45

El segundo profeta de Amón, Doki, corrió al palacio de Tebas, en el que el rey acababa de convocar a los principales dignatarios de la jerarquía de Karnak. Pequeño, con el cráneo afeitado, la frente estrecha, la nariz y el mentón prominentes, y una mandíbula que recordaba la de un cocodrilo, Doki temía llegar tarde debido a la estupidez de su secretario, que había omitido prevenirlo con urgencia, cuando verificaba las cuentas del escriba de los rebaños. El imbécil sería enviado a una granja, lejos de la comodidad de los despachos del templo.

Serramanna registró a Doki y lo dejó entrar en la sala de audiencias del faraón. Frente a él, sentado en un asiento provisto de brazos, se hallaba el viejo Nebú, gran sacerdote y primer profeta de Amón. Arrugado, con los hombros caídos, había colocado su dolorida pierna izquierda sobre un cojín y aspiraba de un frasco de esencia de flores.

—Queréis perdonarme, majestad. Mi retraso…

—No hablemos más. ¿Dónde se encuentra el tercer profeta?

—Es el encargado de los ritos de purificación en la Casa de Vida y desea permanecer recluido.

—De acuerdo. ¿Y Bakhen, el cuarto profeta?

—En la obra de Luxor.

—¿Por qué no está aquí?

—Supervisa la difícil colocación de los obeliscos. Si queréis que le haga venir inmediatamente…

—Es inútil. ¿La salud del gran sacerdote de Karnak es satisfactoria?

—No —respondió Nebú con voz fatigada—. Me desplazo con dificultad y paso la mayor parte del tiempo en la sala de archivos. Mi predecesor había descuidado unos rituales antiguos que deseo poner de nuevo al día.

—¿Y tú, Doki, estás más preocupado por los asuntos de este mundo?

—¡Es sumamente necesario, Majestad! Bakhen y yo nos preocupamos de la gestión de esta propiedad bajo el control de nuestro venerado gran sacerdote.

—Mis jóvenes subordinados han comprendido que mal pie no impide buen ojo —precisó Nebú—. La misión que el rey me ha confiado será realizada sin descanso, y no toleraré ni inexactitud ni pereza.

La firmeza del tono sorprendió a Ramsés. Aunque parecía agotado, el viejo Nebú mantenía firmemente el timón.

—Vuestra presencia es una gran dicha, majestad. Significa que el nacimiento de vuestra nueva capital no implica el abandono de Tebas.

—No era mi intención, Nebú. ¿Qué faraón digno de su función podría descuidar la ciudad de Amón, el dios de las victorias?

—¿Por qué alejarse de ella?

La pregunta parecía cargada de reproches.

—No corresponde al gran sacerdote de Amón discutir la política de Egipto.

—Lo admito de buen grado, majestad, ¿pero no le corresponde preocuparse por el futuro de su templo?

—Que Nebú esté tranquilo. ¿Acaso la gran sala de columnas Karnak no es la más bella y la más amplia jamás construida?

—Os lo agradezco, majestad; pero permitid a un viejo sin ambición que os pregunte la verdadera razón de vuestra presencia aquí.

Ramsés sonrió.

—¿Quién es más impaciente, Nebú, tú o yo?

—En vos arde el fuego de la juventud, en mí se impone la voz del reino de las sombras. El poco tiempo que me queda por vivir me prohíbe los discursos inútiles.

Los mandobles entre Ramsés y Nebú dejaron a Doki sin habla. Si el gran sacerdote continuaba desafiando así al monarca, su cólera no tardaría en estallar.

—La familia real está en peligro —reveló el faraón—. He venido a Tebas para buscar la protección mágica que necesita.

—¿Cómo pensáis actuar?

—Fundando mi templo de millones de años.

Nebú apretó su bastón.

—Os lo apruebo, pero primero es necesario acrecentar el ka, ese poder del que sois depositario.

—¿De qué manera?

—Terminando el templo de Luxor, el santuario del ka por excelencia.

—¿No barres hacia dentro, Nebú?

—En otras circunstancias, sin duda habría intentado influenciaros poco o mucho, pero la gravedad de vuestras palabras me ha disuadido de ello. Es en Luxor donde se acumula el poder que Karnak necesita para hacer resplandecer lo divino, es ése el que necesitáis para reinar.

—Tendré en cuenta vuestra opinión, gran sacerdote, pero te ordeno preparar el ritual de fundación de mi templo de millones de años, que será levantado en la orilla de Occidente.

Para calmar la fiebre que se había apoderado de él, Doki bebió varias copas de cerveza fuerte. Sus manos temblaban, un sudor helado corría a lo largo de su espalda. Después de haber sufrido tantas injusticias, ¡por fin la suerte le sonreía!

Él, el segundo profeta de Amón, condenado a envejecer en ese puesto subalterno, ¡era depositario de un secreto de Estado de la mayor importancia! Al confiarse, Ramsés había cometido un error que Doki explotaba, con la esperanza de acceder a la función de gran sacerdote.

