El lugar era magnífico. Una tierra fértil, amplios campos, hierba en abundancia, senderos bordeados de flores, manzanos cuyos frutos tenían gusto a miel, un olivar de árboles vigorosos, estanques llenos de peces, salinas, extensiones de papiros altos y tupidos: así se presentaba el campo de Avaris, la ciudad odiada, reducida a unas casas y a un templo del dios Set.
Fue ahí donde Seti confrontó a Ramsés con el poder. Sería ahí donde Ramsés construiría su capital.
La belleza y la lujuria del lugar sorprendieron a Moisés. Los hebreos y los contramaestres egipcios formaban parte de la expedición que guiaba Ramsés en persona, acompañado de su león y de su perro. Con la mirada al acecho, Serramanna y una decena de exploradores habían precedido al monarca para asegurarse de que ningún peligro lo amenazaba.
La aldea de Avaris dormitaba bajo el sol. Sólo albergaba a unos funcionarios sin futuro, campesinos de gestos lentos y recogedores de papiros. El lugar parecía abocado al olvido y al eterno ritmo de las estaciones.
La expedición, que salió de Menfis, se detuvo en la ciudad santa de Heliópolis, donde Ramsés hizo ofrendas a su protector, Ra. Luego pasó por Bubastis, ciudad de la diosa de la dulzura y del amor, Bastet, que se encarnaba en una gata, y había recorrido la rama pelusiana[9] del Nilo a la que llamaban «las aguas de Ra». Cercana al lago Manzala, Avaris se encontraba en el extremo occidental del «camino de Horus», una pista que llevaba a Siria-Palestina por el litoral del Sinaí.
—Un emplazamiento estratégico de primera importancia —constató Moisés mirando el plano que le había confiado Ramsés.
—¿Comprendes las razones de mi elección? Prolongadas mediante un canal, las «aguas de Ra» nos permitirán comunicar con los grandes lagos que bordean el istmo de El-Qantara. En caso de urgencia, llegaremos rápidamente en barco a la fortaleza de Selé y a los fortines de la frontera. Reforzaré la protección del este del Delta, controlaré la ruta de las invasiones y seré informado en seguida del menor disturbio que suceda en nuestros protectorados. Aquí, el verano será agradable; las guarniciones no sufrirán calor y estarán dispuestas a intervenir en todo momento.
—Eres muy previsor —estimó Moisés.
—¿Cómo reaccionan tus hombres?
—Parecen felices de trabajar bajo tus órdenes. Aunque la mejor motivación ¿no es el sustancial aumento de salario que les has concedido?
—No hay victoria sin generosidad. Quiero una ciudad espléndida.
Moisés se inclinó de nuevo sobre el plano. Serían construidos cuatro templos mayores: en occidente, el de Amón, «el oculto»; al sur, el de Set, el amo del lugar; en oriente, el de Astarté, la diosa siria; al norte, el de Uadjet, «la diosa verde», garante de la prosperidad del lugar. Junto al templo de Set había un gran puerto fluvial, unido a las «aguas de Ra» y a las «aguas de Avaris», dos anchos canales que rodearían la ciudad y le garantizarían un perfecto suministro de agua potable. Alrededor del puerto se situarían los almacenes, los graneros, las fábricas y los talleres. Más al norte, en el centro de la ciudad, el palacio real, los edificios administrativos, las villas de los nobles y los barrios de viviendas, en los que se codearían los grandes y los humildes. Del palacio saldría la arteria principal, que comunicaría en línea recta con el templo de Ptah, el Creador, mientras dos grandes avenidas llevarían, por la izquierda, hacia el de Amón y, por la derecha, hacia el de Ra. El santuario de Set estaba más aislado, al otro lado del canal que unía las «aguas de Ra» y las «aguas de Avaris».
En cuanto al ejército, contaría con cuatro cuarteles, uno entre la rama pelusiana y los edificios oficiales, los otros tres a lo largo de las «aguas de Avaris», el primero detrás del templo de Ptah, el segundo cerca de los barrios populares, y el tercero próximo a los templos de Ra y de Astarté.
—A partir de mañana, unos especialistas abrirán talleres de fabricación de tejas barnizadas —manifestó Ramsés—. De la casa más modesta a la sala de recepción del palacio proliferarán colores brillantes. También es necesario construir edificios. Tal será tu papel, Moisés.
Con el índice de la mano derecha, Moisés identificó uno a uno los edificios cuyas dimensiones habían sido precisadas por el monarca.
—La obra es gigantesca pero entusiasmadora. Sin embargo…
—¿Sin embargo?
—Sin que tu majestad se moleste, falta un templo. Yo lo vería bien en el espacio libre entre los santuarios de Amón y de Ptah.
—¿A qué divinidad estaría dedicado?
—A la que crea la función del faraón. ¿No será en este templo donde celebrarás tu fiesta de regeneración?
—Para que este rito se lleve a cabo, un faraón debe haber reinado treinta años. Emprender desde hoy la construcción de semejante templo sería una injuria al destino.
—De todos modos has dejado el espacio libre.
—No pensar en ello habría sido una injuria a mi suerte. En el año treinta de mi reinado, durante esa fiesta, estarás en la primera fila de los dignatarios, en compañía de nuestros amigos de infancia.
—Treinta años… ¿Qué suerte nos reserva Dios?
—Por ahora nos ordena crear juntos la capital de Egipto.
—He repartido a los hebreos en dos grupos. El primero llevará los bloques de piedra hasta las obras de los templos, donde trabajarán bajo la dirección de los maestros de obra egipcios. El segundo fabricará miles de ladrillos destinados a tu palacio y a los edificios civiles. La coordinación entre los grupos de producción será dificultosa. Temo que mi popularidad sea destrozada rápidamente. ¿Sabes cómo me llaman los hebreos? Masha, «¡el salvado de las aguas!»
