19

Dolente, la hermana de Ramsés, se prosternó y besó los pies del rey.

—¡Perdóname, te lo suplico, y perdona a mi marido!

—Levántate, estás grotesca.

Dolente aceptó la mano de su hermano, pero no se atrevió a mirarlo. Alta, lánguida, Dolente parecía desamparada.

—¡Perdónanos, Ramsés, hemos actuado como insensatos!

—Queríais mi muerte. Tu marido ha conspirado contra mí en dos ocasiones, ¡él, que fue mi ayo!

—Su falta es grave, la mía también, pero hemos sido manipulados.

—¿Por quién, mi querida hermana?

—Por el gran sacerdote de Karnak. Logró persuadirnos de que serías un mal rey y que conducirías al país a una guerra civil.

—Entonces no confiabais en mí.

—Mi esposo, Sary, te consideraba como un ser fogoso, incapaz de refrenar tus instintos de guerrero. Lamenta sus errores… ¡Cómo los lamenta!

—¿Mi hermano, Chenar, ha tratado también de persuadiros?

—No —mintió Dolente—, es a él a quien deberíamos haber escuchado. Desde que aceptó plenamente la decisión de nuestro padre, él se considera como uno de tus súbditos y sólo piensa en servir a Egipto encontrando un puesto digno para sus capacidades.

—¿Por qué no ha venido tu marido contigo?

Dolente inclinó la cabeza.

—Tiene demasiado miedo de la cólera del faraón.

—Tienes mucha suerte, mi querida hermana. Nuestra madre y Nefertari han intervenido con vigor para evitarte un severo castigo. Ambas deseaban preservar la unidad de nuestra familia, en homenaje a Seti.

—Tú… ¿tú me perdonas?

—Te nombro superiora honoraria del harén de Tebas. Es un buen título y no te costará muchos esfuerzos. Sé muy discreta, hermanita.

—¿Y… mi marido?

—Le nombro jefe de ladrilleros en la obra de Karnak. Así será útil y aprenderá a construir en vez de destruir.

—Pero… Sary es un profesor, un escriba, ¡no sabe hacer nada con las manos!

—Es contrario a la enseñanza de nuestros padres: si la mano y la mente no trabajan juntas, el hombre se vuelve malo. Apresuraos a tomar los dos vuestras nuevas funciones. El trabajo no falta.

Mientras se retiraba, Dolente suspiró. De acuerdo con las previsiones de Chenar, ella y Sary habían escapado a lo peor. Al principio de su reinado, y bajo la influencia de su madre y de su esposa, Ramsés preferiría la clemencia a la intransigencia.

Estar obligada a trabajar era un auténtico castigo, pero más suave que el presidio de los oasis o el exilio en lo más profundo de Nubia. En cuanto a Sary, que había corrido el riesgo de la pena de muerte, podía considerarse satisfecho, incluso si su labor no era muy gloriosa.

Estas humillaciones serían de corta duración. Dolente, gracias a sus mentiras, había restablecido la honorabilidad de Chenar, que elaboraba un creíble personaje de hermano obediente y respetuoso. Preocupado por mil inquietudes, Ramsés terminaría por creer que sus enemigos de ayer, entre ellos su hermano y su hermana, habían vuelto al orden y sólo pensaban en llevar una existencia tranquila.

Moisés reencontró con alegría la obra de la sala de columnas de Karnak que Ramsés, una vez finalizado el período de luto, había decidido reabrir con el fin de terminar la gigantesca obra emprendida por su padre. Dotado de una cabellera abundante, barbado, con los hombros anchos, el torso poderoso, el rostro curtido, el joven hebreo gozaba de la estima y del afecto de su equipo de picapedreros y de grabadores de jeroglíficos.

Moisés había rechazado el puesto de maestro de obras que le proponía Ramsés, pues no se sentía capaz de cargar con semejante responsabilidad. Coordinar los esfuerzos de los especialistas y suscitar su voluntad de perfección, sí. Levantar el plano de un edificio como un arquitecto de la cofradía de Deir el-Medineh, no. Aprendiendo el oficio sobre el terreno, escuchando a aquellos que eran más instruidos que él, familiarizándose con la modestia de los materiales, el hebreo llegaría a ser apto para construir.

La ruda vida de una obra le permitía expresar su fuerza física y olvidar el fuego que le quemaba el alma. Todas las noches, tendido en su cama y buscando en vano el sueño, Moisés intentaba comprender por qué se le escapaba la simple dicha de vivir. Había nacido en un país rico, ocupaba una posición ventajosa, se beneficiaba de la amistad del faraón, atraía las miradas de hermosas mujeres, llevaba una existencia afortunada y apacible… Pero ninguno de estos argumentos lo tranquilizaba. ¿Por qué esta insatisfacción perpetua, por qué esta tortura interior que nada justificaba?

