La cólera de Sary, el ex ayo de Ramsés, no disminuía. Haber sido reducido a dirigir un miserable equipo de ladrilleros, él, que había educado a las personalidades más importantes del reino. Y ese Moisés que lo amenazaba sin cesar, aprovechándose de su fuerza física. Cada día soportaba menos las humillaciones y las burlas. Había intentado sublevar a los obreros contra el hebreo, pero su popularidad era tal que sus críticas no tuvieron ningún eco.
Moisés sólo era un mandado. Había que golpear la cabeza, vengarse del que lo sumía en la desdicha y la bajeza.
—Comparto tu odio —admitió su esposa, Dolente, la hermana de Ramsés, tendida sobre unos cojines—. Pero la solución que propones parece tan espantosa…
—¿Qué arriesgamos?
—Tengo miedo, querido. Este tipo de prácticas puede recaer sobre sus autores.
—¡Y qué más da! ¡Tú has sido olvidada, despreciada, y yo soy objeto de abominables humillaciones! ¡No podemos seguir así!
—Lo comprendo, Sary, lo comprendo… Pero llegar a eso…
—¿Me acompañarás o iré solo?
—Soy tu mujer.
La ayudó a levantarse.
—¿Lo has pensado bien?
—Pienso en ello a cada momento desde hace más de un mes.
—¿Y si… nos denuncian?
—No hay ningún peligro.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—He tomado precauciones.
—¿Serán suficientes?
—Tienes mi palabra.
—¿No es posible evitar…?
—No, Dolente. Decídete.
—Vamos.
La pareja, vestida de manera modesta, se desplazó a pie y tomó una callejuela que llevaba a un barrio popular de Tebas en el que vivían numerosos extranjeros. Muy a disgusto, la hermana de Ramsés caminaba apretada a su marido, dudando sobre el camino que debían seguir.
—¿Estamos perdidos, Sary?
—Por supuesto que no.
—¿Aún está lejos?
—Dos manzanas de casas más.
Los miraban de arriba abajo, se les consideraba intrusos. Pero Sary avanzaba, obstinado, aunque su esposa temblaba cada vez más.
—Mira, aquí es.
Sary golpeó una puerta baja pintada de rojo, en la cual estaba clavado el cadáver de un escorpión. Una vieja abrió, la pareja bajó una escalera de madera que llevaba a una especie de gruta húmeda en la que ardían unas diez lámparas de aceite.
—Ahora viene —anunció la vieja—. Sentaos en los taburetes.
A Dolente le espantaba tanto aquel lugar que prefirió permanecer de pie. La magia negra estaba prohibida en Egipto, pero algunos practicantes no dudaban en ofrecer sus servicios a precios exorbitantes.
El libanés, gordo y obsequioso, se dirigió hacia sus clientes a pasos cortos.
—Todo está a punto —anunció él—, ¿tenéis lo necesario?
Sary puso en la mano derecha del mago el contenido de un saquito de cuero: una decena de turquesas de perfecta pureza.
—El objeto que habéis comprado se halla en el fondo de la gruta; al lado encontraréis una espina de pescado con la que escribiréis el nombre de la persona que queréis hechizar. Luego romperéis el objeto y esa persona caerá enferma.
Durante el discurso del mago, Dolente se veló el rostro con un chal. En cuanto estuvo sola con su marido, le agarró las muñecas.
—¡Vámonos, es demasiado horrible!
—¡Valor!, casi ha terminado.
—¡Ramsés es mi hermano!
—Te equivocas, se ha convertido en nuestro peor enemigo. A nosotros nos toca actuar, sin temor y sin remordimientos. No arriesgamos nada, además no sabrá de dónde viene el ataque.
—Quizá podríamos…
—Ya no es tiempo de retroceder, Dolente.
En el fondo de la gruta, en una especie de altar cubierto con extraños signos que representaban animales monstruosos y genios maléficos, había una placa de caliza muy delgada y una espina de pescado, larga, gruesa y puntiaguda. Unas manchas marrones manchaban la placa. Sin duda el mago la había empapado con sangre de serpiente, a fin de aumentar su poder nocivo.
Sary tomó la espina y empezó a grabar, en jeroglíficos, el nombre de Ramsés. Espantada, su mujer cerró los ojos.
—Tu turno —ordenó él.
—¡No, no puedo!
—Si el maleficio no es realizado por una pareja, no servirá de nada.
—¡No quiero matar a Ramsés!
—No morirá, el mago lo ha prometido. Su enfermedad le impedirá reinar, Chenar se convertirá en regente y nosotros regresaremos a Menfis.
—No puedo…
Sary colocó la espina de pescado en la mano derecha de su esposa y le hizo apretar los dedos.
—Graba el nombre de Ramsés.
Como le temblaba la mano, la ayudó. Torpemente trazados, los jeroglíficos formaron el nombre del rey.
Sólo quedaba romper la fina placa de caliza.
Sary la cogió. Dolente se veló de nuevo el rostro. Se negaba a ser testigo de aquel horror.
A pesar de la fuerza que ejercía, Sary no lograba sus fines. La placa resistía, parecía tan sólida como el granito. Irritado, Sary cogió uno de los guijarros diseminados por el suelo del sótano e intentó romper la caliza hechizada, pero no logró mellarla siquiera.
