Poco antes del alba, el sacerdote Bakhen salió de su mansión oficial, lavó su cuerpo depilado, se vistió con un taparrabo blanco, cogió un jarrón y se dirigió hacia el lago sagrado que sobrevolaban decenas de golondrinas anunciando el renacer del día. El gran lago, al que se accedía por unas escaleras de piedra dispuestas en los cuatro ángulos, contenía el agua de Nun, inagotable océano de energía de donde surgían todas las formas de vida. Bakhen sacaría de él un poco del precioso líquido, que serviría para los numerosos ritos de purificación celebrados en el templo cubierto.
—¿Te acuerdas de mí, Bakhen?
El sacerdote volvió la cabeza en dirección al hombre que se dirigía a él, vestido como un simple «sacerdote puro».
—Ramsés…
—Cuando eras mi instructor, en la armada, nos peleamos y ambos ganamos, alternativamente.
Bakhen se inclinó.
—Mi pasado ha desaparecido, majestad. Hoy pertenezco a Karnak.
El ex inspector de las cuadras, jinete emérito de rostro cuadrado e ingrato, de voz ronca y aspecto adusto, parecía absorbido por su nueva función.
—¿Karnak no pertenece al rey?
—¿Quién pretende lo contrario?
—Lamento turbar tu quietud, Bakhen, pero debo saber si eres amigo o enemigo.
—¿Por qué iba a ser adversario del faraón?
—El gran sacerdote de Amón no está de mi parte, ¿lo ignoras?
—Las disputas de la jerarquía…
—No te refugies detrás de palabras huecas, Bakhen. No existe lugar para dos amos en este país.
El ex instructor pareció desamparado.
—Acabo de superar los primeros grados y yo…
—Si eres mi amigo, Bakhen, debes ser también mi aliado en el combate que llevo a cabo.
—¿De qué manera?
—Este templo debe ser un lugar de rectitud, como todos los demás santuarios de Egipto. Si tal no fuera el caso, ¿cuál sería tu actitud?
—¡Tan cierto como que he adiestrado caballos, que curtiría la piel de los culpables!
—Es ayuda lo que te pido, Bakhen. Asegúrame que aquí nadie traiciona la ley de Maat.
Ramsés se alejó bordeando el lago sagrado con un paso tan regular como el de los otros sacerdotes puros que iban a llenar sus jarrones de agua purificadora.
Bakhen fue incapaz de tomar una decisión inmediata. Karnak se había convertido en su morada, el mundo en el que le gustaba vivir. ¿Pero la voluntad del faraón no era el valor sagrado por excelencia?
En Tebas, el mercader sirio Raia había adquirido tres hermosas tiendas en el centro de la ciudad. Los cocineros de las familias nobles iban a comprar allí conservas de carne de calidad superior y sus patronas admiraban los jarrones asiáticos, elegantes y de buena factura.
Desde el final del luto, los negocios se habían reanudado. Cortés y gozando de una excelente reputación, Raia podía contar con una clientela fiel, cada vez más numerosa. Tampoco se olvidaba de felicitar y aumentar a sus empleados que, a su vez, no cesaban de elogiar al sirio.
Tras la marcha del barbero, que había recortado la punta de su fina barba, Raia se inclinó sobre las cuentas, exigiendo que no se le molestara en absoluto.
El comerciante se enjugó la frente. Soportaba mal el calor del verano y peor aún el fracaso que acababa de sufrir al pagar a un rubito griego para introducirse en el despacho de Ramsés y hacer inventario de los asuntos que el joven monarca pensaba tratar con prioridad. Fracaso, en verdad, previsible. Raia deseaba sobre todo probar las medidas de seguridad adoptadas por Ramsés y Serramanna. Desgraciadamente, parecían eficaces. Obtener informaciones fiables no sería fácil, aunque la corrupción seguía siendo un arma decisiva.
El sirio pegó la oreja contra la puerta de su despacho. No oyó ningún ruido en la antesala, nadie le espiaba. Por precaución, se subió en un taburete y pegó el ojo derecho a un agujero minúsculo horadado en el tabique.
Tranquilo, entró en el almacén donde se acumulaban pequeños jarrones de alabastro procedentes de Siria del Sur, aliada de Egipto. Las bellas damas los codiciaban. Raia sólo los ponía a la venta de uno en uno.
Buscó el que estaba marcado con un punto rojo muy discreto bajo el cuello. En el interior había una tableta de madera oblonga que llevaba las características del objeto: altura, anchura en lo alto, en medio y en la base, dimensiones, valor.
Otras tantas cifras codificadas que Raia traduciría a lenguaje claro.
El mensaje de sus patrones hititas era explícito: luchar contra Ramsés, apoyar a Chenar.
