Los asnos franquearon en procesión el recinto de Karnak, bajo la dirección de un viejo rocín que conocía cada grano de polvo del camino que llevaba de la fábrica de tejidos al templo y había enseñado a sus subordinados a marchar con un paso igual y digno.
Como la entrega había resultado abundante, Bakhen había sido requerido por otro sacerdote para constatar la recepción en los almacenes. Cada pieza de lino, destinado a la fabricación de vestidos rituales, recibía un número anotado en un registro, con la indicación de la procedencia y de la calidad.
—Es una hermosa mercancía —apreció el colega de Bakhen, un hombrecito de aspecto socarrón—. ¿Tú eres nuevo aquí?
—Desde hace algunos meses.
—¿Te gusta la vida en Karnak?
—Es la que me esperaba.
—¿Cuál es tu oficio, fuera de tu servicio en el templo?
—Mi pasado está olvidado, he pedido servir de manera permanente.
—Yo hago períodos de dos meses en los almacenes y regreso a la ciudad, como encargado del control de los transbordadores. Eso no es cansado… Aquí, al contrario, ¡uno no para!
—¿Por qué imponerte esta carga?
—Eso es cosa mía. Yo me ocupo de los tejidos de primera calidad, tú de los otros.
En cuanto un asno era descargado, unos almacenistas colocaban con precaución la pieza de lino en un trineo recubierto de tela. Bakhen lo examinaba y lo registraba en una tableta de madera, sin omitir la fecha de entrega. Le pareció que su colega trabajaba poco y pasaba la mayor parte de su tiempo mirando a su alrededor, como si temiera ser espiado.
—Tengo sed —dijo—; ¿quieres beber?
—Con mucho gusto.
El sacerdote de aspecto socarrón se ausentó. Como había colocado su tableta en el lomo del viejo rocín, Bakhen le echó un vistazo. Sólo había algunos jeroglíficos completamente fantasiosos, sin ninguna relación con la entrega de lino de primera calidad.
Cuando el sacerdote regresó con un odre de agua fresca, Bakhen se había puesto de nuevo al trabajo.
—Toma, está buena… Hacernos trabajar con este calor es inhumano.
—Los asnos no se lamentan.
—¡Qué bromista!
—Pronto habrás terminado, ¿no?
—¡No lo creas! Después hay que vigilar que sean colocadas en los almacenes que les corresponde.
—¿Qué hacemos con las tabletas?
—Tú me confías la tuya y yo la entrego con la mía en el despacho de registro.
—¿Está lejos de los almacenes?
—No demasiado, pero de todos modos hay que caminar un poco.
—Repartámonos las tareas; yo iré a llevar las tabletas.
—¡No, no! No te conocen en el registro.
—Será la ocasión de presentarme.
—Tienen sus costumbres y no les gusta cambiarlas.
—¿La rutina no es perjudicial?
—Gracias por tu propuesta, pero me las arreglaré.
El colega de Bakhen pareció muy turbado y se colocó de lado, de manera que este último no lo vio escribir.
—¿Un calambre, amigo?
—No, estoy bien.
—Sácame de una duda: ¿sabes escribir?
Herido en lo vivo, el sacerdote se volvió hacia Bakhen.
—¿A qué viene esa pregunta?
—He visto tu tableta, sobre el asno.
—Eres muy curioso…
—Cualquiera lo sería. Si lo deseas, grabo las inscripciones correctas; si no tu tableta será rechazada y tendrás problemas.
—No finjas que no comprendes, Bakhen.
—¿Qué debería comprender?
—¡Ah, ya basta! Tú también quieres un trozo… Es muy normal, pero no pierdes el tiempo.
—Explícate.
El sacerdote de rostro socarrón se acercó a Bakhen y habló en voz baja.
—Este templo es muy rico. Unas hermosas piezas de lino de menos no arruinarán a Karnak y nosotros, vendiéndolas a buenos clientes, realizamos un excelente negocio. ¿De acuerdo?
—¿El despacho de registro está metido en este asunto?
—Sólo un escriba y dos almacenistas. Como las piezas de lino no están registradas, no existen, y podemos negociarlas con toda discreción.
—¿No temes ser atrapado?
—No te inquietes.
