14

Nefertari contuvo las lágrimas con gran dificultad.

Lo que temía había sucedido. Ella, que soñaba con la meditación y el recogimiento, se sentía arrastrada por una ola monstruosa. Inmediatamente después de la coronación, tuvo que separarse de Ramsés para hacer frente a sus responsabilidades de gran esposa real y visitar los templos, las escuelas y los talleres de tejido que dependían de ella.

Tuya presentó a Nefertari a los gestores de las tierras de la reina, a los superiores de los harenes encargados de la educación de las muchachas, a los escribas destinados a la administración de sus bienes, a los recaudadores de impuestos, a los sacerdotes y a las sacerdotisas que realizaban en su nombre los ritos de la «esposa del Dios», destinados a preservar la energía creadora sobre la tierra.

Durante varios días, Nefertari fue llevada de un lugar a otro sin tener la posibilidad de recuperar el aliento. Tuvo que reunirse con centenares de personas, encontrar una palabra justa para cada una, no separarse de su sonrisa y no manifestar la menor señal de fatiga.

Cada mañana, peluquera, maquilladora, manicura y pedicura se apoderaban de la reina y la volvían más bella que la víspera. De su encanto, tanto como del poder de Ramsés, dependía la dicha de Egipto. Con su elegante vestido de lino, ajustado a la cintura por un cinturón rojo, ¿no era la más seductora de las reinas?

Agotada, la joven se tendió en una cama baja. No tenía el coraje de asistir a una nueva cena de gala durante la cual le ofrecerían vasijas de ungüentos perfumados.

La frágil silueta de Tuya avanzó en la penumbra que había invadido la habitación.

—¿Estás enferma, Nefertari?

—Ya no tengo fuerzas.

La viuda de Seti se sentó en el borde de la cama y tomó la mano derecha de la joven entre sus manos.

—He pasado esta prueba, como tú. Dos remedios te curarán: una poción revigorizante y el magnetismo que Ramsés ha heredado de su padre.

—No estoy hecha para ser reina.

—¿Amas a Ramsés?

—Más que a mí misma.

—En ese caso, no lo traicionarás. Es con una reina con quien se ha casado, y es una reina quien luchará a su lado.

—¿Y si se ha equivocado?

—No se ha equivocado. ¿Crees que yo no he conocido los mismos momentos de desfallecimiento y de desaliento? Lo que se pide a una gran esposa real va más allá de las fuerzas de una mujer. Desde la creación de Egipto ha sido así. Y no debe ser de otra manera.

—¿No tuvisteis ganas de renunciar?

—Diez veces, cien veces por día, al principio. Le supliqué a Seti que buscara a otra mujer y me conservara junto a él como segunda esposa. Su respuesta siempre fue idéntica: me tomaba en sus brazos y me reconfortaba, sin aliviar de ninguna manera mi carga de trabajo.

—¿No soy indigna de la confianza de Ramsés?

—Está bien que hagas esta pregunta, pero es a mí a quien le toca responderla.

La inquietud apareció en la mirada de Nefertari. La de Tuya no vaciló.

—Estás condenada a reinar, Nefertari. No luches contra tu destino, déjate deslizar en él como el pez en el agua.

En menos de tres días, Ameni y Romé habían iniciado una profunda reforma de la administración tebaica siguiendo las instrucciones de Ramsés, que se había entrevistado con todos los funcionarios, desde el alcalde de Tebas hasta el encargado del transbordador. Debido a lo lejos que se hallaba Menfis y a la presencia casi permanente de Seti en el norte, la gran ciudad del sur llevaba una existencia cada vez más autónoma, y el gran sacerdote de Amón, respaldado por las inmensas riquezas de su templo, empezaba a considerarse como una especie de monarca cuyos decretos revestían más importancia que los del rey. Escuchando a unos y a otros, Ramsés había tomado conciencia de los peligros que implicaba una situación semejante. Si permanecía indiferente, el Alto y el Bajo Egipto se convertirían en dos países diferentes, incluso enfrentados, y la división conduciría al desastre.

Ameni, el delgado, y Romé, el barrigón, no tuvieron ninguna dificultad en colaborar; diferentes y complementarios, sordos a las solicitudes de los cortesanos, subyugados por la personalidad de Ramsés y persuadidos de que avanzaban por el buen camino, trastrocaron una jerarquía soñolienta y procedieron a muchos nombramientos inesperados, aprobados por el rey.

Quince días después de la coronación, Tebas estaba en ebullición. Unos habían anunciado la llegada al poder de un incapaz, otros de un adolescente aficionado a la caza y a las hazañas físicas. Ahora bien, Ramsés no había salido de su palacio, multiplicando consultas y decisiones, y manifestando su autoridad con un vigor digno de Seti.

Ramsés esperó las reacciones, pero éstas no se produjeron. Tebas permaneció amorfa, golpeada por el estupor. Convocado por el rey, el visir se comportó como un primer ministro dócil y se contentó con tomar nota de las directrices de su majestad con el fin de ejecutarlas sin demora.

