17

Los notables tebanos sólo tenían un sueño en la mente: encontrarse con el rey y abogar por su causa para preservar las ventajas adquiridas. Frente a un monarca imprevisible, que no se había vendido a ningún clan, incluso los cortesanos más influyentes podían esperar alguna sorpresa desagradable. Pero era necesario franquear el obstáculo que constituía Ameni, el secretario particular del rey, que daba las audiencias con cuentagotas y apartaba a los inoportunos sin miramientos. ¿Y qué decir del registro impuesto por el gigante sardo Serramanna, que no dejaba que nadie accediera al faraón sin haber comprobado personalmente que el visitante no poseía ni arma ni objeto sospechoso?

Aquella mañana, Ramsés había despedido a todos los solicitantes, incluido el responsable de los diques que había recomendado Ameni y del que se ocuparía muy bien él solo. El rey necesitaba los consejos de la gran esposa real.

Sentados en el borde del estanque al que iban a bañarse, ofreciendo sus cuerpos desnudos al sol, cuyos rayos filtraba el follaje de los sicomoros, saboreaban la belleza de los jardines de palacio. Nedjem, promovido a ministro de Agricultura, continuaba ocupándose de ellos con sumo cuidado.

—Acabo de entrevistarme con el gran sacerdote de Amón —confesó Ramsés.

—¿Su hostilidad es irremediable?

—Sin duda alguna. O adopto su posición, o impongo la mía.

—¿Y qué propone él?

—Que Karnak conserve la supremacía sobre los demás templos de Egipto, que él reine en el sur y yo en el norte.

—Inaceptable.

Ramsés miró a Nefertari con sorpresa.

—¡Yo que me esperaba que predicaras la moderación!

—Si la moderación conduce a la ruina del país se convierte en un vicio. Ese sacerdote intenta imponer su ley al faraón, privilegiar sus intereses particulares en perjuicio del bienestar general. Si cedes, el trono vacilará, y lo que Seti construyó será destruido.

Nefertari se había expresado con dulzura, con una voz tranquila y sosegada, pero sus palabras eran de una firmeza sorprendente.

—¿Consideras las consecuencias de un conflicto abierto entre el rey y el gran sacerdote de Amón?

—Si das muestras de debilidad desde el inicio de tu reinado, los ambiciosos y los incapaces se desatarán. En cuanto al gran sacerdote de Amón, tomará la cabeza de una disidencia y afirmará su autoridad en detrimento de la del faraón.

—No temo emprender esa lucha, pero…

—¿Temes actuar sólo para tu provecho personal?

Ramsés contempló su imagen en el agua azul del estanque.

—Has leído mis pensamientos.

—¿No soy tu esposa?

—¿Qué respondes a tu pregunta, Nefertari?

—Ninguna envoltura humana es lo bastante amplia para contener el ser del faraón. Tú eres la generosidad, el entusiasmo y el poder, y utilizas esas armas para alzarte a la altura de la función que se ha apoderado de tu vida.

—¿Me estoy equivocando?

—Lo que divide es malo, y ese gran sacerdote ha elegido la división porque le favorece. Como faraón, no debes cederle ni un palmo de terreno.

Ramsés colocó la cabeza en el seno de Nefertari, que le acarició los cabellos. Unas golondrinas, con un susurro de seda, revoloteaban por encima de la pareja real.

Los ruidos de un altercado, a la entrada del jardín, rompieron su quietud. Una mujer discutía con los guardias en un tono cada vez más alto.

Ramsés anudó un taparrabo alrededor de sus caderas y caminó hacia el grupito.

—¿Qué sucede aquí?

Los guardias se apartaron, el rey descubrió a Iset la Bella, encantadora y graciosa.

—¡Majestad! —exclamó ella—. Déjame hablarte, ¡te lo suplico!

—¿Quién te lo prohíbe?

—Tu policía, tu ejército, tu secretario, tu…

—Ven conmigo.

Oculto detrás de su madre, un chiquillo dio un paso hacia el lado.

—Éste es tu hijo, Ramsés.

—¡Kha!

Ramsés cogió al niño en brazos y lo levantó por encima de su cabeza. Asustada, la criatura estalló en sollozos.

—Es muy tímido —dijo Iset.

El rey colocó a su hijo a horcajadas sobre sus hombros; el miedo de Kha se disipó de prisa y la risa le sucedió.

—Cuatro años… ¡Mi hijo tiene cuatro años! ¿Su ayo está contento de él?

—Lo juzga demasiado serio. Kha juega muy poco y sólo piensa en descifrar jeroglíficos, incluso logra escribir algunos. Ya conoce muchas palabras.

—¡Será escriba antes que yo! Ven a refrescarte; yo voy a enseñarle a nadar.

—Ella… ¿Nefertari está ahí?

—Por supuesto.

—¿Por qué me mantienes apartada como a una extraña? Sin mí, ¡estarías muerto!

—¿Qué quieres decir?

—¿No ha sido mi carta la que te advirtió de la conspiración que se tramaba contra ti?

—¿De qué me hablas?

Iset la Bella bajó la cabeza.

—Durante algunas noches demasiado dolorosas, es cierto, he sufrido por mi soledad y tu abandono. Pero jamás he dejado de amarte y me negué a aliarme con los miembros de tu propia familia que habían decidido perjudicarte.

—Tu carta no me llegó.

Iset palideció.

—Entonces, ¿has creído que también yo me contaba entre tus numerosos adversarios?

—¿Me he equivocado?

