26

Chenar estaba radiante.

Era cierto que el escorpión introducido en la habitación de Ramsés había fracasado. El hermano mayor del rey no tenía demasiadas esperanzas en el plan propuesto por Sary, el ex ayo del soberano, a quien el odio cegaba. Perjudicar a Ramsés y privarlo de su poder físico no seria tarea fácil. La experiencia, no obstante, probaba que siempre había un fallo en las medidas de seguridad más estrictas.

Chenar estaba radiante porque Acha, al final de una cena muy exitosa, acababa de comunicarle una fabulosa noticia. En la proa del barco que se deslizaba por el Nilo, los dos hombres no serían oídos por los últimos invitados que habían abusado del vino. El médico de a bordo cuidaba a un alto funcionario que vomitaba, llamando la atención de los juerguistas.

—Jefe de los servicios secretos… ¿Habláis en serio?

—Mi nombramiento es efectivo.

—¿Supongo que también estáis encargado de espiarme?

—Exactamente.

—Seguramente ya no podré obrar con libertad y me contentaré con ser un personaje mundano, sin consistencia.

—Tal es el deseo del soberano.

—¡Démosle gusto, mi querido Acha! Representaré mi papel a la perfección. Si he entendido bien, vos os convertiréis en la principal fuente de información del rey en lo que concierne a la política hitita.

—Es probable.

—¿Nuestra alianza os conviene?

—Más que nunca. Ramsés es un tirano, estoy convencido de ello. Desprecia a los demás y sólo cree en sí mismo. Su vanidad llevará el país al desastre.

—Nuestros análisis siguen convergiendo, ¿pero estáis decidido a correr todos los riesgos?

—Mi postura no ha variado.

—¿Por qué detestáis a Ramsés hasta ese punto?

—Porque es Ramsés.

Situado en el corazón de una verde campiña, Dandara, el templo de la hermosa y sonriente diosa Hator, era un himno a la armonía entre el cielo y la tierra. Grandes sicomoros plantados junto al recinto daban sombra al edificio y sus anexos, que contaban, en especial, con una escuela de música. Como soberana de las sacerdotisas de Hator, iniciadas en los misterios de la danza de las estrellas, Nefertari se alegraba de hacer esta etapa durante la cual esperaba meditar unas horas en el santuario. La flota real, después del incidente de Abydos, se había visto obligada a partir de nuevo hacia el sur, pero la reina insistía en esta escala.

Le pareció que Ramsés estaba preocupado.

—¿En qué piensas? —le preguntó.

—En el nombramiento del gran sacerdote de Amón. Ameni me ha pasado los informes de los principales candidatos, pero ninguno me satisface.

—¿Has hablado de ello con Tuya?

—Comparte mi opinión. Son hombres que Seti había apartado y que intentan aprovecharse de la situación.

Nefertari contempló los rostros de Hator dibujados en piedra con una gracia sorprendente. De pronto, la mirada de la reina se animó con una extraña luz.

—Nefertari…

Ella no respondió, absorta en una visión. Ramsés tomó su mano, temiendo que se le escapara para siempre, llevada a los cielos por la diosa del dulce rostro. Pero la reina, más tranquila, se acurrucó contra el faraón.

—Me he ido lejos, tan lejos… Un océano de luz y una voz musical que me transmitía un mensaje.

—¿Qué decía?

—No elijas a ninguno de los hombres que te han sido propuestos. A nosotros nos corresponde buscar al futuro gran sacerdote de Amón.

—No me queda mucho tiempo.

—Escucha al más allá; ¿no es él el que guía la acción del faraón, desde el nacimiento de Egipto?

La pareja real fue recibida por la superiora de las músicas y de las cantantes, que le ofreció un concierto en el jardín del templo. Mientras Nefertari disfrutaba de esos momentos deliciosos, Ramsés ardía de impaciencia: ¿seria menester otra revelación para descubrir a un gran sacerdote de Amón que estuviera desprovisto de ambición personal?

Ramsés habría vuelto gustoso al barco para discutirlo con Ameni, pero no pudo sustraerse a la visita al templo, a sus talleres y a sus almacenes. Por todas partes reinaban el orden y la belleza.

A orillas del lago sagrado, Ramsés olvidó sus preocupaciones. La serenidad del lugar, la ternura de los parterres de iris y de acianos, la lenta procesión de las sacerdotisas que acudían a sacar un poco de agua para el ritual de la noche habría tranquilizado el espíritu más atormentado.

Un anciano arrancaba malas hierbas y las metía en un saco con gestos lentos pero precisos. Tenía una rodilla apoyada en el suelo y le daba la espalda a la pareja real. Esta actitud irreverente habría merecido una reprobación, pero el anciano parecía tan absorto en su tarea que el rey no lo molestó.

