El vino era excepcional, el trozo de buey sabroso, el puré de habas excelente. «Se puede juzgar a Chenar como se quiera —pensó Meba—, pero sabe recibir a sus invitados.»
—¿Te gusta la comida? —preguntó el hermano mayor de Ramsés.
—Querido amigo, ¡es una maravilla! Vuestros cocineros son los mejores de Egipto.
El elegante sexagenario, experimentado en las astucias de la diplomacia después de largos años pasados a la cabeza del Ministerio de Asuntos Exteriores, era más bien sincero. Chenar no escatimaba en la calidad de los productos que ofrecía a sus huéspedes.
—¿La política del rey no os parece incoherente? —preguntó Meba.
—No es un hombre fácil de comprender.
La suave crítica satisfizo al diplomático, cuyo rostro ancho y tranquilizador presentaba unos signos inhabituales de nerviosismo. De ordinario muy reservado, Meba se preguntaba si Chenar, para vivir en paz y no perder ningún privilegio, no se había unido al campo de los partidarios de Ramsés. Las palabras que acababa de pronunciar tendían a probar lo contrario.
—Yo no apruebo demasiado la serie de nombramientos intempestivos que obligan a excelentes servidores del Estado a abandonar sus funciones para ser relegados a puestos subalternos.
—Comparto tu opinión, Meba.
—Nombrar a un jardinero ministro de Agricultura, ¡qué ridiculez! Me pregunto cuándo la emprenderá Ramsés contra mi ministerio.
—De eso precisamente quería hablar contigo.
Meba se puso rígido y reajustó la costosa peluca que llevaba todo el año, incluso durante los grandes calores.
—¿Disponéis de informaciones confidenciales que me conciernen?
—Voy a relatarte la escena en sus menores detalles, para permitirte apreciar la situación con lucidez. Ayer, Ramsés me convocó. Una orden brutal, sin apelación. Dejé todos mis asuntos y me dirigí a palacio, donde me hizo esperar durante más de una hora.
—¿No estabais… preocupado?
—Sí, lo confieso. Su sardo, Serramanna, me registró sin miramientos, a pesar de mis protestas.
—¡A vos, el hermano del rey! ¿Tan bajo hemos caído?
—Eso temo, Meba.
—¿Habéis protestado ante el rey?
—No me dejó hablar.
—¿Acaso su seguridad no es más importante que el respeto a sus parientes? Seti habría condenado esa actitud.
—¡Ay!, mi padre ya no está en este mundo, y Ramsés le ha sucedido.
—Los hombres pasan, las instituciones permanecen. Un dignatario de vuestro valor accederá un día a la función suprema.
—Los dioses decidirán, Meba.
—¿No deseáis recordar… mi caso personal?
—Ya llego a ello. Mientras temblaba de vergüenza e indignación tras el despreciable registro, Ramsés me anunció que me nombraba ministro de Asuntos Exteriores.
Meba palideció.
—¿Vos, en mi puesto? ¡Es incomprensible!
—Lo comprenderás mejor cuando sepas que sólo soy, a sus ojos, un hombre de paja, rodeado de esbirros que no me concederán ninguna iniciativa. Tú no habrías tenido suficiente aguante, mi querido Meba, y yo sólo soy un testaferro. Los gobiernos extranjeros se sentirán muy honrados al ver el interés que Ramsés concede a este ministerio nombrando para él a su hermano, sin saber que sus pies y sus manos están atadas.
Meba estaba abatido.
—Entonces yo ya no soy nada…
—Igual que yo, a pesar de las apariencias.
—Este rey es un monstruo.
—Muchos hombres de calidad lo descubrirán, poco a poco. Es por ello por lo que no debemos ceder al desaliento.
—¿Qué proponéis?
—¿Deseas jubilarte o luchar a mi lado?
—Quiero perjudicar a Ramsés.
—Simula retirarte y espera mis instrucciones.
Meba sonrió.
—Ramsés quizá se ha equivocado al subestimaros. A la cabeza de ese ministerio, incluso muy controlado, se presentarán oportunidades.
—Eres muy perspicaz, querido amigo. ¿Y si me hablas del funcionamiento de ese gran cuerpo de Estado que has dirigido con tanto talento?
Meba no se hizo de rogar. Chenar omitió señalarle que tenía un precioso aliado que le ofrecía el dominio de la situación. La traición de Acha debía seguir siendo su secreto mejor guardado.
Llevando de la mano a Lita, el mago Ofir avanzaba con mucha lentitud por la calle principal de la ciudad del sol, la capital abandonada de Akenatón, el faraón herético, y de su esposa, Nefertiti. Ningún edificio había sido destruido, pero la arena se introducía por las puertas y ventanas cuando el viento del desierto soplaba a rachas.
Situada a más de cuatrocientos kilómetros al norte de Tebas, la ciudad estaba desierta desde hacía cincuenta años. Tras la muerte de Akenatón, la corte abandonó aquel lugar grandioso del Medio Egipto para regresar a la ciudad de Amón. Los cultos tradicionales fueron restaurados, los dioses antiguos se impusieron de nuevo, en detrimento de Atón, el disco solar, encarnación del dios único.