Ramsés no compartió ni la exaltación juvenil de Ameni ni la satisfacción divertida de Romé. Sorprendidos por la rapidez de su acción, sus enemigos no estaban ni exterminados ni mucho menos vencidos, sino buscando una segunda oportunidad que la adversidad les ayudaría a encontrar. El rey habría preferido una franca batalla a las sordas alianzas que se tramaban en la sombra. Pero eso sólo era un deseo infantil.

Cada tarde, poco antes de la puesta del sol, recorría las avenidas del jardín del palacio, en el que trabajaban unos veinte jardineros que regaban los parterres de flores y los árboles una vez caída la noche. A su izquierda, Vigilante, el perro amarillo, llevaba un collar de acianos; a su derecha, el colosal león se desplazaba con agilidad. Y, a la entrada del jardín, el sardo Serramanna, jefe de los guardaespaldas de su majestad, sentado bajo un emparrado y dispuesto a intervenir a la menor señal de peligro.

Ramsés sentía un intenso amor por los sicomoros, los granados, las higueras, las perseas y otros árboles que hacían de un jardín un paraíso en el que el alma descansaba. ¿No debía Egipto parecerse a ese refugio de paz donde las diversas esencias vivían en armonía?

Aquella noche, Ramsés plantó un minúsculo sicomoro, lo rodeó con un montículo de tierra y lo regó con precaución.

—Vuestra majestad debe esperar un cuarto de hora y rociar el contenido de otro cántaro, casi gota a gota.

El hombre que acababa de expresarse era un jardinero sin edad. En la nuca tenía la huella de un gran absceso, secuela del peso de las pértigas que llevaban en cada extremo un pesado recipiente de tierra cocida.

—Consejo juicioso —reconoció Ramsés—. ¿Cómo te llamas?

—Nedjem.

—«El dulce»… ¿Estás casado?

—Me he unido a este jardín, a estos árboles, a estas plantas y a estas flores. Son mi familia, mis antepasados y mis descendientes. El sicomoro que habéis plantado os sobrevivirá, incluso si permanecéis ciento diez años sobre la tierra, como los sabios.

—¿Dudas de ello? —preguntó Ramsés con una sonrisa.

—No debe ser fácil ser rey y seguir siendo sabio. Los hombres son perversos y astutos.

—Pero tú perteneces a esa raza que no amas. ¿Estás exento de esos defectos?

—No me atrevo a afirmarlo, majestad.

—¿Has formado discípulos?

—Ése no es mi papel, sino el del superior de los jardineros.

—¿Es más competente que tú?

—¿Cómo podría saberlo? Jamás viene por aquí.

—¿Crees que los árboles son suficientemente numerosos en Egipto?

—Es la única población que jamás será suficiente.

—Comparto tu opinión.

—El árbol es un don total —afirmó el jardinero—. Vivo, ofrece sombra, flores y frutos. Muerto nos da su madera. Gracias a él, comemos, construimos y disfrutamos de momentos de dicha cuando el suave viento del norte nos envuelve, sentados al abrigo de un follaje. Sueño con un país de árboles en el que los únicos habitantes fueran los pájaros y los resucitados.

—Tengo la intención de hacer plantar muchos árboles en todas las provincias —reveló Ramsés—. Ninguna plaza de pueblo debe estar desprovista de sombra. Los viejos y los jóvenes se encontrarán allí, los segundos escucharán la palabra de los primeros.

—Que los dioses os sean favorables, majestad. No podría existir mejor programa de gobierno.

—¿Me ayudarás a realizarlo?

—Yo, pero…

—Los despachos del Ministerio de Agricultura están llenos de escribas trabajadores y competentes, pero necesito un hombre que ame la naturaleza y perciba sus secretos para darles buenas directrices.

—Sólo soy un jardinero, majestad, un…

—Tienes las dotes de un excelente ministro de Agricultura. Preséntate mañana por la mañana en palacio y pide ver a Ameni. Estará avisado y te ayudará a debutar en tus nuevas funciones.

Ramsés se alejó, abandonando a un Nedjem estupefacto e incapaz de reaccionar. En el fondo del amplio jardín, entre dos higueras, el rey había creído divisar una silueta fina y blanca. ¿Acababa de aparecer una diosa en ese lugar mágico?

Con paso apresurado, se acercó.

La silueta no se había movido.

En los suaves fulgores del ocaso brillaban los cabellos negros y el largo vestido blanco. ¿Cómo podía ser tan bella una mujer, a la vez que inaccesible y atractiva?

—Nefertari…

Ella se lanzó hacia él y se acurrucó en sus brazos.

—He logrado escaparme —confesó ella—. Tu madre ha aceptado representarme en el concierto de laúdes de esta noche. ¿Me habías olvidado?

—Tu boca es un capullo de loto y tus labios pronuncian hechizos, pero tengo unas ganas locas de besarte.

Su beso fue una fuente de juventud; abrazados hasta formar un solo ser, se regeneraron ofreciéndose uno a otro.

—Soy un pájaro salvaje que se deja atrapar en la trampa de tu cabellera —dijo Ramsés—. Me haces descubrir un jardín con mil flores cuyos perfumes me embriagan.

Nefertari soltó sus cabellos, Ramsés hizo deslizar los tirantes del vestido de lino por los hombros de Nefertari. En la calidez de una noche de verano, embalsamada y apacible, se unieron.