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En esos primeros días de septiembre, la crecida se había estabilizado. Egipto semejaba un inmenso lago de donde emergían, aquí y allá, colinas coronadas de aldeas. Para los que no se habían alistado en las obras del faraón, llegaba el tiempo de las vacaciones y de los paseos en barca. Bien al abrigo sobre montículos de tierra, el ganado se hartaba de forraje que le llevaban los campesinos; en los terrenos donde se labraba antes de la crecida, ¡se pescaba!

En la punta sur del Delta, un poco por encima de Menfis, el Nilo se extendía con una anchura de veinte kilómetros; en la franja norte, donde el río se unía al mar empuñándolo hacia el horizonte, la inundación se desplegaba sobre más de doscientos kilómetros.

Papiros y lotos proliferaban, como si el país volviera a los tiempos primordiales, antes de la presencia del hombre. Las alegres aguas purificaban la tierra, ahogaban la miseria y depositaban el fértil légamo que aportaba fecundidad y prosperidad.

Como cada mañana desde mediados de mayo, un especialista bajó las gradas de la escalera del nilómetro de Menfis, cuyas paredes llevaban graduaciones en codos[8] que permitían verificar la altura de la crecida y calcular el ritmo del ascenso de las aguas. En esa época del año, su nivel comenzaba a bajar de manera casi imperceptible antes de que el descenso de las aguas se iniciara de manera clara, hacia finales del mes de septiembre.

El nilómetro era una especie de pozo cuadrado construido en piedra de sillería. El especialista, temiendo resbalar, bajaba con prudencia. Con la mano izquierda sujetaba una tableta de madera y una espina de pescado que le serviría para escribir; con la derecha se apoyaba en el muro.

Su pie tocó el agua.

Sorprendido, se inmovilizó y escrutó las marcas en la pared. Sus ojos debían equivocarse. Comprobó, comprobó de nuevo y subió la escalera corriendo.

El supervisor de los canales de la región de Menfis miró con sorpresa al técnico destinado al nilómetro.

—Tu informe es aberrante.

—Ayer, yo también lo creí. Hoy lo he comprobado de nuevo, ¡no hay ninguna duda!

—¿Conoces la fecha?

—Estamos a principios de septiembre, ¡lo sé!

—Eres un funcionario sensato, bien considerado y propuesto en una lista de ascensos. Quiero olvidar este incidente, pero no insistas y rectifica tu error.

—No es un error.

—Me obligarás a tomar una medida disciplinaria.

—Verificadlo vos también, os lo ruego.

La seguridad del encargado del nilómetro turbó al supervisor de los canales.

—¡Sabes muy bien que es imposible!

—No lo comprendo, pero es la verdad… La verdad que he anotado en mi tableta, ¡dos días seguidos!

Los dos hombres se dirigieron al nilómetro.

El supervisor comprobó por sí mismo el extraordinario fenómeno: en vez de iniciarse el descenso, ¡las aguas subían!

Dieciséis codos, la altura ideal de la crecida. Dieciséis codos o «la alegría perfecta».

La noticia se extendió por el país inmediatamente y se elevó un clamor: Ramsés, en el primer año de reinado, había realizado un milagro. Los estanques de reserva se llenarían al máximo, el riego de los cultivos estaría asegurado hasta el final del período seco, las Dos Tierras conocerían una época de fasto gracias a la magia real.

En los corazones, Ramsés sucedió a Seti. Egipto estaba gobernado por un faraón benéfico, dotado de poderes sobrenaturales, capaz de controlar la crecida, de rechazar el espectro de la hambruna y de alimentar los vientres.

Chenar se enfureció. ¿Cómo atajar la estupidez de un populacho que transformaba un fenómeno natural en una manifestación de brujería? Aquel malhadado regreso de la crecida, que ningún controlador del nilómetro había observado jamás, era, en verdad, insólita, e incluso podía calificarse de alucinante, ¡pero no le debía nada a Ramsés! No obstante, en las ciudades y las aldeas se organizaron fiestas en honor del faraón, cuyo nombre fue celebrado con fervor. ¿Acaso no seria algún día igual que los dioses?

El hermano mayor del rey anuló sus citas y concedió un día de permiso al personal de su ministerio, a instancias de sus colegas del gobierno. Singularizarse habría sido una falta grave. ¿Por qué Ramsés era favorecido con tanta suerte? En pocas horas su popularidad había superado la de Seti. Muchos de sus adversarios estaban alterados, preguntándose si era posible combatirlo. En vez de seguir adelante, Chenar debía redoblar la prudencia y tejer su tela con lentitud.

Su obstinación vencería la suerte de su hermano. Infiel por naturaleza, la fortuna terminaba siempre por abandonar a sus protegidos. En el momento en que dejara de lado a Ramsés, Chenar actuaría. Todavía era necesario preparar armas eficaces, a fin de golpear fuerte y con precisión.

