Cuando Seti llevó a Ramsés a Heliópolis, decidió hacerle pasar una prueba de la que dependería su futuro. Hoy franqueaba como faraón la puerta del recinto del gran templo de Ra, tan amplio como el de Amón de Karnak.
En aquel espacio sagrado, atravesado por un canal, se habían construido varios edificios: el templo de la piedra primordial, la capilla del sauce en cuyo tronco estaban inscritas las dinastías, el memorial de Zoser, creador de la pirámide escalonada de Saqqara.
Heliópolis era una maravilla. Avenidas bordeadas de altares de piedra para las estatuas divinas cruzaban bosques de acacias, sauces y tamarindos. Los vergeles y olivares prosperaban. Los apicultores preparaban abundantes cosechas de miel, los establos albergaban vacas con ubres generosas, los talleres formaban artesanos de élite, y un centenar de aldeas trabajaban para la ciudad santa que, a cambio, garantizaba su bienestar.
Aquí había tomado forma la sabiduría egipcia, traducida en rituales y narraciones mitológicas que pasaban de la boca de los maestros a los oídos de los discípulos; colegios de sabios, de ritualistas y de magos aprendían allí su arte en silencio y en secreto.
El superior de la Casa de Vida de Heliópolis, la más antigua del país y modelo de sus émulas presentes en cada gran templo, no tenía costumbre de aparecer en el mundo profano. Dedicado a la meditación y al estudio, rara vez abandonaba su ámbito.
—Vuestro padre venía a menudo a estar con nosotros —reveló a Ramsés—. Lo que más deseaba era retirarse del mundo, pero sabía que ese sueño no se realizaría jamás. Vos, majestad, sois joven e innumerables proyectos se agitan en vuestra cabeza y en vuestro corazón. ¿Pero seréis digno del nombre que lleváis?
Ramsés contuvo a duras penas su cólera.
—¿Lo dudáis?
—El cielo responderá por mí. Seguidme.
—¿Es una orden?
—Vos sois el amo del país y yo soy vuestro servidor.
El superior de la Casa de Vida no había bajado los ojos. Este adversario era más temible que aquellos a los que ya se había enfrentado.
—¿Me seguís?
—Mostradme el camino.
El superior avanzó con paso uniforme y se dirigió al santuario de la piedra primordial de donde surgía un obelisco cubierto de textos jeroglíficos.
En el extremo estaba el fénix, inmóvil.
—Majestad, ¿aceptáis levantar la cabeza y mirar fijamente ese pájaro?
El sol del mediodía era tan deslumbrador que el fénix estaba sumido en la luz.
—¿Queréis que me quede ciego?
—Vos debéis juzgar, majestad.
—El rey no tiene por qué aceptar vuestro desafío.
—¿Quién le obliga a ello, sino él mismo?
—Explicadme la razón de vuestra actitud.
—Tenéis un nombre, majestad, y ese nombre es el soporte de vuestro reinado. Hasta ahora, él sólo fue un ideal; pero ¿lo seguirá siendo u os atreveréis a realizarlo, sea cual sea el riesgo que haya que correr?
Ramsés miró el sol de frente.
El disco de oro no le quemó los ojos, vio al fénix crecer, batir las alas y ascender hacia los confines del cielo. Durante largo rato, la mirada del monarca no se separó del resplandor que iluminaba el azul y creaba el día.
—En verdad sois Ramsés, el hijo de la luz e hijo del sol. Que vuestro reinado proclame su triunfo sobre las tinieblas.
Ramsés comprendió que jamás tendría nada que temer de ese sol del que era la encarnación terrestre. Comulgando con él, se alimentaría de su energía.
Sin decir palabra, el superior se dirigió hacia un edificio oblongo, con muros altos y gruesos. Ramsés lo siguió y entró en la Casa de Vida de Heliópolis. En su centro, un montículo albergaba la piedra divina, cubierta con una piel de carnero; los alquimistas la usaban para realizar las transmutaciones; y algunos trocitos se colocaban en los sarcófagos de los iniciados para hacer posible el tránsito de la muerte a la resurrección.
El superior introdujo al rey en una amplia biblioteca donde se conservaban las obras de astronomía y astrología, las profecías y los anales reales.
—Según nuestros anales —declaró el superior—, el fénix no había aparecido en Heliópolis desde hacia mil cuatrocientos sesenta y un años. Su llegada, en el año uno de vuestro reinado, marca el momento notable del encuentro de dos calendarios establecidos por nuestros astrónomos: el del año fijo, que pierde un día cada cuatro años, y el del año real, que pierde un cuarto de día por año. En el mismo momento en que vos subisteis al trono, los dos ciclos cósmicos coincidieron. Será grabada una estela para anunciar el acontecimiento, si vos lo decidís.