El templo de millones de años… ¡Una ocasión inesperada, la solución que le parecía inaccesible! Pero debía calmarse, no actuar con precipitación, no perder un segundo, pronunciar las palabras justas, saber callarse.

Su posición de segundo profeta le permitía sustraer los productos que le servirían de moneda de cambio, suprimiendo algunas líneas en los inventarios. Como supervisor de los escribas controladores, no corría ningún riesgo.

¿No se ilusionaba, poseía verdaderamente la capacidad de llevar semejante proyecto a buen fin? Ni el gran sacerdote ni el rey eran niños crédulos. Al menor paso en falso, sería desenmascarado. Pero semejante posibilidad no se volvería a presentar. Un faraón no construía más que un único templo de millones de años.

Situado a media hora de camino de Karnak, Luxor estaba unido al inmenso templo de Amón por una avenida bordeada de esfinges protectoras. Utilizando los archivos de la Casa de Vida, que contenían los secretos del cielo y de la tierra, y leyendo los libros de Thot, Bakhen había trazado un plan que permitiría ampliar Luxor conforme a la voluntad expresada por Ramsés desde el primer año de su reinado. Gracias al apoyo de Nebú, los trabajos habían avanzado de prisa. Añadido al santuario Amenhotep, un gran patio de cincuenta y dos metros de ancho por cuarenta y ocho de largo albergaría unas estatuas de Ramsés. Ante el elegante pilón, de sesenta y cinco metros de ancho, seis colosos que representaban al faraón custodiarían el acceso al templo del ka, mientras dos obeliscos, de veinticinco metros de alto, se alzarían hacia el cielo para disipar las fuerzas nocivas.

La hermosa piedra de arenisca, de una belleza inigualable, los muros cubiertos de electro, el suelo de plata harían de Luxor la obra maestra del reinado de Ramsés. Los mástiles para oriflamas, afirmando la presencia de lo divino, tocarían las estrellas.

Pero el espectáculo al que Bakhen asistía desde hacía al menos una hora lo sumía en la desesperación. Procedente de las canteras de Asuán, una barcaza de setenta metros de largo, que transportaba el primero de los dos obeliscos, giraba sobre sí misma en medio del Nilo, atrapada por un remolino que no señalaba ninguna carta de navegación. En la parte delantera del pesado navío de sicomoro, el marinero, que sondeaba sin cesar el río con una larga pértiga para evitar la varada en un banco arena, había visto demasiado tarde el peligro. Aterrorizado, el hombre de la caña había hecho una falsa maniobra; en el mismo instante en que éste caía al agua, uno de los dos timones se rompía. El otro, bloqueado, había quedado inservible.

Los movimientos desordenados de la barcaza habían desequilibrado el cargamento. Al correrse, el obelisco, monolito de doscientas toneladas, había roto varias cuerdas que aseguraban su estabilidad. Otras amenazaban con ceder. Pronto, el gigantesco bloque de granito rosa caería al río.

Bakhen apretó los puños y lloró.

Este naufragio era un espantoso fracaso del que no se repondría. Con toda justicia sería considerado el responsable de la pérdida de un obelisco y de la muerte de varios hombres. ¿No había sido él, demasiado apresurado, quien había ordenado la salida de la barcaza sin esperar la crecida? Inconsciente de los peligros que hacía correr a la tripulación, Bakhen se había creído superior a las leyes de la naturaleza.

El cuarto profeta de Amón habría dado con gusto su vida para impedir este desastre. Pero el barco cabeceaba cada vez más, y unos siniestros crujidos probaban que el casco no tardaría en romperse. El obelisco era un perfecto acierto. Sólo faltaba el dorado del piramidión, que habría resplandecido bajo los rayos del sol. Un obelisco condenado a desaparecer en el fondo del Nilo.

En la orilla, un hombre gesticulaba. Un gigante bigotudo con casco y armado, cuyas protestas se perdían en el viento violento.

Bakhen se dio cuenta de que se dirigía a un nadador, al que le suplicaba que regresara. Pero éste avanzaba de prisa en dirección al barco a la deriva. Corriendo el riesgo de ahogarse o perecer golpeado por un remo, logró alcanzar la proa de la barcaza y trepar a lo largo del casco ayudándose con un cabo.

El hombre empuñó el timón bloqueado que dos manos intentaban en vano poner de nuevo en marcha. Con una fuerza increíble, apoyándose en sus talones, los músculos de sus brazos y de su pecho al borde del estallido, logró hacer que se moviera la pesada pieza de madera.

El barco dejó de dar vueltas sobre sí mismo y se inmovilizó unos instantes, paralelo a la orilla. Aprovechando un viento favorable, el hombre de la caña logró salir del remolino, ayudado en seguida por unos remeros que habían recuperado la confianza.

Cuando la barcaza atracó, decenas de picapedreros y de peones se ocuparon de descargar el obelisco.

Cuando su salvador apareció en lo alto de la pasarela, Bakhen lo reconoció. Ramsés, el rey de Egipto, había arriesgado su vida para salvar la aguja de piedra que traspasaría el cielo.