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Por primera vez desde su coronación, Ramsés entró en el despacho su padre, en Menfis. Ningún decorado, paredes blancas, ventanas a claustra, una gran mesa, un sillón de respaldo recto para el rey y sillas de paja para los visitantes, y un armario para papiros.

Una intensa emoción le oprimió la garganta.

El espíritu de Seti aún animaba ese lugar austero en el que había trabajado tantos días y tantas noches para gobernar Egipto y hacerlo feliz. Allí no había ninguna huella de muerte, sino la permanencia de una voluntad implacable.

La tradición prescribía que un hijo construyera su casa y su propio marco de vida. Ramsés debería haber dado la orden de destruir aquel despacho y hacer que edificaran el suyo a su imagen. Tal era la intención del joven faraón antes de volver a descubrir la amplia habitación.

Desde una de las ventanas, Ramsés contempló el patio interior que albergaba el carro real; luego tocó el escritorio, abrió el armario que contenía papiros en blanco y se sentó en el sillón de respaldo recto.

El alma de Seti no lo rechazó.

El hijo había sucedido al padre, el padre aceptaba a su hijo como amo de las Dos Tierras. Ramsés conservaría su despacho intacto, trabajaría en él cuando residiera en Menfis y conservaría su austeridad, preciosa ayuda para formar su juicio.

Sobre la gran mesa había dos ramas de acacia muy flexibles, unidas en un extremo por un hilo de lino. La varita de brujo que Seti había utilizado para encontrar agua en el desierto. ¡Cuán importante había sido aquel instante en la educación del príncipe Ramsés, aún inconsciente de su destino! Comprendió que el faraón luchaba con los elementos, con el misterio de la creación, iba al corazón de la materia y hacía brillar su vida secreta. Gobernar Egipto no era solamente dirigir un Estado sino dialogar con lo invisible.

Con los dedos a veces entumecidos por la edad, Homero mezcló hojas de salvia y las introdujo en la cazoleta de su pipa, un gran caparazón de caracol que empezaba a ennegrecerse satisfactoriamente. Entre dos bocanadas, se concedía un trago de un vino fuerte, perfumado al anís y al coriandro. El poeta griego estaba sentado en un sillón provisto de un cojín blando, disfrutando de la dulzura de la tarde al pie de su limonero, cuando su doncella le anunció la visita del rey.

Al ver a Ramsés de cerca, Homero se sorprendió de su prestancia.

El poeta se levantó con dificultades.

—Permaneced sentado, os lo ruego.

—Majestad, ¡cuánto habéis cambiado!

—Majestad… ¿Os volvéis reverencioso, querido Homero?

—Habéis sido coronado. Y cuando un monarca posee vuestro porte, se le debe respeto. Es evidente que ya no sois el adolescente exaltado al que yo sermoneaba… ¿Mis palabras pueden llegar a los oídos del faraón?

—Me alegro de veros con buena salud. ¿Estáis satisfecho con vuestras condiciones de vida?

—He domado a la doncella, el jardinero es silencioso, el cocinero tiene talento y el escriba al que dicto mis poemas parece apreciarlos. ¿Qué más se puede pedir?

Héctor, el gato blanco y negro, saltó a las rodillas del poeta y ronroneó.

Como de costumbre, Homero se había embadurnado el cuerpo con aceite de oliva. No existía, según él, producto más higiénico y que desprendiera un perfume mejor.

—¿Habéis avanzado?

—No estoy descontento de las palabras que Zeus dirige a los dioses: «Enganchad al cielo un cable de oro. Si tiro de él con fuerza, arrastraré la tierra y el mar; lo ataré al Olimpo, y ese mundo permanecerá suspendido en los aires.»

—Dicho de otra manera, mi reinado aún no está afianzado y mi reino zozobra bajo el efecto de los vientos.

—¿Cómo podría estar informado en este retiro?

—¿La inspiración del poeta y la charlatanería de los criados no os proporcionan lo esencial de los acontecimientos?

Homero se rascó la barba blanca.

—Es muy posible… Estar inmóvil sólo presenta inconvenientes. Vuestro regreso a Menfis era deseado.

—Tenía que resolver un problema delicado.

—El nombramiento de un nuevo gran sacerdote de Amón que no os traicionará en cuanto entrarais en funciones, lo sé… Operación prontamente zanjada y de forma más bien juiciosa. La elección de un viejo sin ambición atestigua una extraña habilidad política por parte de un joven soberano.

—Aprecio a ese hombre.

—¿Por qué no? Lo esencial es que os obedezca.

—Si el norte y el sur se desgarran entre sí, Egipto se arruinaría.

—Curioso país, pero tan atractivo. Poco a poco voy habituándome a vuestras costumbres, hasta el punto de cometer infidelidades a mi vino preferido.

—¿Cuidáis de vuestra salud?

—¡Este Egipto está poblado de médicos! ¡A mi cabecera se han sucedido un dentista, un oftalmólogo y un internista! Me han prescrito tantas pociones que he renunciado a tomarlas. Todavía puedo aceptar los colirios que mejoran un poco mi vista… Si los hubiera tenido en Grecia, mis ojos quizá habrían permanecido sanos. No regresaré allá… Demasiadas facciones, demasiados conflictos, demasiados jefes de clan y reyezuelos sumidos en sus rivalidades. Para escribir necesito calma y comodidad. Esforzaos por construir una gran nación, majestad.