—La jerarquía…
—La jerarquía tiene otras preocupaciones. ¿Quién te dice que no cierra los ojos? Entonces, ¿qué porcentaje deseas?
—Pues bien… el mayor posible.
—¡Eres tenaz! Vamos a formar un buen equipo. Dentro de unos años poseeremos una bonita fortuna e incluso no tendremos necesidad de venir a trabajar aquí. ¿Terminamos esta entrega?
Bakhen asintió.
Nefertari posó la cabeza en el hombro de Ramsés. El sol se alzaba, inundando su habitación con la poderosa claridad de la mañana. Uno y otro veneraban aquel milagro cotidiano, la victoria renovada sin cesar de la luz sobre las tinieblas. Mediante la celebración de los ritos, la pareja real se asociaba al viaje de la barca solar en los espacios subterráneos y en la lucha de la tripulación divina contra el dragón gigantesco que intentaba destruir la creación.
—Necesito tu magia, Nefertari. Esta jornada se anuncia difícil.
—¿Tu madre comparte mi opinión?
—Tengo la sensación de que sois cómplices.
—Nuestra visión es idéntica —confesó ella sonriendo.
—Vuestros argumentos me han convencido. Hoy destituiré de sus funciones al gran sacerdote de Amón.
—¿Por qué has esperado?
—Necesitaba una prueba del mal funcionamiento de su administración.
—¿La has obtenido?
—Bakhen, mi instructor militar convertido en sacerdote, ha descubierto un tráfico de piezas de lino en el cual están implicados varios empleados de Karnak. O el gran sacerdote está corrompido, o ya no controla a su personal. Tanto en un caso como en el otro, no merece estar a la cabeza de la jerarquía.
—¿Este Bakhen es un hombre serio?
—Es joven, pero Karnak se ha convertido en toda su vida. El descubrimiento del robo lo ha sumido en la desesperación. Estimó que no debía callarse, pero he tenido que arrancarle las palabras para obtener la verdad. Bakhen no es ni un delator ni un ambicioso.
—¿Cuándo verás al gran sacerdote?
—Esta misma mañana. El enfrentamiento será severo, negará toda responsabilidad y clamará injusticia.
—¿Qué temes?
—Que paralice la actividad económica del templo y desorganice, al menos durante un tiempo, los circuitos alimentarlos. Tal es el precio a pagar para evitar un intento de división del país.
La gravedad de Ramsés impresionó a Nefertari. No era un tirano deseoso de deshacerse de un rival molesto, sino un faraón consciente de la necesidad de la unión de las Dos Tierras y decidido a preservarla, fueran cuales fueran los riesgos que debiera correr.
—Tengo que confesarte una cosa —dijo ella, soñadora.
—¿Has llevado tu propia investigación sobre Karnak?
—Nada semejante.
—¡Entonces, es mi madre, y habla con tu voz!
—Tampoco.
—¿Esta confesión concierne a mi entrevista con el gran sacerdote?
—No, pero quizá no es ajena al gobierno del Estado.
—Me desespero…
—Todavía tendrás que esperar unos meses… Estoy encinta.
Ramsés tomó dulcemente a Nefertari entre sus brazos y su fuerza se tornó protectora.
—Exijo que los mejores médicos del reino se ocupen de ti a cada segundo.
—No te inquietes.
—¿Cómo no hacerlo? Espero que nuestro hijo sea hermoso y nazca sano, pero tu vida y tu salud me importan más que cualquier otra cosa.
—No me faltará nada.
—¿Puedo ordenarte que disminuyas desde ahora tu ritmo de trabajo?
—¿Tolerarás una reina perezosa?
Ramsés se impacientaba. El retraso del gran sacerdote de Amón se hacía insultante. ¿Qué excusa inventaría el prelado para justificar su ausencia? Si se había enterado de las revelaciones de Bakhen, sin duda intentaría echar tierra a la investigación administrativa destruyendo las pruebas y alejando culpables y testigos de cargo. Esas maniobras dilatorias se volvían contra él.
Cuando el sol se acercaba a su cenit, el cuarto profeta de Amón pidió audiencia. El rey lo recibió de inmediato.
—¿Dónde se encuentra el primer profeta y gran sacerdote de Amón?
—Acaba de morir, majestad.