—Sí, ¡te has equivocado! ¡Juro, sobre el nombre del faraón, que no te he traicionado!

—¿Por qué debería creerte?

Iset se agarró al brazo de Ramsés.

—¿Cómo podría mentirte?

Iset vio a Nefertari.

Su belleza le cortó el aliento. No sólo la perfección de sus formas era un encanto, sino también la luz que emanaba de la reina embelesaba la mirada y desarmaba toda crítica. Nefertari era la gran esposa con la que nadie podía rivalizar.

Los celos no encogieron el corazón de Iset la Bella. Nefertari estaba radiante, como un cielo de verano, su nobleza imponía respeto.

—¡Iset! Me alegra volver a veros.

La segunda esposa se inclinó.

—No, os lo ruego… Venid a bañaros, ¡hace tanto calor!

Iset no esperaba tal recibimiento. Desconcertada, no resistió, se desvistió y, desnuda como Nefertari, se sumergió en el agua azul del estanque.

Ramsés miró cómo nadaban las dos mujeres que amaba. ¿Cómo se podían experimentar sentimientos tan diferentes, pero intensos y sinceros? Nefertari era el gran amor de su vida, un ser excepcional, una reina. Ni las pruebas ni los ultrajes del tiempo atenuarían la pasión luminosa que vivían. Iset la Bella era el deseo, la despreocupación, la gracia, el placer loco. No obstante, había mentido y conspirado contra él. No tendría más remedio que castigarla.

—¿Es verdad que soy tu hijo? —preguntó la vocecita de Kha.

—Es verdad.

—«Hijo», en jeroglífico, se representa con un pato.

—¿Sabes dibujarlo?

Con la punta del índice y una gran seriedad, el chiquillo trazó un pato bastante logrado en la arena de la avenida.

—¿Sabes cómo se escribe faraón?

Kha trazó el plano de una casa y luego una columna.

—La casa expresa la idea de un medio protector, la columna simboliza la grandeza: «mansión grande», «gran mansión», ése es el significado de la palabra faraón.[5] ¿Sabes por qué me llaman así?

—Porque estás por encima de todo el mundo y vives en una casa muy grande.

—Tienes razón, hijo mío, pero esta casa es todo Egipto, y cada uno de sus habitantes debe encontrar en ella su propia morada.

—¿Me enseñas otros jeroglíficos?

—¿No aprecias otros juegos?

El chiquillo hizo un mohín.

—De acuerdo.

Kha sonrió.

Con el índice, el rey trazó un círculo y un punto en el centro.

—El sol —explicó—. Se le llama Ra; su nombre se forma con una boca y un brazo, pues es el verbo y la acción. Ahora te toca dibujarlo.

El niño se divirtió trazando una serie de soles que, poco a poco, se acercaron al círculo perfecto. Cuando salieron del agua, Iset y Nefertari quedaron pasmadas del resultado.

—¡Sus dotes son extraordinarias! —constató la reina.

—Casi me dan miedo —confesó Iset—. El ayo se espanta.

—Se equivoca —juzgó Ramsés—. Que mi hijo siga su camino, independientemente de la edad. Quizá el destino ya lo prepara para sucederme. Esta precocidad es un don de los dioses, respetémosla y no la refrenemos. Esperadme aquí.

El rey abandonó el jardín y penetró en el interior del palacio.

Al pequeño Kha se le había irritado la punta del dedo y empezó a llorar.

—¿Puedo tomarlo en mis brazos? —preguntó Nefertari a Iset.

—Sí… sí, por supuesto.

El niño se calmó casi de inmediato; en los ojos de Nefertari había una infinita ternura. Iset se atrevió a hacer la pregunta que le quemaba el corazón.

—Pese a la desdicha que os ha tocado vivir, ¿esperáis tener otro hijo?

—Creo estar encinta.

—¡Ah!… ¡Esta vez, las divinidades del nacimiento pueden seros favorables!

—Os agradezco estas palabras; me ayudarán a dar a luz.

Iset ocultó su desconcierto. Ella no cuestionaba que Nefertari fuera la reina, e incluso no envidiaba a la gran esposa real, abrumada por cargas y preocupaciones; pero a Iset le hubiera gustado ser la madre de innumerables hijos de Ramsés, la generadora que el rey veneraría a lo largo de toda su vida. Por ahora seguía siendo la que le había dado su primer hijo. Pero si Nefertari llegaba a ser madre de un chico, probablemente Kha sería relegado a un segundo plano.

Ramsés regresó con una pequeña tableta de escriba provista con dos panes de tinta, uno rojo y otro negro, y de tres pequeños pinceles. Cuando se los dio a su hijo, el rostro de Kha se iluminó, y apretó los preciosos objetos contra su pecho.

—¡Te quiero, papá!

En cuanto Iset y Kha se fueron, Ramsés no disimuló sus pensamientos a Nefertari.

—Estoy convencido de que Iset ha conspirado contra mí.

—¿Se lo has preguntado?

—Confiesa haber tenido pensamientos negativos respecto de mi persona, pero pretende hacerme creer que ha intentado prevenirme de que se estaba preparando una agresión contra mí. Su carta no me ha llegado.

—¿Por qué no le crees?

—Tengo la impresión de que miente y de que no me perdona que te haya elegido como gran esposa.

—Te equivocas.

—Su falta debe ser sancionada.

—¿Qué falta? Un faraón no puede castigar fundándose en una fugaz impresión. Iset te ha dado un hijo, ella no te desea ningún mal. Olvida la falta, si ha sido cometida, y más aún la sanción.