Ramsés recordaba cada pedazo de roca del Valle de los Reyes, de esta «gran pradera» de absoluta aridez que su padre le había hecho descubrir, llevándolo al interior de la tumba del primer Ramsés, el fundador de la dinastía, un viejo visir llamado por un consejo de sabios para dar impulso a una nueva estirpe de soberanos. Sólo había reinado dos años, confiando a Seti el cuidado de hacer brillar un poder que, hoy, era otorgado a Ramsés II.
Con el corazón oprimido, indiferente al insoportable calor del verano que hacía desfallecer a algunos de los portadores del mobiliario funerario, el hijo menor de Seti caminaba a la cabeza del cortejo y conducía la momia del rey difunto a su última morada.
En un instante, Ramsés empezó a odiar aquel valle maldito que le quitaba a su padre y lo condenaba a la soledad. Pero la magia del lugar se apoderó una vez más de su alma, una magia que transmitía la vida y no la muerte.
En ese silencio mineral hablaba la voz de los antepasados; hablaba de luz, de transfiguración y de resurrección, imponía la veneración y el respeto del mundo celeste en el que nacían todas las formas de vida.
Ramsés fue el primero en penetrar en la inmensa tumba de Seti, la más larga y la más profunda del valle. Por decreto, el futuro faraón exigiría que, en adelante, ninguna otra pudiera superarla. A los ojos de la posteridad, Seti permanecería sin igual.
Doce sacerdotes llevaron la momia. Ramsés, en calidad de ritualista y sucesor encargado de pronunciar las fórmulas de paso al más allá y de renacimiento en el mundo de los dioses, estaba vestido con una piel de pantera. En las paredes de la morada eterna, los textos rituales, viviendo por sí mismos, continuaban siendo eficaces más allá del tiempo.
Los momificadores habían trabajado a la perfección. El rostro de Seti era el de un ser realizado, de una total serenidad. Se habría jurado que sus ojos iban a abrirse, que su boca iba a hablar… Los sacerdotes colocaron la tapa del sarcófago, instalado en el centro de la «morada de oro», en la que Isis realizaría su obra de alquimista para transformar lo mortal en inmortal.
—Seti fue un rey justo —murmuró Ramsés—, cumplió con la Regla, fue amado por la luz, y entra vivo en Occidente.
En todo Egipto, los barberos trabajaban sin descanso para afeitar a los hombres y hacer desaparecer las barbas, ya que el periodo de luto había terminado. Las mujeres ataron de nuevo sus cabellos, las elegantes los confiaron a las peluqueras, autorizadas a realizar su oficio.
La víspera de la coronación, Ramsés y Nefertari se recogieron en el templo de Gurnah, donde cada día se llevaría a cabo un culto al ka de Seti, para mantener la presencia del faraón transfigurado entre los vivos. Luego la pareja se dirigió al templo de Karnak, en el que fue acogida por el gran sacerdote, de manera muy protocolaria y sin ninguna señal de entusiasmo. Después de una comida frugal, el regente y su esposa se retiraron al palacio acondicionado en el interior de la residencia terrestre del dios Amón. Por separado, ambos meditaron ante el zócalo de un trono, símbolo de la meta primordial surgida del océano del cosmos en el origen de los tiempos y jeroglífico que servía para escribir el nombre de la diosa Maat, la Regla intemporal, «aquella que es recta y dicta la buena dirección», esa Regla con la que la pareja real se alimentaría para alimentar a su vez a la comunidad egipcia.
A Ramsés le pareció que el espíritu de su padre estaba junto a él y que lo secundaría, en esas horas angustiosas previas al instante en el que su existencia sería trastornada de manera definitiva. El nuevo rey ya no se pertenecería, ya no tendría otra preocupación más que el bienestar de su pueblo y la prosperidad de su país.
De nuevo, la tarea le espantó.
Tuvo ganas de salir de ese palacio y correr hacia su juventud desaparecida, hacia Iset la Bella, hacia el placer y la despreocupación. Pero era el sucesor designado por Seti, y el esposo de Nefertari. Tuvo que pisotear el miedo a reinar y cruzar la última noche antes de su coronación.
Las tinieblas se desgarraron y nació el alba, anunciando la resurrección del sol, vencedor del monstruo de las profundidades. Dos sacerdotes, uno que llevaba una máscara de halcón y el otro una de ibis, se colocaron a cada lado de Ramsés. Simbolizaban a los dioses Horus, protector de la realeza, y Thot, maestro de los jeroglíficos y de la ciencia sagrada. Vertieron sobre el cuerpo desnudo del regente el contenido de dos grandes jarrones para purificar su condición humana. Luego lo modelaron a la imagen de los dioses aplicándole los nueve ungüentos, desde la cabeza hasta la punta de los pies, que abrirían los centros de energía y le darían una percepción de la realidad diferente de la de los demás hombres.
La indumentaria correspondía también a la apariencia de un ser distinto de cualquier otro. Los dos sacerdotes vistieron a Ramsés con un taparrabo blanco y oro, cuya forma no había variado desde los orígenes, y le amarraron a la cintura una cola de toro, evocación del poder real. El joven recordó el terrorífico encuentro con el toro salvaje que le había impuesto su padre a fin de probar su valor; hoy era él quien encarnaba esa fuerza que debía ejercer con conocimiento.
