Cuando la flota real iluminó las aguas del Nilo al atracar en el embarcadero del templo de Karnak, todo Tebas se agitó. ¿Qué significaba el precoz regreso de Ramsés? Los rumores más contradictorios circularon a toda velocidad. Para unos, el rey quería suprimir el clero de Amón y reducir la ciudad al rango de aldea provinciana; para otros, había caído enfermo durante el viaje y venía a agonizar a su palacio, frente a la montaña del silencio. ¿La ascensión del joven faraón no había sido demasiado rápida? El cielo castigaba sus excesos.
Raia, el espía sirio a sueldo de los hititas, moría de impaciencia. Por primera vez no disponía de ninguna información seria. No obstante, gracias a su red de mercaderes, a la vez ambulantes y sedentarios, instalados a lo largo de todo el río en las principales poblaciones, podía seguir los desplazamientos del rey y conocer rápidamente sus decisiones sin abandonar Tebas.
Ignoraba la razón del precipitado regreso de Ramsés a la capital del sur. Como estaba previsto, el rey se había detenido en Abydos, pero, en lugar de continuar su viaje hacia el norte, había retrocedido y permanecido unas horas en Dandara.
Ramsés parecía imprevisible. Actuaba de prisa, sin confiarse a sus consejeros, cuyos chismes e indiscreciones habrían llegado a oídos del sirio. Raia estaba furioso; el joven monarca sería un adversario de peso, difícil de controlar. Chenar debería dar pruebas de mucho talento para utilizar lo mejor posible las armas de que disponía. En caso de conflicto abierto, Ramsés podría mostrarse mucho más peligroso de lo que había imaginado. Así pues, la pasividad ya no era posible. A Raia le tocaba actuar rápido y con fuerza eliminando de su red a los incapaces y a los apáticos.
Tocado con la corona azul, vestido con una larga túnica de lino plisado y el cetro de mando en la mano derecha, Ramsés era la majestad misma. Cuando entró en el salón del templo donde se habían reunido los miembros del conclave, cesaron las discusiones.
—¿Tenéis un nombre que proponerme?
—Majestad —declaró el gran sacerdote de Heliópolis—, continuamos deliberando.
—Vuestras deliberaciones han terminado. He aquí al nuevo gran sacerdote de Amón.
Apoyándose en su bastón, Nebú hizo su entrada en la sala del conclave.
—¡Nebú! —exclamó la gran sacerdotisa de Sais—. ¡Te creía enfermo e incapaz de desplazarte!
—Lo estoy, pero Ramsés ha hecho un milagro.
—A vuestra edad —protestó el segundo profeta de Amón—, ¿no deseáis una tranquila jubilación? ¡La gestión de Karnak y de Luxor es una tarea agotadora!
—Tenéis razón, pero ¿quién puede oponerse a la voluntad del rey?
—Mi decreto ya ha sido grabado en la piedra —indicó Ramsés—. Varias estelas proclamarán el nombramiento de Nebú. ¿Alguno de vosotros lo considera indigno de ocupar esta alta función?
Nadie protestó.
Ramsés dio a Nebú un anillo de oro y un bastón de electro, aleación de oro y plata, símbolos de su poder.
—Ahora eres el gran sacerdote de Amón, cuyos tesoros y graneros estarán bajo tu sello. Como superior del templo y de sus territorios, sé escrupuloso, honesto y vigilante. No trabajes para ti mismo, sino para acrecentar el ka de la divinidad. Amón sondea las almas y traspasa los corazones, conoce lo que está oculto en cada ser. Si está satisfecho de ti, te mantendrá a la cabeza de la jerarquía y te concederá larga vida y una feliz vejez. ¿Te comprometes bajo juramento a respetar la Regla de Maat y llevar a cabo los deberes que te corresponden?
—Por la vida del faraón, me comprometo a ello —declaró Nebú inclinándose ante Ramsés.
