Por orden del faraón, se reunió un cónclave formado por los segundos, terceros y cuartos profetas de Amón de Karnak, los grandes sacerdotes y las grandes sacerdotisas de los principales santuarios de Egipto. Faltaron a la llamada los de Dandara y Athribis, el primero demasiado mayor para viajar y el segundo retenido en su residencia del Delta por enfermedad. En su lugar enviaron a dos delegados provistos de un poder de representación.
Esos hombres y esas mujeres de edad madura, encargados de realizar los ritos en nombre del rey en sus respectivos santuarios, habían sido reunidos en una de las salas del templo de Tutmosis III, que llevaba el nombre de «Aquél cuyo monumento brilla como la luz». Allí eran iniciados los grandes sacerdotes de Amón, allí eran revelados los deberes de su cargo.
—Necesito consultaros para elegir al nuevo jefe de la jerarquía de Karnak —declaró Ramsés.
Muchos asintieron con un movimiento de cabeza; el nuevo faraón quizá no era tan impulsivo como se pretendía.
—¿Esa función no corresponde por derecho al segundo profeta? —preguntó el gran sacerdote de Menfis.
—No creo que la ancianidad sea un criterio suficiente.
—¿Puedo poner a vuestra majestad en guardia contra la incompetencia? —intervino el tercer profeta de Amón—. En el terreno profano sin duda es posible confiar responsabilidades a hombres nuevos, pero sería un error en el marco de la gestión de Karnak. La experiencia y la honorabilidad deben ser lo primero.
—¡Hablemos de esa honorabilidad! ¿Sabéis que existe un fructífero tráfico de piezas de lino de primera calidad cuyo origen se encuentra en el interior mismo de Karnak?
Las palabras del rey sembraron una profunda turbación.
—Los responsables han sido detenidos y condenados a trabajar en los talleres de tejidos. Nunca más serán admitidos en un templo, ni siquiera a título temporal.
—¿La responsabilidad del difunto estaría comprometida?
—No lo parece, pero comprenderéis por qué me parece preferible no elegir a su sucesor en la jerarquía actual del templo.
Un largo silencio sucedió a las inesperadas declaraciones de Ramsés.
—¿Hay un nombre presente en la mente de vuestra majestad? —preguntó el gran sacerdote de Heliópolis.
—Espero de este conclave una propuesta seria.
—¿Cuánto tiempo nos concedéis?
—De acuerdo con la costumbre, ahora debo visitar algunas ciudades y diversos templos, en compañía de la reina y de varios miembros de la corte. En cuanto esté de regreso, me daréis el resultado de vuestras deliberaciones.
Antes de la salida para la tradicional gira por Egipto que debía realizarse durante el primer año de reinado, Ramsés se dirigió al templo de Gurnah, en la orilla occidental de Tebas, en el que era venerado el ka de Seti, su poder inmortal. Cada día, unos sacerdotes especializados llenaban los altares con carne, pan, verduras y frutas, y recitaban letanías que mantenían presente en la tierra el alma del rey difunto.
El faraón contempló uno de los relieves que mostraba a su padre, eternamente joven ante las divinidades. Le imploró salir de la piedra, surgir de ese muro y darle el abrazo que le transmitiría la fuerza de un monarca convertido en estrella.
A medida que pasaban los días, más intensamente vivía Ramsés la ausencia de Seti como una prueba y una llamada. Prueba, pues ya no podía pedir consejo a un guía seguro y generoso; llamada, pues la voz del faraón difunto habitaba en cada uno de sus pensamientos, mandándole dar un paso más hacia adelante, cualesquiera que fueran los obstáculos.
La misma pregunta aparecía sin cesar en las conversaciones de los habitantes de Tebas, nobles ricos, artesanos o madres de familia que charlaban en el umbral de sus casas: ¿qué miembros de la corte llevarían Ramsés y Nefertari con ellos para recorrer las Dos Tierras y sellar la alianza del faraón con el conjunto de las divinidades?
Cada cual tenía una información confidencial que poseía de una persona autorizada o de un empleado de palacio. De fuentes fidedignas se creía saber que la flota real se dirigiría primero dirección al sur, hasta Asuán, luego hacia el norte, para descender el Nilo hasta el Delta. Los tripulantes estaban avisados: sería necesario avanzar de prisa, habría que hacer un gran esfuerzo y las escalas serían de corta duración. Pero todos se alegraban de la realización de este viaje ritual durante el cual la pareja real tomaría posesión de la tierra de Egipto a fin de mantenerla en armonía con Maat, la Regla eterna.
En cuanto partieron, Ameni puso al corriente a Ramsés de una enorme cantidad de informes que el rey debía conocer en detalle antes de encontrarse con los jefes de provincia, los superiores de los templos y los alcaldes de las principales ciudades. El secretario particular del rey le entregó una biografía de cada personaje importante, precisando las etapas de su carrera, su situación familiar, las ambiciones reconocidas, las amistades con los demás notables. Cuando las informaciones eran poco seguras o procedían de rumores no comprobados, Ameni lo señalaba.
—¿Cuántos días y noches has pasado recopilando este tesoro? —preguntó Ramsés.