—Magnífica pieza —estimó Chenar pasando una mano amorosa por el vientre del jarrón que Raia le proponía, en presencia de una clientela rica que no se atrevería a pujar por encima de la oferta del hermano mayor de Ramsés.
—Es la obra maestra de un viejo artesano, celoso de sus secretos.
—Te propongo cinco vacas lecheras de la mejor raza, una cama de ébano, ocho sillas, veinte pares de sandalias y un espejo de bronce.
Raia se inclinó.
—Sois generoso, señor. ¿Me haréis el honor de poner vuestro sello en mi registro?
El mercader invitó a Chenar a entrar en la trastienda. Allí podrían hablar en voz baja sin ser oídos.
—Tengo una excelente noticia: nuestros amigos extranjeros aprecian mucho vuestra gestión y están decididos a alentaros.
—¿Sus condiciones?
—Ni condiciones, ni restricciones.
—¿Hablas en serio?
—Negociaremos más tarde. Por el momento se trata de un acuerdo de principio; consideradlo como una gran victoria. Os felicito, señor: tengo la sensación de hablar con el futuro amo del país, incluso si el camino a recorrer es aún largo.
Chenar se sintió atrapado por una especie de embriaguez.
Aquella alianza secreta con los hititas era tan eficaz y peligrosa como un veneno mortal; a él le tocaba saber utilizarlo para destruir a Ramsés sin aniquilarse a sí mismo y sin debilitar demasiado a Egipto. Una experiencia arriesgada que sabía que podía llevar a cabo con éxito.
—¿Cuál es vuestro nuevo mensaje? —preguntó Raia.
—Transmitid mi gratitud e indicad que trabajo sin descanso… como ministro de Asuntos Exteriores.
El asombro se grabó en el rostro del sirio.
—¡Habéis obtenido ese puesto!
—Bajo estrecha vigilancia.
—Mis amigos y yo contamos con vos para hacer buen uso de él.
—Que tus amigos no vacilen en realizar incursiones a los Protectorados egipcios más débiles, que compren a los príncipes y a las tribus que cree controlar Egipto y que esparzan el mayor número de falsos rumores posible.
—¿De qué tipo?
—Inminentes conquistas territoriales, anexión de la totalidad de Siria, invasión de los puertos libaneses, pérdida de moral de los soldados egipcios que residen en el extranjero… Hay que turbar a Ramsés y hacerle perder su sangre fría.
—Permitidme aprobar humildemente vuestra estrategia.
—Tengo muchas otras ideas, Raia. Tus amigos no se han equivocado al elegirme.
—Tengo la debilidad de suponer que mis modestas recomendaciones no fueron inútiles.
—A mi pago oficial se añadirá un saco de oro de Nubia.
Chenar salió de la trastienda; su rango no le autorizaba a discutir más tiempo con un mercader, incluso si su pasión por los jarrones era conocida por todos.
¿Tenía que informar al diplomático Acha de esta alianza secreta con el enemigo hitita? No, sería un error. Chenar juzgó preferible compartimentar al máximo su red de partidarios; así maniobraría con mayor eficacia y paliaría eventuales deficiencias.
Bajo la suave sombra de un sicomoro, la reina Tuya escribía la crónica del reinado de Seti. Rememoraba las hazañas de una época bendita durante la cual Egipto había conocido la dicha y la paz. Cada uno de los pensamientos de su marido, cada uno de sus gestos se habían grabado en su memoria. Había estado atenta tanto a sus esperanzas como a sus angustias y había resguardado el recuerdo de los momentos de intimidad durante los cuales sus almas se habían unido.
En su frágil silueta, Seti sobrevivía.
Cuando vio a Ramsés venir hacia ella, Tuya percibió el poder intacto del rey difunto. En la persona del joven faraón no había ninguna de las fisuras que afectaban a la mayoría de los seres; estaba tallado en un solo bloque, como un obelisco, y parecía capaz de resistir cualquier tormenta. La fuerza de la juventud aún se añadía a esta apariencia de invulnerabilidad.
Ramsés besó las manos de su madre y se sentó a su derecha.
—Escribes durante todo el día.
—E incluso por la noche. ¿Me perdonarás si olvido algún detalle? Pareces inquieto.
Tuya leía en él con tanta rapidez.
—El gran sacerdote de Amón desafía la autoridad del rey.
—Seti lo había previsto. Tarde o temprano, este conflicto era inevitable.
—¿Cómo habría actuado?
—¿No lo sabes? Sólo existe una línea de conducta posible.
—Nefertari opina lo mismo.
—Ella es reina de Egipto, Ramsés, y, como toda reina, guardiana de la Regla.
—¿No predicas la moderación?
—Cuando es necesario preservar la coherencia del país, la moderación no tiene lugar.
—Destituir a un gran sacerdote de Amón provocará terribles conflictos.
—¿Quién reina, hijo mío: tú o él?