En cuanto las ventanas de la habitación de Ramsés se oscurecieron, Serramanna abandonó el palacio, no sin haber verificado que los guardias que él mismo había elegido estaban en sus puestos. Saltando sobre el lomo de un soberbio caballo negro, cruzó Menfis al galope y tomó la dirección del desierto.
A los egipcios no les gustaba mucho desplazarse de noche. En ausencia del sol, los demonios salían de sus madrigueras y agredían a los viajeros imprudentes. El coloso sardo no creía en esas supersticiones. Además, podía defenderse de una horda de bestias monstruosas. Cuando se le metía una idea en la cabeza, nadie lo detenía.
Serramanna había esperado que Setaú acudiera a la corte y participara en los festejos en honor de Ramsés. Pero el especialista de las serpientes, fiel a su reputación de excéntrico, no había abandonado su laboratorio. Siempre en busca de aquel que había introducido el escorpión en la cabina de Ramsés, el sardo hacía preguntas a unos y a otros, e intentaba obtener informaciones más o menos confidenciales.
A nadie le gustaba Setaú. Temían sus maleficios y las horribles criaturas que frecuentaba, pero había que reconocer que su negocio iba en aumento. Al vender veneno a los preparadores de medicamentos destinados a curar enfermedades graves, empezaba a hacer fortuna.
Aunque seguía desconfiando de Romé, Serramanna se veía obligado a admitir que Setaú resultaba un excelente sospechoso. Tras su fallida fechoría, ya no se atrevía a aparecer ante Ramsés y afrontar la mirada de su amigo. Escondido en su casa, ¿no estaba confesando?
Serramanna necesitaba verlo. El ex pirata se había acostumbrado a juzgar a sus adversarios por su aspecto y debía su supervivencia a su perspicacia. Cuando hubiera observado a Setaú, se formaría una opinión. Y ya que se ocultaba, el sardo lo sacaría a la luz.
En el límite de los cultivos, Serramanna echó pie a tierra y ató las riendas del caballo al tronco de una higuera. Murmuró unas palabras al oído del animal para tranquilizarlo y avanzó sin hacer ruido hacia la granja-laboratorio de Setaú. Aunque la luna apenas era creciente, la noche estaba clara. La risa de una hiena no turbó al sardo, que tenía la sensación de salir al abordaje de un navío tomándolo por sorpresa.
El laboratorio estaba iluminado. Tal vez un interrogatorio algo intenso permitiría obtener la verdad. Era cierto que Serramanna había prometido no atropellar a los sospechosos, ¿pero la necesidad no hacía la ley? Prudente, se curvó, rodeó un montículo y llego al edificio por detrás.
Con la espalda pegada a la pared, el sardo escuchó.
Del interior del laboratorio llegaban unos gemidos. ¿A qué desdichado torturaba el encantador de serpientes? Serramanna se desplazó como un cangrejo hasta una abertura y echó un vistazo. Potes, jarras, filtros, jaulas que contenían escorpiones y serpientes, cuchillos de diversos tamaños, cestos… Toda una serie de trastos colocados sobre tablas y bancos.
En el suelo vio a un hombre y una mujer, desnudos y enlazados. Una espléndida nubia, de cuerpo esbelto y febril, lanzaba gemidos de placer. Su pareja, de cabellos negros y cabeza cuadrada era viril y corpulenta.
El sardo se apartó. Pese a que le gustaban las mujeres sin moderación, no le interesaba ver cómo otros hacían el amor. No obstante, la belleza de aquella nubia lo había emocionado. Interrumpir sus apasionados embates habría sido criminal; así pues se resignó a esperar. Un Setaú agotado seria más fácil de interrogar.
Divertido, pensó en la hermosa menfita con la que cenaría al día siguiente por la noche; según su mejor amiga, apreciaba a los hombres fuertes y musculosos.
Oyó un ruido extraño a su izquierda.
El sardo volvió la cabeza y vio una enorme cobra erguida, dispuesta a atacar. Más valía evitar el combate. Retrocedió, chocó con el muro y se detuvo en seco. Una segunda serpiente, semejante a la primera, le cortaba el paso.
—¡Atrás, bestias asquerosas!
El puñal del coloso no asustó a las serpientes, que seguían amenazantes. Si lograba matar una, la otra le mordería.
—¿Qué sucede aquí?
Desnudo, con una antorcha en la mano, Setaú descubrió al sardo.
—Vienes a robar mis productos… Mis fieles perros guardianes me evitan este tipo de disgustos. Son vigilantes y afectuosos. Lo malo para ti es que su beso es mortal.
—¿No irás a cometer un asesinato, Setaú?
