El barco de Tuya, la gran esposa real, tomó la cabeza de la flotilla que salió de Menfis en dirección a Tebas y al Valle de los Reyes, donde reposaba la momia de Seti. Nefertari casi no abandonaba a Tuya, cuyo sufrimiento contenido percibía con una admirable serenidad. Con el simple contacto de la viuda del gran rey, Nefertari aprendió lo que debía ser el comportamiento de una reina durante una prueba cruel. La discreta presencia de la joven fue para Tuya un inestimable consuelo; ni una ni otra experimentaban la necesidad de extenderse en confidencias, pero su comunión afectuosa fue intensa y profunda.
Ramsés trabajó durante todo el viaje.
Ameni, aunque sufría el fuerte calor del verano, había preparado una masa impresionante de informes relativos a la política exterior, a la seguridad del territorio, a la salud pública, a los grandes trabajos, a la gestión de los alimentos, al mantenimiento de los diques y de los canales, y a muchos otros temas más o menos complejos.
Ramsés tomó así conciencia de la enormidad de su tarea. Cierto que numerosos funcionarios la compartían con él, pero debía conocer la jerarquía administrativa en sus menores detalles y no perder el control de la misma, so pena de ver a Egipto cabecear y zozobrar como un barco sin timón. El tiempo jugaba contra el futuro rey; en cuanto fuera coronado, se le pediría que tomara decisiones y que se comportara como el amo de las Dos Tierras. Si cometía grandes errores, ¿cuáles serían las consecuencias?
Su angustia se disipó cuando pensó en su madre, preciosa aliada que le evitaría pasos en falso y lo instruiría sobre las astucias que utilizaban los notables para preservar sus privilegios. ¿Cuántos lo habían requerido ya con la esperanza de que no modificaría ninguna situación establecida?
Tras largas horas de tarea en compañía de Ameni, cuya precisión y rigor eran irreemplazables, a Ramsés le gustaba permanecer en la proa del barco, contemplar el Nilo, que llevaba la prosperidad en su corriente, y gozar del viento vivificante que ocultaba el aliento de Dios. En esos instantes privilegiados, Ramsés tenía la sensación de que todo Egipto, desde la punta del Delta a las soledades de Nubia, le pertenecía. ¿Sabría amarlo como él deseaba?
Ramsés había invitado a su mesa a Moisés, a Setaú, a Acha y a Ameni, huéspedes de honor del barco del regente. Así se había reconstituido la cofradía que había pasado varios años de estudios en el interior del Kap, la escuela superior de Menfis, buscando el conocimiento y el verdadero poder. La dicha de volverse a encontrar y de compartir una comida no disipaba la pena: cada uno sentía que la desaparición de Seti era un cataclismo del que Egipto no saldría indemne.
—Esta vez —dijo Moisés a Ramsés—, tu sueño va a realizarse.
—Ya no es un sueño, sino un enorme peso que temo.
—Tú ignoras el miedo —objetó Acha.
—En tu lugar —murmuró Setaú—, renunciaría, la existencia de un faraón no tiene nada de envidiable.
—He dudado mucho, ¿pero qué pensarías de un hijo que traiciona a su padre?
—Que la razón ha triunfado sobre la locura; Tebas puede ser a la vez tu tumba y la de tu padre.
—¿Has tenido noticias de una nueva conspiración? —se inquietó Ameni.
—Una conspiración… ¡Habrá diez, veinte o cien! Por ello estoy aquí con unos magníficos aliados.
—Setaú guardaespaldas —ironizó Acha—; ¿quién lo habría creído?
—Yo actúo en vez de lanzarme a hermosos discursos.
—¿Criticas la diplomacia?
—Lo complica todo cuando en realidad la vida es muy sencilla: por un lado, el bien; por el otro, el mal. Entre los dos no hay relación posible.
—Es tu visión la que es simplista —arguyó Acha.
—Me conviene —intervino Ameni—; por un lado, los partidarios de Ramsés, por el otro, sus adversarios.
—¿Y si estos últimos fueran cada vez más numerosos? —preguntó Moisés.
—Mi posición no variará.
—Pronto Ramsés ya no será nuestro amigo, sino el faraón de Egipto. Entonces no nos mirará con los mismos ojos.
Las palabras de Moisés sembraron una gran turbación. Todos esperaron la respuesta de Ramsés.
—Moisés tiene razón. Ya que el destino me ha elegido, no huiré; ya que sois mis amigos, me serviré de vosotros.
—¿Qué suerte nos reservas? —preguntó el hebreo.
—Ya os habéis trazado un camino. Espero que nuestras sendas se encuentren y que viajemos juntos para mayor dicha de Egipto.
—Ya conoces mi postura —declaró Setaú—. En cuanto seas coronado, regresaré al lado de mis reptiles.
—De todos modos intentaré convencerte para que estés más cerca de mí.
—Perderás el tiempo. En cuanto termine mi misión de guardaespaldas me planto ahí. Moisés será maestro de obras, Ameni ministro y Acha jefe de la diplomacia, ¡qué aproveche!
—¿Estás formando mi gobierno? —se sorprendió Ramsés.
Setaú se encogió de hombros.
—¿Y si degustamos el rarísimo vino que nos ofrece el regente? —propuso Acha.
—Que los dioses protejan a Ramsés y le den vida, solaz y salud —declaró Ameni.