Akenatón no fue lo bastante lejos. El mismo disco traicionaba la verdad. Dios estaba más allá de toda representación y de todo símbolo. Él residía en el cielo, la especie humana sobre la tierra. Haciendo vivir en ella a los dioses, Egipto se oponía a la adopción universal del dios único. Egipto debía ser destruido.
Ofir era el descendiente de un consejero libio de Akenatón, que había pasado largas horas en compañía del monarca. Akenatón le había dictado poemas místicos, y el extranjero se había empeñado en difundirlos por todo Próximo Oriente e incluso entre las tribus del Sinaí, y especialmente entre los hebreos.
Fue el general Horemheb, el verdadero fundador de la dinastía a la que pertenecían Seti y Ramsés, quien hizo suprimir al antepasado de Ofir, considerado como un temible agitador y un mago negro, culpable de haber influenciado a Akenatón y de haberle hecho olvidar los deberes de su cargo.
Sí, tales habían sido las intenciones del libio: borrar las humillaciones sufridas por su pueblo, debilitar Egipto, aprovechar la frágil salud de Akenatón para convencerlo de que abandonara toda política de defensa.
La maniobra había estado a punto de tener éxito.
Hoy, Ofir retomaba la antorcha. ¿Acaso no había heredado la ciencia de su predecesor y sus talentos de brujo? Detestaba Egipto tanto como él y sacaría de su odio la capacidad para arrasarlo. Vencer a Egipto era derribar al faraón, derribar a Ramsés.
La mirada de Lita permanecía vacía. No obstante, Ofir le describía uno a uno todos los edificios oficiales y las villas de los nobles, le hacía descubrir los barrios de los artesanos y de los comerciantes, el parque zoológico en el que Akenatón había reunido especies raras. Durante horas, Ofir y Lita habían vagado a través del palacio desierto en el que el rey y Nefertiti habían jugado con sus hijas, entre ellas la abuela de la joven.
Durante esta nueva visita a la ciudad del sol, que se degradaba año tras año, Ofir juzgó a Lita más atenta, como si su interés por el mundo exterior se despertara por fin. Ella se entretuvo en el dormitorio de Akenatón y de Nefertiti, se inclinó sobre una cuna desvencijada y lloró.
Cuando sus lágrimas se secaron, Ofir la tomó de la mano y la llevó hasta el taller de un escultor. En unas cajas había varias cabezas de mujeres en yeso que habían servido de modelos antes de la realización del retrato en una piedra noble.
El mago las sacó una tras otra.
De pronto, Lita acarició una de las cabezas de yeso, un rostro de una sublime belleza.
—Nefertiti —murmuró ella.
Luego la mano se desplazó hacia otra cabeza, más pequeña, con unos rasgos de una notable finura.
—Merit-Atón, la amada de Atón, mi abuela. Y aquí, su hermana, allá su otra hermana… mi familia, ¡mi familia olvidada! Ella está de nuevo cerca de mí, ¡tan cerca!
Lita estrechó las cabezas de yeso contra su pecho pero soltó una que se rompió al caer al suelo.
Ofir temió una crisis de nervios, pero la joven no lanzó siquiera un grito de sorpresa, sino que permaneció inmóvil durante un largo minuto. Luego lanzó las otras cabezas contra un muro y pisoteó los trozos.
—El pasado ha muerto, y acabo de matarlo —declaró ella con los ojos fijos.
—No —objetó el mago—, el pasado jamás muere. Tu abuela y tu madre fueron perseguidas porque creían en Atón. Fui yo quien te recogió, Lita, fui yo quien te arrancó del exilio y de una muerte segura.
—Es cierto, me acuerdo… Mi abuela y mi madre están enterradas allá, en las colinas, y yo debería haberme reunido con ellas desde hace mucho tiempo. Pero tú te has comportado como un padre.
—Ha llegado el momento de la venganza, Lita. Si tú sólo has conocido la desdicha y el sufrimiento, en vez de vivir una infancia feliz, es a causa de Seti y de Ramsés. El primero ha muerto, el segundo oprime a todo un pueblo. Debemos castigarlo, debes castigarlo.
—Quiero pasear por mi ciudad.
Lita tocó las piedras de los templos y los muros de las casas, como si tomara posesión de la ciudad difunta. A la caída del sol, subió a la terraza del palacio de Nefertiti y contempló su reino fantasmal.
—Mi alma está vacía, Ofir, y tus ideas la llenan.
—Deseo verte reinar, Lita, para que impongas la creencia en el Dios único.
—No, Ofir, eso sólo es un discurso. Sólo una fuerza te gobierna: el odio, pues el mal está en ti.
—¿Rehúsas ayudarme?
—Mi alma está vacía, tú la has llenado con tu deseo de dañar. Me has moldeado pacientemente, como el instrumento de tu venganza y de la mía: hoy estoy dispuesta a luchar, como una espada cortante.
Ofir se arrodilló y dio gracias a Dios. Sus oraciones serían escuchadas.