15

El primer rayo de luz despertó a Ramsés. Acarició la sublime espalda de Nefertari, aún amodorrada, y la besó en el cuello. Sin abrir los ojos, ella lo abrazó, rodeando su cuerpo poderoso.

—Soy feliz.

—Tú eres la dicha, Nefertari.

—No nos separemos durante tanto tiempo.

—Ni tú ni yo podemos elegir.

—¿Las exigencias del poder dirigirán nuestras vidas?

Ramsés la estrechó muy fuerte contra él.

—No respondes…

—Porque conoces la respuesta, Nefertari. Tú eres la gran esposa real, yo soy el faraón: no escaparemos a esta realidad, ni siquiera en nuestros sueños más secretos.

Ramsés se levantó y caminó hacia la ventana desde donde contempló el campo tebaico, verdeando bajo el sol de verano.

—Te amo, Nefertari, pero también soy el esposo de Egipto. Debo fecundar esta tierra y hacerla próspera. Cuando su voz me llama, no tengo derecho a permanecer indiferente.

—¿Tanto queda por hacer?

—Creía que tendría que reinar en un país tranquilo, olvidando que estaba habitado por hombres. Unas semanas les bastan para traicionar la ley de Maat y destruir la obra de mi padre y de sus antepasados; la armonía es el más frágil de los tesoros. Si mi vigilancia se relaja, el mal y las tinieblas se apoderarán del país.

Nefertari se levantó a su vez; desnuda, se acurrucó contra Ramsés. Al simple contacto de su cuerpo perfumado, él supo que su comunión era total.

Unos golpes nerviosos llamaron a la puerta de la habitación; ésta se abrió bruscamente, dando paso a un Ameni desgreñado que se volvió en cuanto divisó a la reina.

—¡Es grave, Ramsés, muy grave!

—¿Hasta el punto de importunarme tan temprano?

—Ven, no perdamos un instante.

—¿No me darás tiempo para lavarme y desayunar?

—Esta mañana no.

Ramsés no descuidaba las advertencias de Ameni, sobre todo cuando el joven escriba, de ordinario dueño de sí, perdía su sangre fría.

El rey conducía un carro tirado por dos caballos, seguido por otro carro que ocupaban Serramanna y un arquero. Aunque la velocidad lo mareaba, Ameni se alegró por la prisa que se daba Ramsés. Se detuvieron ante una de las puertas del recinto de Karnak. Echaron pie a tierra y leyeron la estela cubierta de jeroglíficos que todos los transeúntes capaces de leer podían descifrar.

—¡Mira la tercera línea! —exigió Ameni.

El signo formado por tres pieles de animal, que servía para escribir la idea de «nacimiento» y para designar a Ramsés como el «hijo de la luz», había sido mal grabado. Este defecto le hacía perder su magia protectora y lesionaba el ser secreto del faraón.

—Lo he comprobado —declaró Ameni postrado—. El mismo error se repite en los zócalos de las estatuas y de las estelas visibles por todos. ¡Es una malevolencia, Ramsés!

—¿Quién será el autor?

—El gran sacerdote de Amón y sus escultores. ¡Son ellos los que tenían la misión de grabar estos mensajes que proclaman tu coronación! Si no lo hubieras comprobado por ti mismo, no me habrías creído.

Aunque el sentido general de la proclamación no estuviera alterado, el asunto era serio.

—Convoca a los escultores —ordenó Ramsés—, y haz rectificar el grabado.

—¿No enviarás a los culpables ante un tribunal?

—No han hecho más que obedecer órdenes.

—El gran sacerdote de Amón está enfermo; es la razón por la cual no ha podido rendirte homenaje.

—¿Tienes pruebas contra esa importante personalidad?

—¡Su culpabilidad es evidente!

—Desconfía de las evidencias, Ameni.

—¿Quedará impune? Por muy rico que sea, es tu servidor.

—Establece una relación detallada de sus bienes.

Romé no podía quejarse de sus nuevas funciones. Tras haber nombrado hombres concienzudos y estrictos en el capítulo de la higiene, para mantener la limpieza de palacio, se había ocupado del zoológico real, en el que cohabitaban tres gatos, dos gacelas, una hiena y dos grullas cenicientas.

Un único individuo escapaba a su control: Vigilante, el perro amarillo oro del faraón, que había adquirido la enojosa costumbre de atrapar cada día un pez en el estanque real; como la escena se desarrollaba bajo la mirada protectora del león de Ramsés, ninguna intervención era posible.

A primera hora de la mañana, Romé había ayudado a Ameni a llevar una pesada caja de papiros. ¿De dónde sacaba tanta energía este pequeño escriba enclenque que comía poco y sólo dormía tres o cuatro horas por noche? Infatigable, pasaba la mayor parte de su tiempo en un despacho atestado de documentos sin ceder jamás a algún amago de lasitud.

Ameni se encerró con Ramsés, mientras Romé hacía su inspección cotidiana de las cocinas. La salud del faraón, por lo tanto de todo el país, ¿no dependía de la calidad de sus comidas?

Ameni desenrolló varios papiros en unas mesas bajas.

—He aquí el resultado de mis investigaciones —declaró con orgullo.

—¿Fueron difíciles?

—Sí y no. Los administradores del templo de Karnak no han apreciado mucho mi visita y mis preguntas, pero no se han atrevido a impedirme verificar sus declaraciones.

—¿Karnak es riquísimo?