—¿Tú también has realizado un milagro?
—Es una vieja leyenda babilónica que les gusta mucho; han hecho un juego de palabras con mi verdadero nombre, Moisés, «aquel que nació», pues estiman que yo, un hebreo, estoy bendecido por los dioses. ¿Acaso no he recibido la educación de los nobles y no soy amigo del faraón? Dios me ha salvado de las «aguas» de la miseria y del infortunio. Un hombre que se beneficia de tanta suerte merece ser seguido. Razón por la cual los ladrilleros me conceden su confianza.
—Que no carezcan de nada. Te doy el poder de utilizar los graneros reales en caso de necesidad.
—Construiré tu capital, Ramsés.
Los ladrilleros hebreos formaban una corporación celosa de su habilidad. Llevaban una corta peluca negra sujeta por una cinta blanca que dejaba las orejas descubiertas, eran partidarios del bigote y la barba corta, y tenían la frente estrecha y el labio inferior grueso. Sirios y egipcios intentaban rivalizar con ellos, pero los mejores especialistas eran los hebreos y lo seguirían siendo. El trabajo era duro, estrechamente vigilado por contramaestres egipcios, pero correctamente pagado y dividido por numerosos días de permiso. Además, en Egipto, la alimentación era buena y abundante, y hospedarse no tenía demasiados problemas. Incluso los más animosos lograban construirse agradables moradas con materiales de desecho.
Moisés no había disimulado que, en las obras de Pi-Ramsés, el ritmo de trabajo seria más intenso que de costumbre; pero la importancia de las primas compensaría esta molestia. Participar en la construcción de la nueva capital enriquecería a más de un hebreo, a condición de que no economizara el sudor. Tres obreros, a ritmo normal, podían fabricar de ochocientos a novecientos ladrillos de pequeño tamaño por día; en Pi-Ramsés habría que moldear piezas de tamaño considerable[10] que servirían de fundamento para la colocación de otros ladrillos, de dimensiones más modestas y producidos en serie. Estos fundamentos eran responsabilidad de los maestros de obras y de los picapedreros, no de los ladrilleros.
Desde el primer día, los hebreos comprendieron que la vigilancia de Moisés no se debilitaría. Los que habían esperado concederse largas siestas bajo un árbol redujeron sus pretensiones y se rindieron a la evidencia: el ritmo sería sostenido hasta la inauguración oficial de la capital.
Como sus colegas, Abner se decidió a sudar para mezclar légamo del Nilo con paja picada y obtener, en un periquete, la mezcla. Varias áreas[11] habían sido puestas a disposición de los obreros, que mojaban el légamo con el agua sacada de una zanja unida a un canal. Luego, con gran entusiasmo acompañado por cánticos, trabajaban el material con la azada y el pico para hacer más resistentes los futuros ladrillos.
Abner era enérgico y hábil; en cuanto la arcilla le parecía de buena calidad, llenaba con ella un capazo, que un peón llevaba sobre la espalda hasta el taller en el que se vertía en un molde rectangular de madera. El desmoldado era una operación delicada a la que a veces asistía Moisés personalmente. Los ladrillos eran dispuestos en el suelo, donde se secaban durante cuatro días antes de ser apilados y transportados a las diversas obras, empezando por los más claros.
Modesto material, el ladrillo de légamo del Nilo bien fabricado se mostraba de una resistencia notable; cuando las hileras estaban correctamente colocadas, incluso podía desafiar siglos.
Entre los hebreos nació una verdadera emulación; existía el aumento de salario y las primas, cierto, pero también el orgullo de participar en una empresa colosal y de ganar la apuesta que se les había impuesto. En cuanto la exaltación disminuía, Moisés les daba nuevo impulso, y millares de ladrillos perfectos salían de los moldes.
Pi-Ramsés nacía, Pi-Ramsés surgía del sueño de Ramsés para convertirse en algo real. Maestros de obras y picapedreros, respetando el plano del rey, edificaban sólidos cimientos. Incansables, los trabajadores traían a destajo los ladrillos que fabricaban los hebreos.
Bajo el sol, una ciudad tomaba cuerpo.
Abner, al final de cada jornada, admiraba a Moisés. El jefe de los hebreos iba de un grupo a otro, verificaba la calidad de los alimentos, enviaba a descansar a los enfermos y a los obreros demasiado agotados. Al contrario de lo que había pensado, su popularidad no dejaba de crecer.
Gracias a las primas que ya había atesorado, Abner le regalaría una hermosa mansión a su familia, aquí mismo, en la nueva capital.
—¿Estás orgulloso de ti mismo, Abner?
El rostro delgado de Sary llevaba impreso una alegría malsana.
—¿Qué quieres de mí?
—Soy tu jefe de equipo. ¿Lo has olvidado?
—Hago mi trabajo.
—Mal.
—¿Explicate?
—Has estropeado varios ladrillos.
—¡Es falso!
—Dos contramaestres han comprobado tus errores y han redactado un informe. Si se lo entrego a Moisés, serás despedido y sin duda condenado.
—¿Por qué estas invenciones, por qué estas mentiras?
—Te queda una solución: comprar mi silencio con tus ganancias. Así pues, tu falta será borrada.
—¡Eres un chacal, Sary!
—No tienes elección, Abner.
—¿Por qué me detestas?
—Eres un hebreo, entre tantos otros; tú pagas por los demás, eso es todo.
—¡No tienes derecho!
—Respóndeme, en seguida.
Abner bajó los ojos. Sary era el más fuerte.