Abner, el ladrillero, ya no soportaba las injusticias con las que lo abrumaba Sary. El egipcio trataba a los obreros con desprecio y dureza porque era el esposo de la hermana de Ramsés. Pagaba de menos las horas extras, hacía trampa con las raciones de alimentos y negaba permisos con el pretexto de que el trabajo estaba mal hecho.
Cuando Moisés residía en Tebas, Sary había tenido que batirse en retirada. Desde su partida, redobló la agresividad. La víspera había golpeado a un muchacho de quince años con un bastón, acusándolo de no transportar los ladrillos lo bastante rápido de la fábrica al barco.
Esta vez había ido demasiado lejos.
Cuando Sary se presentó a la entrada de la fábrica, los hebreos estaban sentados en círculo. Sólo Abner permanecía de pie, delante de los capazos vacíos.
—¡De pie y al trabajo! —ordenó Sary, cuya delgadez se había acentuado.
—Deberías pedirnos excusas —declaró Abner con calma.
—¿Qué palabra has empleado?
—El muchacho que has golpeado injustamente está en cama. Deberías excusarte tanto con él como con nosotros.
—¿Has perdido la cabeza, Abner?
—No reanudaremos el trabajo hasta que nos pidas perdón.
La risa de Sary fue feroz.
—¡Eres ridículo, mi pobre Abner!
—Ya que te burlas de nosotros, te denunciaremos.
—Eres ridículo y estúpido. Siguiendo mis órdenes, la policía ha llevado a cabo una investigación y ha comprobado que el joven destajista fue víctima de un accidente, por culpa suya.
—Pero… ¡eso es mentira!
—Su declaración ha sido registrada por un escriba, en mi presencia. Si se echa atrás en lo dicho, lo acusarán de mentiroso.
—¿Cómo te atreves a desnaturalizar así la verdad?
—Si no reanudáis inmediatamente el trabajo, las sanciones serán grandes. Debéis entregar ladrillos para la nueva mansión del alcalde de Tebas, y no soporta los retrasos.
—Las leyes…
—No hables de las leyes, hebreo. Eres incapaz de comprenderlas. Si te atreves a denunciarme, tu familia y tus allegados lo pagarán.
Abner tuvo miedo del egipcio. Él y los demás obreros reanudaron el trabajo.
Dolente, la esposa de Sary, cada vez estaba más maravillada por la extraña personalidad de Ofir, el mago libio. A pesar de su rostro inquietante y su perfil de ave rapaz, pronunciaba palabras tranquilizadoras y hablaba del disco solar, Atón, con un calor comunicativo. Huésped discreto, había aceptado recibir a numerosos amigos de la hermana de Ramsés, recordar lo injusto de la persecución infligida a Akenatón y la necesidad de promover el culto a un dios único.
Ofir fascinaba a todo el mundo. Nadie salía indiferente de sus entrevistas; unos se transformaban, otros se convencían de que el mago era clarividente. Poco a poco tejía una tela en la que retenía las presas dignas de interés. A lo largo de varias semanas, la red de los partidarios de Atón y del reinado de Lita se había ampliado, incluso si parecía lejos de poder jugar un papel cualquiera en la conquista del trono. Un movimiento de ideas tomaba cuerpo.
Lita asistía a las conversaciones, pero permanecía muda. La dignidad de la joven, su actitud, su moderación consiguieron convencer a varios notables. Pertenecía sin duda a una estirpe real que merecía ser tomada en consideración. ¿No debía, tarde o temprano, encontrar un puesto en la corte?
Ofir no criticaba, no exigía nada. Con una voz grave y persuasiva, recordaba las profundas convicciones de Akenatón, la belleza de los poemas que él mismo había compuesto en honor a Atón, su amor por la verdad. El amor y la paz: ¿no era ése el mensaje del rey perseguido y de su descendiente, Lita? Y ese mensaje anunciaba un magnífico futuro, digno de Egipto y de su civilización.
Cuando Dolente presentó al mago al ex ministro de Asuntos Exteriores, Meba, se sintió orgullosa de sí misma. Orgullosa de salir de su apatía habitual, orgullosa de servir a una noble causa. Ramsés la había abandonado, el mago daba un sentido a su existencia.
Con el rostro largo y tranquilizador, el porte noble e imponente, el antiguo diplomático no ocultó su desconfianza.
—Cedo ante vuestra insistencia, querida mía, pero únicamente para agradaros.
—Os doy las gracias, Meba; no lo lamentaréis.
Dolente condujo a Meba hasta el mago, sentado bajo una persea. Anudaba dos hilos para confeccionar una cuerdecita que serviría como soporte de un amuleto.
Se levantó y se inclinó.
—Es un gran honor para mí recibir a un ministro.
—Ya no soy nada —declaró Meba, ácido.
—La injusticia puede golpear a cualquiera y en cualquier momento.
—No es un consuelo.
La hermana de Ramsés intervino.
—Le he explicado todo a mi amigo Meba; quizá acepte ayudamos.
—¡No nos hagamos ilusiones, querida! Ramsés me ha encerrado en una jubilación dorada.
—Deseáis vengaros de él —afirmó el mago con una voz reposada.
—No exageremos —protestó Meba—. Me quedan algunos amigos influyentes que…
—Se ocuparán de sus propias carreras, no de la vuestra. Yo tengo otra meta: probar la legitimidad de Lita.
—Es una utopía. Ramsés posee una personalidad de una fuerza excepcional, y no le entregará el poder a nadie. Además, los milagros que han marcado su primer año de reinado le han vuelto muy popular. Creedme, está fuera del alcance de cualquiera.