—Vuestras flores son admirables —dijo Nefertari.

—Les hablo con amor —respondió el hombre con voz adusta—. Si no crecerían torcidas.

—Yo también he comprobado ese fenómeno.

—¿Ah? Vos, una joven tan hermosa, ¿os dedicáis a la jardinería?

—Cuando mis obligaciones me lo permiten.

—¿Estáis muy ocupada?

—Mi función me deja poco tiempo libre.

—¿Sois una superiora de sacerdotisas?

—Esa tarea forma parte de mis atribuciones.

—¿Tenéis otras? Ah, perdón… No tengo ningún derecho a importunaros de esta manera. Comulgar en el amor por las flores es una maravillosa manera de coincidir sin tener necesidad de saber más.

El anciano hizo una mueca de dolor.

—Esta maldita rodilla izquierda… por momentos me tortura y tengo dificultades para levantarme.

Ramsés ofreció su brazo al jardinero.

—Gracias, príncipe… ¿Pues vos debéis de ser al menos príncipe?

—¿Es el gran sacerdote de Dandara quien os obliga a mantener así el jardín?

—Es él, en efecto.

—Dicen que es severo, que está enfermo y que se siente incapaz de viajar.

—Exacto. ¿Os gustan las flores como a esta joven?

—Plantar árboles es mi distracción favorita. Me gustaría conversar con el gran sacerdote.

—¿Por qué razón?

—Porque no ha acudido al conclave, al final del cual sus colegas debían proponerle a Ramsés el nombre del futuro gran sacerdote de Amón.

—¿Y si dejarais que este viejo servidor de los dioses se ocupara de sus flores?

Ramsés ya no dudaba: el gran sacerdote intentaba ocultarse bajo las ropas de un jardinero.

—A pesar de su rodilla dolorosa, no parece incapaz de subir a un barco e ir hasta Tebas.

—El hombro derecho no está en mejor estado, el peso de los años es demasiado cruel, el…

—¿El gran sacerdote de Dandara está descontento de su suerte?

—Al contrario, majestad. Desea que se le deje terminar sus días en paz en el recinto de este templo.

—¿Y si el faraón en persona le pidiera ir al conclave para que sus colegas aprovechen su experiencia?

—Si el faraón, a pesar de su juventud, ya posee alguna experiencia, le ahorrará tales fatigas a un anciano. ¿Consentirá Ramsés en darme mi bastón, que está encima del murito?

El rey se apresuró a hacerlo.

—Ya veis, majestad: el viejo Nebú camina con dificultad. ¿Quién se atrevería a obligarlo a salir de su jardín?

—Como gran sacerdote de Dandara, ¿aceptaríais al menos dar un consejo al rey de Egipto?

—A mi edad, es preferible callarse.

—No es la opinión del sabio Ptah-hotep, cuyas máximas nos nutren desde el tiempo de las pirámides. Vuestra palabra es algo precioso y me gustaría conocerla. ¿Quién estaría más cualificado, según vos, para ocupar el puesto de gran sacerdote de Amón?

—He pasado toda mi existencia en Dandara y jamás he ido a Tebas. Esos problemas de jerarquía no son mi fuerte. Que vuestra majestad me perdone, pero he adquirido la costumbre de acostarme temprano.

Nefertari y Ramsés pasaron una parte de la noche en la terraza del templo, en compañía de los astrónomos. En el cielo nocturno se revelaban miles de almas y la corte de las estrellas imperecederas, reunidas alrededor de la Polar, a través de la cual pasaba el eje que unía lo visible a lo invisible.

Luego la pareja real se retiró a un palacio cuyas ventanas daban al campo. Aunque de pequeño tamaño y amueblado de manera rústica, fue el paraíso de una breve noche que disipó el canto de los pájaros. Nefertari se había quedado dormida en brazos de Ramsés tras haber compartido el sueño de la felicidad.

Después de dirigir los ritos del alba, haber degustado un copioso desayuno y haberse bañado en el estanque contiguo al palacio, Ramsés y Nefertari se prepararon a partir. Los miembros del clero los saludaron. De pronto, Ramsés se apartó de la procesión y se dirigió al jardín, junto al lago sagrado.

Nebú estaba arrodillado y cuidaba la plantación de maravillas y de espuelas de caballero.

—¿Apreciáis a la reina, Nebú?

—¿Qué respuesta esperáis, majestad? Es hermosa e inteligente.

—Así pues, respetaréis su opinión.

—¿Qué ocurre?

—Lamento mucho arrancaros de vuestra quietud, pero debo llevaros a Tebas. Es lo que desea la reina.

—¿Con qué intención, majestad?

—La de nombraros gran sacerdote de Karnak.