—Yo no cuento. Mi única preocupación es la precisión en la información; sin ella, ¿cómo podrías gobernar?
—Una lectura rápida me ha demostrado que los partidarios de Chenar son numerosos, ricos e influyentes.
—¿Te sorprende?
—Hasta este extremo, sí.
—Otras tantas mentes que deberás conquistar.
—Eres muy optimista.
—Tú eres el rey y debes reinar. El resto es sólo charlatanería.
—¿No descansas nunca?
—La muerte será lo bastante larga para dormir; mientras sea tu portasandalias, allanaré tu camino. ¿Estás contento con tu silla de campaña?
La silla plegable de madera del faraón estaba formada por un asiento de cuero de estructura sólida y pies robustos que terminaban en cabezas de pato incrustadas de marfil. Durante las ceremonias oficiales y las audiencias, el rey aprovecharía esa comodidad.
—He controlado meticulosamente a los miembros del harén de escolta —afirmó Ameni—. Durante el viaje no carecerás de nada. Las comidas serán de la misma calidad que en palacio.
—¿Sigues siendo tan sobrio?
—Comer bien garantiza una vida larga y beber poco preserva la energía y la concentración. Mediante correo rápido he ordenado a los alcaldes y a los grandes sacerdotes de las ciudades en las que nos detendremos que hagan preparar locales para los miembros de nuestra expedición. Por supuesto, la reina y tú dispondréis de un palacio.
—¿Te has preocupado de Nefertari?
—Pregunta inútil; el embarazo de tu esposa es un asunto de Estado. Su cabina está ventilada, descansará en ella con toda quietud. Cinco médicos se relevarán y tendrás un informe diario sobre su salud. ¡Ah! Hay un problema.
—¿Respecto a ella?
—No, respecto a los desembarcaderos. Dispongo de notas alarmantes que pretenden que algunos están en mal estado, aunque desconfío de ellas. En mi opinión, algunos jefes de provincia intentan obtener subsidios suplementarios para el mantenimiento de sus equipamientos. Tienen razón, teniendo en cuenta tu visita, pero será necesario no dejarte influir. Cada notable intentará obtener el máximo, y deberás mostrarte equitativo mirando más el interés nacional.
—¿Cuáles son tus relaciones con los visires del norte y del sur?
—Desde sus puntos de vista, detestables. Desde el mío, excelentes. Son buenos funcionarios, pero demasiado timoratos. Viven con el temor de ser destituidos. Consérvalos, no te traicionarán.
—Yo pensaba…
—¿Nombrarme visir? ¡Ni hablar! Mi posición actual es más ventajosa para ti. Puedo actuar en la sombra, sin sentirme ahogado por el peso de un enorme servicio administrativo.
—¿Cuáles son las reacciones de mis invitados?
—Encantados de salir de viaje; algo menos de ser considerados sospechosos y registrados por Serramanna, que los considera a todos como criminales en potencia. Escucho las quejas y las olvido de inmediato. Ese Serramanna realiza su función con eficacia.
—Olvidas mi león y mi perro.
—Tranquilízate, están bien alimentados y forman tu mejor guardia privada.
—¿Cómo se comporta Romé?
—Unanimidad total. ¡Se diría que es tu intendente desde siempre! Gracias a él, la gestión de tu casa está asegurada a la perfección. Tu instinto no te ha engañado.
—¿Sucede lo mismo con Nedjem?
—Tu nuevo ministro de Agricultura se toma su papel muy en serio. Me asedia con preguntas administrativas dos horas al día. Luego se encierra con los consejeros técnicos del antiguo ministro que le enseñan su oficio… Durante este viaje, ¡no verá muchos paisajes!
—¿Y mi querido hermano?
—El barco de Chenar es un palacio flotante. El nuevo ministro de Asuntos Exteriores tendrá mesa libre y promete al Egipto de Ramsés un brillante futuro.
—¿Me tomará por un ingenuo incurable?
—La realidad es más compleja —estimó Ameni—. La obtención de ese puesto parece haberlo satisfecho realmente.
—¿Llegarías a pensar que Chenar ha decidido convertirse en un aliado?
—En el fondo de sí mismo, claro que no. Pero el hombre es astuto y constata sus límites. Has tenido la precaución de satisfacer su sed de poder y de permitirle seguir ocupando un puesto de primera fila. ¿No se adormecerá en un cargo de notable rico y adulado?
—¡Qué los dioses te oigan!
—Deberías dormir; mañana será un día pesado: por lo menos tendrás diez entrevistas y tres recepciones. ¿Estás satisfecho con tu cama?
«Lo estaría con menos», pensó el rey: un respaldo para la cabeza, un colchón hecho de madejas de cáñamo cruzadas, fijadas al bastidor con espigas y muescas, cuatro patas con forma de pies de león, un estribo adornado con acianos, mandrágoras y lotos para que el sueño sea florido.
—Ya sólo faltan cojines blandos —estimó el secretario particular del rey.
—Con uno me bastará.
—¡Por supuesto que no! Mira esta miseria…
Ameni se apoderó del cojín dispuesto a la cabecera de la cama. Paralizado, retrocedió. Un escorpión, molesto, estaba en posición de ataque.