Unos gritos subieron de la calle. Chenar creyó que se trataba de un altercado, pero el fenómeno se amplió hasta formar un verdadero alboroto: ¡era todo Menfis quien lanzaba exclamaciones! El ministro de Asuntos Exteriores sólo tuvo que subir unos escalones para llegar a la terraza del edificio.

El espectáculo al que asistió, como miles de egipcios, lo dejó petrificado.

Un inmenso pájaro azul, parecido a una garza, daba vueltas por encima de la ciudad.

«El fénix —pensó Chenar—. Es imposible, el fénix ha vuelto…». El hermano mayor de Ramsés no podía apartar esta estúpida idea y mantenía la mirada fija en el pájaro azul. La leyenda decía que regresaba del más allá para anunciar un reinado radiante e iniciar una nueva era.

¡Un cuento para niños, tonterías inventadas por los sacerdotes, pamplinas para divertir al pueblo! Pero el fénix daba vueltas, con un vuelo de una amplitud magnífica, como si descubriera Menfis antes de elegir su dirección.

Si hubiera sido arquero, Chenar habría abatido el ave para probar que sólo era un pájaro migrador asustado y desorientado. ¿Debería dar la orden a un soldado? ¡Ninguno habría obedecido y habrían acusado al ministro de locura! Todo un pueblo comulgaba en la visión del fénix. De pronto, el clamor se atenuó.

Chenar recuperó la esperanza. Por supuesto, todos sabían que si aquel pájaro azul era el fénix, no se contentarla con sobrevolar Menfis pues, según la leyenda, tenía un destino preciso. Dados los titubeos de la garza, pronto se disiparían las ilusiones de la muchedumbre, que ya no creería en un segundo milagro de Ramsés y tal vez pondría en duda el primero.

La suerte, la maldita suerte, estaba a punto de volver.

Todavía se oyeron unos gritos de niños y se hizo el silencio. El inmenso pájaro azul seguía trazando grandes círculos.

Gracias a la pureza del aire, se oía el canto gracioso de su vuelo; su batir de alas semejaba el roce de una tela. A la alegría se sumaron la amargura y los llantos. No habían tenido la dicha de ver el fénix, que sólo aparecía una vez cada quince siglos, sino una desdichada garza que había perdido a su grupo y ya no sabía a donde ir.

Chenar regresó a su despacho. ¡Cuánta razón tenía de no dar crédito a esas viejas leyendas destinadas a embrutecer las mentes débiles! Ni un pájaro ni un hombre vivían durante milenios, ningún fénix daba ritmo al tiempo y consagraba la predestinación de un faraón. No obstante, de aquel acontecimiento debía sacarse una lección: manipular al pueblo era una necesidad para quien quería gobernar. Darle sueños e ilusiones era tan importante como alimentarlo. Si la popularidad de un jefe de Estado no procedía de sí mismo, convenía pues fabricarla utilizando los rumores y las habladurías.

Los clamores se reanudaron.

Sin duda era el despecho de una multitud de personas encolerizadas, frustradas por el prodigio que esperaban. Chenar oyó el nombre de Ramsés, cuya derrota parecía ser cada vez mayor.

Regresó a la terraza y, estupefacto, vio a un montón de gente alborozada que saludaba el vuelo del fénix en dirección a la piedra primordial, el obelisco único.

Loco de rabia, Chenar comprendió que los dioses proclamaban así una nueva era. La era de Ramsés.

—Dos señales —concluyó Nefertari—. ¡Una crecida inesperada y el regreso del fénix! ¿Qué reinado ha empezado de manera más deslumbradora?

Ramsés leía los informes que acababan de llegarle. Ese increíble ascenso de las aguas, hasta el nivel ideal, era una bendición para Egipto. En cuanto al inmenso pájaro azul que toda la población de Menfis había admirado, se había posado en la punta del obelisco del gran templo de Heliópolis, rayo de luz petrificado.

De vuelta del más allá, el fénix ya no se movía y contemplaba el país amado por los dioses.

—Pareces perplejo —observó la reina.

—¿Quién no estaría sorprendido por el poder de estos signos?

—¿Te harán retroceder?

—Al contrario, Nefertari. Confirman que debo avanzar sin preocuparme de las críticas, de las trabas y de las dificultades.

—Así pues, ha llegado la hora de realizar tu gran proyecto.

Él la tomó en sus brazos.

—La crecida y el fénix han dado la respuesta.

Un Ameni sin aliento irrumpió en la sala de audiencias de la pareja real.

—El superior… de la Casa de Vida… Desea hablarte.

—Que pase.

—Serramanna quiere registrarlo… ¡Va a provocar un escándalo!

Ramsés se dirigió a paso ligero a la antecámara en la que se enfrentaban el superior, un robusto sexagenario con el cráneo rasurado, vestido con una túnica blanca, y el colosal sardo, con casco, coraza y armado.

El superior se inclinó ante el faraón, cuyo descontento percibió Serramanna.

—No puedo hacer excepciones —murmuró el sardo—. De lo contrario, vuestra seguridad no estaría garantizada.

—¿Qué deseáis? —preguntó Ramsés al superior.

—La Casa de Vida espera veros lo antes posible, majestad.