Chenar comía seis veces al día y engordaba a ojos vistas. Esto le ocurría cuando perdía la esperanza de conquistar el poder y tomar por fin su revancha sobre Ramsés. La bulimia lo tranquilizaba, le permitía olvidar el nacimiento de una nueva capital y la insolente popularidad del rey. Ya ni siquiera Acha lograba confortarlo. Era cierto que empleaba argumentos convincentes: el poder gastaba, el entusiasmo de los primeros meses de reinado se deshilacharía, las dificultades de todo orden se acumularían en el camino de Ramsés… Pero nada concreto corroboraba estas hermosas palabras. Los hititas parecían paralizados, sensibles al eco de los milagros realizados por el joven monarca.
En resumen, todo iba de mal en peor.
Chenar se encarnizaba con un muslo de oca asada cuando su intendente le anunció la visita de Meba, el ex ministro de Asuntos Exteriores, al que le había quitado el puesto y le había hecho creer que Ramsés era el único responsable de aquel cambio.
—No quiero verlo.
—Insiste.
—Despídelo.
—Dice que posee una información importante que os concierne.
El ex ministro no era ni un jactancioso ni un fabulador. Además había construido su carrera basándose en la prudencia.
—Entonces, déjale entrar.
Meba no había cambiado: con el rostro ancho y tranquilizador, el aire pontifical, una voz neutra y sin gran personalidad: un alto funcionario aferrado a su comodidad y a sus costumbres, incapaz de comprender las verdaderas razones de su caída.
—Gracias por recibirme, Chenar.
—Es un placer recibir a un viejo amigo. ¿Tienes hambre o sed?
—Un poco de agua fresca me iría bien.
—¿Has renunciado al vino y a la cerveza?
—Desde que he perdido el puesto, sufro horribles dolores de cabeza.
—Lamento ser el beneficiario involuntario de esa injusticia. El tiempo pasará, Meba, quizá conseguiré obtener un puesto honorífico para ti.
—Ramsés no es un rey que se vuelva atrás. En tan pocos meses, su éxito es fulgurante.
Chenar clavó los dientes en un ala de oca.
—Me resigné —confesó el viejo diplomático—, hasta el momento en que vuestra hermana, Dolente, me presentó a un extraño personaje.
—¿Su nombre?
—Ofir, es libio.
—Jamás he oído hablar de él.
—Se oculta.
—¿Por qué razón?
—Porque protege a una joven, Lita.
—¿Qué sórdida historia me cuentas?
—Según Ofir, Lita es descendiente de Akenatón.
—¡Pero todos sus descendientes están muertos!
—¿Y si fuera cierto?
—Ramsés la desterrará de inmediato.
—Vuestra hermana ha tomado partido por ella y por los seguidores de Atón, el dios único, que excluirá a los demás. En el mismo Tebas se ha formado un clan.
—¡Espero que tú no formes parte de él! Esta locura terminará mal. ¿Olvidas que Ramsés pertenece a una dinastía que condena la experiencia intentada por Akenatón?
—Soy consciente de ello y estaba asustado cuando me encontré con ese Ofir. Después de pensarlo mejor deduje que era un hombre que podría ser un aliado precioso contra Ramsés.
—¿Un libio obligado a esconderse?
—Ofir posee una cualidad apreciable: es mago.
—¡Los hay a centenares!
—A pesar de todo éste ha puesto en peligro la vida de Nefertari y de su hija.
—¿Qué intentas decirme?
—Vuestra hermana, Dolente, está convencida de que Ofir es un sabio y que Lita subirá al trono de Egipto. Como cuenta conmigo para reunir a los partidarios de Atón, me aprovecho de sus confidencias. Ofir es un mago temible, decidido a destruir las defensas mágicas de la pareja real.
—¿Estás seguro de ello?
—Cuando lo hayáis visto, os convenceréis. Pero eso no es todo Chenar; ¿habéis pensado en Moisés?
—Moisés… ¿Por qué Moisés?
—Las ideas de Akenatón no están muy alejadas de las de estos hebreos. ¿No se murmura que al amigo del faraón se le ve atormentado por el advenimiento de un dios único y que su fe en nuestra civilización está debilitada?
Chenar examinó a Meba con atención.
—¿Qué propones?
—Que alentéis a Ofir a continuar su acción de mago negro y a encontrarse con Moisés.
