La taberna estaba animada por los escarceos sensuales de un grupo de bailarinas profesionales, en el que se mezclaban egipcias del Delta y nubias de piel de ébano. Su agilidad fascinó a Moisés, sentado a una mesa en el fondo del establecimiento ante una copa de vino de palma. Tras un día difícil, durante el cual había evitado dos accidentes, el hebreo sentía la necesidad de estar solo en medio de un grupo ruidoso, de mirar cómo vivían los demás sin estar él mismo implicado en la Comedia.
No lejos de él había una extraña pareja.
La mujer era joven, rubia, rolliza, atractiva. El hombre, mucho mayor que ella, tenía una faz inquietante: delgado, los pómulos salientes, la nariz prominente, labios muy finos, el mentón pronunciado, recordaba un ave rapaz. Debido al ruido, Moisés no podía oír su conversación. Sólo le llegaban migajas incoherentes de un lento discurso pronunciado por la voz monocorde del hombre.
Las nubias invitaron a los clientes a bailar. Uno de ellos, un cincuentón bebido, posó la mano en el hombro derecho de la mujer rubia y la invitó. Sorprendida, ésta lo rechazó. Irritado, el borracho insistió. El amigo de la mujer tendió la mano derecha en dirección al inoportuno, que retrocedió un buen metro, como golpeado por un violento puñetazo. Consternado, farfulló unas palabras de excusa y no insistió.
El gesto del hombre de faz inquietante había sido rápido y discreto, pero Moisés no se había equivocado. El curioso personaje parecía disponer de poderes extraordinarios.
Cuando el hombre y la mujer salieron de la taberna, Moisés los siguió. Se dirigieron hacia el sur de la ciudad tebana antes de desaparecer en un barrio popular, formado por casas de un piso que separaban estrechas callejuelas. Por un momento, el hebreo creyó haberlos perdido, pero oyó el paso decidido del hombre.
En medio de la noche, el lugar estaba desierto. Un perro ladró, unos murciélagos lo rozaron. Cuanto más avanzaba Moisés, más se despertaba su curiosidad. Divisó de nuevo a la pareja cuando pasaba entre unas casuchas destinadas a una próxima demolición para dejar lugar a nuevos alojamientos. Allí no vivía nadie.
La mujer empujó una puerta cuyo chirrido turbó el silencio de la noche. El hombre había desaparecido.
Moisés vaciló.
¿Debía entrar e interrogarla, preguntarle quiénes eran, por qué se comportaban de ese modo? Se dio cuenta del carácter grotesco de su gestión. No sólo no pertenecía a la policía, sino que además no debía inmiscuirse en la vida privada de esas gentes. ¿Qué mal genio le había empujado a emprender esa estúpida persecución? Furioso contra sí mismo, desanduvo el camino.
El hombre con perfil de ave rapaz se alzó ante él.
—¿Nos seguías, Moisés?
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Me ha bastado con preguntarlo en la taberna. El amigo de Ramsés es un personaje célebre.
—¿Y tú quién eres?
—¿Por qué nos seguías?
—Un impulso irracional…
—Pobre explicación.
—Sin embargo, es la verdad.
—No te creo.
—Déjame pasar.
El hombre tendió la mano.
La arena se removió ante Moisés y apareció una víbora cornuda, apuntando una lengua furiosa.
—¡Sólo es un truco de magia!
—No te acerques a ella, es muy real. Me he contentado con despertarla.
El hebreo se volvió.
Otro reptil lo amenazó.
—Si quieres sobrevivir, entra en la casa.
La puerta chirriante se abrió. En el estrecho espacio de la callejuela, Moisés no tenía ninguna posibilidad de escapar a los reptiles, y Setaú no se encontraba en las inmediaciones. Entró en una habitación de techo bajo, con suelo de tierra batida. El hombre lo siguió y cerró la puerta.
—No intentes huir, las víboras te morderían. Cuando lo decida las adormeceré.
—¿Qué deseas?
—Hablar.
—Podría tumbarte de un solo puñetazo.
El hombre sonrió.
—Acuérdate de la escena en el mesón y no te arriesgues.