Luego los ritualistas adornaron el cuello de Ramsés con un ancho collar de siete hileras de perlas coloreadas, los bíceps y las muñecas con brazaletes de cobre, y le calzaron sandalias blancas. En seguida le presentaron la cachiporra blanca con la que derribaría a sus enemigos e iluminaría las tinieblas, y ciñeron a su frente una cinta dorada cuyo nombre, sia, significaba «visión intuitiva».
—¿Aceptas la prueba del poder? —preguntó Horus.
—La acepto.
Horus y Thot tomaron a Ramsés de la mano y lo condujeron a otra habitación. En un trono estaban las dos coronas, que eran protegidas por un sacerdote que llevaba la máscara del dios Set.
Thot se apartó, Horus y Set se dieron el abrazo fraterno. A pesar de su eterna rivalidad, tenían el deber de reunirse en un mismo ser, el del faraón.
Horus levantó la corona roja del Bajo Egipto, una especie de birrete coronado por una espiral, y la colocó sobre la cabeza de Ramsés. Luego Set encajó la corona blanca del Alto Egipto, cuya forma oval terminaba en un bulbo.
—«Los dos poderes» están unidos en ti —declaró Thot—, tú gobiernas y unes la tierra negra y la tierra roja, tú eres el del junco del sur y el de la abeja del norte, tú haces verdecer los dos países.
—Sólo tú podrás acercarte a las dos coronas —reveló Set—; el rayo que contienen aniquilaría al usurpador.
Horus dio al faraón dos cetros. El primero tenía el nombre de «amo del poder», que le serviría para consagrar las ofrendas, y el segundo, «magia», un báculo de pastor que mantendría a su pueblo en la unidad.
—Ha llegado la hora de aparecer glorificado —decretó Thot.
Precedido por las tres divinidades, el faraón salió de las salas secretas, en dirección al gran patio a cielo abierto en el que se habían reunido los notables admitidos en el recinto de Karnak.
En un estrado y bajo palio había un trono de madera dorada, más bien modesto, de líneas sobrias.
El trono de Seti durante las ceremonias oficiales.
Advirtiendo la vacilación de su hijo, Tuya dio tres pasos hacia él y se inclinó.
—Que vuestra majestad se alce como un nuevo sol y que tome asiento en el trono de los vivos.
Ramsés quedó trastornado por el homenaje que le rendía la viuda del faraón difunto, su madre, a la que él veneraría hasta su último aliento.
—He aquí el testamento de los dioses que te lega Seti —proclamó ella—. El testamento legitima tu reinado como legitimó el suyo, y de la misma manera legitimará el de tu sucesor.
Tuya entregó a Ramsés un estuche de cuero que encerraba un papiro escrito por la mano de Thot, en el alba de la civilización, y que hacía del faraón el heredero de Egipto.
—He aquí tus cinco nombres —declaró la reina madre con una voz clara y reposada—: toro poderoso amado por la Regla; protector de Egipto, que controla los países extranjeros; rico en ejércitos, con victorias grandiosas; aquel que ha sido elegido por la luz, pues poderosa es la Regla; hijo de la luz, Ramsés.
Un silencio total había acogido estas palabras. Incluso Chenar, olvidando su ambición y su rencor, había sucumbido a la magia de esos instantes.
—Es una pareja real la que gobierna las Dos Tierras —continuó Tuya—. Adelántate, Nefertari, ven al lado del rey, tú que te conviertes en su gran esposa y en la reina de Egipto.
A pesar de la solemnidad del rito, Ramsés se sintió tan emocionado por la belleza de la joven que tuvo ganas de tomarla en sus brazos. Vestida con una larga túnica de lino, adornada con un collar de oro, pendientes de amatista y brazaletes de jaspe, contempló al rey y pronunció la fórmula ancestral.
—Reconozco a Horus y a Set unidos en el mismo ser. Canto tu nombre, faraón, tú eres el ayer, el hoy y el mañana. Tu palabra me hace vivir, apartaré de ti el mal y el peligro.
—Te reconozco como soberana del Doble País y de todas las tierras, tú, cuya dulzura es inmensa y satisfaces a los dioses, tú, que eres la madre y la esposa del dios, tú, a quien amo.
Ramsés colocó en la cabeza de Nefertari la corona provista de dos altas plumas que hacía de ella la gran esposa real, asociada al poder del faraón.
Un halcón de anchas alas, que parecía surgir del sol, revoloteó por encima de la pareja real, como si localizara una presa. De pronto se precipitó hacia ella a tal velocidad que ningún arquero tuvo tiempo de actuar.
Un grito de asombro y de temor ascendió de los asistentes cuando la rapaz se posó en la nuca de Ramsés, plantando sus garras en los hombros del rey.
El hijo de Seti no se había movido; Nefertari seguía mirándolo.
Durante largos segundos, los cortesanos, deslumbrados, asistieron al milagro, a la comunión del halcón Horus, protector de la monarquía, y del hombre que él había elegido para gobernar Egipto.
Luego el pájaro partió de nuevo hacia el sol, con un vuelo poderoso y sereno.
De los pechos surgió la aclamación que saludaba, el vigésimo séptimo día del tercer mes del verano, la ascensión al trono de Ramsés.[4]