—Mi padre había empezado esta obra.

—He escrito estas frases: «¿Para qué los llantos, que hacen estremecer el alma, ya que tal es la suerte que los dioses han impuesto a los mortales, condenados a vivir en el dolor?» Vos no escaparéis al sino común y, no obstante, vuestra función os sitúa más allá de esa humanidad sometida al sufrimiento. ¿No es a causa del faraón, y de la perennidad de la institución desde hace tantos siglos, que vuestro pueblo cree en la felicidad, la disfruta con glotonería e incluso consigue construirla?

Ramsés sonrió.

—Empezáis a percibir los misterios de Egipto.

—No os lamentéis por vuestro padre y no intentéis imitarlo; convertíos, como él, en un rey irreemplazable.

Ramsés y Nefertari habían celebrado los ritos en todos los templos de Menfis y rendido homenaje a la acción del gran sacerdote de la ciudad, encargado de coordinar los trabajos de los colegios de artesanos, entre los cuales figuraban escultores de genio.

Llegó el momento tan temido: el de posar. El rey y la reina, sentados en un trono, coronados, con los cetros en la mano, tuvieron que permanecer inmóviles durante interminables horas para permitir a los escultores, «aquellos que dan la vida», grabar en piedra la imagen eternamente joven de la pareja real. Nefertari soportó la prueba con dignidad, mientras Ramsés manifestaba numerosas señales de impaciencia. A partir del segundo día, hizo venir a Ameni, incapaz de permanecer inactivo más tiempo.

—¿La crecida?

—Conveniente —respondió el secretario particular del rey—. Los agricultores esperaban más, pero el servicio de pantanos es optimista. No careceremos de agua.

—¿Cómo se comporta mi ministro de Agricultura?

—Me confía el trabajo administrativo y no pone los pies en despacho. Va de campo en campo, de explotación en explotación, y resuelve mil y una dificultades día tras día. No es un comportamiento ministerial ordinario, pero…

—¡Qué continúe así! ¿Hay protestas entre los campesinos?

—Las cosechas han sido buenas, los graneros están llenos.

—¿Los rebaños?

—Natalidad en aumento, mortalidad en regresión, después del último censo. Los servicios veterinarios no han comunicado ningún informe alarmante.

—¿Y mi querido hermano?

—Chenar se ha convertido en un modelo de responsabilidad. Ha reunido a sus colaboradores del Ministerio de Asuntos Exteriores, te ha dirigido alabanzas y le ha pedido a cada funcionario que sirva a Egipto a conciencia y eficazmente. Se ha tomado su puesto muy en serio, empieza a trabajar temprano por la mañana, consulta a sus consejeros y trata con deferencia a nuestro amigo Acha. Chenar se ha vuelto un hombre de informes y un ministro responsable.

—¿Hablas en serio, Ameni?

—No se bromea con la administración.

—¿Has conversado con él?

—Por supuesto.

—¿Cómo te ha recibido?

—Con cortesía. No ha puesto ninguna objeción cuando le he pedido que me proporcione un informe semanal de sus actividades.

—Sorprendente… Debería haberte despedido.

—En mi opinión, se presta al juego. En la medida en que lo controlas, ¿qué temes?

—No toleres ninguna irregularidad de su parte.

—Es una recomendación inútil, majestad.

Ramsés se levantó, colocó los cetros y la corona en su trono y despidió al escultor. Aliviada, Nefertari imitó al rey.

—Posar es un suplicio —confesó el monarca—. Si me hubieran descrito esta trampa, ¡la habría evitado! Por suerte, el boceto ya va tomando forma y nuestro retrato quedará fijado de una vez por todas.

—Cada función tiene sus exigencias: tu majestad no puede sustraerse a ellas.

—Desconfía Ameni, quizá te levanten una estatua si te conviertes en sabio.

—Con la existencia que tu majestad me hace llevar, ¡no hay posibilidad!

Ramsés se acercó a su amigo.

—¿Qué piensas de mi intendente, Romé?

—Un hombre eficaz y atormentado.

—¿Atormentado?

—El menor detalle lo obsesiona y busca sin cesar la perfección.

—Así pues, se parece a ti.

Molesto, Ameni cruzó los brazos.

—¿Es un reproche?

—Deseo saber si el comportamiento de Romé te intriga.

—¡Al contrario, me tranquiliza! Si toda la jerarquía actuara como él, ya no tendría ninguna preocupación. ¿Qué le reprochas?

—Nada, por el momento.

—No tienes nada que temer de Romé. Si tu majestad no me retiene más, corro al despacho.

Nefertari tomó tiernamente el brazo de Ramsés.

—Ameni es inmutable.

—Es un gobierno en sí mismo.

—Esa señal, ¿la has advertido?

—No, Nefertari.

—La presiento.

—¿Qué forma adoptará?

—Lo ignoro, pero viene hacia nosotros como un caballo desbocado.