—Para vencer a un adversario de su talla no hay que combatir en su propio terreno.
—¿Cuál es vuestro plan?
—¿Os interesa?
Molesto, Meba palpó el amuleto que llevaba al cuello.
—Pues bien…
—Mediante ese gesto acabáis de dar una de las respuestas: la magia. Tengo la capacidad de romper las protecciones que rodean a Ramsés. Será largo y difícil, pero lo lograré.
Asustado, el diplomático retrocedió un paso.
—Soy incapaz de prestaros ayuda.
—Yo no os la pido, Meba. Pero hay otro terreno en el que se puede atacar a Ramsés: el de las ideas.
—No os sigo.
—Los partidarios de Atón necesitan un jefe respetado y respetable. Cuando Atón elimine a los demás dioses, ese hombre jugará un papel de primera fila y derrocará a un Ramsés debilitado e incapaz de actuar.
—¡Es… es muy arriesgado!
—Akenatón fue perseguido, Atón no. Ninguna ley prohíbe su culto, sus adoradores son numerosos y están decididos a imponerlo. Akenatón fracasó, nosotros triunfaremos.
Meba estaba turbado; sus manos temblaban.
—Me gustaría pensarlo.
—¿No es excitante? —preguntó la hermana del rey—. Es un mundo nuevo que se abre ante nosotros, ¡un mundo en el que tendremos nuestro verdadero puesto!
—Sí, sin duda… lo pensaré.
Ofir estaba muy satisfecho de la entrevista. Diplomático prudente y miedoso, Meba no tenía la envergadura de un jefe de clan. Pero detestaba a Ramsés y soñaba con reconquistar su rango. Incapaz de actuar, explotaba no obstante esta oportunidad consultando a su guía y amigo, Chenar, el hombre que Ofir quería manipular. Dolente le había hablado largamente del nuevo ministro de Asuntos Exteriores, antes celoso de su hermano. Si no había cambiado, Chenar avanzaba enmascarado, animado con el mismo deseo de destruir a Ramsés. A través de Meba, el mago terminaría por entrar en contacto con ese poderoso personaje y haría de él su principal aliado.
Después de una agotadora e interminable jornada de trabajo el dedo gordo del pie derecho de Sary estaba rojo e hinchado, deformado por la artritis. Conducía a duras penas su carro oficial: permanecer de pie le resultaba insoportable. Su única satisfacción había sido tomar medidas disciplinarias contra los hebreos, quienes por fin habían comprendido que era inútil sublevarse contra él. Gracias a sus relaciones en la política tebaica y al apoyo del alcalde de la ciudad, podía tratar a los ladrilleros a su antojo y dar libre curso a su odio contra esa chusma.
La presencia del mago y de su silenciosa musa empezaba a importunarle. Claro, los dos extraños personajes permanecían discretos, pero influenciaban demasiado a Dolente, cuya devoción hacia Atón se volvía exasperante. A fuerza de aferrarse a su misticismo y de beber de las palabras de Ofir como del agua de un manantial, ¿no abandonaba su deber conyugal?
La alta y lasciva morena lo esperaba en el umbral de la villa.
—Busca ungüento para masajearme —ordenó—; el dolor es intolerable.
—Eres demasiado delicado, querido.
—¿Yo, delicado? ¡Desconoces lo pesado de mis días! La compañía de esos hebreos me deprime.
Dolente lo tomó por el brazo y lo llevó a su habitación. Sary se tendió sobre unos cojines, su esposa le lavó los pies, se los perfumó y le untó con ungüento el dedo hinchado.
—¿Tu mago está aún ahí?
—Meba le ha hecho una visita.
—¿El ex ministro de Asuntos Exteriores?
—Se han entendido muy bien.
—¿Meba, partidario de Atón? ¡Es un cobarde!
—Aún posee muchas relaciones, muchos notables lo respetan. Si consiente en ayudar a Ofir y a Lita, progresaremos.
—¿Acaso no concedes demasiada importancia a esos dos iluminados?
—¡Sary! ¿Cómo te atreves a hablarme así?
—Está bien, está bien… No he dicho nada.
—Es nuestra única posibilidad de reconquistar nuestro rango. Y además la creencia en Atón es tan bella, tan pura… ¿No se enternece tu corazón cuando Ofir habla de su fe?
—¿No cuenta más tu marido que ese mago libio?
—Pero… ¡No hay ni punto de comparación!
—Él te observa durante todo el día; yo vigilo a los hebreos holgazanes. Una rubia y una morena bajo el mismo techo… ¡Tiene mucha suerte tu Ofir!
Dolente dejó de masajear el dedo enfermo.
—¡Deliras, Sary! Ofir es un sabio y un hombre de oraciones. Hace mucho tiempo que ya no piensa en…
—Y tú, ¿piensas aún en ello?
—¡Me repugnas!
—Quítate el vestido, querida, y vuelve a masajearme. A mí las plegarias me importan un pito.
—¡Ah, lo olvidaba!
—¿Qué, dime?
—Un mensajero real ha dejado una carta para ti.
—Tráemela.
Dolente desapareció. El dedo de Sary ya estaba menos dolorido. ¿Qué quería la administración? Sin duda nombrarle en otro puesto más honorífico en el que, esta vez, evitaría el contacto con los hebreos.
La alta mujer morena reapareció con la misiva. Sary rompió el sello del papiro, lo desenrolló y lo leyó.
Su rostro se crispó y sus labios quedaron privados de sangre.
—He sido convocado en Menfis con mi equipo de ladrilleros.
—¡Es… es maravilloso!
—La carta está firmada por Moisés, supervisor de las obras reales.