El segundo y el tercer profeta de Amón estaban furiosos y abatidos. Ramsés no sólo había instalado a la cabeza del clero a un viejo que le obedecería ciegamente, sino que además había nombrado a un desconocido, Bakhen, como cuarto profeta. Este secuaz del rey vigilaría al viejo y sería el verdadero amo de Karnak, cuya independencia se vería comprometida durante largos años.
Los dos dignatarios no tenían ya ninguna esperanza de reinar un día sobre el territorio más rico de Egipto. Cogidos en la trampa entre Nebú y Bakhen, tarde o temprano se verían obligados a dimitir, rompiendo con sus propias manos su carrera. Desamparados, buscaron un aliado. El nombre de Chenar les vino a la mente, pero el hermano del rey, al convertirse en uno de sus ministros, ¿no se había unido a su causa?
Puesto que no tenían nada que perder, el segundo profeta se reunió con Chenar en nombre de todos los sacerdotes de Amón hostiles a la decisión de Ramsés. Fue recibido al borde de un estanque con peces, a la sombra de una gran tela tendida entre dos estacas. Un criado le ofreció un zumo de algarrobo y desapareció. Chenar enrolló el papiro que consultaba.
—Vuestro rostro no me es desconocido…
—Me llamo Doki y soy el segundo profeta de Amón.
El personaje no disgustó a Chenar. Pequeño, con el cráneo afeitado, la frente estrecha y los ojos color avellana, tenía una nariz y un mentón alargados y agresivos, que recordaban una mandíbula de cocodrilo.
—¿En qué puedo ayudaros?
—Sin duda me creeréis torpe, pero no tengo mucha costumbre del protocolo y de las fórmulas de cortesía.
—Prescindiremos de ellas.
—Un anciano, Nebú, acaba de ser nombrado gran sacerdote, primer profeta de Amón.
—Como segundo profeta, vos estabais designado para obtener ese puesto, ¿no es verdad?
—Así me lo dijo el difunto gran sacerdote, pero el rey me ignoró.
—Criticar sus decisiones es peligroso.
—Nebú es incapaz de dirigir Karnak.
—Bakhen, el amigo de mi hermano, será el amo oculto.
—Perdonadme una pregunta directa, pero ¿aprobáis tales disposiciones?
—Es la voluntad del faraón que se vuelve realidad.
Doki se sintió decepcionado; Chenar se había colocado bajo la enseña de Ramsés. El sacerdote se levantó.
—No os importunaré más tiempo.
—Un momento… Vos os negáis a aceptar el hecho consumado.
—El rey desea disminuir el poder del clero de Amón.
—¿Tenéis medios para oponeros a ello?
—No estoy solo.
—¿A quién representáis?
—A buena parte de la jerarquía y a la mayoría de los sacerdotes.
—¿Tenéis un plan de acción?
—¡Señor Chenar! ¡No tenemos intención de convertirnos en sediciosos!
—Sois un tibio, Doki, y ni siquiera sabéis lo que queréis.
—Necesito ayuda.
—Antes que nada, probadlo.
—Pero cómo…
—A vos os toca averiguarlo.
—Sólo soy un sacerdote, un…
—O sois un ambicioso o un incapaz. Si darle vueltas a vuestra amargura es vuestra única actividad, no me interesáis.
—¿Y si lograra desacreditar a los hombres del faraón?
—Logradlo y volveremos a vernos. Por supuesto, esta entrevista jamás ha existido.
Para Doki renacía la esperanza. Abandonó la villa de Chenar planeando gran cantidad de proyectos irrealizables. A fuerza de buscar, le vendría la inspiración.
Chenar se sentía escéptico. El individuo no carecía de cualidades, pero le parecía timorato y demasiado influenciable. Asustado de su propia audacia, seguramente se arrepentiría de luchar contra Ramsés. Pero un eventual aliado jamás debía despreciarse. Así pues, había adoptado la estrategia adecuada para conocer la verdadera naturaleza del segundo profeta de Amón.