—Lo es: ochenta mil empleados, cuarenta y seis obras en actividad en provincias que dependen del templo, cuatrocientos cincuenta jardines, vergeles y viñas, cuatrocientas veinte mil cabezas de ganado, noventa barcos y sesenta y cinco aldeas de diverso tamaño que trabajan directamente para el mayor santuario de Egipto. Su gran sacerdote reina sobre un verdadero ejército de escribas y campesinos. A este atestado hay que añadir otro; si se hace el recuento de la totalidad de los bienes del dios Amón, por lo tanto, de su clero, obtenemos seis millones de bovinos, seis millones de cabras, doce millones de asnos, ocho millones de mulas y varios millones de aves.

—Amón es el dios de las victorias y el protector del imperio.

—Nadie lo cuestiona, pero sus sacerdotes sólo son hombres. Cuando uno es llamado a gestionar semejante fortuna, ¿no se convierte en presa de tentaciones inconfesables? No he tenido tiempo de llevar más lejos mi investigación, pero estoy inquieto.

—¿Una razón precisa?

—En Tebas, los dignatarios esperan con impaciencia la partida de la pareja real hacia el norte. Dicho de otra manera, tu majestad trastorna su quietud y perturba el juego habitual. Se te pide enriquecer Karnak y dejarlo crecer como un Estado dentro del Estado, hasta el día en el que el gran sacerdote de Amón se proclame rey del sur y haga secesión.

—Eso sería la muerte de Egipto, Ameni.

—Y la miseria para el pueblo.

—Necesitaría pruebas tangibles, la traza de una malversación. Si intervengo contra el gran sacerdote de Amón, no tengo derecho a equivocarme.

—Yo me ocupo de ello.

Serramanna no tenía el espíritu tranquilo. Después de la tentativa de atentado de los griegos de Menelao, en Menfis, sabía que la existencia de Ramsés estaba amenazada. Y aunque los bárbaros ya habían abandonado Egipto, no por eso había desaparecido el peligro.

Así pues inspeccionaba sin parar lo que consideraba como los puntos sensibles del palacio tebaico, el cuartel general del ejército, el de la policía y el regimiento de las tropas de élite. Si se producía una revuelta, era allí donde nacería. El sardo, antiguo pirata, sólo se fiaba de su instinto, y ponía en duda las intenciones de un oficial superior o de un simple soldado. En numerosos casos, sólo había debido su supervivencia al hecho de haber golpeado primero, cuando su adversario se presentaba como un amigo.

A pesar de su estatura de coloso, Serramanna se desplazaba como un gato; le gustaba observar sin ser visto y sorprender las conversaciones. Por mucho calor que hiciera, el sardo llevaba una coraza metálica, y en la cintura un puñal y una espada corta de extremo muy puntiagudo. Las patillas y el bigote rizados daban a su rostro macizo un aspecto más bien espantoso con el que sabía jugar.

Los oficiales del ejército profesional, la mayoría procedentes de familias afortunadas, lo detestaban v se preguntaban por qué Ramsés había confiado el mando de su guardia personal a semejante patán. Serramanna no se preocupaba por ello. Ser amado no servía para nada y no formaba a un buen guerrero, capaz de servir a un buen jefe.

Y Ramsés era un buen jefe, capitán de un inmenso barco cuya navegación amenazaba ser peligrosa y animada.

En resumen, tenía todo lo que deseaba un pirata sardo, promovido a una dignidad inesperada y muy decidido a conservarla. Su suntuosa villa, las deliciosas egipcias de senos redondos como manzanas de amor y la buena comida no le bastaban. Nada sustituía un enfrentamiento sangriento durante el cual un hombre probaba su valor.

La guardia de palacio era renovada tres veces al mes, los días uno, once y veintiuno. Los soldados recibían vino, carne, pasteles y un salario en cereales. En cada relevo, Serramanna observaba a sus hombres hasta el fondo de los ojos, y les atribuía un puesto. Toda falta de disciplina, toda relajación se traducía en una paliza y un despido inmediato.

El sardo pasó lentamente ante los soldados, colocados en una sola fila. Se detuvo delante de un joven rubito, que parecía nervioso.

—¿De dónde vienes?

—De un pueblo del Delta, comandante.

—¿Cuál es tu arma preferida?

—La espada.

—Bebe esto, necesitas saciar la sed.

Serramanna le presentó al rubito una redoma que contenía vino anisado. Bebió dos sorbos.

—Tú vigilarás la entrada del pasillo que lleva al despacho real e impedirás el acceso durante las tres últimas horas de la noche.

—A sus órdenes, comandante.

Serramanna comprobó el filo de las armas blancas, rectificó posturas, reajustó uniformes e intercambio unas palabras con otros soldados.

Luego cada uno se dirigió a su puesto…

El arquitecto de palacio había dispuesto las ventanas altas de manera que se estableciera una circulación de aire que refrescara los pasillos durante las cálidas noches de verano.

Reinaba el silencio y en el exterior sólo se oía el canto de los sapos enamorados.

Serramanna avanzó sin hacer ruido por el enlosado, en dirección al pasillo que llevaba al despacho de Ramsés. Como suponía, el rubito no estaba en su puesto.

En vez de efectuar la vigilancia, intentaba hacer saltar el cerrojo que impedía el acceso al despacho. El sardo, con su ancha mano, lo agarró por el cuello y lo levantó.

—Un griego, ¡eh! Sólo un griego puede beber vino anisado sin chistar. ¿A qué facción perteneces, amiguito? ¿A un remanente de Menelao o a una nueva conspiración? ¡Responde!

El rubito se agitó unos instantes, pero no emitió ningún sonido.

Como lo sentía desmadejarse, Serramanna lo dejó en el suelo, donde se tendió como una muñeca de trapo. El sardo, sin quererlo, le había roto las vértebras cervicales.