Chenar no se encontraba en el barco del regente. Disponía, sin embargo, de un soberbio navío a bordo del cual servían cuarenta marineros. Como jefe de protocolo, había invitado a varios notables, la mayoría de los cuales no eran muy favorables a Ramsés. El hijo mayor de Seti se cuidaba mucho de añadirse a sus críticas y se contentaba con identificar a sus futuros aliados. La juventud e inexperiencia de Ramsés les parecían inconvenientes insuperables.
Con verdadera satisfacción, Chenar comprobó que su excelente reputación permanecía intacta y que su hermano seria comparado durante mucho tiempo con Seti. La brecha estaba abierta, habría que ensancharla y utilizar la menor ocasión para debilitar al joven faraón.
Chenar ofrecía a sus invitados frutos de azufaifo y cerveza fresca. Su amabilidad y su discurso moderado gustaban a numerosos cortesanos, encantados de intercambiar frases educadas con un gran personaje al que su hermano se vería obligado a concederle un papel preponderante.
Desde hacía más de una hora, un hombre de estatura media, de mentón adornado con una pequeña barba en punta, vestido con una túnica de franjas de colores vivos, esperaba ser recibido. De apariencia humilde, casi sumisa, no manifestaba ninguna señal de nerviosismo.
Cuando tuvo un momento de descanso, Chenar le indicó que se acercara.
El hombre se inclinó con deferencia.
—¿Quién eres?
—Mi nombre es Raia; soy sirio de origen, pero trabajo en Egipto como mercader independiente desde hace muchos años.
—¿Qué vendes?
—Conservas de carne de gran calidad y hermosos jarrones importados de Asia.
Chenar frunció el entrecejo.
—¿Jarrones?
—Sí, príncipe; tengo en exclusiva la venta de soberbias piezas.
—¿Sabes que soy coleccionista de jarrones raros?
—Me he enterado recientemente; por ello insistí en mostrároslos, con la esperanza de que os gustaran.
—¿Son elevados tus precios?
—Eso depende.
Chenar se sintió intrigado.
—¿Cuáles son tus condiciones?
Raia abrió un saco de tela gruesa y extrajo un pequeño jarrón de cuello fino de plata maciza, decorado con palmas.
—¿Qué opináis de esto, príncipe?
Chenar quedó fascinado; unas gotas de sudor perlaron sus sienes y sus manos se volvieron madorosas.
—Una obra maestra… Una increíble obra maestra… ¿Cuánto?
—¿No es conveniente ofrecer un regalo al futuro rey de Egipto?
El hijo mayor de Seti creyó haber oído mal.
—Yo no soy el futuro faraón, ése es mi hermano Ramsés… Te has equivocado, mercader. Entonces, ¿el precio?
—No me equivoco nunca, príncipe. En mi oficio, un fallo es imperdonable.
Chenar apartó su mirada del admirable jarrón.
—¿Qué intentas decirme?
—Que mucha gente no desea el reinado de Ramsés.
—En unos días será coronado.
—Quizá, pero ¿acaso se desvanecerán por ello las dificultades?
—Raia, ¿quién eres de verdad?
—Un hombre que cree en vuestro futuro y desea veros en el trono de Egipto.
—¿Qué sabes tú de mis intenciones?
—¿No habéis manifestado el deseo de comerciar más con el extranjero, de disminuir la arrogancia de Egipto y de trabar mejores relaciones económicas con el pueblo más poderoso de Asia?
—¿Quieres decir… los hititas?
—Empezamos a entendernos.
—Así pues, eres un espía a sueldo de los hititas. ¿Ellos me serían favorables?
Raia asintió con un movimiento de cabeza.
—¿Qué me propones? —preguntó Chenar, tan emocionado como si estuviera mirando un jarrón excepcional.
—Ramsés es fogoso y belicoso. Como su padre, quiere afirmar la grandeza y la superioridad de Egipto. Vos sois un hombre ponderado, con el que es posible cerrar acuerdos.
—Raia, si traiciono a Egipto, arriesgo mi vida.
Chenar se acordó de la famosa condena a muerte de la esposa de Tutankamón, acusada de entendimiento con el enemigo, aunque despertara la conciencia del país.[3]
—Cuando se desea la función suprema, ¿no es inevitable correr algunos riesgos?
Chenar cerró los ojos.
Los hititas… Sí, a menudo había pensado en utilizarlos contra Ramsés, pero era una simple idea, una visión de la mente desprovista de realidad. Y de pronto se materializaba, bajo la forma de aquel mercader anodino, de apariencia inofensiva.
—Amo mi país…
—¿Quién lo duda, príncipe? Pero vos preferís el poder. Sólo una alianza con los hititas os lo garantizará.
—Necesito reflexionar.
—Es un lujo que no puedo ofreceros.
—¿Quieres una respuesta inmediata?
—Mi seguridad lo exige. Descubriéndome he confiado en vos.
—¿Y si me niego?
Raia no respondió, pero su mirada se hizo fija e indescifrable.
La lucha interior de Chenar fue de corta duración. ¿No le ofrecía el destino un aliado de peso? A él le tocaba dominar la situación, evaluar bien el peligro y saber sacar provecho de esta estrategia sin poner Egipto en peligro. Por supuesto, continuaría manipulando a Acha sin informarle de sus contactos con el mayor enemigo de las Dos Tierras.
—Acepto, Raia.
El mercader esbozó una sonrisa.
—Vuestra reputación no es alabada en exceso, príncipe. Nos volveremos a ver dentro de algún tiempo. Ya que me convierto en uno de vuestros proveedores de preciosos jarrones, nadie se sorprenderá de mis visitas. Guardad éste, os lo ruego, con él sellaremos nuestro pacto.
Chenar palpó el magnífico objeto. El porvenir se despejaba.