—Tu descendiente de Akenatón me disgusta…
—A mí también, ¿pero qué importa? Convenzamos a Ofir de que creemos en Atón y en el reinado de Lita. Cuando el mago haya debilitado a Ramsés y manipulado a Moisés contra el rey, nos desharemos de este dudoso personaje y de su protegida.
—Un plan interesante, mi querido Meba.
—Cuento con vos para mejorarlo.
—¿Qué deseáis a cambio?
—Recuperar mi antiguo puesto. La diplomacia es toda mi vida. Me gusta recibir a los embajadores, presidir cenas mundanas, discutir a medias palabras con dignatarios extranjeros, promover una relación, tender trampas, gozar del protocolo… Nadie puede comprenderlo si no ha entrado en la carrera. Cuando seáis rey, nombradme ministro de Asuntos Exteriores.
—Tus propuestas son totalmente dignas de interés.
Meba estaba encantado.
—Si no os molesta, bebería con ganas un poco de vino. Mi migraña ha desaparecido.
Bakhen, cuarto profeta de Amón, se había prosternado ante Ramsés.
—No tengo ninguna excusa, majestad. Soy el único responsable de este desastre.
—¿Qué desastre?
—El obelisco podría haberse perdido, la tripulación diezmarse.
—Tus pesadillas no tienen ningún sentido, Bakhen. Sólo la realidad cuenta.
—Ésta no borra mi imprudencia.
—¿Por qué la has cometido?
—Deseaba hacer de Luxor la joya de vuestro reinado.
—¿Creías que un único maestro de obras me bastaba? Levántate, Bakhen.
El ex instructor militar de Ramsés no había perdido nada de su robustez. Se parecía más a un atleta que a un sacerdote ascético.
—Has tenido suerte, Bakhen, y yo aprecio a los hombres a los que el destino favorece. ¿La magia de un ser no consiste en desviar los golpes de la suerte?
—Sin vuestra intervención…
—¡Así que eres capaz de provocar que venga el faraón! Bonita hazaña, en verdad, que merece ser grabada en los anales.
Bakhen temía que una terrible sanción sucediera a esas irónicas palabras. Pero la mirada penetrante de Ramsés se desvió y se orientó hacia la barcaza. Las maniobras de descarga se efectuaban sin dificultad.
—Ese obelisco es espléndido. ¿Cuándo estará listo el segundo?
—A finales de septiembre, espero.
—¡Qué los grabadores de jeroglíficos se den prisa!
—En las canteras de Asuán hace demasiado calor.
—¿Qué eres, Bakhen, un constructor o un quejumbroso? Ve allá y vigila la finalización del trabajo. ¿Y los colosos?
—Los picapedreros han elegido una arenisca magnífica en las canteras de Gebel Silsileh.
—Que se pongan a la obra también, y sin demoras. Envía a un emisario hoy mismo y luego ve a comprobar que los escultores no pierden ni una hora. ¿Por qué está inacabado todavía el gran patio?
—¡Era imposible ir más de prisa, majestad!
—Te equivocas, Bakhen. Para construir un santuario del ka, un lugar de reposo ofrecido al poder que crea el universo permanentemente, no hay que comportarse como un modesto capataz, vacilando sobre los pasos a seguir y tímido con los materiales. Es el fuego del rayo el que debe proteger tu pensamiento en la piedra y hacer nacer el templo. Te has mostrado lento y perezoso: ésa es tu verdadera falta.
Aturdido, Bakhen era incapaz de protestar.
—Cuando Luxor esté terminado, producirá ka, una energía que necesito lo más pronto posible. Moviliza a los mejores artesanos.
—Algunos se ocupan de vuestra morada eterna, en el Valle de los Reyes.
—Hazles venir aquí, mi tumba esperará. También te preocuparás de otra urgencia: la creación de mi templo de millones de años, en la orilla oeste. Su presencia preservará al reino de muchas desdichas.
—Queréis…
—Un edificio colosal, un santuario tan poderoso que su magia rechace la adversidad. Mañana le daremos vida.
—Pero si existe Luxor, majestad…
—También existe Pi-Ramsés, toda una ciudad. Llama a los escultores de todas las provincias y conserva sólo a aquellos cuya mano tenga genio.
—¡Majestad, los días no son extensibles!
—Si te falta tiempo, Bakhen, créalo.