Ramsés, Moisés y Bakhen recorrían la obra en la que trabajaban los artesanos encargados de construir la gigantesca sala de columnas soñada por Seti y que su hijo realizaría. La entrega de los bloques no sufría ningún retraso, la coordinación de los equipos se llevaba a cabo sin contrariedades, los tallos de piedra, simbolizando papiros surgidos del océano primordial, se elevaban uno a uno.
—¿Estás satisfecho de tus equipos? —preguntó Ramsés a Moisés.
—Sary no es fácil de manejar, pero creo haberlo sometido.
—¿De qué se le acusa?
—De tratar a los obreros con un desprecio inaceptable e intentar recortar sus raciones para enriquecerse.
—Enviémoslo ante un tribunal.
—No será necesario —estimó el hebreo divertido—; prefiero tenerlo a mano. En cuanto pasa los límites, me ocupo personalmente de él.
—Si lo molestas demasiado, te pondrá un pleito.
—No estés intranquilo, majestad: Sary es un cobarde.
—¿No ha sido vuestro ayo? —preguntó Bakhen.
—Sí —respondió Ramsés—, y un preceptor competente. Pero una especie de locura se ha apoderado de él. Considerando sus fechorías, otros, en mi lugar, ya lo habrían enviado al presidio de los oasis. Espero que su trabajo le permita recuperar la razón.
—Los primeros resultados no son muy alentadores —deploró Moisés.
—Tu perseverancia lo logrará… pero no aquí. Dentro de unos días partimos hacia el norte, y estarás de viaje.
El hebreo pareció contrariado.
—¡Esta sala de columnas no está terminada!
—Le confío esta tarea a Bakhen, cuarto profeta de Amón, al que darás los consejos y las instrucciones necesarias. Se encargará del final de la obra y también se preocupará de la ampliación del templo de Luxor. ¡Qué maravilla, cuando el patio de columnas, el pilón y los obeliscos vean la luz! Que los trabajos vayan de prisa, Bakhen. Quizá el destino me ha otorgado una breve existencia y deseo inaugurar esos esplendores.
—Vuestra confianza me honra, majestad.
—No nombro a hombres de paja, Bakhen. El viejo Nebú realizará su función, y tú, la tuya. Para él la gestión de Karnak, para ti las grandes obras. Tanto uno como otro deberéis alertarme en caso de dificultad. Ponte al trabajo y no pienses en otra cosa.
El faraón y Moisés salieron de la obra y tomaron una avenida bordeada de tamarindos que llevaba al santuario de la diosa Maat, la Regla, la verdad y la justicia.
—Me gusta recogerme en este lugar —confió el rey—; mi espíritu se tranquiliza y mi visión se hace más clara. ¡Qué suerte tienen estos sacerdotes cuando se olvidan de sí mismos! En cada piedra del templo es perceptible el alma de los dioses, en cada capilla se revela su mensaje.
—¿Por qué me obligas a abandonar Karnak?
—Una formidable aventura nos espera, Moisés. ¿Te acuerdas cuando hablábamos del verdadero poder con Acha, Ameni y Setaú? Yo estaba convencido de que sólo el faraón disponía de él. Me atraía como la llama a los insectos, y me habría quemado si mi padre no me hubiera preparado para vivirlo. Incluso cuando descanso, un poder habla en mí, exige que construya.
—¿Qué proyecto has concebido?
—Es tan gigantesco que aún no me atrevo a hablar de él. Pensaré durante el viaje. Si es posible llevarlo a cabo, estarás estrechamente asociado a él.
—Me sorprendes, lo confieso.
—¿Por qué?
—Estaba convencido de que el rey olvidaría a sus amigos y sólo se cuidaría de los cortesanos, de la razón de Estado y de los imperativos del poder.
—Me habías juzgado mal, Moisés.
—¿Cambiarás, Ramsés?
—Un hombre cambia en función de la meta que desea alcanzar; la mía es la grandeza de mi país, y no variará.