—Vaya, conoces mi nombre… De todos modos eres un ladrón atrapado en flagrante delito, con un puñal en la mano. Legítima defensa, resolverá el juez.
—Soy Serramanna, el jefe de la guardia personal de Ramsés.
—Tu cara no me es desconocida. ¿Por qué querías robarme?
—Sólo deseo verte.
—¿A estas horas? No sólo me impides hacer el amor con Loto, sino que además mientes de manera grosera.
—Te he dicho la verdad.
—¿Y por qué estas súbitas ganas de verme?
—Exigencias de seguridad.
—¿Qué significa eso?
—Mi deber es proteger al rey.
—¿Acaso amenazo a Ramsés?
—Yo no he dicho eso.
—Pero lo piensas, ya que has venido a espiarme.
—No tengo derecho a equivocarme.
Las dos cobras se habían acercado al sardo. Los ojos de Setaú estaban llenos de furor.
—No cometas una locura.
—¿Un antiguo pirata teme la muerte?
—Ésta, sí.
—Lárgate, Serramanna, y no me molestes nunca más. Si no, no retendré a mis guardianes.
A una señal de Setaú, las cobras se apartaron. El sardo, empapado en sudor, pasó entre ellas y caminó recto hasta los cultivos.
Su opinión era firme: Setaú tenía alma de criminal.
—¿Qué hacen? —preguntó el pequeño Kha mirando a los campesinos que obligaban a avanzar a un rebaño de corderos por un terreno rebosante de agua.
—Les hacen hundir los granos que han sembrado —respondió Nedjem, el ministro de Agricultura—. La crecida ha depositado una enorme cantidad de légamo en las orillas y los cultivos; gracias a él, el trigo será vigoroso y abundante.
—¿Son útiles estos corderos?
—Como las vacas y todos los animales de la creación.
El descenso de las aguas había empezado. Los campesinos se habían puesto manos a la obra, felices de pisar el barro fértil que el gran río había traído en abundancia. Trabajaban desde muy temprano y sólo tenían unos pocos días para aprovechar aquella tierra blanda y fácil de labrar. Tras el paso de la azada, rompiendo los terrones repletos de agua, el suelo que acababa de ser sembrado se cubría rápido, y los animales ayudaban a los hombres a enterar los granos.
—Es bonito el campo —dijo Kha—, pero prefiero los papiros y los jeroglíficos.
—¿Deseas ver una granja?
—Si quieres.
El ministro tomó al pequeño de la mano. Caminaba de la misma manera que leía y escribía: con una inmensa seriedad, totalmente inhabitual para su edad. A Nedjem, el bueno, le había conmovido el aislamiento del niño, que no reclamaba ni juguete ni compañero, y había rogado a su madre, Iset la Bella, que le dejara actuar como preceptor. Le parecía indispensable sacar al hijo de Ramsés de su prisión dorada y hacerle descubrir la naturaleza y sus maravillas.
Kha no observaba como un niño sorprendido por un espectáculo insólito y nuevo, sino como un escriba experimentado y dispuesto a tomar notas para hacer un informe a la administración.
La granja estaba formada por silos de grano, establos, un corral una panadería y un huerto. En el umbral de la propiedad, Nedjem y Kha fueron invitados a lavarse las manos y los pies. Luego el propietario los recibió, encantado con la visita de tan altas personalidades, y les enseñó sus más hermosas vacas lecheras, alimentadas y mantenidas con sumo cuidado.
—Mi secreto consiste en llevarlas a pacer a buenos lugares —confesó—. No tienen demasiado calor, comen hasta la saciedad y mejoran de semana en semana.
—La vaca es el animal de la diosa Hator —declaró el pequeño Kha—; por ello es hermosa y dulce.
El granjero se sorprendió.
—¿Quién os ha enseñado eso, príncipe?
—Lo leí en un cuento.
—¿Ya sabéis leer?
—¿Quieres complacerme?
—¡Por supuesto!
—Dame un pedazo de caliza y un extremo de caña.
—Sí, sí… en seguida…
El granjero consultó con la mirada a Nedjem, que aprobó con un guiño. Provisto de los útiles, el muchachito se aventuró por el patio de la granja y luego por los establos, bajo la vigilancia de campesinos estupefactos.
Una hora después presentó a su anfitrión el pedazo de caliza cubierto de cifras.
—He contado bien —afirmó Kha—; posees ciento doce vacas.
El niño se frotó los ojos y se refugió en la pierna de Nedjem.
—Ahora tengo sueño —confesó.
El ministro de Agricultura lo tomó en sus brazos. Kha ya dormía.
«Un nuevo milagro de Ramsés», pensó Nedjem.