La joven rubia estaba ovillada en sí misma, en un ángulo de la habitación; un trozo de tela ocultaba su rostro.
—¿Está enferma?
—No soporta la oscuridad. Cuando sale el sol se siente mejor.
—¿Me dirás finalmente qué es lo que esperas de mí?
—Mi nombre es Ofir, nací en Libia, y practico la magia.
—¿En qué templo oficias?
—En ninguno.
—Entonces, practicas de manera ilegal.
—Esta joven y yo nos ocultamos y nos desplazamos sin cesar.
—¿Qué otro delito habéis cometido?
—El de no compartir la fe de Seti y de Ramsés.
Moisés se sintió consternado.
—No comprendo…
—Esta joven frágil y herida se llama Lita. Es la nieta de Merit-Atón, una de las seis hijas del gran Akenatón, muerto hace cincuenta y cinco años en la ciudad del sol y suprimido de los anales reales por haber intentado imponer en Egipto la concepción de un dios único, Atón.
—¡Ninguno de sus partidarios fue perseguido!
—¿El olvido no es el peor de los castigos? La reina Akhesa, esposa de Tutankamón y heredera del trono de Egipto, fue injustamente condenada a muerte[6], y la dinastía impía fundada por Horemheb se apoderó de las Dos Tierras. Si la justicia existiera, Lita debería subir al trono.
—¿Conspiras contra Ramsés?
Ofir sonrió de nuevo.
—Sólo soy un viejo mago, Lita es débil y está desesperada. El poderoso faraón de Egipto no tiene nada que temer de nosotros. Sólo un verdadero poder lo aniquilará e impondrá su ley.
—¿Quién pues?
—El verdadero Dios, Moisés, ¡el Dios único cuya cólera pronto caerá sobre todos los pueblos que no se prosternen ante él!
Las graves inflexiones de la voz de Ofir habían hecho temblar los muros de la casucha. Moisés experimentó un extraño miedo, a la vez horrible y atractivo.
—Tú eres hebreo, Moisés.
—Nací en Egipto.
—Como yo, sólo eres un exiliado. Estamos buscando una tierra pura, ¡qué no hayan mancillado decenas de divinidades! Como hebreo, Moisés, deberías saber que tu pueblo sufre, quiere resucitar la religión de sus padres, enlazar con el gran designio de Akenatón.
—Los hebreos son felices en Egipto; están bien pagados y bien alimentados.
—Lo material ya no les basta.
—Ya que estás convencido de ello, ¡conviértete en su profeta!
—Sólo soy un libio y no poseo ni tu autoridad ni tu brillantez.
—¡No eres más que un demente, Ofir! Transformar a los hebreos en una facción hostil a Ramsés seria conducirlos a su aniquilamiento. Ninguno de ellos desea sublevarse y abandonar el país, y yo, yo soy el amigo de un faraón destinado a un gran reinado.
—Un fuego arde en ti, como ardía en el corazón de Akenatón. Los que compartían su ideal no han desaparecido y empiezan a reagruparse.
—Así pues, no estáis aislados, Lita y tú.
—Debemos mostrarnos muy prudentes, pero cada día ganamos amistades preciosas. La religión de Akenatón es el futuro.
—Seguramente Ramsés no comparte esta opinión.
—Ya que eres su amigo, Moisés, a ti te toca convencerlo.
—¿Acaso lo estoy yo?
—Los hebreos impondrán la supremacía del Dios único en el mundo entero, y tú te convertirás en su jefe.
—¡Tu profecía es ridícula!
—Se realizará.
—No tengo la menor intención de oponerme al rey.
—Que se aparte de nuestro camino y será perdonado.
—Deja de divagar, Ofir, y regresa a tu país.
—La tierra nueva aún no existe, tú la crearás.
—Tengo otros proyectos.
—Crees en un solo Dios, ¿verdad?
Moisés se sintió turbado.
—No tengo por qué responderte.
—No huyas de tu destino.
—Desaparece, Ofir.
Moisés se dirigió hacia la puerta; el mago no intervino.
—Las serpientes han regresado a su agujero —declaró—. Puedes salir sin temor.
—Adiós, Ofir.
—Hasta pronto, Moisés.