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En esos primeros días de un mes de junio sofocante, Ramsés festejaba el inicio de su segundo año de reinado. Ya había pasado un año desde la partida de Seti hacia el reino de las estrellas.

El barco de la pareja real se había inmovilizado a la altura de Gebel Silsileh, en el lugar en el que las dos orillas se estrechaban. Según la tradición, el genio del Nilo residía allí, y el faraón debía despertarlo para que se convirtiera en el padre nutricio e hiciera subir las aguas.

Tras haber hecho la ofrenda de leche y vino, y pronunciado las plegarias rituales, la pareja real entró en una capilla excavada en la roca. Allí reinaba una temperatura agradable.

—¿Has hablado con el doctor Pariamakhú? —pregunto Ramsés a Nefertari.

—Me ha prescrito un nuevo tratamiento para borrar las últimas trazas de fatiga.

—¿Nada más?

—¿Me ha ocultado la verdad a propósito de Meritamón?

—No, tranquilízate.

—¿Qué debería haberme dicho?

—El valor no es la mayor virtud de ese buen doctor.

—¿De qué cobardía es culpable?

—Has sobrevivido de milagro al parto.

El rostro de Nefertari se ensombreció.

—No tendré otro niño, ¿verdad? Y no te daré un hijo.

—Kha y Meritamón son los herederos legítimos de la Corona.

—Ramsés debe tener otros niños y otros hijos. Si estimas que retirarme a un templo es indispensable…

El rey estrechó a su esposa contra sí.

—Te amo, Nefertari. Tú eres el amor y la luz, tú eres la reina de Egipto. Nuestras almas están unidas para siempre, nadie podrá separarnos.

—Iset te dará hijos.

—Nefertari…

—Es necesario, Ramsés, es necesario. Tú no eres un hombre como los demás, tú eres el faraón.

En cuanto llegaron a Tebas, la pareja real se dirigió al sitio en el que sería edificado el templo de millones de años de Ramsés. El lugar les pareció grandioso y cargado de una energía que se alimentaba a la vez de la montaña de Occidente y de la llanura fértil.

—Me he equivocado al descuidar esta fundación en provecho de la capital —confesó Ramsés—. La advertencia de mi madre y el atentado perpetrado contra ti y nuestra hija me han abierto la mente. Sólo un templo de millones de años nos protegerá del mal oculto en las tinieblas.

Noble y resplandeciente, Nefertari recorrió la amplia extensión de arena y de rocas que parecía abocada a la esterilidad. Como Ramsés, gozaba de una complicidad con el sol; se deslizaba sobre su piel sin quemarla y la iluminaba con sus rayos. En esos momentos inmóviles era la diosa de las fundaciones, cuyos pasos sacralizaban el terreno elegido.

La gran esposa real surgía de la eternidad y la grababa en aquella tierra quemada por el sol, marcada ya con el sello de Ramsés.

Los dos hombres se tropezaron en la pasarela del barco real y se quedaron inmóviles, cara a cara. Setaú era más bajo que Serramanna, pero igual de ancho de hombros. Las miradas se enfrentaron.

—Esperaba no volver a verte cerca del rey, Setaú.

—Me aflige mucho decepcionarte.

—Se habla de un mago negro que ha puesto en peligro la vida de la reina y de su hija.

—¿Todavía no lo has identificado? Ramsés está muy mal rodeado.

—¿Nadie te ha cerrado el pico?

—Pruébalo, si eso te divierte. Pero desconfía de mis serpientes.

—¿Es una amenaza?

—Lo que tú pienses me es indiferente. Sea cual sea su hábito, los piratas siempre serán piratas.

—Si confiesas tu crimen, me harás ganar tiempo.

—Para ser jefe de seguridad, estás muy mal informado. ¿Ignoras que he salvado a la hija de la pareja real?

—¡Pamplinas! Eres un vicioso, Setaú.

—Y tú tienes la mente torcida.

—En el mismo instante en que intentes perjudicar al rey, te partiré el cráneo con mi puño.

—La pretensión va a sofocarte, Serramanna.

—Probémoslo, ¿quieres?

—Agredir sin razón a un amigo del rey te conducirá a prisión.

—Pronto residirás en ella.

—Tú me precederás, sardo. Mientras tanto, apártate de mi camino.

—¿Adónde vas?

—A reunirme con Ramsés y, bajo sus órdenes, purificar el sitio de su futuro templo de los reptiles que lo habrían elegido como domicilio.

—Te impediré dañar, brujo.

Setaú apartó a Serramanna.

—En vez de decir estupideces, seria mejor que protegieras al rey.