—¿Qué enseñanza debo sacar de vuestras revelaciones?
—Que el azar no existe, majestad, y que vuestro destino pertenece a los dioses.
Una inundación milagrosa, el regreso del fénix, una nueva era… esto era demasiado para Chenar. Deprimido, con la cabeza vacía, consiguió sin embargo poner buena cara durante las ceremonias organizadas en honor de Ramsés, cuyo reinado, colocado bajo tales auspicios, se anunciaba notable. Nadie dudaba de que los dioses hubieran elegido a ese hombre joven para gobernar las Dos Tierras, mantener su unión y aumentar su prestigio.
Sólo Serramanna mostraba mal humor. Garantizar la seguridad del rey requería permanentes proezas; verdaderos tumultos de dignatarios querían saludar al faraón, quien, además, había circulado en carro por las principales calles de Menfis, bajo las ovaciones de su pueblo. Indiferente a los consejos de prudencia del sardo, se embriagaba con su popularidad.
No contento con exponerse así por la capital, el rey se aventuró por el campo, cuya mayor parte estaba cubierta por las aguas de la inundación. Los campesinos reparaban herramientas y arados, consolidaban los graneros, mientras los niños aprendían a nadar utilizando flotadores. Grullas de pico rojo y negro los sobrevolaban, manadas de hipopótamos irascibles holgazaneaban en el río. No concediéndose más de dos o tres horas de sueño por noche, Ramsés logró visitar numerosas aldeas. Recibió las promesas de fidelidad de los jefes de provincia y de los alcaldes, y ganó la confianza de los humildes.
Cuando regresó a Menfis, empezaba el descenso de las aguas y los labradores preparaban la siembra.
—Ni siquiera pareces agotado —observó Nefertari.
—¿Cómo experimentar fatiga cuando uno comulga con su pueblo? Tú pareces abatida.
—Un malestar…
—¿Qué han dicho los médicos?
—Que debía guardar cama para esperar un parto normal.
—¿Por qué estás en pie?
—En tu ausencia, debía…
—Hasta el parto no volveré a abandonar Menfis.
—¿Y tu gran proyecto?
Ramsés pareció contrariado.
—¿Me concederás… un breve viaje?
La reina sonrió.
—¿Qué le puedo negar al faraón?
—¡Qué bella es esta tierra, Nefertari! Recorriéndola me he dado cuenta de que era un milagro del cielo, la hija del agua y del sol. En ella se concilian la fuerza de Horus y la belleza de Hator. Debemos ofrecerle cada segundo de nuestra vida; tú y yo no hemos nacido para gobernarla, sino para servirla.
—Yo también lo creo.
—¿Qué quieres decir?
—Servir es el acto más noble que un ser humano puede realizar. Es por él, y sólo por él, como se llega a alcanzar la plenitud. Hem, «el servidor»… Esta sublime palabra ¿no designa a la vez al hombre más modesto, al destajista de una cantera o al obrero agrícola, y al hombre más poderoso, al faraón, servidor de los dioses y de su pueblo? Desde la coronación he vislumbrado otra realidad. Ni tú ni yo podemos contentarnos con servir. También tenemos que dirigir, orientar, manejar el timón que permitirá a la nave del Estado ir en la buena dirección. Nadie puede hacerlo en nuestro lugar.
El rey se entristeció.
—Cuando mi padre murió, tuve la misma sensación. ¡Qué bueno era sentir la presencia de un ser superior, capaz de guiar, aconsejar y ordenar! Gracias a él, ninguna dificultad era insuperable, ninguna desdicha irremediable.
—Es lo que tu pueblo espera de ti.
—He contemplado el sol de frente y no me ha quemado los ojos.
—El sol está en ti, Ramsés; da la vida, hace crecer las plantas, los animales y a los humanos, pero también puede desecar y matar si se vuelve demasiado violento.
—El desierto está quemado por el sol, ¡pero no carece de vida!
—El desierto es el más allá en la tierra, los humanos no edifican sus casas en él. Allí sólo se construyen las moradas eternas que atravesarán las generaciones y agotarán el tiempo. ¿Acaso el faraón no se siente tentado de sumergir su pensamiento en el desierto olvidando a los hombres?
—Mi padre era un hombre del desierto.
—Todo faraón debe serlo, pero su mirada también debe hacer florecer el Valle.
Ramsés y Nefertari disfrutaron juntos de la paz de la tarde, mientras los rayos del ocaso doraban el obelisco único de Heliópolis.