Reanudar una intensa actividad, oír de nuevo el alegre canto de mazos y cinceles, ver deslizarse sobre el légamo mojado los trineos de madera cargados con enormes bloques de piedra, velar por la seguridad de los obreros, asistir al crecimiento de una columna: esta aventura exaltante borraría sus tormentos.

En verano se descansaba. Pero la muerte de Seti y la coronación de Ramsés trastornaron las costumbres. Con la conformidad de los jefes de la corporación de Deir el-Medineh y del maestro de obras de Karnak, que le había explicado su plan punto por punto, Moisés había organizado dos periodos de trabajo diarios, el primero desde el alba hasta media mañana, el segundo desde fines de la tarde hasta el crepúsculo. Cada uno disponía así de un tiempo de recuperación suficiente, tanto más cuanto que anchos paños de tela tendidos entre estacas mantenía la obra a la sombra.

En cuanto Moisés franqueó el puesto de guardia que daba acceso a la sala de columnas en construcción, el jefe de los picapedreros se adelantó hacia él.

—No es posible trabajar en estas condiciones.

—El calor aún no es insoportable.

—Eso no nos asusta… Hablo del comportamiento del nuevo jefe del equipo de ladrilleros que construyen los andamios.

—¿Lo conozco?

—Se llama Sary, es el esposo de Dolente, la hermana del faraón. ¡Igual se cree que por eso puede hacer lo que le dé la gana!

—¿Qué le reprochas?

—Debido a que encuentra la tarea demasiado penosa, sólo convocará a su equipo cada dos días, pero lo privará de siesta y racionará el agua. ¿Piensa tratar a nuestros colegas como esclavos? ¡Estamos en Egipto, no en Grecia ni entre los hititas! Me declaro solidario con los ladrilleros.

—Tienes razón. ¿Dónde se encuentra Sary?

—Al fresco, bajo la tienda de los jefes de equipo.

Sary había cambiado mucho. El jovial ayo de Ramsés se había convertido en un hombre casi delgado, con el rostro anguloso y gestos nerviosos. Daba vueltas sin cesar a un brazalete de cobre demasiado ancho que llevaba en la muñeca izquierda y frotaba a menudo, con un ungüento, su dolorido pie derecho, debido a la artritis que le deformaba el dedo gordo. De su antigua función, Sary sólo había conservado un elegante vestido de lino blanco, que señalaba su pertenencia a la casta de los escribas acomodados.

Tendido en unos cojines, Sary bebía cerveza fresca. Echó una mirada despreocupada sobre Moisés cuando éste entró en la tienda.

—Hola, Sary; ¿me reconoces?

—No se olvida a Moisés, ¡el brillante condiscípulo de Ramsés! Tú también estás condenado a sudar en esta obra… El rey no da muchas ventajas a sus antiguos amigos.

—Mi condición me satisface.

—¡Podrías aspirar a más!

—¿Hay más hermoso sueño que participar en la edificación de un monumento como éste?

—¿Un sueño, este calor, este polvo, el sudor de los hombres, estas piedras enormes, esta labor desmesurada, el ruido de las herramientas, el contacto con peones y obreros iletrados? ¡Una pesadilla, querrás decir! Pierdes el tiempo, mi pobre Moisés.

—Se me ha confiado una misión e intento cumplirla.

—¡Hermosa y noble actitud! Cuando llegue el aburrimiento se modificará.

—¿A ti no te han confiado también una misión?

Un rictus deformó el rostro del ex ayo de Ramsés.

—Gobernar a unos ladrilleros… ¿Hay algo más entusiasmador?

—Son hombres pacientes y respetables, tanto como los escribas perezosos y demasiado alimentados.

—Extrañas palabras, Moisés; ¿te estás sublevando contra el orden social?

—Contra tu desprecio por los seres.

—¿Intentas sermonearme?

—He fijado unos horarios de trabajo para los ladrilleros y para todos los demás; conviene respetarlos.

—Yo hago mi propia elección.

—No corresponde con la mía; a ti te toca inclinarte, Sary.

—¡Me niego!

—Como quieras. Notificaré tu negativa al maestro de obras, quien alertará al visir y éste consultará con Ramsés.

—Amenazas…

—El procedimiento habitual en caso de insubordinación en una obra real.

—¡Te gusta humillarme!

—No tengo otra meta que participar en la construcción de este templo, que nadie debe dificultar.

—Te burlas de mí.

—Hoy, Sary, somos colegas: coordinar nuestros esfuerzos es la mejor solución.

—¡Ramsés te abandonará, igual que me ha rechazado a mí!

—Pide a tus ladrilleros que levanten el andamio, concédeles la siesta reglamentaria y no olvides procurarles toda el agua que deseen.