuestra disposición.
—No puede ser cierto… ¡Según este informe, unos nubios sublevados habrían atacado el convoy militar que llevaba el oro a Egipto!