Ramsés se recogió varias horas en la capilla de culto a su padre, en el interior del templo de Gurnah, en la orilla oeste de Tebas. El rey había depositado sobre el altar unos racimos de uva, higos, bayas de enebro y piñas de pino. En este lugar de reposo, el alma de Seti vivía en paz, alimentada por la esencia sutil de las ofrendas.

Allí fue donde Seti anunció que Ramsés le sucedería. El joven príncipe no sintió el peso de las palabras de su padre. Vivía un sueño, bajo la sombra protectora de un gigante cuyo pensamiento se movía como la barca divina a través de los espacios celestes.

Cuando la corona roja y la corona blanca fueron puestas sobre su cabeza, Ramsés había abandonado para siempre la quietud del heredero del trono para afrontar un mundo cuya rudeza no sospechaba. En las paredes de ese templo, unos dioses sonrientes y graves sacralizaban la vida; un faraón resucitado les rendía homenaje y comulgaba con el invisible. En el exterior, los hombres, la humanidad con su coraje y su cobardía, su rectitud y su hipocresía, su generosidad y su avidez. Y él, Ramsés, en medio de esas fuerzas contrarias, encargado de mantener el vínculo entre los humanos y los dioses, cualesquiera que fueran sus deseos y sus debilidades.

Sólo reinaba desde hacía un año pero hacía mucho tiempo que ya no se pertenecía.

Cuando Ramsés subió en el carro de Serramanna, que sujetaba las riendas, el sol declinaba.

—¿Adónde vamos, majestad?

—Al Valle de los Reyes.

—He hecho registrar los barcos que forman la flotilla.

—¿Nada sospechoso?

—Nada.

El sardo estaba nervioso.

—¿No tienes nada más que decirme, Serramanna?

—En realidad no, majestad.

—¿Estás seguro de ello?

—Acusar sin pruebas seria una falta grave.

—¿Has identificado al mago negro?

—Mi opinión no tiene ningún valor. Sólo cuentan los hechos.

—Al galope, Serramanna.

Los caballos se lanzaron hacia el Valle, cuyo acceso estaba vigilado permanentemente por soldados. En este final de un día de verano, el calor se había acumulado en la roca, que lo devolvía, y se tenía la sensación de penetrar en un horno en el que uno perecería asfixiado.

Sudando y jadeante, el oficial responsable del destacamento se inclinó ante el faraón y le garantizó que ningún ladrón se introduciría en la tumba de Seti.

Pero Ramsés no se dirigió a la morada eterna de su padre, sino a la suya. Terminada la jornada de trabajo, los picapedreros limpiaban sus herramientas y las guardaban en canastos. La visita repentina del soberano interrumpió las conversaciones; los artesanos se reunieron detrás del maestro de obras, que acababa de redactar su informe diario.

—Hemos excavado el largo pasillo hasta la sala de Maat. ¿Puedo enseñároslo, majestad?

—Déjame solo.

Ramsés franqueó el umbral de su tumba y descendió una escalera bastante corta excavada en la roca, que correspondía a la entrada del sol en las tinieblas. En las paredes del pasillo que seguía habían grabado jeroglíficos dispuestos en columnas verticales, unas plegarias que una figura del faraón eternamente joven dirigía al poder de la luz, del que enumeraba los nombres secretos. Luego se desvelaban las horas de la noche y las pruebas de la cámara oculta que debía superar el viejo sol para esperar renacer en la mañana.

Después de haber cruzado aquel reino de las sombras, Ramsés se vio venerando las divinidades, presentes en el más allá como lo habían sido en la tierra. Admirablemente dibujadas, pintadas con colores vivos, recreaban al rey permanentemente.

A la derecha estaba la sala del carro real con cuatro pilares. Allí serían conservados el timón, la caja, las ruedas y las demás piezas del carro ritual de Ramsés, para que fuera reconstruido en el otro mundo y permitiera al monarca desplazarse por él, derribando a los enemigos de la luz.

Más allá, el pasillo se estrechaba. Lo decoraban las escenas y los textos rituales de la abertura de la boca y de los ojos, practicada sobre la estatua del rey, transfigurada y resucitado.

Luego reinaba otra vez la roca, apenas desbastada por los cinceles de los picapedreros. Necesitarían varios meses para abrir y decorar la sala de Maat y la morada de oro en la que sería instalado el sarcófago.

La muerte de Ramsés se construía ante él, tranquila y misteriosa. Ninguna palabra faltaría en el lenguaje de la eternidad, ninguna escena en el arte de lo invisible. El joven rey evolucionaba por el más allá de su persona terrestre, participaba de un universo en el que las leyes superaban para siempre el entendimiento humano.

Cuando el faraón salió de su tumba, una noche apacible reinaba en el Valle de sus antepasados.