—No lo comprendo… Esta plancha es muy delgada.
—¡Ramsés se halla protegido! —gritó Dolente—. Nadie puede alcanzarlo, ¡ni siquiera un mago! ¡Vámonos, vámonos de prisa!
La pareja vagó por las callejuelas del barrio popular. Presa de un pánico que le retorcía el vientre, Sary no encontraba el camino. Las puertas se cerraban al acercarse ellos, las miradas los espiaban detrás de los porticones entreabiertos. A pesar del calor, Dolente continuaba ocultando su rostro con un chal.
Un hombre delgado, con perfil de ave rapaz, los abordó. Sus ojos verde oscuro brillaban con un fulgor inquietante.
—¿Están perdidos?
—No —respondió Sary—; apartaos.
—No soy un enemigo, puedo ayudaros.
—Nos las arreglaremos.
—A veces se tienen malos encuentros en este barrio.
—Sabremos defendernos.
—Contra una banda armada, no tendríais ninguna posibilidad. Aquí, un hombre que posee piedras preciosas es una presa muy tentadora.
—Nosotros no poseemos nada semejante.
—¿No habéis pagado al mago libanés con turquesas?
Dolente se estrechó contra su marido.
—¡Habladurías, nada más que habladurías!
—Ambos sois imprudentes; ¿no habéis olvidado… esto?
El hombre delgado le mostró la fina placa de caliza donde habían escrito el nombre de Ramsés.
Dolente, desmayada, se dejó caer en brazos de su marido.
—Todo acto de magia negra contra el faraón esta castigado con la muerte, ¿lo ignoráis? No tengo intención de denunciaros, estad tranquilos.
—¿Qué… qué queréis?
—Ayudaros, ya os lo he dicho. Entrad en casa, a vuestra izquierda; vuestra esposa necesita beber.
La morada, con suelo de tierra batida, era modesta pero limpia. Una mujer joven y rubia, rolliza, ayudó a Sary a tender a Dolente en una banqueta de madera cubierta con un mantel y le ofreció agua.
—Mi nombre es Ofir —declaró el hombre delgado—, y ésta es Lita, descendiente de Akenatón y legítima heredera del trono de Egipto.
Sary se sintió consternado. Dolente recuperó la conciencia.
—¿Vos… vos bromeáis?
—Es la verdad.
Sary se volvió hacia la joven mujer rubia.
—¿Miente este hombre?
Lita movió la cabeza negativamente, se apartó y se sentó en un ángulo de la habitación, como indiferente a lo que sucedía.
—No os sorprendáis —recomendó Ofir—. Ella ha sufrido tanto que tardará mucho en aprender a vivir de nuevo.
—Pero… ¿qué le han hecho?
—La han amenazado de muerte, golpeado, encerrado, la han hecho renegar de su fe en Atón, el dios único, se le ha ordenado olvidar su nombre y a sus parientes, se ha intentado destruir su alma. Si yo no hubiera intervenido, sólo seria una pobre loca.
—¿Por qué la ayudáis?
—Porque mi familia fue perseguida, como la suya. Sólo tenemos una razón para vivir: la venganza. Una venganza que dará el poder a Lita y expulsará a los falsos dioses de la tierra de Egipto.
—¡Ramsés no es responsable de vuestras desdichas!
—Por supuesto que sí. Pertenece a una dinastía maldita que engaña al pueblo y lo tiraniza.
—¿Cómo lográis sobrevivir?
—Los partidarios de Atón nos ocultan y nos alimentan, con la esperanza de que escuchará nuestras plegarias.
—¿Aún son numerosos?
—Más de los que imagináis, pero reducidos al silencio. Incluso si sólo quedáramos Lita y yo, continuaríamos luchando.
—Esa época está superada —protestó la hermana de Ramsés—. Son rencores que sólo os conciernen a vosotros.
—Estáis equivocada —objetó Ofir—. Ahora sois mis aliados.
—Abandonemos esta casa, Sary; esta gente está loca.
—Se quiénes sois —reveló Ofir.
—¡Es falso!
—Vos sois Dolente, la hermana de Ramsés; este hombre es vuestro marido, Sary, el ex ayo del faraón. Ambos fuisteis víctima de su crueldad y deseáis vengaros.
—Es asunto nuestro.
—Tengo la placa de caliza hechizada que habéis utilizado. Si la presento en el despacho del visir y llevo testigos en contra vuestra…
—¡Es un chantaje!
—Seamos aliados y desaparecerá la amenaza.
—¿Cuál sería nuestro interés? —preguntó Sary.
—Utilizar la magia contra Ramsés es una buena idea, pero no sois especialistas. El hechizo que habéis elegido habría puesto enfermo a un simple mortal, pero no a un rey. El faraón, durante su coronación, se benefició de protecciones invisibles que forman un cerco alrededor de su persona. Habrá que destruirlas una a una. Lita y yo somos capaces de hacerlo.
—¿Qué exigís a cambio?
—Albergue, hospitalidad y un lugar discreto donde establecer contactos.
Dolente se acercó a Sary.
—No lo escuches. Es peligroso, nos aniquilará.
Sary se dirigió al mago.
—De acuerdo. Somos aliados.